XII
Rosolino había llegado a Turín desde Sicilia justo a tiempo para que Calavera le echara el guante. Según él, su padre fabricaba millones. Pero los compañeros más rubios decían que apestaba. Y eso, unido a su acento del sur, había bastado para integrarlo en el club de los parias.
De la unión de nuestras vergüenzas nació una amistad destinada a romperse todas las tardes en el autobús escolar que nos llevaba a casa. Jugábamos a hacer saltar los cromos de futbolistas sobre la superficie mullida del asiento. El que lograba darles la vuelta obtenía el derecho de guardárselos en el bolsillo.
Rosolino hacía trampas y yo también, pero con menos habilidad. Nos insultábamos mutuamente.
—¡Terrone!1
—¡Bastardo!
No sabía qué significaba, y cuando lo descubrí, mi amigo ya había cambiado de ciudad.
Le había contado, como a todos, que mi madre no venía nunca a recogerme al colegio porque viajaba mucho por motivos de trabajo: era representante de cosméticos indios.
Original, ¿eh? Una vez mamá tuvo que recibir en el salón a una vendedora de productos de belleza. Guardo el recuerdo vago de una señora pintándole las uñas con un líquido rojo. Pero la referencia a la India representaba un añadido de artista, inspirado en acontecimientos recentísimos.
Las vacaciones de Navidad eran un domingo interminable en el que los fantasmas de la festividad dejaban sentir su peso. De mamá no se hablaba ni siquiera en el cementerio, donde papá prefería concentrarse en los aspectos prácticos: comprar flores artificiales que duraban más, trasladar la escalera con ruedas hasta la fila de lápidas en cuyo vértice sonreía la foto de la difunta, encaramarse arriba de todo sin derramar el agua del jarroncito (pero ¿para qué hacía falta agua, si las flores eran artificiales?), bajar y llevar la escalera de ruedas al punto exacto en el que había sido encontrada.
Después de haber permanecido unos minutos mirando hacia arriba sin decir una palabra, volvíamos a casa a pasárnoslo en grande. Él en una habitación, yo en otra, y en medio Mita con el televisor encendido. En Nochebuena declinábamos la invitación de Mi Tío —«en realidad, nosotros no necesitamos a nadie»—, y la regla que valía para la cena de ese día podía aplicarse de maravilla a la comida del día siguiente.
Como para Año Nuevo el campeonato de fútbol se tomaba un respiro, había que idear otro entretenimiento, y papá tuvo la iluminación del viaje a la India. De Nueva Delhi a Benarés, la ciudad santa, famosa por la escalinata a orillas del Ganges que albergaba a los más desamparados de la humanidad y que con nuestra llegada podría por fin considerarse al completo.
El grupo del viaje organizado estaba repleto de madres. Por todas partes se oían órdenes ansiosas acerca de objetos, animales y mendigos que había que evitar. Papá las imitaba lo mejor que podía, pero no poseía ni su vista ni su constancia. Así que yo acababa encontrándome siempre metido en líos. Los demás niños hasta debían de envidiarme.
Querría haber guardado algún fragmento espiritual de la peregrinación de un viudo y un huérfano a la tierra más mística del planeta. Sin embargo, mi álbum de viaje se reduce a un muestrario de humillaciones profanas.
Papá invita a beber a los camareros del hotel —es Nochevieja— y una comitiva de indios pertenecientes a la casta más elevada abandona la sala mirándonos mal.
Papá, tocado con un turbante rosa de marajá, se encarama a un elefante y yo, para no morirme de vergüenza, voy a esconderme detrás de una columna de un templo hindú.
Un amigo de papá increpa en italofrancés a un compatriota de Astérix que acaba de clavarle el tenedor en la palma de la mano durante el asalto diario al bufé: «Maleducaton d’un franceson. Je suis italien e me ne vant!».
Papá, de nuevo él, sorprendido por mí en el pasillo del hotel mientras besuquea a una señora del grupo: una rubia con las piernas aprisionadas en un par de medias veteadas que culebreaban bajo la falda como pitones.
Allí hice como si nada, pero en cuanto regresamos a Italia le escribí una carta de veinte páginas cuya esencia estaba concentrada en la última línea: «Si te casas con otra madre, yo me voy de casa».
Esperé una respuesta que no llegó. Pero la mujer pitón desapareció en la selva para siempre.