IX
Las aspirantes a madre habían caído una tras otra, y con ellas, las esperanzas de recuperar el original. Sólo me quedaba papá.
Para llenar en parte el abismo de una madre que ha muerto hay que ser un varón femenino. Severo en caso necesario, pero sensible. Papá, sin embargo, era varón y punto, había crecido con el mito de dos hombres fuertes: la abuela Emma y Napoleón.
Tenía las manos grandes y una mirada torva que cohibía a los extraños y también a mí. Parecía tan incapaz de hacerme una caricia que no se asemejara a una bofetada como de preparar un café con leche decente. En el interregno entre la muerte de mamá y la llegada de Mita se vio obligado a interpretar un papel que no era el suyo.
Cuando terminaban las clases, la madre caritativa de un compañero de colegio me dejaba delante del organismo público donde él trabajaba hasta las dos. Instalado en una esquina de su mesa, aguardaba la hora X pintarrajeando racimos de uva gigantescos en el dorso de las hojas que encontraba en la papelera. Mamá había desaparecido también de los dibujos.
Cuando la tinta del rotulador se acababa, papá me permitía utilizar un bolígrafo de la oficina, pero en cuanto nos levantábamos para ir a casa quería que lo dejara en su sitio.
—No es nuestro. Pertenece al Estado.
Crecí creyendo que el Estado era un fabricante de bolígrafos.
A las dos y media nos sentábamos en torno a la mesa de la cocina y aquél era el peor momento, porque en aquella habitación todo recordaba a mamá.
Papá se ponía a cocinar. Sus comidas han permanecido en mi estómago y en mi memoria con un sentimiento de estupefacta reverencia. Demasiado absurdas para no parecer geniales. Su especialidad era la carne en conserva calentada.
Un varón femenino habría buscado una tata capaz de calentarme sobre todo el corazón. Pero para mi padre ciertos mensajes eran ejercicios de estilo para soñadores. En la elección de Mita se dejó guiar por los únicos valores en los que se reconocía: honradez y practicidad.
Volví a comer la carne en conserva fría, temperatura perfectamente adecuada a la de la casa. En compensación, tuve que cederle mi habitación a la recién llegada y resignarme a dormir con él.
La gran cama de mamá desapareció para dejar sitio a un par de camitas individuales con colchas de rombos negros y marrones.
Las colchas eran un problema menor. Papá roncaba como un oso después de darse un atracón de miel. La única salvación era conseguir dormirse antes de que él se metiese en la madriguera.
Toda relación tiene una tonalidad principal y la nuestra se había fijado para siempre en un prado de la infancia. Mientras correteaba, tozudo, hacia el balón lanzado por mi padre, había estado a punto de pisar una margarita y me había agachado para recogerla y llevársela a mamá.
Ella se había conmovido; él había dudado de mi virilidad. ¿Acaso las biografías de Napoleón, que papá se conocía al dedillo, decían que en los albores de su carrera el futuro general hubiera preferido coger margaritas para su madre en vez de expresar su voluntad de poder emprendiéndola a patadas contra algo o alguien?
El relato del episodio me persiguió durante décadas como una fácil profecía: «Y además, cuando era pequeño se agachaba a coger margaritas...».
Privada del colchón materno, la fricción entre nuestros caracteres había perdido la apariencia de vitalidad para convertirse en el sordo desahogo de dos víctimas incomprensibles la una para la otra. Tampoco para él debía de ser fácil convivir con un hijo que en el aspecto físico y en algunos rasgos de la personalidad le recordaba continuamente a la mujer que había perdido. Pero yo estaba demasiado atrapado por mi sufrimiento para interesarme por el suyo.
Mamá era un tema tabú. Una sola vez me atreví a preguntarle cuál sería, en una hipotética clasificación de las desgracias, la merecedora del primer puesto: la desaparición prematura de una esposa o la de una madre.
No se trataba de una curiosidad filosófica, sino de una petición de ayuda. Habían transcurrido sólo unos meses desde la noche en que había descubierto que las mujeres tenían ombligo y que mamá no volvería. Sentía una necesidad desesperada de conmoverme con él.
Estábamos en su coche —un Fiat 124 Coupé, más apropiado para un piloto flacucho que para uno tan robusto—, camino de casa de Giorgio y Ginetta para celebrar un cumpleaños.
Me soltó un discurso muy racional que duró tres semáforos en rojo y finalizó marcha atrás en el aparcamiento con este comunicado solemne: los dos estábamos en una situación mala, pero el que estaba peor de los dos era yo, porque una esposa se puede sustituir, mientras que una madre no.
Bajó del coche y nunca más volvimos a hablar del asunto.