XXII

Siguieron momentos duros y literarios, a caballo entre romanticismo y retórica.

Del período milanés me quedan un par de testimonios escritos. El primero es la novela de Jay McInerney Luces de neón, con ese arranque fulminante: «Tú no eres exactamente el tipo de persona que cualquiera esperaría encontrar en un sitio como éste a esta hora de la mañana».

Era un «tú» que habría podido ser perfectamente yo. Un joven abandonado por la presunta mujer de su vida se perdía en las noches de la metrópoli en busca de sí mismo, hasta que descubría que el amor perdido al que siempre se había negado a enfrentarse era su madre muerta como consecuencia de un tumor.

La segunda prueba se remonta al año siguiente y es la hoja en la que había escrito el borrador de una carta a Emma que reproduzco con algunos paréntesis añadidos más tarde.

Milán, 11 de octubre

Hola, Emma:

Son las cuatro de la noche —¿o de la mañana?— y no sé lo que significa tener sueño. (Salta inmediatamente a la vista la influencia de McInerney.)

Te escribo desde el rellano de casa. El periodista con el que comparto la vivienda se ha dormido con la llave metida en la cerradura, pero tiene las orejas forradas de cemento y no hay timbrazo, por largo que sea, que consiga despertarlo. (¿Quería darle pena o hacerla reír? Estaba trazando el retrato de un desgraciado que no consigue ni siquiera entrar en su propia casa.)

Hemos salido de la redacción a las doce, llevando bajo el brazo los periódicos recién impresos y a algunas compañeras simpáticas. (Una mentira patética para ponerla celosa. En realidad, éramos diez hombres con el estómago vacío y a tope de adrenalina.)

Uno de nosotros había sido invitado a la cena de un periódico competidor, pero, como no se atrevía a confesarlo, nos ha dicho a los demás que fuéramos delante, que él nos seguiría con su coche. Qué lástima que en el cruce de Porta Venezia haya girado hacia el otro lado.

En el restaurante había aún bastante gente y cuando hemos conseguido pedir las chuletas era ya la una. Han llegado a la una y media. Con hueso y todo. A las dos ha llegado también el traidor. Se había manchado las manos de grasa para hacernos creer que había tenido un problema mecánico. Y nosotros: «¡Debes de estar muerto de hambre! Menos mal que han sobrado dos chuletas y una ración de patatas fritas». Lo ha rechazado con la excusa de que le dolía el estómago, pero al final ha tenido que comérselo todo, hasta el pastel con merengue, y en ese momento he pensado que iba a explotar. (¡Con qué cara más dura me atrevía a disfrazar de destellos de dolce vita aquellas miserables bromas de cuartel!)

Te echo de menos, Emma. No tanto por lo que me diste como por lo que habrías podido darme después, cuando llegué a Milán solo, vivía y luchaba solo, me preparaba la comida solo y le mendigaba a la portera un remiendo en los pantalones. (Le estaba reprochando que no se hubiera trasladado a Milán para prepararme la comida y remendarme los pantalones.)

Acaba de ser mi cumpleaños. Veintisiete he cumplido, pero eso lo sabes. Lo que no puedes saber es que el periódico de mi ciudad —sí, La Stampa— me ha ofrecido un puesto en su sede de Roma. Quisiera hablarte de eso. Siempre he soñado con tener una amante que fuera también una amiga y una consejera. Contigo, Emma, había encontrado las tres.

Creía sinceramente merecerte, después de todo lo que pasé durante la infancia. ¿Recuerdas cuando te decía que mi madre vivía en Norteamérica, donde dirigía una multinacional de cosméticos? (Desde la época de la secundaria, le había hecho hacer carrera.)

Las cosas no son exactamente así y algún día te lo contaré mejor. En cualquier caso, creía merecerte. Y que tú me necesitabas. Aunque quizá eso ya no lo creo. (De hecho, se había casado con otro.)

Perdona, estoy escribiendo un montón de gilipolleces y son casi las cinco de la mañana. Eso es, creía que necesitabas a alguien que te escribiera un montón de gilipolleces a las cinco de la mañana. (De nuevo McInerney.)

Creía poder ofrecerte un mundo poblado de personas divertidas. Y otro, más pequeño pero más grande, habitado sólo por nosotros dos. La felicidad, Emma.

La felicidad es hacer el amor a horas extrañas o normales, siempre que sea contigo. La felicidad es crecer juntos, pelearnos hasta ver quién tiene la cabeza más dura y luego, llenos de chichones, subir otro peldaño de nuestro amor. La felicidad es una cita en el bar a la que yo llego tarde. (Bastante curiosa, esta idea de felicidad.) Un problema que te agobia y que resolvemos juntos. Una pulsera que yo te regalo, una camisa que tú me lavas. (Después de haberla remendado, supongo.)

Perdóname de nuevo por esta carretada de pensamientos idiotas. Sólo quería decirte que no echo de menos una mujer. Te echo de menos a ti, que eres una mujer, y qué mujer. Pero que eres algo más: la otra mitad de mí.

No sé si es justo burlarme de mi yo de entonces. Los sentimientos auténticos poseen una dignidad que los preserva del sentido del ridículo.

Escribí decenas de cartas similares. Alguna hasta la envié, sin recibir nunca a cambio ni siquiera una postal. Y las había preciosas en Cerdeña. Una inmortalizaba la playa donde nos habíamos amado. Me la había mandado yo mismo. Todas las noches la miraba y, después de habérmela grabado en la mente, cerraba los ojos para notar el olor de los besos y del mar.

El recuerdo idealizado de su rostro se diluyó poco a poco, aunque nunca del todo. Necesité dos años para recuperarme, o sea, para volver a sentirme mal como antes de haberla conocido. El dolor produce desgarrones que permiten mirarse por dentro. Pero yo seguía mirando hacia el lado equivocado.

Haber perdido de nuevo el amor me empeoró. Me empeñé en renegar del pasado. No respondí a una última carta de Sveva y, con ímpetu autodestructivo, incluso dejé de devolverle las llamadas a Mi Tío, la única persona que todavía me hacía sentir parte de algo.

Después desembarqué en Roma, la gran loba que lame todas las heridas.