CERSEI

El Gran Maestre Pycelle era viejo desde que ella lo conocía, pero parecía que en las tres últimas noches le hubieran caído encima otros cien años. Le costó una eternidad doblar la rodilla ante ella, y cuando lo logró, no pudo volver a levantarse hasta que lo ayudó Ser Osmund.

Cersei lo examinó, asqueada.

–Lord Qyburn me informa de que Lord Gyles ha exhalado su última tos.

–Sí, Alteza. Hice todo lo posible por aliviar sus últimas horas.

–¿De verdad? – La Reina se volvió hacia Lady Merryweather-. Le dije que quería vivo a Rosby, ¿verdad?

–Sí, Alteza.

–¿Qué recordáis vos de aquella conversación, Ser Osmund?

–Le ordenasteis al Gran Maestre Pycelle que lo salvara, Alteza. Todos lo oímos.

Pycelle no dejaba de abrir y cerrar la boca.

–Alteza, sin duda sabéis que he hecho todo lo posible por ese pobre hombre.

–¿Igual que lo hicisteis por Joffrey? ¿Y por su padre, mi amado esposo? Robert era el hombre más fuerte de los Siete Reinos, pero un jabalí os lo arrebató. Ah, y no nos olvidemos de Jon Arryn. Sin duda, también habríais matado a Ned Stark si lo hubiera dejado más tiempo en vuestras manos. Decidme, maestre, ¿fue en la Ciudadela donde os enseñaron a retorceros las manos e inventar excusas?

Su tono hizo que el anciano se estremeciera.

–Nadie podría haber hecho más, Alteza. Siempre… Siempre he servido con lealtad.

–¿Y cuando le aconsejasteis al rey Aerys que abriera sus puertas al ejército de mi padre? ¿A eso lo llamáis un servicio leal?

–Es que… calculé mal…

–¿A eso lo llamáis un buen consejo?

–Pero Vuestra Alteza sabe bien que…

–Lo que sé bien es que, cuando envenenaron a mi hijo, me resultasteis de menos utilidad que el Chico Luna. Lo que sé bien es que la corona necesita oro desesperadamente y nuestro señor tesorero ha muerto.

El viejo idiota se aferró a aquello.

–Os… Os escribiré una lista de hombres capaces de ocupar el lugar de Lord Gyles en el consejo.

–Una lista. – Cersei casi consideró divertida semejante arrogancia-. Ya me imagino qué lista me proporcionaríais. Viejos, imbéciles y Garth el Grosero. – Apretó los labios-. Últimamente pasáis mucho tiempo en compañía de Lady Margaery.

–Sí. Sí, es que… la reina Margaery ha estado muy disgustada por lo de Ser Loras. Le proporciono a Su Alteza remedios para dormir y… otras pócimas.

–No me cabe duda. Decidme, ¿fue nuestra pequeña reina la que os ordenó matar a Lord Gyles?

–¿M-matarlo? – Los ojos del Gran Maestre Pycelle se hicieron grandes como huevos cocidos-. Alteza, no podéis decir en serio… Por todos los dioses, fue la tos, yo no… Vuestra Alteza no creerá que… La reina Margaery no tenía nada en contra de Lord Gyles, ¿por qué iba a querer verlo…?

–¿… muerto? Para plantar otra rosa en el consejo de Tommen, claro. ¿Estáis ciego, o es que os ha comprado? Rosby se interponía en su camino, así que lo envió a la tumba. Con vuestra connivencia.

–Alteza, os lo juro, Lord Gyles murió a causa de la tos. – Le temblaban los labios-. Siempre he sido leal a la corona, al reino… A la Casa Lannister.

«¿Por ese orden? – El miedo de Pycelle saltaba a la vista-. Ya está maduro. Va siendo hora de exprimir la fruta y probar el zumo.»

–Si sois tan leal como decís, ¿por qué me estáis mintiendo? No os molestéis en negarlo. Empezasteis a revolotear en torno a Margaery antes de que Ser Loras partiera hacia Rocadragón, así que no me vengáis con más mentiras, como que sólo queréis aliviar los sufrimientos de mi nuera en este momento de dolor. ¿Qué os lleva tan a menudo a la Bóveda de las Doncellas? No será la insulsa conversación de Margaery. ¿Estáis cortejando a su septa, la de la cara picada? ¿Jugáis con la pequeña Lady Bulwer? ¿Hacéis de espía para ella, la informáis de mis planes…?

–Yo… Sólo obedezco. Los maestres hacemos voto de servicio…

–Un Gran Maestre jura servir al reino.

–Alteza, es que… ella es la reina…

–La reina soy yo.

–Quería decir… Es la esposa del Rey, y…

–Ya sé quién es. Lo que quiero saber es por qué os necesita. ¿Se encuentra mal mi nuera?

–¿Mal? – El anciano se tironeó de los patéticos mechones que tenía por barba y que apenas le servían para ocultar la papada rosa-. M-mal no, Alteza, no. Mis votos me prohíben divulgar…

–Vuestros votos no os servirán de gran cosa en las celdas negras -le advirtió-. Quiero saber la verdad; si no, os cargaré de cadenas.

Pycelle se dejó caer de rodillas.

–Os lo suplico… Ayudé a vuestro señor padre, fui vuestro amigo en el asunto de Lord Arryn. No podría sobrevivir otra vez a las mazmorras.

–¿Para qué os requiere Margaery?

–Quiere… Quiere… Quiere…

–¡Decidlo de una vez!

El anciano se encogió.

–Té de la luna -susurró-. Té de la luna, para…

–Ya sé para qué sirve. – «Ya la tengo»-. Muy bien. Apartad de mi vista esas rodillas temblorosas y tratad de recordar cómo ser un hombre. – Pycelle intentó levantarse, pero tardó tanto que, al final, Cersei tuvo que decirle a Osmund Kettleblack que le diera otro tirón-. En cuanto a Lord Gyles, seguro que el Padre lo juzgará con justicia. ¿Ha dejado hijos?

–No tuvo hijos propios, pero sí un pupilo…

–No es de su sangre. – Cersei desechó el obstáculo con un gesto de la mano-. Gyles sabía que necesitábamos oro. Sin duda, os dijo que deseaba legar a Tommen todas sus tierras y riquezas.

El oro de Rosby aliviaría sus arcas, y las tierras y castillos se podían utilizar para compensar a alguno de los suyos por sus leales servicios.

«Tal vez a Lord Mares.» Aurane le había estado insinuando que necesitaba un asentamiento; sin él, su título de señor era un honor vacío. Cersei sabía que le había echado el ojo a Rocadragón, pero eso era apuntar demasiado alto. Rosby sería más adecuado para alguien de su nivel.

–Lord Gyles amaba a Su Alteza con todo su corazón -estaba diciendo Pycelle-, pero… su pupilo…

–No me cabe duda de que lo comprenderá en cuanto le digáis que fue el último deseo de Lord Gyles, en su lecho de muerte. Encargaos de todo.

–Como ordene Vuestra Alteza.

El Gran Maestre Pycelle estuvo a punto de caer de bruces cuando se enredó con su propia túnica en su precipitación por salir.

Lady Merryweather cerró la puerta tras él.

–Té de la luna -dijo mientras regresaba junto a la Reina-. Qué estupidez por su parte. ¿Por qué habrá hecho semejante cosa? ¿Por qué corre tanto riesgo?

–La pequeña reina tiene apetitos que Tommen, por su juventud, aún no puede satisfacer. – «Siempre existe ese peligro cuando una mujer se casa con un niño. Y más aún si es viuda. Que jure cuanto quiera que Renly no la tocó; no me lo voy a creer.» Sólo había un motivo para que las mujeres bebieran té de la luna; las doncellas no lo necesitaban-. Mi hijo ha sido traicionado. Margaery tiene un amante. Eso es alta traición, y el castigo es la muerte. – Su mayor deseo era que Mace Tyrell y la bruja con cara de pasa de su madre vivieran lo suficiente para ver el juicio. Al empeñarse en que Tommen y Margaery se casaran de inmediato, Lady Olenna había condenado a su adorada rosa a la espada del verdugo-. Jaime se llevó a Ser Ilyn Payne. Voy a tener que buscar un nuevo Justicia del Rey para que le corte la cabeza.

–Yo me encargaré -se ofreció Osmund Kettleblack con una sonrisa-. Margaery tiene un cuello muy delicado. Una espada bien afilada lo atravesará sin problemas.

–Sin duda -dijo Taena-, pero hay un ejército de los Tyrell en Bastión de Tormentas y otro en Poza de la Doncella. Ellos también tienen espadas afiladas.

«Estoy hasta el cuello de rosas. – Era ultrajante. Todavía necesitaba a Mace Tyrell, aunque no a su hija-. Al menos hasta que Stannis sea derrotado. Entonces no necesitaré a nadie.» Pero ¿cómo podía librarse de la hija sin perder el apoyo del padre?

–La traición siempre es traición -dijo-, pero necesitamos pruebas, algo más firme que el té de la luna. Si se demuestra que es infiel, hasta su propio padre tendrá que condenarla, o la vergüenza caerá sobre su familia.

Kettleblack se mordisqueó una punta del bigote.

–Tenemos que sorprenderla cometiendo la traición.

–¿Cómo? Qyburn la tiene vigilada día y noche. Sus criados aceptan mis monedas, pero a cambio no traen más que nimiedades. Nadie ha visto aún a su amante. Las orejas que tenemos tras sus puertas oyen canciones, risas y cotilleos, pero nada de utilidad.

–Margaery es demasiado astuta para dejarse atrapar con tanta facilidad -dijo Lady Merryweather-. Sus mujeres son los muros de su castillo. Duermen con ella, la visten, rezan con ella, leen con ella, cosen con ella… Cuando no está practicando la cetrería o cabalgando, está jugando al ven a mi castillo con la pequeña Alysanne Bulwer. Si hay hombres, su septa la acompaña siempre, o si no, sus primas.

–En algún momento tiene que librarse de las gallinas -insistió la Reina. Se le ocurrió una idea-. A no ser que sus damas estén involucradas. Tal vez no todas, pero sí algunas.

–¿Las primas? – Hasta Taena parecía dubitativa-. Las tres son más jóvenes que la pequeña reina, y más inocentes.

–Rameras disfrazadas con vestidos blancos de doncella. Eso hace que sus pecados sean aún más horrendos. Sus nombres quedarán grabados para la infamia. – De repente, casi lo tenía-. Taena, vuestro señor esposo es mi justicia mayor. Tenéis que cenar los dos conmigo esta noche. – Quería hacerlo cuanto antes, o a Margaery se le podía meter en la cabeza la idea de volver a Altojardín, o ir a Rocadragón para estar con su hermano herido y agonizante-. Ordenaré que nos asen un jabalí. Y claro, nos va a hacer falta música para facilitar la digestión.

Taena entendió enseguida.

–Música. Por supuesto.

–Id a hablar con vuestro señor esposo, y haced los arreglos con el bardo -la apremió Cersei-. Vos podéis quedaros, Ser Osmund. Tenemos muchos asuntos que tratar. También necesito a Qyburn.

Por desgracia, en las cocinas no tenían jabalí, y no había tiempo para que salieran los cazadores. Los cocineros sacrificaron una cerda y les sirvieron el muslo con clavos de olor, bañado con miel y bayas secas. No era lo que quería Cersei, pero tendría que conformarse. Después tomaron manzanas asadas con un queso blanco muy sabroso. Lady Taena saboreó hasta el último bocado; todo lo contrario que Orton Merryweather, cuyo rostro redondo permaneció blanco y abotargado desde el caldo hasta los postres. Bebió mucho y no dejó de mirar al bardo de reojo.

–Qué lástima lo de Lord Gyles -dijo al final Cersei-. Aunque me atrevería a asegurar que nadie echará de menos sus toses.

–No. No, no creo.

–Nos va a hacer falta un nuevo lord tesorero. Si no hubiera tantos conflictos en el Valle, le pediría a Petyr Baelish que volviera, pero… En fin, voy a probar a poner en el cargo a Ser Harys. No puede hacerlo peor que Gyles, y al menos no tose.

–Ser Harys es la Mano del Rey -señaló Taena.

«Ser Harys es un rehén, y ni como tal vale gran cosa.»

–Ya va siendo hora de que Tommen tenga una Mano más contundente.

Lord Orton apartó la vista de la copa de vino.

–Contundente. Claro, claro. – Titubeó-. ¿Quién…?

–Vos, mi señor. Lo lleváis en la sangre. Vuestro abuelo ocupó el lugar de mi padre como Mano de Aerys. – Sustituir a Tywin Lannister por Owen Merryweather había sido como sustituir a un corcel por un asno, claro, pero cuando Aerys lo eligió, Owen era ya anciano, un viejo amable e ineficaz. Su nieto era más joven, y… «Bueno, tiene una esposa fuerte.» Era una lástima que Taena no pudiera ser Mano. Era tres veces más hombre que su marido, y mucho más divertida. Pero también era myriense de nacimiento, y mujer, así que tendría que conformarse con Orton-. No me cabe duda de que sois mucho más apto que Ser Harys. – «El contenido de mi orinal es más apto que Ser Harys»-. ¿Accederéis a servirnos?

–Pues… Sí, claro. Vuestra Alteza me concede un gran honor.

«Mucho mayor que el que mereces.»

–Me habéis servido bien como justicia mayor, mi señor. Y lo seguiréis haciendo en estos tiempos… tan difíciles. – Al ver que Merryweather la había entendido, la Reina se volvió para dedicarle una sonrisa al bardo-. Vos también os merecéis una recompensa por las hermosas canciones que nos habéis cantado mientras cenábamos. Los dioses os han concedido un don.

El bardo hizo una reverencia.

–Vuestra Alteza es muy amable al decir eso.

–Nada de amable -replicó Cersei-, es la verdad. Taena dice que os llaman Bardo Azul.

–Así es, Alteza.

Las botas del cantor eran de suave piel de becerro; sus calzones, de fina lana azul. La túnica que llevaba era de seda azul claro y satén azul brillante. Incluso había llegado al extremo de teñirse el pelo de azul, a la moda tyroshi. Lo llevaba largo y ondulado; le caía hasta los hombros y olía como si se lo lavara con agua de rosas.

«De rosas azules, seguro. Por lo menos, los dientes los tiene blancos.» Y eran unos bonitos dientes: no tenía ninguno torcido.

–¿No tenéis otro nombre?

Un tono rosado le coloreó las mejillas.

–De niño me llamaba Wat. Es un buen nombre para un labrador, pero no muy adecuado para un cantor.

Los ojos del Bardo Azul eran del mismo color que los de Robert. Ya sólo por eso lo detestaba.

–Comprendo por qué sois el favorito de Lady Margaery.

–Vuestra Alteza es muy bondadosa. Me dice que le proporciono placer.

–De eso estoy segura. ¿Me dejáis ver el laúd?

–Como ordene Vuestra Alteza.

Bajo la capa de cortesía había un atisbo de intranquilidad, pero le tendió el instrumento de inmediato. Nadie desoía una petición de la reina.

Cersei tocó una cuerda y sonrió al oír el sonido.

–Dulce y triste como el amor. Decidme, Wat, la primera vez que os llevasteis a Margaery a la cama, ¿fue antes o después de que se casara con mi hijo?

Durante un momento, el joven no pareció comprender sus palabras. Después abrió los ojos de par en par.

–Alguien ha informado mal a Vuestra Alteza. Os juro que yo jamás…

–¡Mentiroso! – Cersei golpeó al bardo en la cara con el laúd, con tal fuerza que la madera pintada se hizo astillas-. Lord Orton, llamad a mis guardias, que se lleven a este canalla a las mazmorras.

–Eh… Qué infamia… ¿Se ha atrevido a seducir a la Reina? – balbuceó Orton Merryweather, con el rostro sudoroso por el miedo.

–Mucho me temo que fue al revés, pero da igual: es un traidor. Que cante para Lord Qyburn.

El Bardo Azul se puso blanco.

–No. – La sangre le goteaba del labio que le había roto el laúd-. Yo jamás… ¡Madre, no, ten misericordia! – gritó cuando Merryweather lo cogió por el brazo.

–No soy tu madre -le replicó Cersei.

Incluso en las celdas negras, lo único que le pudieron sacar fueron negaciones, plegarias y súplicas de misericordia. Pronto, la sangre de todos los dientes rotos le corrió por la barbilla, y tres veces se meó en los calzones azules, pero se empecinó en sus mentiras.

–¿Será posible que nos hayamos equivocado de bardo? – preguntó Cersei.

–Todo es posible, Alteza. No temáis. Confesará antes de que acabe la noche. – Allí abajo, en las mazmorras, Qyburn vestía prendas de lana basta y un delantal de cuero como el de los herreros. Se volvió hacia el Bardo Azul-. Siento que los guardias hayan sido bruscos contigo. Sus modales dejan mucho que desear. – Tenía una voz afable, solícita-. Lo único que queremos es la verdad.

–Ya os he dicho la verdad -sollozó el cantor. Los grilletes lo sujetaban contra la fría pared de piedra.

–Sabemos que no es así. – Qyburn tenía una navaja en la mano; la hoja brillaba a la tenue luz de la antorcha. Fue cortando la ropa del Bardo Azul hasta que sólo le quedaron las botas altas. Cersei sonrió al ver que tenía castaño el pelo de la entrepierna-. Dinos cómo complacías a la pequeña reina -le ordenó.

–Yo jamás… Cantaba, nada más, cantaba y tocaba. Sus damas os lo pueden decir. Siempre estaban con nosotros. Sus primas.

–¿Con cuántas de ellas tuviste relaciones carnales?

–Con ninguna. Sólo soy un bardo. Por favor.

–Alteza -comentó Qyburn-, puede que este pobre hombre se limitara a cantar para Margaery mientras ella recibía a otros amantes.

–No. Por favor. Ella nunca… Yo cantaba, sólo cantaba.

Lord Qyburn pasó una mano por el pecho del Bardo Azul.

–¿Te cogía los pezones entre los labios durante vuestros juegos amorosos? – Le cogió uno entre el índice y el pulgar y se lo retorció-. A algunos hombres les gusta. Tienen los pezones tan sensibles como las mujeres.

La hoja relampagueó; el bardo chilló. En su pecho, un húmedo ojo rojo lloraba sangre. Cersei sintió nauseas. Una parte de ella habría querido cerrar los ojos, marcharse de allí, detener aquello. Pero era la reina, y se había cometido traición.

«Lord Tywin no se habría marchado.»

Al final, el Bardo Azul acabó por contarles toda su vida, remontándose hasta su primer día del nombre. Su padre había sido cerero, y educó a Wat para que ejerciera esa profesión, pero ya de niño descubrió que se le daban mejor los laúdes que las velas. A los doce años se escapó de casa para unirse a un grupo de músicos ambulantes a los que había oído tocar en una feria. Recorrió la mitad del Dominio antes de llegar a Desembarco del Rey, con la esperanza de encontrar favor en la corte.

–¿Favor? – Qyburn dejó escapar una risita-. ¿Así lo llaman ahora las mujeres? Pues creo que encontraste demasiado, amigo mío… Y de la reina que no debías. La verdadera reina está delante de ti.

«Sí. – La culpable de aquello era Margaery Tyrell. Cersei estaba furiosa. De no ser por ella, Wat habría tenido una vida larga y fructífera, tocando cancioncillas y acostándose con porquerizas e hijas de campesinos-. Sus intrigas me han obligado a hacer esto. Me ha salpicado con su traición.»

Antes de que llegara el amanecer, las altas botas azules del bardo estaban llenas de sangre, y les había contado cómo se acariciaba Margaery mientras sus primas le daban placer con la boca. En otras ocasiones había cantado mientras ella saciaba su lujuria con otros amantes.

–¿Quiénes eran? – exigió saber la Reina, y el cretino de Wat desgranó los nombres de Ser Tallad el Tallo, Lambert Turnberry, Jalabhar Xho, los gemelos Redwyne, Osney Kettleblack, Hugh Clifton y el Caballero de las Flores.

Aquello era un contratiempo. No se atrevía a ensuciar el nombre del héroe de Rocadragón. Además, nadie que conociera a Ser Loras se lo creería. Los Redwyne tampoco podían formar parte de aquello. Sin el Rejo y su flota, el reino no tenía manera de librarse de Euron Ojo de Cuervo y sus malditos hombres del hierro.

–Lo único que haces es escupir los nombres de los que viste en sus habitaciones. ¡Queremos la verdad!

–La verdad. – Wat la miró con el ojo azul que Qyburn le había dejado. La sangre le brotaba del hueco donde había tenido los dientes delanteros-. Puede que… recuerde mal.

–Horas y Hobber no formaban parte de esto, ¿verdad?

–No -reconoció él-. Ellos no.

–En cuanto a Ser Loras, estoy segura de que Margaery se tomaba grandes molestias para evitar que su hermano se enterase de lo que hacía.

–Sí. Ya me acuerdo. Una vez, Ser Loras fue a verla y ella me hizo esconderme bajo la cama. Me dijo que no debía saberlo jamás.

–Esta canción ya me gusta más. – Era mejor que los grandes señores quedaran al margen. En cambio, los otros… Ser Tallad había sido caballero errante; Jalabhar Xho era un exiliado y un mendigo; Clifton era el único miembro de la guardia de la pequeña reina… «Y Osney es la guinda del postre»-. Ya sé lo difícil que es decir la verdad. Os interesará recordarlo cuando llegue el juicio de Margaery. Si se os ocurre volver a mentir…

–No. Diré la verdad. Y luego…

–Te permitiré vestir el negro. Te doy mi palabra. – Cersei se volvió hacia Qyburn-. Encargaos de que lo limpien y le venden las heridas, y dadle la leche de la amapola para el dolor.

–Vuestra Alteza es muy bondadosa. – Qyburn tiró la navaja ensangrentada a un cubo de vinagre-. Puede que Margaery se pregunte qué ha sido de su bardo.

–Los bardos vienen y van, tienen esa mala fama.

El largo ascenso por los escalones de piedra de las celdas negras dejó sin aliento a Cersei.

«Tengo que descansar. – Arrancarle la verdad a alguien era un trabajo duro, y temía lo que llegaría a continuación-. Tengo que ser fuerte. He de hacer lo que he de hacer por Tommen y por el reino. – Lástima que Maggy la Rana estuviera muerta-. Me cago en tu profecía, vieja. Puede que la pequeña reina sea más joven que yo, pero nunca ha sido más hermosa, y pronto estará muerta.»

Lady Merryweather la esperaba en sus habitaciones. La noche era negra, más próxima ya al amanecer que del anochecer. Jocelyn y Dorcas estaban dormidas, pero Taena no.

–¿Ha sido espantoso? – le preguntó.

–No os lo podéis imaginar. Necesito dormir, pero tengo miedo de soñar.

Taena le acarició el pelo.

–Todo lo hacéis por Tommen.

–Sí. Ya lo sé. – Cersei se estremeció-. Tengo la boca seca. Sed buena, servidme un poco de vino.

–Cualquier cosa con tal de complaceros. Es lo único que deseo.

«Mentirosa.» Sabía bien qué deseaba Taena. Pues que así fuera. Si la mujer estaba enamoriscada de ella, eso le garantizaría su lealtad y la de su marido. En un mundo tan lleno de traiciones, unos pocos besos eran un precio bajo a cambio de la lealtad.

«No es peor que la mayoría de los hombres. Y al menos no hay peligro de que me haga un hijo.»

El vino la ayudó, pero no lo suficiente.

–Me siento sucia -se quejó la Reina, de pie junto a la ventana, con la copa en la mano.

–Un baño os ayudará, querida mía.

Lady Merryweather despertó a Dorcas y a Jocelyn, y las mandó a buscar agua caliente. Mientras llenaban la bañera, ayudó a la Reina a quitarse la túnica, le desanudó los lazos con dedos hábiles y se la quitó. Luego, ella también se quitó el vestido y lo dejó caer en el suelo.

Se bañaron juntas, Cersei tendida en los brazos de Taena.

–Hay que evitarle esto a Tommen tanto como sea posible -le dijo a la myriense-. Margaery sigue llevándolo al septo todos los días para pedir a los dioses que curen a su hermano. – Era una verdadera molestia, pero Ser Loras se aferraba a la vida con testarudez-. También les tiene cariño a sus primas. Va a ser duro para él perderlas a todas de golpe.

–Puede que no sean culpables las tres -le señaló Lady Merryweather-. Tal vez una de ellas no tomara parte. Si estuviera avergonzada y asqueada de las cosas que ha presenciado…

–Se la podría convencer para que declarase contra las otras. Sí, muy bien, pero ¿cuál es la inocente?

–Alla.

–¿La tímida?

–Eso parece, pero más que tímida es astuta. Dejádmela a mí, querida.

–De buena gana. – La confesión del Bardo Azul por sí sola no sería suficiente. Al fin y al cabo, los bardos se ganaban la vida mintiendo. Si Taena pudiera entregarle a Alla Tyrell, sería una gran ayuda-. Ser Osney también confesará. A los demás hay que hacerles comprender que lo único que pueden hacer para conseguir el perdón real y que los envíen al Muro en vez de a la muerte es confesar.

A Jalabhar Xho le parecería atractiva la verdad. De los demás no estaba tan segura, pero Qyburn era convincente…

Ya amanecía en Desembarco del Rey cuando salieron de la bañera. La Reina tenía la piel blanca y arrugada después de tanto tiempo en el agua.

–Quedaos conmigo -le pidió a Taena-. No quiero dormir sola.

Incluso rezó pidiendo a la Madre sueños gratos antes de meterse entre las sábanas.

Fue una pérdida de tiempo. Como de costumbre, los dioses hicieron oídos sordos. Cersei soñó que volvía a estar en las celdas negras, pero en aquella ocasión la que estaba encadenada a la pared era ella, no el bardo. Estaba desnuda, y la sangre le manaba del pecho porque el Gnomo le había arrancado los pezones a mordiscos.

–Por favor -le suplicaba-, por favor, a mis hijos no, no hagas daño a mis hijos.

Y Tyrion se reía de ella. También estaba desnudo, con el cuerpo cubierto de un vello áspero que le daba más aspecto de mono que de hombre.

–Verás como los coronan -le dijo-, y verás como mueren. – Le puso la boca en un pecho sangrante y empezó a mamar, y el dolor la atravesó como un cuchillo al rojo.

Se despertó temblorosa en brazos de Taena.

–Una pesadilla -dijo en un susurro débil-. ¿He gritado? Lo siento mucho.

–A la luz del día los sueños se transforman en polvo. ¿Era otra vez el enano? ¿Por qué os asusta tanto ese hombrecillo?

–Va a matarme. Me lo predijeron cuando tenía diez años. Quería saber con quién me iba a casar, pero ella…

–¿Quién?

–La maegi. – Las palabras se le escaparon a borbotones. Aún le parecía oír a Melara Hetherspoon asegurándole que, si no volvían a hablar de las profecías, no se harían realidad. «Pero en el pozo no estuvo tan callada. Gritó y chilló»-. Tyrion es el valonqar -dijo-. ¿Utilizáis esa palabra en Myr? Es alto valyrio; quiere decir «hermano pequeño».

Se lo había preguntado a la septa Saranella cuando Melara se ahogó.

Taena le tomó la mano y se la acarició.

–Era odiosa, fea, vieja y enferma. Vos erais joven y hermosa, llena de vida y orgullo. Decís que vivía en Lannisport, así que sabría algo del enano: que había matado a vuestra señora madre, por ejemplo. No se atrevió a atacaros a causa de vuestro rango, así que quiso heriros con su lengua de víbora.

«¿Sería eso?» Cersei habría dado cualquier cosa por creerlo.

–Pero Melara murió, como había predicho. No me casé con el príncipe Rhaegar. Y Joffrey… El enano mató a mi hijo delante de mí.

–Un hijo -señaló Lady Merryweather-, pero os queda otro, bondadoso y fuerte, y jamás le pasará nada malo.

–No mientras yo viva. – Decirlo la ayudaba a creer que sería verdad. «A la luz del día, los sueños se transforman en polvo, sí.» En el exterior, el sol de la mañana empezaba a derrotar a la bruma. Cersei salió de entre las sábanas-. Esta mañana voy a desayunar con el Rey. Quiero ver a mi hijo.

«Todo lo que hago lo hago por él.»

Tommen la ayudó a volver a ser ella misma. Nunca lo había querido tanto como aquella mañana, mientras charlaba sobre sus gatitos y mojaba en miel un trozo de pan negro recién sacado del horno.

Ser Garras ha cazado un ratón -le dijo-, pero Lady Bigotes se lo ha quitado.

«Yo no fui nunca tan dulce e inocente -pensó Cersei-. ¿Cómo va a gobernar este reino tan cruel?»

La madre que había en ella sólo quería protegerlo; la reina que llevaba dentro sabía que, si el niño no se endurecía, el Trono de Hierro acabaría por devorarlo.

Ser Garras tiene que aprender a defender sus derechos -le dijo-. En este mundo, los débiles siempre son víctimas de los fuertes.

El Rey meditó al tiempo que se lamía la miel de los dedos.

–Cuando vuelva Ser Loras aprenderé a luchar con la lanza, la espada y el mangual, igual que él.

–Aprenderás a luchar -le prometió la Reina-, pero no de Ser Loras. No va a volver, Tommen.

–Margaery dice que sí. Estamos rezando por él. Pedimos a la Madre misericordia, y al Guerrero, que le dé fuerzas. Elinor dice que esta es la batalla más difícil de Ser Loras.

Ella le acarició el pelo, los suaves rizos dorados que tanto le recordaban a Joff.

–¿Vas a pasar la tarde con tu esposa y sus primas?

–Hoy no. Dice que tiene que ayunar y purificarse.

«Ayunar y purificarse… Ah, claro, el día de la Doncella. – Hacía muchos años que no se esperaba de Cersei que observara aquella festividad-. Casada tres veces, y sigue queriendo que creamos que es doncella. – Vestida de blanco, inmaculada, la pequeña reina guiaría a sus gallinas al septo de Baelor para encender largas velas también blancas a los pies de la Doncella y colgarle guirnaldas de pergamino del sagrado cuello-. Al menos unas cuantas de sus gallinas.» Durante el día de la Doncella, viudas, madres y prostitutas por igual tenían prohibido el acceso a los septos, así como los hombres, para que no profanaran las canciones sagradas de la inocencia. Sólo las vírgenes podían…

–¿Madre? ¿He dicho algo malo?

Cersei besó a su hijo en la frente.

–Has dicho algo muy inteligente, cariño. Anda, ve a jugar con tus gatitos.

A continuación hizo llamar a Ser Osney Kettleblack a sus habitaciones. Llegó del patio sudoroso, pavoneándose, y mientras se arrodillaba ante ella la desnudó con la mirada, como hacía siempre.

–Levantaos, ser, y sentaos a mi lado. En otros tiempos me servisteis con valentía, pero ahora tengo una misión más dura para vos.

–Yo también tengo algo duro para vos.

–Eso tendrá que esperar. – Le recorrió las cicatrices con las yemas de los dedos-. ¿Os acordáis de la prostituta que os hizo esto? Cuando volváis del Muro os la entregaré. ¿Os gustaría?

–A la que quiero es a vos.

Era la respuesta correcta.

–Antes tenéis que confesar vuestra traición. Los pecados pueden llegar a envenenar el alma si dejamos que se pudran en ella. Sé lo difícil que debe de ser para vos vivir con lo que habéis hecho. Ya va siendo hora de que os libréis de vuestra vergüenza.

–¿Vergüenza? – Osney parecía confundido-. Ya se lo he dicho a Osmund: Margaery sólo coquetea. Nunca me deja ir más allá de…

–Es muy caballeroso por vuestra parte que tratéis de protegerla -lo interrumpió Cersei-, pero sois demasiado buen caballero para vivir con el peso de vuestro crimen. No, tenéis que subir esta misma noche al Gran Septo de Baelor para hablar con el Septón Supremo. Cuando los pecados de un hombre son tan nefandos, el único que puede salvarlo de los tormentos del infierno es Su Altísima Santidad. Contadle cómo os habéis acostado con Margaery y con sus primas.

Osney parpadeó.

–¿Qué? ¿Con las primas también?

–Con Megga y con Elinor -decidió-. Con Alla no, nunca. – Ese pequeño detalle haría la historia más verosímil-. Alla se quedaba sentada, llorando, y les suplicaba a las demás que dejaran de pecar.

–¿Sólo Megga y Elinor? ¿O también Margaery?

–Margaery sobre todo.

Le contó lo que había planeado. Osney escuchaba con gesto cada vez más aprensivo.

–Cuando le cortéis la cabeza, quiero el beso que nunca llegó a darme -dijo cuando la Reina hubo terminado.

–Tendréis todos los besos que queráis.

–¿Y luego al Muro?

–Poco tiempo. Tommen es un rey clemente.

Osney se rascó la mejilla de las cicatrices.

–Por lo general, cuando miento al hablar de una mujer es para decir que nunca me la he follado mientras ella dice que sí. Esto… Nunca le he mentido a un Septón Supremo. Por cosas como esta se acaba en algún infierno. En uno de los peores.

La reina se llevó una sorpresa. Lo que menos esperaba por parte de un Kettleblack era la religiosidad.

–¿Os negáis a obedecerme?

–No. – Osney le acarició el cabello dorado-. Pero… las mejores mentiras son las que tienen algo de verdad… Para darles sabor. Y queréis que diga que me he follado a una reina.

Estuvo a punto de darle una bofetada. A punto. Pero ya había llegado demasiado lejos; había demasiado en juego.

«Todo lo que hago lo hago por Tommen -pensó. Giró la cabeza, cogió la mano de Ser Osney y le besó los dedos. Eran ásperos, duros, encallecidos por la espada-. Robert tenía las manos así.» Cersei le echó los brazos al cuello.

–Que no se diga que os he obligado a mentir -susurró con voz ronca-. Dadme una hora y reuníos conmigo en mi dormitorio.

–Ya hemos esperado demasiado. – Le introdujo los dedos en el corpiño de la túnica y dio un tirón; la seda se desgarró con tanto estrépito que Cersei tuvo miedo de que media Fortaleza Roja se hubiera enterado-. Quitaos el resto antes de que os lo arranque también. Pero dejaos la corona. Me gustáis con corona.