XVII
Mamá se convirtió en mi ángel sin mancha y sin miedo. El diablo era la madre de un ricachón del colegio. La veía siempre a la salida de las clases, apoyada con estudiada indolencia en la puerta de su todoterreno. Pelo teñido de rubio, labios agresivos y vaqueros ajustados que desaparecían dentro de unas botas de punta afilada, de color negro, a juego con las gafas de mala.
Tuve una especie de pesadilla. Me despertaba al amanecer durante las vacaciones de Navidad y descubría que habían cerrado mi habitación con llave desde fuera. A través de la cerradura conseguía distinguir en el pasillo un trono ocupado por ella: la rubia del todoterreno. Le había declarado la guerra a mamá y la había matado, tras lo cual había invadido nuestra casa.
Dos desconocidos llevaban a papá a rastras ante ella, sujetándolo por las axilas. De la boca de la rubia salía una voz glacial:
—Dame la llave de la habitación del niño, o te mataré a ti también.
En ese momento aparecía Mita enseñando las encías y con una llave en la mano.
—¡Aquí está, condesa!
La rubia se levantaba del trono y avanzaba hacia mi habitación.
De un salto, me metía en el Submarino y vigilaba la puerta a través de un resquicio entre las sábanas.
La veía abrirse, y entonces en el umbral aparecían una bota negra de punta afilada y... la sonrisa tranquilizadora de mamá con la bandeja de la merienda.
La misma sonrisa de la fotografía que había tenido escondida en el cajón.
Ahora su retrato destacaba entre el póster de Pulici y el de Peter Gabriel. Lamentaba que no tuviese el don de la palabra, pues, de haberlo tenido, le habría pedido algún consejo sobre un espectáculo incomprensible que empezaba a intrigarme más que Genesis e incluso más que el Toro: las chicas.
En mis años de niño feliz, cuando la vida parecía aún una pastelería y yo estaba rodeado de más mujeres que un playboy, el universo femenino no tenía secretos para mí.
La primera historia de amor llegó en verano, en un hotel de montaña. Ella llevaba trenzas y se llamaba Cristina. Tenía siete años y un pretendiente de diez, el viejo Antonello.
Un día, Cristina había corrido a mi encuentro con voz gimoteante: Antonello la había hecho caer del columpio.
Yo, para castigarlo, la había emprendido a cabezazos contra su barriga —era demasiado alto para que llegara más arriba— y él había correspondido a mi amabilidad machacándome a conciencia. Pero el dolor más terrible había sido ver a Cristina y Antonello de nuevo juntos en el columpio. Pensándolo bien, no es que comprendiera mucho del universo femenino tampoco entonces.
Sin embargo, estaba mamá, y la herida en el amor propio se curó deprisa. Después de una semana de ardientes columpiadas, entre Cristina y Antonello se produjo una crisis irreversible.
La noche que el hombre pisó por primera vez la luna, Cristina irrumpió en la sala de la televisión, pasó de largo por delante de la butaca donde estaba sentado Antonello como si éste fuera invisible y vino a hablar conmigo.
—¿Vamos fuera a ver la luna?
—¡La luna está aquí! —objetó la madre de Antonello, refiriéndose a la pantalla surcada de imágenes lechosas.
Dejando a un lado el hecho de que Cristina me lo había preguntado a mí y no a su hijo, ¿cómo se podía preferir un televisor al cielo?
Mamá pareció leerme el pensamiento.
—Anda, ve, pero ponte el jersey.
Me estrechó en uno de sus legendarios abrazos y añadió:
—Ten felices sueños. O más bien tenedlos juntos. Cuando se tienen juntos son mejores.
Cristina y yo nos tumbamos boca arriba en el césped del hotel. La luna, de la que se veían tres cuartos, resplandecía en medio de una corona de estrellas y estaba mucho más cerca que dentro del televisor.
Le señalé una mancha en el centro de la corteza rugosa.
—¡Mira, la nave espacial!
—No es la nave espacial. Ése es Arrosto —replicó ella con un mohín de disgusto provocado por mi ignorancia—. ¿Sabes guardar un secreto? —continuó en susurros—. Mi madre me ha contado que en la luna ya estuvo hace muchísimo tiempo un italiano, un tal Arrosto, a caballo de un hipogrito.
—Tu madre no tiene ni idea. La mía me ha dicho que en la luna vive Giovannino el Atrapanapias.
—¿Elapatraqué?
—Es un señor que, cuando dices una mentira, te roba la nariz y se la lleva allí arriba.
—Pero ¿por qué? —preguntó Cristina, temblando, mientras se tocaba la suya para comprobar que seguía en su sitio.
—Pues para comérsela. La mía debe de habérsela comido ya una decena de veces.
Creía haberla tranquilizado, pero entonces profirió un grito. Sobre la superficie de la luna había aparecido una segunda mancha.
—¡Giovannino está acercándose a Arrosto para comerse su nariz! —dijo.
—Ya te había dicho que la historia del hipogrito era mentira.
—¡Calla!
Me cogió una mano, y aquello me hizo sentir un poco raro.
A través de las ventanas entornadas del hotel llegaban las voces de los locutores de televisión compitiendo por transmitir el momento exacto del alunizaje.
—¡Ha tocado!
—¡Todavía no ha tocado!
Cristina movió de un lado a otro la cabeza.
—¡Pobre Arrosto! Cuando los astronautas bajen, Giovannino ya se habrá comido su nariz.
—No te preocupes. Le volverá a crecer.
Y es que a mí siempre me han gustado los finales felices.