XXIX
Pese a las sombras de la última página, cerré el cuaderno con un sentimiento de gratitud. Había conocido a la chica que se convertiría en mi madre. Y la fuerza de una amistad. Mamá y Madrina habían sido más que hermanas. No se habían encontrado, sino elegido.
Me impresionaban también las hazañas de aquel niño descarado y lleno de ímpetu. ¿Había sido de verdad así antes de perder el empuje del amor?
Empezó de nuevo el jueguecito de los «si».
Si mamá hubiera vivido más tiempo, como cualquier madre, habría crecido a la sombra de dos mujeres extendida sobre mí: ella y Madrina. En vez de revolotear, azorado, en torno a las chicas que me gustaban, las habría abordado con desenvoltura para preguntarles cuál era la capital de Perú. Y en vez de pasar la juventud atrincherado en la contemplación de mi ombligo, habría regalado botellas de licor a todos los deprimidos, a riesgo de que me arrestaran por instigación a la embriaguez.
Pero habría sido demasiado fácil. Y una vida así no me habría servido de nada. En resumidas cuentas, me prefería con una astilla clavada en el corazón. Había pasado la primera parte de mi existencia echando de menos otra que no desearía vivir.
Seguía extrañando a aquella adolescente rubia con las manos manchadas de tinta de papel carbón y los ojos abiertos a un mundo de horrores, pero de un modo distinto. Ahora extrañaba la posibilidad de protegerla.
Me había vuelto a casar en el Campidoglio a las nueve de una mañana de primavera, brindando con zumo de arándanos. Mientras sonreía al fotógrafo que nos inmortalizaba en poses solemnes sobre el fondo eterno de los Foros, por un instante no me había sentido un huérfano sino un hombre.
Con Elisa frecuentaba ambientes y libros nuevos, descubría que se puede cultivar la espiritualidad sin pertenecer a una religión de masas, comprendía secretos que nos obstinamos en ignorar aunque se encuentran dentro de nosotros. O quizá precisamente por eso.
Aprendía a no sufrir los acontecimientos, a interpretarlos como señales. Descubría que el amor podía ser un bastón en el que apoyarse, pero seguía siendo ante todo una espada para conquistar una nueva conciencia de las propias potencialidades. Durante años lo había vivido como una conquista, mientras que era la cesión de algo a otra persona.
Había entablado un diálogo con los lectores sobre estos temas a través de una sección de correo del corazón. Elisa me había dado el empujón, exhortándome a pasar de esos hombres que consideran la educación sentimental una pérdida de tiempo y el relato de los tormentos del alma un reconocimiento de debilidad.
Un día de marzo llegó a la redacción una carta especial. Desde las primeras líneas comprendí que la vida estaba brindándome la oportunidad de revelar por fin a los demás quién era. Reproduzco el texto seguido de mi respuesta, tal como aparecieron en el periódico.
Tengo treinta y nueve años y estoy felizmente casado. No escribo, pues, por problemas conyugales, sino porque tenía una madre estupenda, apenas veinte años mayor que yo. Una neoplasia mamaria se la ha llevado durante las vacaciones de Navidad y desde entonces mi vida es una película en blanco y negro.
Gracias a mi madre aprendí a amar a los Rolling Stones (un poco menos a los Beatles), a Lucio Battisti y a mi prójimo. Me enseñó a estar bien en medio de la gente, a respetar a los más débiles y a no sufrir por la sordera y la ceguera del mundo respecto a nosotros, los románticos.
Trabajó toda la vida en una fábrica, quiso profundamente a mi padre, cuidó de mi abuelo y, ya enferma terminal de cáncer, atendió a su madre hasta el final. Cuando murió mi abuela, se inclinó sobre su cuerpo y le susurró al oído: «Gracias por todo».
Tres meses más tarde se fue ella también. Era una mañana soleada y me dijo con un hilo de voz: «No te rindas nunca, vales mucho y ha sido un honor para mí tenerte como hijo».
Mientras le escribo, estoy llorando. Tengo el corazón destrozado y no acabo de rehacerme. Es demasiado duro aceptar esto. Quiero dirigirme a usted en este momento de dolor extremo, a fin de que su sabiduría y su preparación consigan llenar en parte este enorme vacío.
Gabriele
Ni soy sabio ni estoy preparado, Gabriele. Pero yo también soy huérfano de madre. Desde la edad de nueve años. Y cartas como la suya tienen todavía el poder de turbarme, incluso en una época como la nuestra que ha transformado las emociones en un género televisivo.
Hace diez años, y entonces ya tenía treinta, no hablaba de buen grado de mi madre con nadie, ni siquiera conmigo mismo. De pequeño negaba inconscientemente que hubiera muerto escondiendo su foto en un cajón. Si ahora soy capaz hasta de escribir sobre ella en un periódico es porque he aceptado mi dolor y perdonado a todos. A ella por haberse ido y al universo por habérsela llevado: a los cuarenta y tres años, tras una vida que no fue muy distinta de la de su madre.
La mía era huérfana de padre y durante la guerra, a la edad en que hoy los adolescentes cuentan en esta sección los primeros males de amores, trabajaba en una fábrica bajo las bombas para ayudar a mi abuela a mantener a cuatro hermanos más pequeños.
Era rubia, distraída, emotiva como yo. Era altruista y estaba disponible para todos, un radiador siempre encendido a temperatura constante, como yo quisiera ser y no soy.
Si hubiera sobrevivido a la enfermedad que se la llevó durante las vacaciones de Navidad, igual que a la suya, probablemente hoy sería abogado (era su previsión: «¡Con esa labia!»), porque el periodismo es un oficio demasiado aleatorio y no sé si habría tenido valor para darle un disgusto semejante.
Le envidio, Gabriele, por no haber pronunciado en la carta la más obvia de las recriminaciones: ¿cómo es posible que una mujer tan buena se haya ido tan deprisa? No ha dejado en el nido a un polluelo atemorizado, sino a un adulto al que había tenido tiempo de enseñarle a amar al prójimo, a Lucio Battisti y a los Rolling Stones, o sea, lo esencial.
Con todo, la muerte prematura de una madre sigue siendo una injusticia inconcebible. Nos salva la conciencia de que esta vida sea simplemente un curso de aprendizaje, que hay que afrontar, si es posible, con la sonrisa en los labios. Pero la verdadera diversión debe de estar en otra parte.
Estamos aquí para prepararnos, pero no estamos todos al mismo nivel. Algunos han avanzado más en el programa y necesitan menos tiempo para pasar la prueba y alzar el vuelo. Quien ya es un ángel de joven no necesita hacerse viejo. No en todos los casos, al menos; de lo contrario, tendríamos que concluir que sólo los malos envejecen y no es verdad.
Dejémoslo así: en esta vida cada uno tiene un plan que llevar a cabo y nuestras madres han realizado el suyo más deprisa que otros. Porque era más breve, o porque ellas eran mejores. Quedamos nosotros, los hijos, con un cargamento de recuerdos que en su caso, por suerte, es superior a las quejas.
Me dijeron que lo último que hizo mi madre la noche que perdió definitivamente el conocimiento fue venir a mi habitación a estirarme el embozo. La suya le susurró al oído esas palabras maravillosas.
Recordémoslas así, en el acto de amarnos y de bendecirnos por última vez. E intentemos ser dignos de ello, Gabriele. Sin retórica y sin miedo.
No había pensado en los efectos. Fui inundado por una oleada cálida de cartas, como si por un momento mis palabras hubieran sintonizado con el alma del mundo.
Una señora me escribió diciendo que, después de haber leído la carta, había ido a ver a su madre con la única finalidad de abrazarla. Llevaba tiempo sin hacerlo, pero, pensando en quien había mendigado ciertos abrazos en vano toda la vida, se había sentido por primera vez una privilegiada. Al contrario que otra lectora, que había perdido a su madre a los dos años y me consideraba un privilegiado a mí, pues de la mía conservaba al menos el recuerdo.
En el periódico, la revelación provocó reacciones distintas según la situación geográfica. Los guerreros de la noticia que se hacinaban en la sala denominada Tienanmen colgaron la carta en el tablón. Uno hasta me dio el pésame.
En Capalbio, la sala de los intelectuales y de los artistas que también frecuentaba yo, nadie dio la impresión de haberla leído, con excepción de una colaboradora inútilmente simpática que quiso saber en qué película me había inspirado. Tan sólo un editorialista sexagenario de maneras retraídas me dejó sobre la mesa dos chocolatinas y una nota: «Imagina que son caricias».
Un periodista televisivo muy famoso expresó por teléfono su desilusión por el giro que había dado: de un fustigador de costumbres como yo habría esperado menos miel y más pimienta.
Me contó que se iba de safari con una manada de banqueros. Les deseé a los leones buen provecho.