–Alteza -dijo Qyburn en voz baja-, el Consejo Privado…
–… aguardará hasta que yo diga. Tal vez podamos llevarle la noticia de la muerte de un traidor.
Al otro lado de la ciudad, las campanas del septo de Baelor tañían su doblar lúgubre.
«Ninguna campana sonará por ti, Tyrion -pensó Cersei-. Meteré tu cabeza en brea y echaré a los perros tu cuerpo deforme.»
–Levantaos -les dijo a los aspirantes a señores-. Mostradme qué habéis traído.
Se levantaron. Eran tres hombres feos y andrajosos. Uno tenía un forúnculo en el cuello, y ninguno se había lavado en medio año. La perspectiva de otorgar el título de señores a semejante chusma le hacía cierta gracia.
«Podría sentarlo al lado de Margaery en los banquetes.» Cuando el imbécil del jefe desató el cordel del saco y metió la mano dentro, un intenso olor a podredumbre invadió la sala de audiencias. La cabeza que sacó era gris verdosa, llena de gusanos. «Huele igual que mi padre.» Dorcas contuvo el aliento; Jocelyn se llevó una mano a la boca y vomitó.
La Reina examinó el trofeo sin parpadear.
–Os habéis equivocado de enano -dijo por fin, cada palabra cargada de resentimiento.
–No, no -se atrevió a replicar uno de los imbéciles-. Tiene que ser él. Es un enano, ¿veis? Lo que pasa es que está un poco podrido.
–Y le ha crecido una nariz nueva -señaló Cersei-. Un tanto protuberante, en mi opinión. Tyrion perdió la nariz en una batalla.
Los tres imbéciles intercambiaron una mirada.
–No lo sabíamos -dijo el que tenía la cabeza en la mano-. Este se presentó como si tal cosa, un enano de lo más feo, así que pensamos…
–Nos dijo que era un gorrión -añadió el del forúnculo-, y tú dijiste que mentía. – Se dirigía al tercero.
La Reina se enfureció con sólo pensar que había hecho esperar a su Consejo Privado por culpa de aquella farsa.
–Me habéis hecho perder el tiempo y habéis asesinado a un inocente. Debería cortaros la cabeza. – Pero, si lo hacía, otros hombres podían titubear y dejar que escapara el Gnomo. Antes de permitirlo prefería tener delante una montaña de cabezas de enano-. Fuera de mi vista.
–Como digáis, Alteza -dijo el forúnculo-. Os pedimos perdón.
–¿Queréis la cabeza? – preguntó el hombre que la tenía en la mano.
–Entregádsela a Ser Meryn. No, descerebrado, en el saco. Eso. Acompañadlos a la salida, Ser Osmund.
Trant retiró la cabeza, y Kettleblack se llevó a los verdugos, con lo que sólo quedó el desayuno de Lady Jocelyn como prueba de su visita.
–Limpia eso ahora mismo -ordenó la Reina.
Era la tercera cabeza que le llevaban.
«Por lo menos, este era un enano de verdad.» La anterior había pertenecido a un niño un tanto feo.
–No temáis; alguien dará con el enano -dijo Ser Osmund para tranquilizarla-. Y entonces nos aseguraremos de que muera.
«¿De verdad?» La noche anterior, Cersei había soñado con la anciana, con su papada temblorosa y su voz de graznido. Maggy la Rana, como la llamaban en Lannisport. «Si mi padre se hubiera enterado de lo que me dijo, le habría cortado la lengua. – Pero Cersei nunca se lo había contado a nadie, ni siquiera a Jaime-. Melara decía que, si no hablábamos nunca de sus profecías, acabaríamos por olvidarlas. Decía que una profecía olvidada no podía convertirse en realidad.»
–Tengo informadores que siguen la pista del Gnomo por todas partes, Alteza -dijo Qyburn. Se había ataviado con algo parecido a una túnica de maestre, pero blanca en lugar de gris, tan inmaculada como las capas de la Guardia Real. Los dobladillos, las mangas y el cuello alto y rígido tenían adornos de hilo de oro en forma de volutas, y se ceñía la cintura con un fajín también dorado-. Antigua, Puerto Gaviota, Dorne… hasta en las Ciudades Libres. Allá donde vaya, mis informantes lo encontrarán.
–Dais por supuesto que ha salido de Desembarco del Rey. Por lo que sabemos, podría estar escondido en el septo de Baelor, colgándose de las cuerdas de las campanas para hacer ese ruido horroroso. – Cersei hizo un gesto de amargura y permitió que Dorcas la ayudara a levantarse-. Vamos, mi señor. Mi consejo aguarda. – Cogió a Qyburn por el brazo para bajar las escaleras-. ¿Os habéis encargado de esa tarea que os encomendé?
–Sí, Alteza. Siento que haya tomado tanto tiempo. Es una cabeza tan grande… Los escarabajos tardaron varias horas en comerse toda la carne. A modo de disculpa he forrado con fieltro una caja de marfil y plata; será una presentación adecuada para la calavera.
–Un saco habría servido igual. El príncipe Doran quiere la cabeza, pero le importa un bledo en qué caja vaya.
El repicar de las campanas se oía aún más fuerte en el patio.
«No era más que un septón supremo. ¿Cuánto tiempo tendremos que aguantar esto?» El tañido era más melodioso que los gritos de la Montaña, pero, aun así…
Qyburn pareció adivinar sus pensamientos.
–Las campanas callarán cuando se ponga el sol, Alteza.
–Será un alivio. ¿Cómo lo sabéis?
–Para serviros, tengo que saber.
«Varys nos había hecho creer que era insustituible. ¡Qué imbéciles fuimos! – Cuando la Reina hizo saber que Qyburn ocupaba el lugar del eunuco, las alimañas habituales se apresuraron a presentarse ante él para cambiar sus susurros por unas monedas-. Siempre fue cuestión de plata, no de la Araña. Qyburn nos prestará el mismo servicio.» Tenía ganas de ver la cara que ponía Pycelle cuando el piromante ocupara su asiento.
Siempre que se celebraba una reunión del Consejo Privado había un caballero de la Guardia Real apostado ante las puertas. Aquel día, el elegido era Ser Boros Blount.
–Ser Boros -saludó la Reina en tono afable-, estáis algo demacrado esta mañana. ¿Os ha sentado mal algo que hayáis comido, tal vez?
Jaime lo había nombrado catador real.
«Una misión sabrosa, pero humillante para un caballero.» Blount no lo soportaba. Su papada temblorosa se sacudió cuando les abrió la puerta.
Los consejeros guardaron silencio cuando los vieron entrar. Lord Gyles tosió a modo de saludo, suficientemente alto para despertar a Pycelle. Los demás se levantaron y mascullaron galanterías. Cersei los obsequió con una levísima sonrisa.
–Espero que mis señores disculpen el retraso.
–Estamos aquí para servir a Vuestra Alteza -respondió Ser Harys Swyft-. Ha sido un placer aguardar vuestra llegada.
–Doy por supuesto que todos conocéis a Lord Qyburn.
El Gran Maestre Pycelle no la decepcionó.
–¿Lord Qyburn? – Se atragantó al tiempo que se ponía rojo-. Alteza, esto no es… Un maestre tiene votos sagrados, jura no poseer tierras, ni títulos…
–Vuestra Ciudadela le quitó la cadena -le recordó Cersei-. Si no es maestre, nada lo obliga a respetar los votos. Como sin duda recordaréis, al eunuco también se le otorgó el título de señor.
Pycelle no podía ni hablar.
–Este hombre es… No vale…
–No os atreváis a hablarme a mí de valía, y menos después de la chapuza hedionda que hicisteis con el cadáver de mi padre.
–Alteza, no podéis decir en serio… -Alzó una mano llena de manchas, como para protegerse de un golpe-. Las hermanas silenciosas evisceraron a Lord Tywin, le drenaron la sangre… Tomaron todas las precauciones… Le rellenaron el cuerpo con sales y hierbas aromáticas…
–Ahorradme los detalles asquerosos; ya olí el resultado de vuestras precauciones. Las artes curativas de Lord Qyburn le salvaron la vida a mi hermano, y no me cabe duda de que servirá al Rey mucho mejor que ese eunuco y sus sonrisas bobaliconas. ¿Conocéis a vuestros compañeros del consejo, mi señor?
–Mal informador sería si no los conociera, Alteza.
Qyburn se sentó entre Orton Merryweather y Gyles Rosby.
«Mis consejeros.» Cersei había arrancado todas las rosas, así como a los afectos a su tío y a sus hermanos Jaime y Tyrion, y los había sustituido por hombres que le guardaban lealtad a ella. También les había dado nuevos nombres a sus cargos, tomados de las Ciudades Libres; no quería más jefe que ella en la corte. Orton Merryweather era su justicia mayor; Gyles Rosby, su lord tesorero. Aurane Mares, el joven y atractivo Bastardo de Marcaderiva, sería su gran almirante.
Y, en el cargo de Mano, Ser Harys Swyft.
Blando, calvo y obsequioso, Swyft tenía una absurda matita de barba allí donde los demás tenían la barbilla. Llevaba el gallo azul de su Casa bordado con cuentas de lapislázuli en la pechera del suntuoso jubón amarillo, y por encima lucía un manto de terciopelo azul decorado con un centenar de manos doradas. Ser Harys se había emocionado mucho con el nombramiento, y era demasiado lerdo para darse cuenta de que su función era más de rehén que de Mano. Su hija era la esposa de Kevan, a la que este amaba pese al pecho plano, las piernas de pollo y la falta de mentón. Mientras tuviera controlado a Ser Harys, Kevan Lannister se lo pensaría dos veces antes de enfrentarse a ella.
«La verdad es que un suegro no es el rehén ideal, pero un escudo frágil es mejor que nada.»
–¿Nos honrará el Rey con su presencia? – preguntó Orton Merryweather.
–Mi hijo está jugando con su pequeña reina. Por el momento, lo único que sabe de reinar es estampar el sello real en los papeles. Su Alteza aún es demasiado joven para comprender los asuntos de estado.
–¿Y nuestro valeroso Lord Comandante?
–Ser Jaime se encuentra en la armería; le están haciendo una mano. Ya sé que todos estamos hartos de verle el muñón. Y mucho me temo que se aburriría tanto como Tommen. – Aurane Mares dejó escapar una risita. «Bien. Cuanto más se ríen menos amenazadores son. Que rían», pensó Cersei-. ¿Tenemos vino?
–Desde luego, Alteza. – Orton Merryweather no era atractivo; tenía una nariz enorme que le daba aspecto de estúpido y una indómita mata de pelo entre rojizo y anaranjado, pero siempre era cortés-. Hay tinto dorniense y dorado del Rejo, y un excelente hidromiel dulce de Altojardín.
–El dorado, gracias. Los vinos de Dorne me resultan tan desagradables como sus habitantes. En fin, ya que estamos, podemos empezar por ellos -dijo mientras Merryweather le llenaba la copa.
Al Gran Maestre Pycelle le seguían temblando los labios, pero consiguió recuperar el habla.
–Como ordenéis. El príncipe Doran ha puesto bajo custodia a las rebeldes bastardas de su hermano, pero Lanza del Sol sigue siendo un hervidero. El príncipe nos ha escrito: dice que no podrá calmar los ánimos hasta que reciba la justicia que se le prometió.
–Desde luego. – «Qué cargante es ese príncipe»-. Su larga espera está a punto de terminar. Voy a enviar a Balon Swann a Lanza del Sol, para que le entregue la cabeza de Gregor Clegane.
Ser Balon tendría también otra misión, pero eso era mejor guardarlo en secreto.
–Ah. – Ser Harys Swyft se tironeó de la barbita con el índice y el pulgar-. ¿De modo que Ser Gregor ha muerto?
–Eso parece, mi señor -replicó Aurane Mares con tono cortante-. Tengo entendido que separar la cabeza del tronco suele ser mortal.
Cersei le dedicó una sonrisa; le gustaba cierta dosis de sarcasmo, siempre que el objetivo no fuera ella.
–Ser Gregor falleció a causa de las heridas, tal como predijo el Gran Maestre Pycelle.
Pycelle carraspeó y miró a Qyburn con gesto hosco.
–La lanza estaba envenenada. Nadie lo habría podido salvar.
–Eso dijisteis. Lo recuerdo perfectamente. – La reina se volvió hacia su Mano-. ¿De qué estabais hablando cuando he llegado, Ser Harys?
–De los gorriones, Alteza. El septón Raynard dice que puede haber más de dos mil en la ciudad, y cada día llegan más. Sus dirigentes anuncian la condenación; dicen que se adora a un demonio…
Cersei probó el vino. «Muy bueno.»
–¿Cómo si no llamarías a ese dios rojo al que adora Stannis? La Fe tendría que enfrentarse a esa abominación. – Qyburn, siempre astuto, se lo había recordado-. Siento decir que el difunto Septón Supremo dejaba pasar demasiadas cosas. La edad le había nublado la vista y mermado las fuerzas.
–Era un viejo, Alteza; estaba acabado. – Qyburn sonrió a Pycelle-. Su fallecimiento no nos tendría que haber sorprendido. ¿Qué más se puede pedir que morir tranquilo, mientras se duerme, habiendo cumplido muchos años?
–Cierto -asintió Cersei-, pero esperemos que su sucesor sea más vigoroso. Mis amigos de la otra colina me dicen que probablemente se nombrará a Torbert o a Raynard.
El Gran Maestre Pycelle carraspeó.
–Yo también tengo amigos entre los Máximos Devotos, y me hablan del septón Ollidor.
–No se puede descartar a Luceon -intervino Qyburn-. Anoche ofreció un banquete a treinta Máximos Devotos; cenaron cochinillo y dorado del Rejo, y durante el día les da mendrugos a los pobres para demostrar lo piadoso que es.
Aurane Mares parecía tan aburrido como Cersei con tanta charla de septones. Visto de cerca, tenía el pelo más plateado que dorado, y los ojos de un gris verdoso, mientras que el príncipe Rhaegar los había tenido violeta. Y pese a todo, el parecido era tan marcado… ¿Mares se afeitaría la barba si se lo pedía? Era diez años más joven que ella, pero la deseaba; Cersei lo sabía por su manera de mirarla. Los hombres la habían mirado así desde que le empezaron a crecer los pechos.
«Decían que porque era muy hermosa, pero Jaime también era hermoso, y a él no lo miraban así.» Cuando era pequeña a veces se ponía la ropa de su hermano a modo de broma. Le llamaba la atención lo diferente que era el trato que le daban los hombres cuando la tomaban por Jaime. Hasta el propio Lord Tywin…
Pycelle y Merryweather seguían discutiendo quién era el candidato más probable a Septón Supremo.
–Tanto me da uno como otro -anunció la Reina bruscamente-, pero sea quien sea el que se ciña la corona de cristal, tendrá que decretar el anatema del Gnomo. – El silencio del anterior Septón Supremo en lo referente a Tyrion había llamado mucho la atención-. En cuanto a esos gorriones rosados, mientras no hablen de traición en sus prédicas, son problema de la Fe, no nuestro.
Lord Orton y Ser Harys mascullaron unas palabras de asentimiento. El intento de Gyles Rosby de hacer lo mismo se vio interrumpido por un ataque de tos. Cersei apartó la vista, asqueada, cuando escupió una flema sanguinolenta.
–¿Habéis traído la carta del Valle, maestre?
–Sí, Alteza. – Pycelle la sacó de su montón de papeles y la extendió en la mesa-. Más que una carta es una declaración de recusación. Firmada en Piedra de las Runas por Yohn Royce, Lady Waynwood, Lord Hunter, Lord Redfort, Kird Belmore y Symond Templeton, el Caballero de Nuevestrellas. Todos han puesto su sello. Escriben…
«Un montón de sandeces.»
–Mis señores pueden leer la carta si quieren. Royce y los demás están reuniendo un ejército al pie del Nido de Águilas. Quieren que Meñique deje el cargo de Lord Protector del Valle, si es necesario por la fuerza. Y la pregunta es: ¿debemos permitirlo?
–¿Nos ha pedido ayuda Lord Baelish? – preguntó Harys Swyft.
–Todavía no. Lo cierto es que no parece ni preocupado. En su última carta sólo menciona a los rebeldes de pasada antes de rogarme encarecidamente que le envíe unos tapices viejos de Robert.
Ser Harys se acarició la barbita.
–Y los Señores Recusadores, ¿le piden su apoyo al Rey?
–No.
–En ese caso… Tal vez no tengamos que hacer nada.
–Una guerra en el Valle sería una tragedia -señaló Pycelle.
–¿Guerra? – Orton Merryweather se echó a reír-. Lord Baelish es un hombre de lo más divertido, pero con frases ingeniosas no se combate. Dudo que vaya a haber derramamiento de sangre. ¿Y qué más da quién sea el regente en nombre del pequeño Lord Robert, mientras el Valle nos siga enviando los impuestos?
«Es verdad», decidió Cersei. Meñique le había resultado mucho más útil en la corte. «Tenía talento para conseguir oro, y no tosía.»
–Lord Orton me ha convencido. Maestre Pycelle, enviad instrucciones a esos señores; no quiero que Petyr sufra daño alguno. Por lo demás, la corona acepta las disposiciones que se hagan para el gobierno del Valle hasta la mayoría de edad de Robert Arryn.
–Muy bien, Alteza.
–¿Podemos hablar de la flota? – preguntó Aurane Mares-. De todas nuestras naves, menos de una docena sobrevivió al infierno del Aguasnegras. Es imprescindible que las reconstruyamos.
–El dominio en el mar es fundamental -asintió Orton Merryweather-. ¿Podríamos utilizar a los hombres del hierro? Ya sabéis, el enemigo de nuestro enemigo… ¿Qué precio pondría el Trono de Piedramar a una alianza con nosotros?
–Quieren el Norte -respondió el Gran Maestre Pycelle-, como el noble padre de nuestra reina le prometió a la Casa Bolton.
–Qué inoportuno -dijo Merryweather-. De todos modos, el Norte es muy grande. Las tierras se podrían repartir. No tiene por qué ser un acuerdo permanente. Puede que Bolton acceda, siempre que le aseguremos que nuestras fuerzas se pondrán a sus órdenes cuando hayan acabado con Stannis.
–Tengo entendido que Balon Greyjoy ha muerto -intervino Ser Harys Swyft-. ¿Sabemos quién gobierna ahora en las islas? ¿No tenía un hijo Lord Balon?
–¿Leo? – tosió Lord Gyles-. ¿Theo?
–Theon Greyjoy, criado en Invernalia como pupilo de Eddard Stark -respondió Qyburn-. No creo que nos tenga en mucha estima.
–Me parece que lo mataron -señaló Merryweather.
–¿Era el único hijo? – Ser Harys se tironeó de la barbita-. No. Tenía hermanos, ¿verdad?
«Varys lo habría sabido», pensó Cersei, irritada.
–No tengo la menor intención de meterme en la cama con esos calamares. Ya les llegará el turno cuando acabemos con Stannis. Lo que necesitamos es una flota propia.
–Mi intención es construir dromones nuevos -dijo Aurane Mares-. Diez, para empezar.
–¿De dónde saldrá el dinero? – preguntó Pycelle.
Lord Gyles lo tomó como una invitación para volver a toser. Se limpió la saliva rosada con un cuadrado de seda roja.
–No hay… -consiguió decir antes del siguiente ataque de tos-. No… No tenemos…
Ser Harys fue suficientemente avispado para entender lo que se ocultaba bajo las toses.
–La corona no había tenido nunca tantos ingresos -protestó-. Me lo dijo el propio Ser Kevan.
Lord Gyles tosió otra vez.
–… Gastos… Capas doradas…
No era la primera vez que Cersei oía sus objeciones.
–Nuestro lord tesorero trata de decirnos que tenemos demasiados capas doradas y poco oro. – Las toses de Rosby empezaban a exasperarla. «Puede que Garth el Grosero no fuera tan mala opción»-. Los ingresos de la corona son elevados, pero no tanto como para saldar las deudas que dejó Robert. Por tanto, he decidido retrasar el pago de los importes que se adeudan a la Sagrada Fe y al Banco de Hierro de Braavos hasta que termine la guerra. – Sin duda, el nuevo Septón Supremo se retorcería las sagradas manos, y los braavosis chillarían y protestarían, ¿y qué?-. Con lo que ahorremos podremos construir la nueva flota.
–Vuestra Alteza es sabia -dijo Lord Merryweather-. Es una excelente medida. Sí, excelente, e imprescindible hasta el final de la guerra. Estoy de acuerdo.
–Y yo -corroboró Ser Harys.
–Alteza -intervino Pycelle con voz temblorosa-, me temo que eso causaría más problemas de los que imagináis. El Banco de Hierro…
–… sigue estando en Braavos, al otro lado del mar. Tendrán su oro, maestre. Un Lannister siempre paga sus deudas.
–Los braavosis también tienen un dicho. – La cadena enjoyada de Pycelle tintineó-. El Banco de Hierro obtiene lo que le pertenece.
–El Banco de Hierro obtendrá lo que le pertenece cuando yo lo diga. Hasta ese momento, aguardará con respeto. Lord Mares, podéis empezar con la construcción de los dromones.
–Muy bien, Alteza.
Ser Harys repasó otros papeles.
–El siguiente asunto… Hemos recibido una carta de Lord Frey, que presenta algunas reclamaciones…
–¿Cuántas tierras y honores va a querer ese hombre? No para de pedir -saltó la Reina-. Su madre debe de tener tres tetas.
–Puede que mis señores no lo sepan -dijo Qyburn-, pero en las tabernas y mentideros de esta ciudad, hay quien sugiere que tal vez la corona fuera cómplice del crimen de Lord Walder.
Los otros consejeros lo miraron, inseguros.
–¿Os referís a la Boda Roja? – preguntó Aurane Mares.
–¿Crimen? – dijo Ser Harys.
Pycelle se aclaró la garganta. Lord Gyles tosió.
–Esos gorriones hablan demasiado -advirtió Qyburn-. Dicen que la Boda Roja fue una afrenta contra las leyes de los dioses y los hombres, y que los que tomaron parte en ella están malditos.
Cersei captó la intención.
–Lord Walder no tardará en enfrentarse al juicio del Padre. Es muy viejo. Que los gorriones escupan en su recuerdo; no tiene nada que ver con nosotros.
–No -dijo Ser Harys.
–No -dijo Lord Merryweather.
–Eso no se le pasa por la cabeza a nadie -dijo Pycelle.
Lord Gyles tosió.
–Un poco de saliva en la tumba de Lord Walder no molestará a los gusanos -accedió Qyburn-, pero también nos sería útil que alguien recibiera un castigo por lo de la Boda Roja. Unas cuantas cabezas de Frey contribuirían a pacificar el Norte.
–Lord Walder no sacrificaría jamás a los suyos -señaló Pycelle.
–No -dijo Cersei, pensativa-, pero tal vez sus herederos no sean tan remilgados. Esperemos que Lord Walder no tarde en hacernos el favor de morir. ¿Qué mejor ocasión se le puede presentar al nuevo señor del Cruce para librarse de hermanastros incómodos, primos desagradables y hermanas manipuladoras? Le bastará con declararlos culpables.
–Mientras aguardamos la muerte de Lord Walder, hay otro asunto -dijo Aurane Mares-. La Compañía Dorada ha roto su contrato con Myr. Por lo que se comenta en los muelles, Lord Stannis la ha contratado y está cruzando el mar.
–¿Con qué va a pagar? – quiso saber Merryweather-. ¿Con nieve? Si se llaman Compañía Dorada es por algo. ¿Cuánto oro tiene Stannis?
–Poco -le aseguró Cersei-. Lord Qyburn ha hablado con los tripulantes de esa galera myriense de la bahía. Aseguran que la Compañía Dorada se dirige hacia Volantis. Si tiene intención de cruzar a Poniente, se ha equivocado de dirección.
–Puede que se hayan hartado de luchar en el bando perdedor -sugirió Lord Merryweather.
–Eso también -asintió la Reina-. Habría que estar ciego para no darse cuenta de que estamos a punto de ganar la guerra. Lord Tyrell tiene Bastión de Tormentas bajo asedio. Aguasdulces está rodeado por los Frey y por las fuerzas de mi primo Daven, el nuevo Guardián del Occidente. Los barcos de Lord Redwyne han pasado los estrechos de Tarth y avanzan con rapidez costa arriba. En Rocadragón únicamente quedan unos cuantos botes de pescadores para impedir el desembarco de Redwyne. Puede que el castillo resista un tiempo, pero en cuanto tomemos el puerto cortaremos la salida de la guarnición por mar. Entonces, la única molestia que nos quedará será Stannis.
–Si damos crédito a Lord Janos, está intentando hacer causa común con los salvajes -avisó el Gran Maestre Pycelle.
–Son animales que se visten con pieles -declaró Lord Merryweather-. Lord Stannis debe de estar muy desesperado para buscar semejante alianza.
–Desesperado y equivocado -convino la Reina-. Los norteños detestan a los salvajes. A Roose Bolton no le costará nada ganarlos para nuestra causa. Unos cuantos ya se han unido a su hijo bastardo para ayudarlo a expulsar a los condenados hombres del hierro de Foso Cailin y despejar el camino para el regreso de Lord Bolton. Umber, Ryswell… Los otros nombres se me han olvidado. Hasta Puerto Blanco está a punto de unírsenos. Su señor ha accedido a casar a sus dos nietas con nuestros amigos Frey y abrirles su puerto a nuestros barcos.
–Yo creía que no teníamos barcos -dijo Ser Harys, desconcertado.
–Wyman Manderly era banderizo leal de Eddard Stark -señaló el Gran Maestre Pycelle-. ¿Se puede confiar en él?
«No se puede confiar en nadie.»
–Es un viejo gordo y asustado. Pero hay un asunto en el que se muestra inflexible: dice que no doblará la rodilla hasta que le sea devuelto su heredero.
–¿Tenemos a su heredero? – preguntó Ser Harys.
–Si aún vive, debe de estar en Harrenhal. Gregor Clegane lo tomó prisionero. – La Montaña no siempre había tratado bien a sus prisioneros, ni siquiera a los que valían un buen rescate-. Si está muerto, tendremos que enviar a Lord Manderly la cabeza de los que lo mataron, junto con nuestras más sentidas disculpas.
Si una cabeza había bastado para aplacar a un príncipe de Dorne, sin duda con un saco habría de sobra para un norteño gordo vestido con pieles de foca.
–¿Y Lord Stannis no buscará también una alianza con Puerto Blanco? – preguntó el Gran Maestre Pycelle.
–Sí, ya lo ha intentado. Lord Manderly nos ha enviado las cartas que le hizo llegar y le ha respondido con evasivas. Stannis exige las espadas y la plata de Puerto Blanco, y a cambio ofrece… La verdad, nada. – Algún día tendría que encenderle una vela al Desconocido por llevarse a Renly y dejar a Stannis. De haber sido al revés, la vida se le habría complicado mucho-. Esta misma mañana ha llegado otro pájaro. Stannis ha enviado a su contrabandista de cebollas a negociar en su nombre con Puerto Blanco. Manderly lo ha encerrado en una celda, y nos pregunta qué hace con él.
–Que nos lo mande para que lo interroguemos -sugirió Lord Merryweather-. Puede que sepa cosas que nos sean muy útiles.
–Que muera -dijo Qyburn-. Será toda una lección para el Norte; así verán qué les pasa a los traidores.
–Estoy de acuerdo -dijo la Reina-. He dado instrucciones a Lord Manderly para que le haga cortar la cabeza de inmediato. Eso evitará toda posibilidad de que Puerto Blanco preste apoyo a Stannis.
–Stannis va a necesitar otra Mano -señaló Aurane Mares con una risita-. ¿Quién será? ¿El Caballero de la Remolacha?
–¿El Caballero de la Remolacha? – dijo Ser Harys Swyft, confuso-. ¿Quién es? No había oído hablar de él.
La única respuesta de Mares fue poner los ojos en blanco.
–¿Y si Lord Manderly se niega? – inquirió Merryweather.
–No se atreverá. La cabeza del Caballero de la Cebolla es la moneda que necesitará para comprar la vida de su hijo. – Cersei sonrió-. Puede que ese viejo idiota fuera leal a los Stark a su manera, pero ahora que los lobos de Invernalia se han extinguido…
–Vuestra Alteza se olvida de Lady Sansa -señaló Pycelle.
–Podéis estar seguro de que no me he olvidado de la pequeña loba. – La Reina se puso tensa. Se negaba incluso a pronunciar el nombre de la niña-. Tendría que haberla encerrado en las celdas negras, por ser hija de un traidor, y lo que hice fue abrirle las puertas de mi casa. Compartió mis habitaciones y mi chimenea, jugó con mis hijos, la alimenté, la vestí, traté de que fuera un poco menos ignorante en lo que respecta a las cosas del mundo, y ¿cómo pagó mi bondad? Ayudando a matar a mi hijo. Cuando encontremos al Gnomo, encontraremos también a Lady Sansa. No está muerta… Pero os aseguro que antes de que acabe con ella, cantará al Desconocido y le suplicará su beso.
Se hizo un silencio incómodo.
«¿Qué pasa? ¿Se han tragado la lengua?», pensó Cersei, irritada. Cosas como aquella hacían que se preguntara de qué le servía tener un consejo.
–En cualquier caso -continuó la Reina-, la hija pequeña de Lord Eddard está con Lord Bolton, y se casará con su hijo Ramsay en cuanto caiga Foso Cailin. – Mientras la cría representara su papel suficientemente bien para respaldar sus aspiraciones a Invernalia, a ninguno de los Bolton le importaría que fuera en realidad la mocosa de un mayordomo adiestrada por Meñique-. Si el Norte quiere un Stark, tendrá un Stark. – Dejó que Lord Merryweather le volviera a llenar la copa-. Pero ha surgido otro problema en el Muro: los hermanos de la Guardia de la Noche han perdido el juicio y han elegido Lord Comandante al hijo bastardo de Ned Stark.
–El muchacho se apellida Nieve -señaló Pycelle, poco servicial.
–Lo vi una vez en Invernalia -siguió la Reina-, y eso que los Stark hacían lo posible por esconderlo. Se parece mucho a su padre.
Los bastardos de su esposo también se le parecían, aunque al menos, Robert había tenido la decencia de mantenerlos ocultos. En cierta ocasión, tras el lamentable asunto del gato, farfulló algo sobre llevar a la corte a una hija ilegítima.
–Haz lo que te dé la gana -fue la respuesta de Cersei-, pero puede que la ciudad no sea un lugar saludable para que crezca una niña.
Le había resultado difícil ocultarle a Jaime el moretón que le habían costado aquellas palabras, pero no se volvió a mencionar a la bastarda.
«Catelyn Tully era un ratón; de lo contrario habría asfixiado a ese Jon Nieve cuando aún estaba en la cuna. Pero me dejó el trabajo sucio a mí.»
–Nieve comparte con Lord Eddard su tendencia a la traición -dijo Cersei-. El padre le habría entregado el reino a Stannis, y el hijo le ha dado tierras y castillos.
–La Guardia de la Noche no toma parte en las guerras de los Siete Reinos -les recordó Pycelle-. Los hermanos negros han conservado esta tradición durante cuatro mil años.
–Hasta ahora -replicó Cersei-. El bastardo nos ha escrito para jurar que la Guardia de la Noche no tomará partido, pero sus actos contradicen sus palabras. Ha dado comida y refugio a Stannis, y aun así tiene la insolencia de suplicarnos armas y hombres.
–Es un ultraje -declaró Lord Merryweather-. No podemos permitir que la Guardia de la Noche una sus fuerzas a las de Lord Stannis.
–Tenemos que declarar a Nieve rebelde y traidor -coincidió Ser Harys Swyft-. Los hermanos negros se verán obligados a destituirlo.
El Gran Maestre Pycelle asintió con parsimonia.
–Propongo que informemos al Castillo Negro de que no se enviarán más hombres hasta que se quiten de en medio a Nieve.
–Harán falta remeros para los nuevos dromones -señaló Aurane Mares-. Dad instrucciones a los señores para que me envíen a sus furtivos y a sus ladrones, en vez de mandarlos al Muro.
Qyburn se inclinó hacia delante con una sonrisa.
–La Guardia de la Noche nos defiende de los tiburientes y los endriagos. Tenemos que ayudar a los hermanos negros, mis señores.
Cersei le dirigió una mirada hosca.
–¿Qué estáis diciendo?
–Pensadlo bien -dijo Qyburn-. La Guardia de la Noche lleva años suplicándonos hombres. Lord Stannis ha respondido a sus peticiones. ¿Puede hacer menos el rey Tommen? Vuestra Alteza debería enviar a un centenar de hombres al Muro. En apariencia para que vistan el negro, pero en realidad…
–Para que aparten del mando a Jon Nieve -terminó Cersei, encantada. «Sabía que hacía bien al darle un puesto en el consejo»-. Eso es lo que haremos. – Se echó a reír. «Si el bastardo ha salido a su padre, no sospechará nada. Puede que hasta me dé las gracias antes de que le hundan el cuchillo entre las costillas»-. Habrá que hacerlo con cautela, por supuesto. Dejad lo demás en mis manos, señores. Así hay que enfrentarse al enemigo: con un puñal, no con una declaración. El de hoy ha sido un día fructífero, mis señores. Os lo agradezco. ¿Queda algo por tratar?
–Una última cosa, Alteza -dijo Aurane Mares en tono de disculpa-. Siento molestar al consejo con un asunto tan nimio, pero en los muelles se oyen últimamente cosas muy extrañas. Son comentarios de los marineros que vienen del este. Hablan de dragones…
–Claro, y de manticoras, y de tiburientes. – Cersei dejó escapar una risita-. Venid a verme cuando oigáis hablar de enanos, mi señor. – Se levantó para indicar que la reunión había terminado.
El tormentoso viento de otoño soplaba cuando Cersei salió de la cámara del consejo; las campanas de Baelor el Santo todavía entonaban su fúnebre tañido al otro lado de la ciudad. En el patio, cuarenta caballeros se atacaban con espadas y escudos, con lo que el fragor era aún más insoportable. Ser Boros Blount escoltó a la Reina a sus habitaciones, donde ya se encontraba Lady Merryweather; se reía con Jocelyn y Dorcas.
–¿Qué es lo que os hace tanta gracia?
–Los gemelos Redwyne -respondió Taena-. Los dos se han enamorado de Lady Margaery. Antes se peleaban siempre por quién sería el siguiente señor del Rejo. Ahora, los dos quieren unirse a la Guardia Real, sólo para estar cerca de la pequeña reina.
–Los Redwyne siempre han tenido más pecas que sesos. – Pero era un dato útil. «Si encontraran a Horror o a Baboso en la cama con Margaery…» Cersei se preguntó si a la pequeña reina le gustarían las pecas-. Dorcas, haz venir a Ser Osney Kettleblack.
Dorcas se sonrojó.
–Como ordenéis.
Cuando salió la muchacha, Taena Merryweather miró a la Reina con gesto interrogativo.
–¿Por qué se ha puesto tan roja?
–Ah, el amor… -Fue el turno de Cersei de echarse a reír-. Le gusta nuestro Ser Osney. – Era el más joven de los Kettleblack, el que iba afeitado. Tenía el mismo pelo negro, la misma nariz ganchuda y la misma sonrisa fácil que su hermano Osmund, pero llevaba en una mejilla tres largos arañazos, cortesía de una de las putas de Tyrion-. Me imagino que le gustan las cicatrices.
Los ojos oscuros de Lady Merryweather tenían un brillo travieso.
–Claro. Las cicatrices dan a los hombres aspecto peligroso, y el peligro es excitante.
–Me escandalizáis, mi señora -bromeó la Reina-. Si tanto os excita el peligro, ¿por qué os casasteis con Lord Orton? Es verdad que todos lo adoramos, pero aun así…
En cierta ocasión, Petyr había señalado que el cuerno de la abundancia que adornaba el escudo de la Casa Merryweather le iba de maravilla a Lord Orton, porque tenía el pelo color zanahoria, la nariz tan abultada como una remolacha y puré de guisantes en lugar de cerebro.
Taena se echó a reír.
–Mi señor es más generoso que peligroso, no cabe duda. Aunque… Espero que Vuestra Alteza no tenga mala opinión de mí, pero no llegué doncella a la cama de Orton.
«En las Ciudades Libres sois todas unas putas, ¿eh?» Bueno era saberlo; tal vez algún día le resultara útil aquella información.
–Decidme ¿quién era ese amante tan… tan peligroso?
La piel aceitunada de Taena se puso aún más oscura cuando se sonrojó.
–Oh, no debería haber dicho nada. Vuestra Alteza me guardará el secreto, ¿verdad?
–Los hombres tienen cicatrices; las mujeres, secretos.
Cersei le dio un beso en la mejilla.
«Ya te sacaré su nombre.»
Cuando Dorcas regresó con Ser Osney Kettleblack, la Reina les pidió a sus damas que se retiraran.
–Sentaos conmigo junto a la ventana, Ser Osney. ¿Queréis una copa de vino? – Se sirvió una-. Lleváis la capa un tanto deshilachada. Tengo intención de daros una nueva.
–¿Cómo? ¿Blanca? ¿Quién ha muerto?
–Por ahora, nadie -replicó la reina-. ¿Eso es lo que deseáis? ¿Uniros a vuestro hermano Osmund en la Guardia Real?
–Preferiría estar en la Guardia de la Reina, si a Vuestra Alteza le parece bien.
Cuando Osney sonreía, las cicatrices de la mejilla se le ponían de un rojo vivo. Los dedos de Cersei se deslizaron por su pecho.
–Sois osado, ser. Me haréis perder el control otra vez.
–Bien. – Ser Osney le cogió la mano y le besó los dedos con movimientos toscos-. Mi dulce reina.
–Sois muy travieso -susurró la Reina-. No sois un caballero de verdad. – Permitió que le tocara los pechos a través de la seda de la túnica-. Ya basta.
–No. Os deseo.
–Ya me habéis tenido.
–Sólo una vez. – Le cogió el pecho izquierdo y se lo apretó con una torpeza que le recordó a Robert.
–Una buena noche para un buen caballero. Me servisteis con valor y tuvisteis vuestra recompensa. – Cersei le pasó los dedos por los lazos de las ropas, y sintió la erección a través de los calzones-. Ayer por la mañana os vi montar en el patio. ¿Era un caballo nuevo?
–¿El corcel negro? Sí. Regalo de mi hermano Osfryd. Lo he llamado Medianoche.
«Increíble, qué originalidad.»
–Buena montura para la batalla. En cambio, para el placer no hay nada comparable a montar una yegua joven. – Le dedicó una sonrisa y un roce-. Decidme la verdad: ¿encontráis bonita a nuestra joven reina?
Ser Osney retrocedió un paso, con desconfianza.
–Pues… sí. Para ser una niña. Yo prefiero a una mujer.
–¿Por qué no tener a ambas? – susurró-. Arrancad la rosa para mí y veréis lo agradecida que os estoy.
–La rosa… ¿Os referís a Margaery? – El ardor de Ser Osney se estaba mustiando en sus calzones-. Es la esposa del Rey. ¿No hubo un miembro de la Guardia Real que perdió la cabeza por acostarse con la esposa de su rey?
–Hace mucho tiempo. – «Era la amante del rey, no su esposa, y lo perdió todo menos la cabeza. Aegon lo desmembró poco a poco, y obligó a la mujer a presenciarlo.» Pero Cersei no quería llenarle el cerebro de escenas tan desagradables-. Tommen no es Aegon el Indigno. No temáis; hará lo que le diga. Mi intención es que la que pierda la cabeza sea Margaery, no vos.
Aquello lo dejó boquiabierto.
–Querréis decir la virginidad.
–Eso también. Suponiendo que aún la tenga. – Volvió a acariciarle las cicatrices-. A menos que penséis que Margaery no se rendiría a vuestros… encantos.
Osney le dirigió una mirada ofendida.
–Le gusto. Sus primas siempre se están metiendo conmigo por lo de la nariz, que si es muy grande y todo eso. La última vez que Megga se rió de mí, Margaery les dijo que parasen, y comentó que le gustaba mi cara.
–Ahí tenéis.
–Sí -asintió el hombre, dubitativo-, pero ¿adónde voy a ir si ella…? Si yo… ¿Después de…?
–¿… lograr la victoria? – Cersei le dedicó una sonrisa afilada-. Acostarse con la reina es traición. Tommen no tendrá más remedio que enviaros al Muro.
–¿Al Muro? – preguntó horrorizado.
Cersei tuvo que contenerse para no soltar la carcajada.
«No, mejor no. Los hombres detestan que se rían de ellos.»
–Una capa negra os sentaría muy bien; haría juego con vuestros ojos y vuestro pelo.
–Nadie vuelve del Muro.
–Vos volveréis. Lo único que tenéis que hacer es matar a un niño.
–¿A qué niño?
–Al bastardo que se ha aliado con Stannis. Es joven e inexperto, y vos contaréis con cien hombres.
Kettleblack tenía miedo, Cersei lo notaba, pero era demasiado orgulloso para reconocerlo.
«Todos los hombres son iguales.»
–He matado a tantos críos que he perdido la cuenta -insistió-. Cuando el chico haya muerto, ¿recibiré el perdón del Rey?
–Sí, junto con el título de señor. – «A no ser que los hermanos de Nieve te ahorquen primero»-. Toda reina necesita un consorte, un compañero que no conozca el miedo.
–¿Lord Kettleblack? – Una sonrisa se fue abriendo camino en su rostro; las cicatrices se habían puesto rojas como el fuego-. Me gusta como suena. Un señor señorial…
–Digno de la cama de una reina.
–El Muro es frío -dijo el hombre, con el ceño fruncido.
–Y yo cálida. – Cersei le echó los brazos al cuello-. Acostaos con una niña, matad a un niño, y seré vuestra. ¿Tendréis valor?
Osney pensó un instante antes de asentir.
–Soy vuestro hombre.
–Así es, ser. – Le dio un beso y dejó que probara su lengua un instante antes de apartarse-. Basta por ahora. Lo demás tendrá que esperar. ¿Soñaréis conmigo esta noche?
–Sí. – Tenía la voz ronca.
–¿Y cuando os encontréis en la cama con la doncella Margaery? – le preguntó, bromeando-. ¿Soñaréis conmigo cuando estéis dentro de ella?
–Sí -le juró Osney Kettleblack.
–Bien.
Cuando se marchó, Cersei llamó a Jocelyn para que le cepillara el cabello mientras ella se quitaba los zapatos y se desperezaba como una gata.
«Nací para esto -se dijo. Lo que más la complacía era la sencilla elegancia del plan. Ni siquiera Mace Tyrell osaría defender a su amada hija si la atrapaban en la cama con alguien como Osney Kettleblack, y ni Stannis Baratheon ni Jon Nieve tendrían motivos para preguntarse por qué lo enviaban al Muro. Ella misma se encargaría de que Ser Osmund fuera el que descubriera a su hermano con la pequeña reina; de esa manera no se pondría en duda la lealtad de los otros dos Kettleblack-. Si mi padre pudiera verme ahora mismo, no hablaría tan a la ligera de volver a casarme. Lástima que esté tan muerto. Igual que Robert, Jon Arryn, Ned Stark y Renly Baratheon. Todos muertos. Sólo queda Tyrion, y no durante mucho tiempo.»
Aquella noche, la Reina hizo llamar a Lady Merryweather a sus habitaciones.
–¿Queréis una copa de vino? – preguntó.
–Una copita. – La myriense se echó a reír-. O bueno, un par…
–Quiero que mañana por la mañana le hagáis una visita a mi nuera -dijo Cersei mientras Dorcas le ponía el camisón.
–Lady Margaery siempre se alegra de verme.
–Lo sé. – La Reina se había fijado en que Taena siempre llamaba así a la joven esposa de Tommen-. Decidle que he enviado siete velas de cera de abeja al septo de Baelor en recuerdo de nuestro amado Septón Supremo.
Taena se echó a reír otra vez.
–En tal caso, ella enviará setenta y siete para que no la superéis en cuestión de luto.
–Lo contrario me ofendería -replicó la Reina con una sonrisa-. Decidle también que tiene un admirador secreto, un caballero tan hechizado por su belleza que no puede conciliar el sueño.
–¿Puedo preguntar a Vuestra Alteza quién es ese caballero? – Un brillo travieso iluminaba los grandes ojos oscuros de Taena-. ¿Tal vez Ser Osney?
–Podría ser -respondió la Reina-, pero no le digáis el nombre enseguida; haced que os lo arranque. ¿Os encargaréis?
–Todo con tal de complaceros. Es lo único que deseo, Alteza.
En el exterior soplaba un viento gélido. Se quedaron despiertas hasta bien entrada la madrugada, bebiendo dorado del Rejo y relatándose anécdotas. Taena se emborrachó bastante, y Cersei consiguió sacarle el nombre de su amante secreto. Era un capitán de barco myriense, mitad marino, mitad pirata, con el pelo negro por los hombros y una cicatriz que le recorría el rostro de la barbilla a la oreja.
–Un centenar de veces le dije que no, y él decía que sí -le contó-, hasta que al final acabé diciendo que sí yo también. Hay hombres a los que no se les puede negar nada.
–Sé a qué tipo de hombres os referís -respondió la Reina con una sonrisa seca.
–¿Vuestra Alteza ha conocido a alguno así?
–Robert -mintió mientras pensaba en Jaime.
Pero cuando cerró los ojos, con quien soñó fue con su otro hermano, y con los tres imbéciles con los que había empezado la jornada. En el sueño era la cabeza de Tyrion la que le llevaban en el saco. Ella encargaba que la recubrieran de bronce y la guardaba en el orinal de su dormitorio.