XXIII
En el cajón más remoto de mi mesa conservo una caja redonda. En sus años prósperos ofreció hospitalidad a tres capas de galletas danesas, pero desde hace tiempo se ha convertido en caja fuerte de los recuerdos de una vida.
Revolviéndola aparece, al fondo, el primer cuaderno escolar. Uno con una pantera en la cubierta y el íncipit que marcó el inicio de mi carrera literaria: «Es otoño i caen las ojas». Luego el cadáver deshilachado del pañuelo de lunares de mamá con el que sacudía las paredes de casa durante las sesiones de tic tic. Y el esqueleto de la boquilla que tuve varios meses entre los labios después de haber dejado el Camel Lights, y en la que soplaba como un árbitro en el silbato o como una locomotora cada vez que sentía el deseo de aspirar.
Además de eso: una foto de Alessia la narcisista en una fiesta de disfraces (va vestida de faraona). La nota que una novia sensible me había metido disimuladamente en el manual de Derecho Privado: «Sea cual sea la tontería que estés escuchando en clase en este momento, piensa que esta noche estaremos juntos». La carta jamás enviada a Emma. Y su rostro, inmortalizado por una polaroid. El rojo encendido de sus cabellos se había difuminado hasta convertirse en una mancha más reflexiva, rosada.
Los años de Roma viven arriba de todo de la caja y empiezan con una portada de Playboy que lleva grapada la fotocopia de una plegaria budista.
Los budistas romanos se reunían todos los jueves por la tarde cerca de la plaza de San Pedro, en una casa que, irónicamente, daba al bastión de la cristiandad.
Era un edificio de antigua y torva nobleza, desprovisto de un ascensor en uso y con los peldaños muy bajos para permitir que las ruedas de las carrozas se deslizaran por encima.
La primera vez que me decidí a ir, no vi por los alrededores ni una (el servicio había sido interrumpido hacía algunos siglos) y tuve que sudarme los seis pisos de escalera a pie. La gimnasia del alma favorece las subidas. Me consolaba pensando que tampoco Moisés había recibido las tablas de los Diez Mandamientos en el sótano.
Mientras dejaba los zapatos en el rellano, un sonido de órgano me trajo el eco de algunas misas católicas de la infancia. Lo que lo producía era la fusión de las voces que repetían un mantra.
Cohibido, entré en la sala de la oración y me senté también en el suelo, en la postura recogida del loto, hasta que un laico calambre en la pantorrilla me obligó a descruzarlas y estirarlas hacia un lado como una bailarina.
El responsable del grupo declaró abierta la reunión. Llevaba una barba como la de Che Guevara y probablemente había sido partidario suyo en la juventud, antes de desviar sus inquietudes revolucionarias de la sociedad a sí mismo.
Los presentes contaron por turnos los beneficios que la práctica budista había aportado a sus existencias. En aquel salón se hallaba expuesto un muestrario completo de la humanidad. Personas de todo tipo, aunadas únicamente por el encuentro con el dolor.
Me impresionó el rechazo del victimismo. Una chica que había dejado la droga reconoció que, en el momento más bajo de su recorrido, había pensado que hasta los árboles se apartaban para no darle sombra. La oración le había levantado el ánimo vital. Ahora sabía que las causas de sus problemas tenía que buscarlas dentro de sí misma.
Cada confesión terminaba con un aplauso colectivo, que sonó incluso cuando un estudiante universitario de aire jovial anunció que el recitado del mantra le había resuelto los problemas de aparcamiento.
Los aplausos, los aparcamientos... Aquello era demasiado para mí. Pero justo en ese momento Agnese decidió presentarme a los asistentes.
—Él tiene un problema con la figura del padre...
La había conocido en las callejuelas del Trastevere el invierno que siguió a mi llegada a Roma. De noche, acabado el trabajo en el periódico, frecuentaba la tribu de los Eternos Aspirantes: actores en busca de directores, directores en busca de productores y productores en busca de dinero, que se perseguían de una terraza a otra para conseguir tan sólo vagas promesas de invitaciones a cenar.
Agnese trabajaba realmente como actriz, pero más que nada lo era. Rubia, sensual y dotada de una comicidad inconsciente, había actuado en una película de éxito, inspirado las fantasías de los adolescentes desde una portada de Playboy (donde sólo llevaba un biquini de tachones de cuero) y experimentado toda clase de emociones con un marcado predominio de las más dañinas. En el umbral de los treinta años, el encuentro con el budismo la había apartado de la hoguera de las vanidades para transformarla en una guerrera del espíritu.
Era la primera vez que yo albergaba a la fe en el dormitorio. Todas las noches, Agnese se arrodillaba ante una capilla portátil y recitaba su mantra. La veía salir de aquel cuerpo a cuerpo consigo misma completamente regenerada. Me había atraído hacia Buda con la técnica irresistible —una alternancia de alusiones y miradas dolientes— que las mujeres utilizan cuando quieren inducirte a hacer algo sin pedírtelo.
Me había tomado tiempo antes de decidirme a acompañarla a una reunión, interponiendo escrúpulos religiosos inexistentes.
—Él tiene un problema con la figura del padre...
—¿Con la figura del padre? Más con la de la madre —objeté.
—¿Con la madre o con el padre? —preguntó la anfitriona, que controlaba las varitas de incienso.
—Yo tengo problemas tanto con la figura de la madre como con la del padre —intervino una chica a la que me parecía haber visto en un programa de televisión.
—¡Yo también!
—¡Y yo!
—¿Lo ves? Aquí nunca te sentirás solo —concluyó Agnese, ensanchando su fotogénico rostro en una sonrisa beatífica.
—Pero yo no tengo problemas con el padre. Es decir..., los tengo, pero no son fundamentales.
—¿Ah, no? ¿Y entonces por qué se te olvida siempre pagar las facturas y ni siquiera sabes cambiar una bombilla?
—¿Hace falta que cuentes mis intimidades? ¿Qué tiene que ver mi padre con las facturas y las bombillas?
—¿No me has dicho siempre que es un hombre práctico? Tú te niegas a serlo para fastidiarle. Es tu modo de marcar la diferencia.
—Mi problema es que estoy enamorado, pero no soy feliz.
No sabía por qué me había salido aquella frase. Quizá me la había inspirado Belfegor para alejar la conversación de un tema que le molestaba.
Los ojos de todos se volvieron hacia Agnese con expresión interrogativa. Excepto los de Che Guevara, que se clavaron en mí.
—Has hecho un descubrimiento importante. El amor no basta para hacer felices a los seres humanos. La felicidad no es hija del mundo, sino de nuestra forma de relacionarnos con él. No depende de la riqueza, de la salud, ni siquiera del afecto de otra persona. Depende sólo de nosotros. Por lo tanto, todos podemos experimentarla. Ánimo, repitamos: yo puedo ser feliz.
—Yo puedo ser feliz —entonó el coro.
—¿Estás de acuerdo? —me preguntó el Che.
—En abstracto, sí. Pero la vida no es un mantra para botarates. En el estómago de todos flota una injusticia que hemos sufrido y consideramos inaceptable. La prueba de la inexistencia de un diseño superior que, de haberlo, jamás habría podido permitirla. Para sobrevivir al dolor, nos hemos visto obligados a construirnos una coraza de cinismo que nos protege de la verdad.
—¿Cuántos años tienes?
—Casi treinta.
—Es la edad de los primeros balances. Sé lo que sientes; he pasado por ahí. Tienes la sensación de haber vivido a lo largo de un plano inclinado que te ha traído hasta aquí, como si fueras el producto de elecciones hechas no por influencia tuya, sino de los que te rodeaban. ¿Has crecido con una madre invasiva?
—Bastante invasiva, sí —mentí, aunque, después de todo, no demasiado.
—¡Mi madre también es una pesada! —dijo el estudiante jovial que encontraba aparcamiento.
—Aceptad a vuestras madres —prosiguió el Che en un tono quedo que atenuaba el énfasis de sus palabras—. Sólo así podréis aceptaros a vosotros mismos y salir al encuentro de la vida sin sentiros perseguidos, sino con esa ligereza vigilante que es el secreto para tener fortuna.
—¿Cómo se acepta uno a sí mismo?
—Cada vez que te arrodilles para recitar el mantra, ponte el objetivo de hacer las paces con tu madre. Entonces podrás mirar a la verdad a la cara, disipando las brumas que la ocultan a la mirada de los débiles de espíritu. Si quieres cambiar los efectos, cambia las causas. La vida responde. Siempre.
Después de aquella noche, las preguntas colgadas del techo volvieron a bajar. ¿Por qué mi madre había muerto tan joven? ¿Hasta qué punto habría sido distinto y mejor, si hubiera crecido con el calor de una familia? Puesto que la madre es el primer maestro de amor que tenemos, ¿sería un repetidor toda la vida?
Reza y encontrarás las respuestas, había dicho Che Guevara. Recé en japonés, pero las respuestas no llegaron. Entonces empecé a buscarlas de nuevo en los libros, en las canciones, en los diálogos extenuantes conmigo mismo.
Una noche, después de haber hecho el amor, Agnese se acurrucó entre mis brazos y yo me esforcé en acomodarme a su plácida respiración. Pero, antes de hablarle, esperé a estar seguro de que dormía.
—Quisiera tener valor para decírtelo al menos a ti —susurré en su axila—. Mi madre murió cuando yo tenía nueve años. Se resistió hasta el último momento por amor a mí, pero no consiguió ganar. Y yo sigo sin poder aceptarlo, ¿comprendes? Debo encontrarle un sentido a esa injusticia. En las tragedias griegas que a ti tanto te gustan hay siempre un vengador que restablece el equilibrio ofendido. Pero ¿con quién puedo vengarme yo? ¿Con el Dios que la mató? ¿Cómo, si no sé dónde vive ni qué forma tiene? Además, tu Buda me contestaría que la venganza no restablece el equilibrio. Sólo crea las causas de desequilibrios nuevos.
A la mañana siguiente me desperté con el olor del café y la sonrisa de Agnese sobre mí.
—Esta noche he tenido un sueño extraño —dijo—. Había un mentiroso en la cama que me decía la verdad.
—¿Y tú lo querías un poquito?
—Yo le decía: deja de cavilar y empieza a escuchar.
—Excelente consejo. ¿Qué sugiere el chef para desayunar?
—Una cura reconstituyente.
Me tendió la bandeja con un capuchino, un cruasán y la fotocopia de una plegaria budista.
Debemos ser dueños de nuestra mente sin dejar que la mente se convierta en nuestra dueña.
Amigos míos, despertad en vosotros una profunda fe y abrillantad el espejo de vuestra vida sin la menor negligencia, día y noche.
Conquistad el dominio de vuestro yo, sujetando hábilmente las riendas de ese caballo rebelde llamado mente. Y corred, corred...