BRIENNE

Hyle Hunt se había empeñado en que se llevaran las cabezas.

–Tarly querrá ponerlas en las murallas -dijo.

–No tenemos brea -señaló Brienne-. La carne se va a pudrir. Dejadlas ahí.

No quería recorrer la penumbra verdosa de los pinares con la cabeza de los hombres a los que había matado.

Hunt no le hizo caso. Él mismo les cortó el cuello a los cadáveres, ató juntas las tres cabezas, por el pelo, y se las colgó de la silla de montar. A Brienne no le quedó más remedio que hacer que no las veía, pero a veces, sobre todo por las noches, sentía sus ojos muertos clavados en la espalda, y en cierta ocasión soñó que hablaban en susurros.

Punta Zarpa Rota le resultó terriblemente fría y húmeda mientras desandaban el camino. Algunos días llovía; otros amenazaba con llover. Nunca lograban entrar en calor, y cuando montaban campamento les costaba encontrar suficiente leña seca para encender una hoguera.

Cuando llegaron a las puertas de Poza de la Doncella los seguía un ejército de moscas, un cuervo se había comido los ojos de Shagwell, y Pyg y Timeon estaban llenos de gusanos. Hacía mucho que Brienne y Podrick habían decidido cabalgar cien pasos por delante de Hunt para evitar el olor a podrido. Ser Hyle decía que, a aquellas alturas, ya había perdido el sentido del olfato.

–Enterradlas -le decía Brienne cada vez que acampaban para pasar la noche, pero Hunt era de lo más testarudo.

«Seguro que le dice a Lord Randyll que él mismo los mató a los tres.»

Pero no tuvo más remedio que reconocer que se había equivocado al juzgarlo.

–El escudero tartamudo tiró una piedra -informó cuando lo llevaron, junto con Brienne, a presencia de Tarly, en el patio del castillo de Mooton. Antes habían entregado las cabezas a un sargento de la guardia, que recibió orden de limpiarlas, untarlas de brea y clavarlas encima de la puerta-. La moza de la espada se encargó del resto.

–¿De los tres? – Lord Randyll parecía incrédulo.

–Por su manera de luchar, podría haber matado a tres más.

–¿Encontrasteis a la pequeña Stark? – exigió saber Tarly.

–No, mi señor.

–Pero matasteis unas cuantas ratas. ¿Os divertisteis?

–No, mi señor.

–Lástima. En fin, ya habéis catado la sangre; ya habéis demostrado lo que fuera que quisierais demostrar. Ya va siendo hora de que os quitéis esa cota de malla y volváis a vestir prendas apropiadas. En el puerto hay varios barcos. Uno de ellos se dirige a Tarth; quiero que subáis a bordo.

–Gracias, mi señor, pero no.

La expresión de Lord Tarly daba a entender que lo que más le gustaría en el mundo sería ver su cabeza en una pica sobre las puertas de Poza de la Doncella, haciendo compañía a las de Timeon, Pyg y Shagwell.

–¿Pretendéis seguir adelante con esta locura?

–Pretendo encontrar a Lady Sansa.

–Si a mi señor no le importa -intervino Ser Hyle-, yo la he visto luchar contra los Titiriteros. Es más fuerte que la mayoría de los hombres, y rápida…

–La espada es rápida -replicó Tarly-. El acero valyrio siempre lo es. ¿Más fuerte que la mayoría de los hombres? Sí. Es un engendro de la naturaleza, no seré yo quien lo niegue.

«La gente como él no me apreciará nunca -pensó Brienne-, haga lo que haga.»

–Puede que Sandor Clegane sepa algo de la niña, mi señor. Si pudiera encontrarlo…

–Clegane se ha unido a los bandidos. Por lo visto, ahora cabalga con Beric Dondarrion. O no; las versiones varían. Mostradme el lugar donde se esconden y de buena gana les rajaré la barriga, les sacaré las entrañas y las quemaré. Hemos ahorcado a docenas de bandidos, pero los jefes nos siguen esquivando. Clegane, Dondarrion, el sacerdote rojo, y ahora esa mujer, Corazón de Piedra… ¿Cómo os proponéis dar con ellos, si yo no lo he logrado?

–Mi señor, voy a… -No tenía respuesta a aquello-. Lo único que puedo hacer es intentarlo.

–Pues adelante. Contáis con esa carta; no necesitáis mi permiso, pero os lo concedo de todos modos. Si tenéis suerte, el único fruto de todas vuestras molestias serán magulladuras de tanto cabalgar. Si no, puede que Clegane os deje vivir después de que su manada y él terminen de violaros. Entonces podréis volver a rastras a Tarth con un bastardo de perro en la barriga.

Brienne hizo caso omiso del comentario.

–Si mi señor me lo puede decir, ¿cuántos hombres cabalgan con el Perro?

–Seis, sesenta o seiscientos. Por lo visto, depende de a quién preguntemos.

Era obvio que Randyll Tarly daba por concluida la conversación. Hizo ademán de volverse.

–Si mi escudero y yo pudiéramos rogaros hospitalidad hasta…

–Rogad cuanto queráis; no toleraré vuestra presencia bajo mi techo.

Ser Hyle Hunt dio un paso al frente.

–Con la venia de mi señor, tenía entendido que este seguía siendo el techo de Lord Mooton.

Tarly le lanzó al caballero una mirada envenenada.

–Mooton tiene el valor de un gusano. No me habléis de él. En cuanto a vos, mi señora, dicen que vuestro padre es buena persona. Si es así, lo compadezco. Algunos hombres reciben la bendición de tener hijos; otros, de tener hijas. Nadie merece una maldición como vos. Vivid o morid, Lady Brienne, pero no volváis a Poza de la Doncella mientras yo gobierne aquí.

«Las palabras se las lleva el aire -se dijo Brienne-. No me pueden hacer daño. Que me pasen por encima.»

–Como ordenéis, mi señor -trató de decir, pero antes de que le salieran las palabras, Tarly ya se había marchado. Salió del patio como si caminara en sueños, sin saber adónde iba.

Ser Hyle le dio alcance.

–Hay posadas. – Ella sacudió la cabeza. No quería hablar con Hyle Hunt-. ¿Os acordáis del Ganso Hediondo?

Su capa aún conservaba el olor de aquel lugar.

–¿Por qué?

–Reuníos conmigo allí a mediodía. Mi primo Alyn fue uno de los que buscaron al Perro. Hablaré con él.

–¿Por qué ibais a hacerlo?

–¿Por qué no? Si tenéis éxito allí donde Alyn ha fracasado, me estaré riendo de él durante años.

Ser Hyle estaba en lo cierto: aún quedaban posadas en Poza de la Doncella. Pero algunas habían sido incendiadas en uno u otro saqueo; aún tenían que reconstruirlas, y las que quedaban estaban abarrotadas de soldados del ejército de Lord Tarly. Podrick y ella las visitaron todas aquella tarde, pero en ninguna quedaban camas.

–¿Ser? ¿Mi señora? – empezó Podrick cuando ya se ponía el sol-. Hay barcos. En los barcos hay camas. Hamacas. O catres.

Los hombres de Lord Randyll pululaban por los muelles, como los gusanos por las cabezas de los tres Titiriteros Sangrientos, pero su sargento conocía de vista a Brienne y la dejó pasar. Los pescadores de la zona ya estaban amarrando y pregonaban las capturas del día, aunque a ella le interesaban los barcos más grandes, los que surcaban las aguas tormentosas del mar Angosto. En el puerto había media docena, pero una de ellas, una galera que tenía por nombre Hija del Titán, estaba levando anclas para zarpar con la marea vespertina. Podrick Payne y ella hicieron una ronda por los barcos que quedaban. El contramaestre de la Chica de Puerto Gaviota tomó a Brienne por una prostituta y les dijo que su barco no era ningún burdel, y un arponero del ballenero ibbenés le ofreció dinero a cambio del muchacho, pero en otros tuvieron mejor suerte. Compró una naranja para Podrick en la Caminante de los Mares, una coca recién llegada de Antigua que había hecho escala en Tyrosh, Pentos y el Valle Oscuro.

–De aquí vamos a Puerto Gaviota -le dijo su capitán-, y después rodearemos los Dedos hasta Islahermana y Puerto Blanco, si las tormentas lo permiten. Es un barco limpio; la Caminante no tiene tantas ratas como la mayoría, y llevamos a bordo huevos frescos y mantequilla recién hecha. ¿Mi señora busca pasaje hacia el norte?

–No. – «Todavía no.» Se sentía tentada, pero…

Cuando se dirigían al siguiente atracadero, Podrick arrastró un pie por el suelo.

–¿Ser? – dijo-. ¿Mi señora? ¿Y si mi señora se fue a casa? O sea, mi otra señora, ser. Lady Sansa.

–Su casa ha ardido.

–Aun así. Allí están sus dioses. Y los dioses no mueren.

«Los dioses no mueren, pero las niñas sí.»

–Timeon era un asesino cruel, pero no creo que mintiera sobre el Perro. No podemos ir al norte hasta que estemos seguros. Ya habrá otros barcos.

Encontraron refugio para aquella noche en el extremo más oriental del puerto, a bordo de una galera mercante llamada Dama de Myr. Estaba muy escorada, y había perdido el mástil y la mitad de su tripulación en una tormenta, pero el maestre no tenía monedas suficientes para repararla, de modo que lo alegró aceptar unas cuantas de Brienne a cambio de un camarote vacío que compartiría con Pod.

La noche no fue tranquila: Brienne se despertó tres veces, la primera cuando empezó la lluvia, y luego cuando oyó un crujido y pensó que Dick el Ágil se acercaba para matarla. La segunda vez se levantó con el cuchillo en la mano, pero no pasaba nada. En la oscuridad del diminuto camarote, tardó un momento en recordar que Dick el Ágil estaba muerto. Cuando por fin volvió a dormirse, soñó con los hombres a los que había matado. Bailaban a su alrededor, se burlaban de ella, la pellizcaban mientras ella les lanzaba golpes con la espada… Los redujo a jirones ensangrentados, pero seguían bailoteando a su alrededor… Shagwell, Timeon y Pyg, sí, pero también Randyll Tarly, Vargo Hoat y Ronnet Connington, el Rojo. Ronnet llevaba una rosa entre los dedos. Cuando se la tendió, ella le cortó la mano.

Se despertó sudorosa, y se pasó el resto de la noche acurrucada bajo la capa, mientras oía caer la lluvia contra la cubierta que le servía de techo. Fue una noche extraña. De cuando en cuando le llegaba el sonido del trueno lejano, y pensaba en el barco braavosi que había zarpado la tarde anterior.

A la mañana siguiente fue otra vez al Ganso Hediondo, despertó a su desaseada propietaria y le dio unas monedas a cambio de unas salchichas grasientas, un poco de pan frito, media copa de vino, una frasca de agua hervida y dos vasos limpios. Mientras ponía el agua a hervir, la mujer miró a Brienne con los ojos entrecerrados.

–Sois la grandullona que se marchó con Dick el Ágil, ya me acuerdo. ¿Os estafó?

–No.

–¿Os violó?

–No.

–¿Os robó el caballo?

–No. Lo mataron unos bandidos.

–¿Bandidos? – La mujer le pareció más intrigada que triste-. Siempre pensé que Dick acabaría ahorcado, o que lo mandarían al Muro.

Se comieron el pan frito y la mitad de las salchichas. Podrick Payne regó su ración con agua mezclada con un poco de vino, mientras que Brienne bebía una copa de vino aguado y se preguntaba qué hacía allí. Hyle Hunt no era un verdadero caballero. Su rostro sincero no era más que una máscara.

«No necesito su ayuda, no necesito su protección y, desde luego, no lo necesito a él. Seguro que ni siquiera viene. Cuando me dijo que me reuniera aquí con él, se estaba burlando de mí otra vez.»

Ya se disponía a levantarse para salir cuando llegó Ser Hyle.

–Buenos días. Mi señora, Podrick… -Echó un vistazo a los vasos, a los platos y a las salchichas que se enfriaban en un charco de grasa-. Dioses, espero que no hayáis comido lo que sirven aquí -dijo.

–Lo que comamos no es asunto vuestro -replicó Brienne-. ¿Habéis hablado con vuestro primo? ¿Qué os ha dicho?

–Sandor Clegane fue visto por última vez en Salinas, el día del ataque. Después se fue a caballo hacia el oeste, por el Tridente.

–El Tridente es un río muy largo. – Frunció el ceño.

–Sí, pero no creo que nuestro perro se haya alejado mucho de la desembocadura. Creo que Poniente ha perdido todo su encanto para él. En Salinas, estaba buscando un barco. – Ser Hyle se sacó de la bota un rollo de piel de oveja, apartó las salchichas a un lado y lo estiró en la mesa. Era un mapa-. El Perro mató a tres hombres de su hermano en una vieja posada de la encrucijada, aquí. Luego encabezó el ataque a Salinas, aquí. – Dio unos toquecitos en Salinas con un dedo-. Puede que esté acorralado. Los Frey se encuentran aquí arriba, en Los Gemelos, y Darry y Harrenhal, al sur, al otro lado del Tridente; al oeste tenemos a los Blackwood y a los Bracken enfrentados, y Lord Randyll está aquí, en Poza de la Doncella. Aunque pudiera cruzar entre los clanes de las montañas, la nieve ha cerrado el camino alto hacia el Valle ¿Adónde podría ir un perro?

–Si está con Dondarrion…

–No. Alyn está seguro de eso. Los hombres de Dondarrion también andan buscándolo. Han corrido la voz de que piensan ahorcarlo por lo que hizo en Salinas. No tomaron parte en aquello, pero Lord Randyll quiere que la gente lo crea, para que se vuelva contra Beric y su Hermandad. Mientras el pueblo proteja al señor del relámpago, no podrá atraparlo. Y luego está la otra banda, la que encabeza la mujer, Corazón de Piedra… Se dice que es la amante de Lord Beric, que los Frey la ahorcaron, pero Dondarrion la besó y le devolvió la vida, y ahora es inmortal, igual que él.

Brienne estudió el mapa. Si Clegane había sido visto por última vez en Salinas, allí era donde habría que buscar su rastro.

–Por lo que dice Alyn, en Salinas no queda nadie, sólo un caballero anciano en su castillo.

–Pero por allí hay que empezar.

–Hay un hombre -dijo Ser Hyle-. Un septón. Llegó un día antes que vos. Se llama Meribald; nació y creció junto al río, donde ha servido toda su vida. Partirá mañana para hacer su ruta, y siempre pasa por Salinas. Deberíamos ir con él.

Brienne alzó la vista bruscamente.

–¿Deberíamos?

–Os acompaño.

–Eso, ni pensarlo.

–Bueno, voy a ir a Salinas con el septón Meribald. Podrick y vos podéis ir adonde os dé la gana.

–¿Os ha ordenado Lord Randyll que me sigáis otra vez?

–Me ha ordenado que me aleje de vos. Lord Randyll opina que os sentaría bien una buena violación.

–Entonces, ¿por qué queréis acompañarme?

–La alternativa era volver a montar guardia en la puerta.

–Si vuestro señor os ha ordenado…

–Ya no es mi señor.

–¿No estáis a su servicio? – preguntó sorprendida.

–Su señoría me ha informado de que ya no necesita mi espada ni mi insolencia. Vienen a ser lo mismo. Por tanto, me propongo disfrutar de la vida aventurera de un caballero errante… Aunque supongo que, si encontramos a Sansa Stark, habrá una buena recompensa.

«Sólo le interesan el oro y las tierras.»

–Mi intención es salvar a la niña, no venderla. He hecho un juramento.

–Yo, en cambio, no.

–Por eso no vais a acompañarme.

Se pusieron en marcha a la mañana siguiente, cuando salió el sol.

Formaban una comitiva extraña: Ser Hyle a lomos de un corcel alazán y Brienne en su alta yegua gris; Podrick Payne en su penco de lomo hundido, y el septón Meribald a pie, con una pica en la mano, tirando de las riendas de un asno pequeño y seguido por un perro grande. El asno iba tan cargado que Brienne casi temía que se le partiera el espinazo de un momento a otro.

–Comida para los pobres y los hambrientos de los ríos -les había dicho el septón Meribald a las puertas de Poza de la Doncella-. Semillas, nueces, fruta seca, copos de avena, harina, pan de centeno, tres quesos amarillos de la posada que hay junto a la puerta del Bufón, bacalao salado para mí y carnero salado para el perro… Ah, y sal. Cebollas, zanahorias, nabos, dos sacos de alubias, cuatro de cebada y nueve de naranjas. Reconozco que tengo debilidad por las naranjas. Las he conseguido de un marinero, y me temo que serán las últimas que vea hasta la primavera.

Meribald era un septón sin septo, situado sólo un poco por encima de los hermanos mendicantes en la jerarquía de la Fe. Había cientos como él, hombres harapientos cuya humilde misión consistía en ir de aldea en aldea para oficiar misas, celebrar bodas y perdonar pecados. Se suponía que quienes recibían su visita tenían que proporcionarle alimento y cobijo, pero casi todos eran tan pobres como él, de modo que Meribald no podía quedarse demasiado tiempo en el mismo lugar sin poner en un aprieto a sus anfitriones. En ocasiones, algún posadero bondadoso le permitía pernoctar en las cocinas o en los establos, y había septrios, refugios y hasta algunos castillos donde sabía que era bien recibido. Si no tenía cerca ningún lugar de aquellos, dormía bajo los árboles o entre las matas.

–Hay matas excelentes en las zonas con ríos -dijo Meribald-. Los mejores son los viejos. Nada se puede comparar con un matojo de cien años. Dentro se duerme tan abrigado como en una posada, y con menos pulgas.

El septón no sabía leer ni escribir, según les confesó alegremente por el camino, pero se sabía un centenar de oraciones y podía recitar de memoria pasajes enteros de La estrella de siete puntas, que era lo único que hacía falta en las aldeas. Tenía el rostro curtido por la intemperie, una espesa mata de pelo canoso, y arrugas en la comisura de los ojos. Aunque era alto, de casi nueve palmos, siempre iba encorvado, por lo que parecía mucho más bajo. Tenía las manos grandes y encallecidas, con los nudillos rojizos y las uñas sucias, y también los pies más grandes que Brienne hubiera visto nunca: descalzos, negros y duros como el hueso.

–Hace veinte años que no llevo zapatos -le explicó-. El primer año tenía más ampollas que dedos; sangraba como un cerdo por las plantas de los pies cada vez que tropezaba con una piedra, pero recé al Zapatero Celestial y me dejó la piel dura como el cuero.

–No hay ningún zapatero -protestó Podrick.

–Claro que sí, chico, aunque puede que tú lo llames de otra manera. Dime, ¿a cuál de los siete dioses reverencias más?

–Al Guerrero -dijo Podrick sin titubear ni un momento.

–En el Castillo del Atardecer, el septón de mi padre decía que sólo había un dios -dijo Brienne tras carraspear.

–Un dios con siete aspectos. Así es, mi señora, y tenéis razón, pero el misterio de los siete que son uno es difícil de entender para la gente sencilla, y yo soy sencillo, así que hablo de siete dioses. – Meribald se volvió hacia Podrick-. Nunca he conocido a un muchacho que no adorase al Guerrero. Pero yo soy viejo, y por eso adoro al Herrero. Sin su labor, ¿qué podría defender el Guerrero? Hay un herrero en cada ciudad, en cada castillo. Hacen arados para sembrar nuestras cosechas, clavos para construir nuestros barcos, herraduras para los cascos de nuestros fíeles caballos, hermosas espadas para nuestros señores… Nadie duda de la valía del herrero, así que ponemos su nombre a uno de los Siete, pero también lo podríamos haber llamado Granjero, Pescador, Carpintero o Zapatero. No importa en qué trabaje; lo que importa es que trabaja. El Padre gobierna, el Guerrero lucha, el Herrero trabaja, y juntos hacen todo lo que está bien para el hombre. El Herrero sólo es un aspecto de la divinidad, y de la misma manera, el Zapatero es un aspecto del Herrero. Fue Él quien escuchó mi plegaria y me curó los pies.

–Los dioses son bondadosos -intervino Ser Hyle en tono seco-, pero ¿para qué molestarlos? ¿No habría sido mejor que os pusierais zapatos?

–Ir descalzo es mi penitencia. Hasta los santos septones pueden pecar, y pocas carnes ha habido más débiles que la mía. Era joven, lleno de vigor, y a las muchachas… Un septón les puede parecer tan galante como un príncipe si no conocen a otro hombre que haya estado a más de dos mil pasos de su aldea. Les recitaba trozos de La estrella de siete puntas. Lo que mejor me funcionaba era el Libro de la Doncella. Fui un hombre taimado, sí, antes de deshacerme de los zapatos. Me avergüenzo al pensar en todas las doncellas que he desflorado.

Brienne cambió de postura en la silla, incómoda, recordando el campamento situado ante las murallas de Altojardín y la apuesta que habían hecho Ser Hyle y los demás para ver quién era el primero en llevársela a la cama.

–Estamos buscando a una doncella -le confió Podrick Payne-. Es una niña noble, de trece años, con el pelo castaño rojizo.

–Creía que buscabais bandidos.

–También -dijo Podrick.

–Por lo general, los viajeros prefieren evitar a esa gente -señaló el septón Meribald-; vos, en cambio, los buscáis.

–Sólo nos interesa uno -dijo Brienne-. El Perro.

–Eso me ha dicho Ser Hyle. Que los Siete os amparen, chiquilla. Se dice que deja a su paso un rastro de niños asesinados y doncellas ultrajadas. He oído que lo llaman el Perro Rabioso de Salinas. ¿Qué puede querer una persona honrada de semejante criatura?

–Quizá la doncella de la que os ha hablado Podrick viaje con él.

–¿De verdad? En tal caso será mejor rezar por la pobre niña.

«Y por mí -pensó Brienne-, rezad también por mí. Pedidle a la Vieja que alce su lámpara y me guíe hasta Lady Sansa, y al Guerrero, que dé fuerza a mi brazo para que la pueda defender.»

Pero no se atrevió a decirlo allí, delante de Hyle Hunt, que se burlaría de su debilidad femenina.

Como el septón Meribald iba a pie, y su asno, tan cargado, aquel día avanzaron poco. No tomaron el camino principal del oeste, el que había recorrido Brienne con Ser Jaime cuando llegaron a Poza de la Doncella y se encontraron la ciudad saqueada y llena de cadáveres. Se dirigieron hacia el noroeste siguiendo la costa de la bahía de los Cangrejos por un sendero serpenteante, tan estrecho que ni siquiera aparecía en los preciados mapas de piel de cordero de Ser Hyle. A aquel lado de Poza de la Doncella no había colinas empinadas, cenagales negros ni pinares, como en Punta Zarpa Rota. Las tierras que atravesaron eran llanas y húmedas; un erial de dunas arenosas y salinas, bajo la vasta bóveda azul del cielo. El camino desaparecía a menudo entre los juncos y los charcos que dejaban las mareas, para reaparecer media legua más adelante; Brienne sabía que de no ser por Meribald se habrían extraviado sin remedio. El suelo de algunos tramos era muy blando, de manera que el septón abría la marcha con su pica para asegurarse de que pisaban tierra firme. No vieron ni rastro de árboles en muchas leguas; sólo mar, cielo y arena.

No había lugar más diferente de Tarth, con sus cascadas, sus montañas, sus prados y sus valles umbríos, pero Brienne pensaba que aquello también era hermoso a su manera. Cruzaron una docena de arroyos de aguas tranquilas llenos de ranas y grillos; vieron volar a los charranes por encima de la bahía; oyeron el canto de los andarríos entre las dunas. En cierta ocasión se les cruzó un zorro, con lo que el perro de Meribald ladró enloquecido.

Aquella tierra estaba habitada. Había hombres que vivían entre los juncos, en casas de cañas y barro, mientras que otros pescaban en la bahía con botes de cuero y mimbre, y alzaban sus casas sobre pilares de madera, en las dunas. Lo más habitual era que vivieran solos, fuera de la vista de cualquier vivienda que no fuera la suya. La mayoría parecía tímida, pero cerca del mediodía, el perro empezó a ladrar otra vez, y tres mujeres salieron de entre los juncos para darle a Meribald una cesta de almejas. Él les entregó a cambio una naranja a cada una, aunque allí, las almejas eran tan comunes como el barro, y las naranjas escaseaban y eran muy preciadas. Una de las mujeres era muy vieja; otra estaba en avanzado estado de gestación, y la tercera era una niña tan fresca y hermosa como una flor en primavera. Meribald se apartó con ellas para escuchar sus pecados, y Ser Hyle dejó escapar una risita.

–Vaya, los dioses caminan con nosotros. Al menos, la Doncella, la Madre y la Vieja.

Podrick puso tal cara de asombro que Brienne tuvo que explicarle que no, que sólo eran tres mujeres de las marismas.

Más tarde, cuando reanudaron la marcha, se volvió hacia el septón.

–Esta gente vive a menos de un día de viaje de Poza de la Doncella -dijo-, y aun así, la guerra no la ha tocado.

–No hay mucho que tocar, mi señora. Sus tesoros son conchas, piedras y botes de cuero; sus mejores armas, cuchillos de hierro oxidado. Nacen, viven, aman, mueren y saben que Lord Mooton gobierna sus tierras, pero pocos lo han visto, y para ellos, Aguasdulces y Desembarco del Rey no son más que nombres.

–Pero aun así, conocen a los dioses -señaló Brienne-. Supongo que es obra vuestra. ¿Cuánto tiempo lleváis recorriendo las tierras de los ríos?

–Pronto hará cuarenta años -dijo el septón, y su perro lanzó un ladrido-. De Poza de la Doncella a Poza de la Doncella, el circuito me lleva medio año, a veces más, pero no presumiré de conocer el Tridente. Sólo veo de lejos los castillos de los grandes señores, pero visito los mercados, los torreones, las aldeas tan pequeñas que no tienen ni nombre, los matorrales, las colinas, los riachuelos que calman la sed y las cavernas donde se puede refugiar un hombre. Y los caminos que usa el pueblo, los senderos serpenteantes y embarrados que no aparecen en los mapas de pergamino, también los conozco. – Soltó una risita-. Vaya si los conozco. Mis pies han recorrido diez veces hasta el último palmo.

«Los senderos accesorios son los que utilizan los bandidos, y los proscritos podrían esconderse en las cuevas.» Un ramalazo de desconfianza hizo que Brienne se preguntara hasta qué punto conocía Ser Hyle a aquel hombre.

–Debe de ser una vida muy solitaria, septón.

–Los Siete están conmigo en todo momento -respondió Meribald-, y tengo a mi leal sirviente, y al perro.

–¿Vuestro perro tiene nombre? – preguntó Podrick Payne.

–Claro -respondió Meribald-. Pero no es mi perro. Ni hablar.

El animal ladró y meneó la cola. Era grande y peludo; pesaría más de veinte arrobas, pero era cariñoso.

–¿De quién es? – preguntó Podrick.

–Suyo, claro, y de los Siete. En cuanto a su nombre, pues no me lo ha dicho. Así que lo llamo perro.

–Ah. – Era obvio que Podrick no sabía cómo enfrentarse a un perro sin nombre. Se pasó un rato cavilando-. Cuando era pequeño tenía un perro. Se llamaba Héroe.

–¿Lo era?

–¿Si era qué?

–Un héroe.

–No. Pero era un buen perro. Murió.

–El perro me cuida en los caminos, incluso en estos tiempos tan difíciles. Si lo llevo a mi lado, no hay lobo ni bandido que se atreva a molestarme. – El septón frunció el ceño-. Últimamente, los lobos se han vuelto tremendos. Hay lugares donde, si se viaja solo, más vale dormir entre las ramas de un árbol. En todos los años que llevaba haciendo este recorrido no había visto una manada de más de doce lobos, pero la que ronda ahora por el Tridente es de centenares.

–¿Los habéis visto? – preguntó Ser Hyle.

–Por suerte, no, loados sean los Siete, pero más de una vez los he oído por la noche. Son tantos aullidos… Es un ruido que hiela la sangre en las venas. Hasta el propio perro tiembla, y eso que ha matado a una docena de lobos. – Le rascó la cabeza al animal-. Hay quien dice que son demonios, que la jefa de la manada es una loba monstruosa, una sombra acechante, gris, gigantesca. Se dice que derribó un uro ella sola, que no hay trampa ni red capaz de detenerla, que no tiene miedo del acero ni del fuego, que mata a todo lobo que intente montarla y no come nada más que carne humana.

–Buena la habéis hecho, septón. – Ser Hyle se echó a reír-. Al pobre Podrick se le han puesto los ojos como huevos cocidos.

–Qué va -replicó Podrick, indignado. El perro ladró.

Aquella noche, acamparon en las dunas frías. Brienne envió a Podrick a la orilla a recoger la leña que hubiera arrastrado el mar, para encender una hoguera, pero el muchacho volvió con las manos vacías y cubierto de barro hasta las rodillas.

–La marea está baja, ser. Mi señora. No hay agua, sólo cenagales.

–No te acerques a la ciénaga, chico -le aconsejó el septón Meribald-. No le gustan los desconocidos. Si te metes donde no debes, se abre y te engulle.

–Sólo es barro -replicó Podrick.

–Hasta que te llene la boca y se te meta por la nariz. Entonces es muerte. – Sonrió para quitar filo a sus palabras-. Límpiate ese lodo y toma un gajo de naranja, muchacho.

El día siguiente fue igual. Desayunaron bacalao salado y más naranja, y se pusieron en marcha antes de que amaneciera del todo, con el cielo rosado a sus espaldas y violeta ante ellos. El perro abría la marcha; olisqueaba los juncos y, de cuando en cuando, se detenía para orinar en ellos; parecía conocer el camino tan bien como Meribald. El canto de los charranes hacía vibrar el aire de la mañana mientras subía la marea.

Cerca del mediodía se detuvieron en una aldea diminuta, la primera que cruzaban, donde había ocho casas asentadas sobre pilares junto a un pequeño arroyo. Los hombres estaban fuera, pescando en sus botes de mimbre y cuero, pero las mujeres y los niños bajaron por las escalas de cuerda y se reunieron en torno al septón Meribald para rezar. Después del oficio, el septón los absolvió de sus pecados y les dejó unos cuantos nabos, un saco de judías y dos de sus preciosas naranjas.

–Esta noche deberíamos montar guardia, amigos -les dijo cuando reemprendieron el camino-. Los aldeanos dicen que han visto a tres hombres quebrados acechando entre las dunas, al oeste de la vieja atalaya.

–¿Sólo tres? – Ser Hyle sonrió-. Tres son pan comido para nuestra espadachina. No se atreverán con hombres armados.

–A menos que se estén muriendo de hambre -señaló el septón-. En estas marismas hay comida, pero sólo para quienes saben buscarla, y esos tres hombres son forasteros, supervivientes de alguna batalla. Si se acercan a nosotros, os ruego que me los dejéis a mí, ser.

–¿Qué vais a hacer con ellos?

–Darles comida. Pedirles que confiesen sus pecados, para que pueda perdonárselos. Invitarlos a venir con nosotros a la Isla Tranquila.

–Eso es tanto como invitarlos a que nos degüellen mientras dormimos -replicó Hyle Hunt-. Lord Randyll tiene mejores maneras de tratar con los hombres quebrados: el acero y la soga.

–¿Ser? ¿Mi señora? – intervino Podrick-. ¿Un hombre quebrado es un bandido?

–Más o menos -respondió Brienne.

El septón Meribald no estaba de acuerdo.

–Más menos que más. Hay muchos tipos de bandidos, igual que hay muchos tipos de pájaros. Tanto el andarríos como el pigargo tienen alas, pero no son lo mismo. A los bardos les gustan las canciones de hombres buenos que se ven forzados a saltarse la ley para combatir a un señor malvado, pero la mayoría de los bandidos se parecen más a ese Perro rabioso que al señor del relámpago. Son hombres malvados, instigados por la codicia, amargados por la vida taimada; desprecian a los dioses y sólo se preocupan por sí mismos. Los hombres quebrados pueden ser igual de peligrosos, pero también son dignos de compasión. Casi todos son gente sencilla, hombres del pueblo que nunca habían estado a más de media legua de la casa en la que nacieron hasta que un día, un señor cualquiera se los llevó a la guerra. Mal vestidos y mal calzados, marchan tras sus estandartes, a veces sin más armas que una guadaña o una hoz, o una maza que se han hecho ellos mismos atando una piedra a un palo con tiras de cuero. Los hermanos marchan con los hermanos; los hijos, con los padres; los amigos, con los amigos. Han oído las canciones y las anécdotas, así que caminan con el corazón anhelante, soñando con las maravillas que verán, con las riquezas y la gloria que conseguirán. La guerra les parece una gran aventura, la mayor que vivirá la mayoría de ellos.

»Luego prueban el combate.

»Algunos se quiebran nada más probarlo. Otros aguantan años, hasta que pierden la cuenta de las batallas en que han intervenido, pero alguien que sobrevive a cien combates puede quebrarse en el ciento uno. Los hermanos ven morir a sus hermanos, los padres pierden a sus hijos, los amigos ven a sus amigos tratar de volver a meterse las tripas después de que los haya rajado un hacha.

»Ven caer al señor que los llevó allí y, de repente, otro señor les grita que ahora lo sirven a él. Reciben una herida y, cuando todavía la tienen a medio curar, reciben otra. Nunca tienen comida suficiente; el calzado se les cae a pedazos de tanto caminar; la ropa se les desgarra y se les pudre, y la mitad se caga en los calzones porque ha bebido agua que no era potable.

»Si quieren unas botas nuevas, una capa más caliente o, tal vez, un yelmo de hierro oxidado, tienen que quitárselo a un cadáver; no tardan en robar también a los vivos, a los aldeanos en cuyas tierras luchan, a hombres como los que eran antes ellos mismos. Les matan las ovejas y les roban las gallinas, y de ahí a llevarse también a sus hijas sólo hay un paso. Y un día miran a su alrededor y se dan cuenta de que todos sus parientes y amigos han desaparecido, de que luchan al lado de desconocidos y bajo un estandarte que ni siquiera identifican. No saben dónde están ni cómo volver a su hogar; el señor por el que luchan no sabe cómo se llaman, pero ahí está siempre, gritándoles que formen una línea con sus lanzas, sus hoces, sus guadañas, para defender la posición. Y los caballeros caen sobre ellos, hombres sin rostro envueltos en acero, y el retumbar de su ataque parece llenar el mundo…

»Y el hombre se quiebra.

»Da media vuelta y huye, o se arrastra entre los cadáveres de los caídos, o se escabulle en plena noche y busca un lugar donde esconderse. A esas alturas, los hombres quebrados ya ni piensan en volver a casa. Los reyes, los señores y los dioses les importan menos que un trozo de carne medio podrida que les permita vivir un día más, o un pellejo de vino agrio con el que ahogar sus miedos unas horas. Viven de día en día, de comida en comida; son más animales que humanos. Lady Brienne no se equivoca: en estos tiempos que corren, los viajeros deben cuidarse de los hombres quebrados, y temerlos… Pero también deberían compadecerlos.

Cuando Meribald terminó, un silencio denso se hizo en el pequeño grupo. Brienne escuchó el sonido del viento entre un grupo de sauces, y más allá, el canto lejano de una gavia. Oyó también el jadeo del perro, que caminaba, con la lengua colgando, con el septón y su asno. El silencio se prolongó largo rato; fue ella quien lo rompió.

–¿Cuántos años teníais cuando os llevaron a la guerra?

–Pues sería de la edad de vuestro chico, más o menos -respondió Meribald-. Sí, demasiado joven, pero todos mis hermanos partían; no quise quedarme atrás. Willam me dijo que podía ser su escudero, y eso que no era caballero, sólo un pinche armado con un cuchillo de cocina que había robado en la taberna. Murió en los Peldaños de Piedra sin llegar a asestar un golpe. Se lo llevó la fiebre, igual que a mi hermano Robin. A Owen lo mató un golpe de maza que le abrió la cabeza, y a su amigo Jon Pox lo ahorcaron por violación.

–¿La guerra de los Reyes Nuevepeniques? – preguntó Hyle Hunt.

–Así la llamaban, aunque no vi ningún rey, ni gané un penique. Pero era una guerra. Era una guerra.