XXVI
Fueron las mujeres las que me sacaron de los bajíos en los que había encallado, quizá para recompensarme por la deserción en masa llevada a cabo durante mi infancia. Allá donde me volviera había un rostro femenino dispuesto a sonreírme: la amiga que me encontraba un apartamento de alquiler en su rellano, la señora de la limpieza que se parecía a la tata siempre anhelada, la compañera de juegos nocturnos que me aceptaba por lo que podía darle: sinceramente, no mucho.
El matrimonio súbitamente marchitado tras un inopinado florecimiento había producido en mis humores sexuales una consecuencia que se traducía en desgana. Me inflamaba con la misma rapidez que me apagaba.
Las operaciones de desenganche se veían complicadas por la constancia de las víctimas, que no acababan de entender mis cabriolas emotivas. Me comportaba como esos hombres que, careciendo de la decisión necesaria para separarse de la mujer que ya no desean, se dejan deslizar hacia los márgenes de la relación con aire de ser empujados por ella.
Después de dos años haciendo papelones, decidí mantenerme alejado de todas para no estropearle la vida a ninguna. La abstinencia voluntaria me reforzó. Empezaba a sentirme autosuficiente, y una noche de verano fui a tomar el fresco a una terraza romana con la íntima convicción de que podría prescindir del amor para siempre. Fue entonces cuando me sorprendió por la espalda mi alma gemela.
Estaba explicándole a un par de amigas que ni siquiera la vulgaridad de algunos individuos (me refería a un colega que servía la lasaña en los platos con las manos) lograría hacerme perder la confianza en el progreso humano, cuando una voz de película vibró a la altura de mi nuca:
—¡No somos simios evolucionados, sino divinidades en decadencia!
Recuerdo que, mientras me volvía, pensé: ya salió la chiflada de turno que se cuela en las fiestas y se pasa con la ginebra. Después la vi y tuve que reconocer que tenía de película algo más que la voz. Pagué un tributo a sus pómulos cometiendo la ingenuidad de contestarle.
—¿Tienes pruebas de lo que afirmas?
—¡No! ¡Y tú tampoco! ¡Esa historia de los simios es un lugar común que los científicos han aceptado porque no consiguen encontrar una mejor!
—¿Será quizá porque no existe una mejor?
—¡Si utilizas la cabeza y los cinco sentidos, seguramente no!
—¿Y qué debería utilizar?
—¡El corazón!
A nadie se le escapará que yo avanzaba por la jungla de los máximos sistemas agitando blandos signos de interrogación, mientras que ella empuñaba los de exclamación como dagas.
Al ver la sangre, mis amigas se volatilizaron. En realidad, no hubo ningún enfrentamiento. Me limité a acoger sus revelaciones con una ráfaga de muecas.
Elisa me habló de la Atlántida, una civilización más evolucionada que la nuestra y que se había autodestruido por un exceso de avidez. Sus restos yacían en las profundidades del mar, ocultos a los ojos de los hombres, pero no a su conciencia, siempre y cuando recuperaran la capacidad de escucharla.
Escuché a la mía y supe que, ante aquella mezcla de alma y pómulos, la coraza con la que me había cubierto diligentemente en los últimos tiempos se había resquebrajado.
Por el amigo que la había llevado a la fiesta supe, en cambio, que era su novia. Tardé meses en descubrir que no era verdad, cuando habría bastado preguntárselo a ella. En cuanto lo hice, iniciamos una relación con una complicidad inmediata. Cualquiera hubiera dicho que ya estábamos enamorados en otra parte, en una buhardilla de la Atlántida, supongo.
La conquisté con una cena íntima en mi casa. Llegó con un sombrero de diva del cine mudo, enfundada en una falda de lana de color naranja que se detenía a la altura de las rodillas para dejar espacio a unas medias profundamente negras, las cuales se precipitaban casi enseguida en el interior de unas botas.
Venía acompañada de dos pizzas biológicas congeladas, como si hubiera tenido una premonición sobre el destino de mis rollitos precocinados, que al cabo de un rato saldrían del microondas completamente derretidos.
En los gestos de una pareja que está naciendo se puede leer su misión. Elisa había entrado en mi vida para cambiar el menú. No estaba igual de claro qué había ido a hacer yo en la suya. Tal vez darle un toque de ligereza: mi expresión mientras sacaba los rollitos del horno la había hecho reír con ganas.
Cuando nos trasladamos al salón, me sentía tan seguro con ella que decidí contárselo todo. Me refiero, no a las habituales mentiras, sino a algo realmente increíble para mí: la verdad.
Le puse en el regazo el álbum fotográfico de una vida y me senté en el brazo de la butaca para dirigir el recorrido.
—Éste soy yo de pequeño con mi madre... Ahórrate el comentario que hacen todos: qué mono eras, ¿qué pasó después?
—Yo te prefiero ahora. No me gustarías con mofletes y una bola de rizos en la cabeza.
—En cualquier caso, sucedió algo de verdad. ¿Ves? En las fotos siguientes ya no sale mi madre. Murió cuando yo tenía nueve años.
—Lo siento.
Me rozó una mano con dedos de pianista y los dejó allí.
—Estaba luchando contra un tumor, pero se había debilitado tanto que en la madrugada del día de Fin de Año un infarto se la llevó.
Me miró de un modo especial. Como te mira una mujer cuando ha decidido apostar por ti.
Traté de acariciarle la rodilla con la mano libre. Ésa, al menos, era mi intención. En realidad, acabé dándole un codazo en el muslo.
—¿Para ti es un problema que sea huérfano?
Se echó ligeramente hacia atrás, pero más a causa del codazo que de la orfandad.
—Conozco a muchos huérfanos de padres vivos: hijos no amados, incomprendidos —dijo.
—¿A ti te da miedo la muerte?
Típico de mí. Estoy encaramado en el brazo de una butaca, en espera del momento adecuado para besar a la mujer que posiblemente me reserva el destino, y le pregunto si está aterrorizada ante la idea de palmarla.
De todas formas, no pareció espantada. Ni siquiera sorprendida.
—De jovencita estuve cerca de la muerte. Desde entonces la conozco y ya no pienso en ella. Sé que es un paso de una dimensión a otra: de la materia a la antimateria. Los egipcios la llamaban Salida a la Luz. Así da menos miedo, ¿no?
—¿Y la vida?
—Me da miedo la idea de desperdiciarla. Si la muerte es un viaje, supongo que la vida es el precio del billete.
—Morir no es nada. No vivir es terrible.
—Sí, yo también he leído eso, pero no recuerdo dónde.
—Es mío.
En el caso de que acabáramos viviendo juntos, tendría que acordarme de retirar Los miserables de la librería.
—¿Estás seguro? ¿Y qué querías decir exactamente cuando lo escribiste?
Empezaba a comprender el tipo de persona que era. No se conformaba con patinar sobre una frase bonita. Quería arrastrarme hasta el fondo.
—Bueno..., que hay que afrontar la vida. Que los sufrimientos, las injusticias y las lágrimas derramadas por una causa sirven para algo, aunque no sabría decir para qué.
—Yo creo que sirven si te llevan a cambiar. ¿Te has preguntado alguna vez, después de haber recibido un mazazo, por qué te ha pasado eso, qué te está diciendo la vida?
—No, normalmente me quejo del mazazo y punto. Pero ¿no tendrás tú por casualidad una respuesta que sugerirme?
—¡Sí, para que te burles de mí, como con la Atlántida!
—¡No me burlé de ti! Por lo menos no demasiado...
En prueba de mi inocencia, abrí los brazos como una mariposa artrítica y le propiné otro codazo, esta vez en el hombro.
Me cogió las dos manos, creo que como medida de autodefensa. Nuestros dedos se entrelazaron y ella me los apretó. No hay momento más bello, al comienzo de una relación, que cuando entrelazas los dedos con los de la otra persona y ella te los aprieta. Estás asomándote a un mar de posibilidades.
Acerqué los labios a los suyos, pero no tuve que realizar todo el recorrido porque me topé con ellos a medio camino.
Sabían a felices sueños.