XVIII

Desde los tiempos de la luna no había hecho más que dar pasos atrás. Me movía taciturno y cohibido por un escenario superpoblado de hombres y estaba adentrándome en la edad de los amores sin tener ninguna familiaridad con lo femenino.

La contribución de papá consistió en enviarme de nuevo al falso psicólogo. El doctor Frassino me pidió que me bajara los calzoncillos y comprobó las dimensiones del pene para asegurarse de que el trauma infantil no le había afectado.

Todo normal, dijo, te dará satisfacciones. Fin del curso de educación sexual. El de la sentimental corría a cargo de las máximas del padre Nico: «En un caballo, la mujer ve sólo el caballo. El hombre, la caballinidad».

El padre Nico era el profesor de griego, de latín, de religión, de todo. Consideraba a las mujeres un elemento decorativo, como los adornos de nata en las tartas. Sostenía que antes de casarnos con nuestras novias deberíamos hacerles escribir una composición, aunque no estaba claro quién tendría que corregirla después; probablemente él.

Si hubiera nacido en la Edad Media, habría sido templario. Se contentaba con encarnar la versión católica del superhombre. Dormía tres horas al día, leía sin parar, incluso mientras comía y andaba, y cultivaba obsesiones implacables.

—Yo estoy a favor de la máxima libertad de elección. Si sois de derechas, votad a un democristiano de derechas. Si sois de izquierdas, a un democristiano de izquierdas. Lo importante es que votéis a un democristiano: contra el divorcio y contra el aborto.

En el último curso de secundaria, en vísperas de la emisión de nuestro primer voto, organizamos un test electoral en clase y escribimos los resultados en la pizarra.

Cuando el padre Nico leyó que el PR había obtenido prácticamente todos los votos, nos dirigió un discurso muy apenado. Compartía las posiciones del Partido Republicano en economía, pero en definitiva se trataba de un movimiento laico y era su deber ponernos en guardia contra los riesgos de una deriva en el ámbito ético. Nadie tuvo valor para revelarle que las siglas PR que habíamos puesto correspondían al Partido Radical, la fábrica de comecuras que, según él, era la prueba irrefutable de la existencia del diablo.

Para no robar tiempo a las clases, nos preguntaba entre las siete y las ocho de la mañana. A mí me encantaba el griego, danza de dioses, y el latín, marcha de soldados, me parecía insoportable. Sentía verdadera pasión por Homero, pese a que me hubiera gastado la bromita de Polifemo, mientras que consideraba a Virgilio un poeta de corte sobrevalorado.

A las siete de una mañana de invierno, el padre Nico me preguntó sobre el libro VIII de La Eneida, que me había jactado de conservar intacto. Las páginas estaban todavía unidas y tuve que abrirme paso con los dedos, usándolos a modo de abrecartas.

—Traduce a partir del verso veintiséis. Nox erat et terras animalia fessa per omnis.

Nox erat... Era la noche...

—Continúa —dijo, y escupió un trozo de uña. Tenía el vicio de morderse las uñas y diseminarlas por los contornos.

—Era la noche... Pero ¿qué clase de verso es este?

—¿Cómo dice Horacio? Quandoque bonus dormitat Homerus. A veces, incluso Homero dormita.

—Deje en paz a Homero, padre. Es otra categoría. Virgilio no se limita a dormitar. Ronca y gargajea... «Era la noche» habría podido escribirlo un gladiador analfabeto. O el Servicio Meteorológico de Aviación.

—¡Continúa con la traducción!

—¿Quiere explicarme por qué Dante eligió como guía en La divina comedia a Virgilio en lugar de a Homero? Homero estaba ciego, me dirá. De acuerdo, pero quedaban Platón, Esquilo, Sófocles, Eurípides...

—Es una teoría audaz, aunque interesante. Te regalaré medio punto: dos y medio en vez de dos.

—¿Y todo porque no me ha gustado un verso de Virgilio?

—No. Porque ni siquiera te has tomado la molestia de leer los que siguen y has provocado hábilmente una polémica con la esperanza de que me olvidara de preguntártelos.

Adopté mi clásica postura de loco (puños cerrados, ojos en blanco, labios hacia fuera) y salté de la tarima perseguido por una de sus uñas.

—¡Vuelve aquí! —gritó el padre Nico—. Sé que de pequeño la vida te trató duramente —añadió en voz más baja.

—¿Ah, sí? ¿Y quién se lo ha dicho?

Yo no, desde luego, puesto que continuaba alimentando la leyenda de la representante de cosméticos indios.

—Tú crees que le pagas con la misma moneda negándote a crecer. Pero lo único que consigues con eso es perjudicarte a ti mismo. Eres siempre agresivo y polémico.

—Si de vez en cuando alguien me defendiera a mí y no sólo a Virgilio...

—¡Bravo, ya tenemos preparada la coartada! La pobre víctima maltratada por un mundo que le desea todos los males.

—No es una coartada. Si yo...

—¡Los «si» son la marca de los fracasados! En la vida uno se hace grande «a pesar de».

Aun así, me subió un poco más la nota: tres menos menos.

En aquel crujir de sotanas, la única forma de vida asimilable a una mujer era la hija de un compañero de papá que me daba clases de dibujo (me había quedado clavado en los racimos gigantes). Tenía una colección interminable de minifaldas y medias negras. Me agachaba continuamente y fingía que me ataba los zapatos para mirarle las piernas por debajo de la mesa. Desapareció el día que se dio cuenta de que llevaba mocasines.

En mi imaginación veía a una hermana ideal con minifalda y medias negras que aliviaría mi soledad. Aunque quizá no era una hermana. Era una novia. O una madre. O las tres cosas a la vez. No entendía por qué algunos de mis compañeros se pasaban la vida peleándose con las suyas. Habrían hecho mejor en prestármelas.

No existía ni siquiera una vecina de banco a la que escribir poesías y contemplar los pechos a escondidas. Había que conformarse con el colegio femenino de la esquina. Un tropel de mosquitas muertas que pecaban mortificándose. «No hagas eso, que me gusta», era la protesta con que se entregaban al abrazo de algún chico mayor. Pero a mí sólo me decían: «Qué dulce eres...», la señal de prohibido el paso.

Durante la adolescencia, dividía a las chicas en vírgenes inalcanzables y hermanitas de la caridad exprimibles. A las vírgenes no se las seduce. Se las venera. Y yo las veneraba con el corazón desgarrado por su indiferencia. Pero en cuanto manifestaban algún interés por mí, dejaban de interesarme.

A fin de prevenir la angustia de un posible abandono, sólo me dejaba llevar con aquellas sobre las que creía ejercer cierto control. Mi especialidad era el discurso de la indiferencia.

«¿Me quieres?», preguntaban. Yo contaba hasta 11 (el número de la camiseta de Pulici) y a continuación formulaba respuestas no comprometedoras: a) no lo sé; b) tengo miedo; c) me temo que no lo sé.

Bien pensado, un canalla. Y de la peor categoría: los canallas inconscientes.

Pero ¿era realmente así? ¿O la memoria ha manipulado los recuerdos para construirme un autorretrato favorable? Es menos humillante asignarse el título de canalla —¡y por añadidura inconsciente!— que el de cobarde.

Cuando el hijo de Sveva se casó, comprendí que no todos los huérfanos eran iguales. Quien había perdido de pequeño al padre, como él, estaba a sus anchas entre las mujeres. No se enamoraba nunca profundamente porque ninguna de las aspirantes podía rivalizar con la supermamá, pero este obstáculo se traducía en un elemento posterior de fascinación.

Un huérfano de madre era menos atrayente. No tenía el aura del titán solitario. Si acaso, la del polluelo mojado.

Ahora que lo pienso, nunca me relacioné con ninguno. El encuentro con otros inscritos en el mismo club habría eclipsado mi presunción de ser único.

Para amortiguar el impacto con el mundo real, Belfegor había forrado de guata mis sentidos. Nada me apasionaba, ni siquiera la transgresión. No me emborrachaba, no me drogaba y no fumaba porros; como máximo, algún cigarrillo con el estómago vacío. No me gustaban los deportes extremos ni trasnochar: vi más amaneceres en el momento de despertar que en el de irme a dormir. No era ni de derechas ni de izquierdas, sino democrataliberal, que a los dieciocho años es como preferir la quina al cubalibre.

Las utopías políticas me producían tanta angustia como las emociones, los sueños, todo... Incluso mamá. La adoración se desvaneció y sobrevino la indiferencia. Su foto ya no estaba escondida sino, simplemente, olvidada.

Mi mente fluctuaba en los niveles más bajos. No creía en nada, salvo en alguna canción. El estudio de los filósofos materialistas y la excesiva exposición a los curas habían modelado un ateo corrosivo. Dios era una invención del hombre. La muerte era el final de todo.

Me reí en la cara del sacerdote que el primer miércoles de Cuaresma me impuso la ceniza en la frente. Sabía de sobra que volvería a ser polvo y que de mi madre no había quedado nada salvo polvo.