«Y será mucho peor cuando nos envuelva el invierno -pensó-. Este lugar se volverá frío como una tumba.» Alayne se puso la bata y se la ató con el cinturón.
–El fuego se ha apagado casi del todo -observó-. Pon otro tronco, por favor.
–Como desee mi señora -respondió la anciana.
Las habitaciones de Alayne en la Torre de la Doncella eran más amplias y lujosas que el pequeño dormitorio que le habían asignado cuando aún vivía Lady Lysa. Tenía un vestidor y un retrete para ella sola, y un balcón de piedra blanca labrada desde donde se dominaba todo el Valle. Mientras Gretchel atizaba el fuego, Alayne recorrió la estancia descalza y salió al exterior. Sintió la piedra fría bajo los pies, y el viento soplaba fiero, como siempre allí arriba, pero las vistas hicieron que todo se le olvidara por un instante. La de la Doncella era la torre más oriental de las siete del Nido de Águilas, de modo que el Valle se extendía ante ella, con los bosques, los ríos y los brazos envueltos en bruma a la luz de la mañana. Al iluminar las montañas, el sol hacía que parecieran de oro macizo.
«Es tan hermoso… -La cima nevada de la Lanza del Gigante se alzaba ante ella; una inmensidad de piedra y hielo que empequeñecía el castillo posado en su hombro. Carámbanos de siete varas de largo colgaban del borde del precipicio donde, en verano, caían las Lágrimas de Alyssa. Un halcón sobrevoló la cascada helada, con las alas azules extendidas contra el cielo de la mañana-. Ojalá tuviera alas yo también.»
Apoyó las manos en la balaustrada de piedra y se obligó a asomarse. Doscientas varas más abajo se alzaba Cielo, con los peldaños de piedra excavados en la montaña, el sendero serpenteante que pasaba por Nieve y Piedra hasta llegar al fondo del Valle. Divisó las torres y edificios de las Puertas de la Luna, diminutos como juguetes. Alrededor de las murallas, los ejércitos de los Señores Recusadores empezaban a cobrar vida, y los hombres salían de sus carpas como hormigas de un hormiguero.
«Ojalá fueran hormigas de verdad -pensó-. Podría pisarlas y aplastarlas.»
Lord Hunter, el Joven, y sus hombres se habían unido a los demás hacía dos días. Nestor Royce había cerrado las Puertas para detenerlos, pero su guarnición contaba con menos de trescientos hombres. Cada uno de los Señores Recusadores había acudido con un millar, y eran seis. Alayne conocía sus nombres tan bien como el suyo propio. Benedar Belmore, señor de Rapsodia. Symond Templeton, el Caballero de Nuevestrellas. Horton Redfort, señor de Fuerterrojo. Anya Waynwood, señora de Roble de Hierro. Gilwood Hunter, al que muchos llamaban Lord Hunter, el Joven, señor de Arcolargo. Y Yohn Royce, el más poderoso de todos, el temible Yohn Bronce, señor de Piedra de las Runas, primo de Nestor y cabeza de la rama más importante de la Casa Royce. Los seis se habían reunido en Piedra de las Runas tras la caída de Lysa Arryn, y habían hecho el juramento de defender a Lord Robert, defender el Valle y defenderse entre ellos. En su declaración no se mencionaba al Lord Protector, pero hablaba de un «mal gobierno» al que había que poner fin, así como de «falsos amigos y consejeros taimados».
Una ráfaga de viento frío le recorrió las piernas. Entró en el dormitorio para elegir un vestido para desayunar. Petyr le había regalado el guardarropa de su difunta esposa, un tesoro de sedas, satenes, pieles y terciopelos más rico de lo que jamás había soñado, aunque casi todas las prendas le quedaban muy grandes. Lady Lysa había engordado mucho con su larga sucesión de embarazos, abortos y partos de bebés muertos. Por suerte, algunos de los vestidos más antiguos se habían confeccionado para la joven Lysa Tully de Aguasdulces, y Gretchel había conseguido arreglar otros para que le sirvieran a Alayne, que a sus trece años tenía las piernas casi tan largas como las tuvo su tía a los veinte.
Aquella mañana, el que captó su atención fue un vestido jaspeado en el rojo y azul de los Tully, con ribete de armiño. Gretchel la ayudó a meter los brazos en las mangas acampanadas y le ató los cordones de la espalda, y luego le cepilló el cabello y se lo recogió. Alayne se lo había vuelto a oscurecer la noche anterior antes de acostarse. El baño de color que le había dado su tía le cambiaba el castaño rojizo por el moreno pardo de Alayne, pero cada poco tiempo, el rojo volvía a asomar en las raíces.
«¿Qué voy a hacer cuando se acabe el tinte?» El que usaba procedía de Tyrosh, al otro lado del mar Angosto.
Cuando bajó a desayunar, Alayne volvió a asombrarse ante el sosiego del Nido de Águilas. No había castillo más silencioso en los Siete Reinos. Los criados eran pocos y viejos, y hablaban en voz baja para no perturbar a su pequeño señor. En la montaña no había caballos, ni perros que ladraran y gruñeran, ni caballeros que se entrenaran en el patio. Hasta las pisadas de los guardias sonaban extrañas, amortiguadas, cuando recorrían los salones de piedra blanca. Se oía el sonido del viento que gemía en torno a las torres, pero nada más. Cuando llegó al Nido de Águilas se oía también el rumor de las Lágrimas de Alyssa, pero la cascada se había congelado. Gretchel le dijo que permanecería en silencio hasta la primavera.
Lord Robert estaba a solas en el Salón Matinal, por encima de las cocinas, pasando con indiferencia una cuchara de madera por un cuenco de gachas con miel.
–Quería huevos -se quejó cuando la vio-. Quería tres huevos pasados por agua y un trozo de panceta.
No tenían huevos, igual que no tenían panceta. Los graneros del Nido de Águilas contenían avena, maíz y cebada suficientes para alimentarlos durante un año, pero era una muchacha bastarda, una tal Mya Piedra, quien les subía alimentos frescos del valle. Después de que los Señores Recusadores acamparan al pie de la montaña, Mya ya no pudo pasar. Lord Belmore, que había sido el primero de los seis en presentarse en las Puertas, envió un cuervo a Meñique para comunicarle que el Nido de Águilas no recibiría más comida hasta que les enviara a Lord Robert. No era un asedio, pero se parecía mucho.
–Cuando venga Mya podrás comer tantos huevos como quieras -le prometió Alayne al pequeño señor-. Traerá huevos, mantequilla, melones y otras muchas cosas ricas.
No consiguió aplacarlo.
–Yo quería huevos hoy.
–No hay huevos, Robalito, lo sabes de sobra. Por favor, cómete las gachas, están muy ricas. – Se tomó una cucharada de su cuenco para dar ejemplo.
Robert volvió a pasear la cuchara por el cuenco, pero no se la llevó a los labios.
–No tengo hambre -dijo al final-. Quiero volver a la cama. Esta noche no he dormido nada. Se oían canciones. El maestre Colemon me dio el vino del sueño, pero las seguí oyendo.
Alayne dejó la cuchara.
–Si hubiera alguien cantando, yo también lo habría oído. Ha sido una pesadilla, nada más.
–No, no ha sido una pesadilla. – Se le llenaron los ojos de lágrimas-. Marillion estaba cantando otra vez. Tu padre dice que ha muerto, pero es mentira.
–Es verdad. – Le daba miedo oírlo hablar así. «Ya tiene bastante con ser tan pequeño y enfermizo, ¿y si encima está loco?»-. Es verdad, Robalito. Marillion amaba demasiado a tu señora madre y no podía vivir con lo que le había hecho, así que caminó hacia el cielo. – Alayne no había visto el cadáver, como tampoco lo había visto Robert, pero no dudaba que el bardo hubiera muerto-. Se ha ido, en serio.
–Pero si lo oigo todas las noches… Aunque cierre los postigos y me tape la cabeza con una almohada. Tu padre le tendría que haber cortado la lengua. Se lo dije, pero no quiso.
«La lengua le hacía falta para confesar.»
–Sé bueno y cómete las gachas -le suplicó Alayne-. Anda, por favor. Hazlo por mí.
–No quiero gachas. – Robert tiró la cuchara al otro lado de la estancia. Fue a dar contra un tapiz de la pared, y dejó una mancha en una luna de seda blanca-. ¡El señor quiere huevos!
–El señor se comerá las gachas y dará las gracias. – La voz de Petyr sonó tras ellos.
Alayne se volvió y lo vio en el arco de la entrada, al lado del maestre Colemon.
–Deberíais obedecer al Lord Protector, mi señor -dijo el maestre-. Vuestros señores banderizos están subiendo para rendiros homenaje, y tenéis que estar fuerte.
Robert se frotó el ojo izquierdo con un nudillo.
–Echadlos. No quiero verlos. Si vienen, los haré volar.
–Me tientas, mi señor, pero mucho me temo que les he prometido salvoconducto -dijo Petyr-. En cualquier caso, es demasiado tarde para que den la vuelta. Ya deben de estar a la altura de Piedra.
–¿Por qué no nos dejan en paz? – sollozó Alayne-. No les hemos hecho ningún daño. ¿Qué quieren de nosotros?
–A Lord Robert, nada más. Y con él, el Valle, claro. – Petyr sonrió-. Serán ocho. Lord Nestor los guía, y Lyn Corbray los acompaña. Ser Lyn no es de los que se quedan atrás cuando hay perspectiva de sangre.
No eran precisamente palabras que pudieran calmar sus temores. Lyn Corbray había matado casi a tantos hombres en duelos como en la batalla. Sabía que había ganado las espuelas durante la Rebelión de Robert, luchando contra Lord Jon Arryn en las puertas de Puerto Gaviota, y más tarde bajo su estandarte en el Tridente, donde mató al príncipe Lewyn de Dorne, un caballero blanco de la Guardia Real. Petyr decía que el príncipe Lewyn ya estaba gravemente herido cuando el devenir de la batalla lo llevó a la danza final con Dama Desesperada.
–Pero no es un tema que interese tocar delante de Corbray -añadía-. Quienes se atreven, pronto tienen ocasión de preguntárselo al propio Martell en las salas del infierno.
Si debía creer la mitad de lo que había oído comentar a los guardias de Lord Robert, Lyn Corbray era más peligroso que los otros seis Señores Recusadores juntos.
–¿Por qué viene? – preguntó-. Yo creía que los Corbray estaban con vos.
–Lord Lyonel Corbray tiene buena disposición hacia mí -dijo Petyr-, pero su hermano sigue otro camino. En el Tridente, cuando su padre cayó herido, fue Lyn el que cogió Dama Desesperada y mató al hombre que lo había derribado. Mientras Lyonel llevaba al viejo a retaguardia, con los maestres, Lyn encabezó el ataque contra los dornienses que amenazaban el flanco izquierdo de Robert, hizo pedazos sus líneas y mató a Lewyn Martell. Así que cuando murió Lord Corbray, entregó Dama a su hijo menor. Lyonel se quedó con las tierras, el título, el castillo y todo su dinero, pero aun así tiene la impresión de que le robaron lo que le corresponde por derecho, mientras que Ser Lyn… Bueno, digamos que le profesa a Lyonel tanto cariño como a mí. Él también aspiraba a la mano de Lysa.
–No me gusta Ser Lyn -insistió Robert-. No lo quiero aquí. Que vuelva abajo. No le dije que subiera. Que no entre. Mi madre decía que el Nido de Águilas es inexpugnable.
–Tu madre está muerta, mi señor. Hasta tu decimosexto día del nombre, el Nido de Águilas lo gobernaré yo. – Petyr se volvió hacia la criada encorvada que aguardaba cerca de las escaleras que conducían a la cocina-. Mela, trae otra cuchara para su señoría. Quiere comerse las gachas.
–¡No quiero! ¡Que vuelen mis gachas!
En aquella ocasión, Robert lanzó el cuenco de gachas con miel. Petyr Baelish se echó a un lado con agilidad, pero el maestre Colemon no fue tan rápido. El cuenco de madera lo acertó de pleno en el pecho, y el contenido le saltó a la cara y a los hombros. Chilló de manera muy poco propia de un maestre mientras Alayne se volvía para intentar calmar al señor, pero era demasiado tarde. Tenía un ataque. Una jarra de leche salió volando cuando la derribó con un espasmo. Trató de levantarse, pero la silla cayó hacia atrás, y con ella, el niño. Uno de sus pies acertó a Alayne en el vientre con tanta fuerza que le cortó la respiración.
–Oh, por los dioses -oyó decir a Petyr, asqueado.
Los restos de gachas salpicaban el rostro y el pelo del maestre Colemon cuando se arrodilló junto a su protegido para susurrarle palabras tranquilizadoras. Un grumo le resbaló por la mejilla derecha, como una lágrima marrón grisácea. «No es tan grave como el ataque anterior», pensó Alayne, tratando de albergar esperanzas. Cuando dejó de temblar, dos guardias con capa azul celeste y cota de malla plateada acudieron a la llamada de Petyr.
–Llevadlo a la cama y que lo sangren -dijo el Lord Protector, y el guardia más alto cogió al niño en brazos.
«Hasta yo lo podría llevar -pensó Alayne-. Pesa menos que una muñeca.»
Colemon se detuvo un instante antes de seguirlo.
–Tal vez sería mejor dejar esta reunión para otro día, mi señor. Los ataques de su señoría han empeorado desde la muerte de Lady Lysa; son cada más frecuentes y violentos. Lo sangro tan a menudo como me atrevo, y le mezclo vino del sueño con la leche de la amapola para ayudarlo a dormir, pero…
–Duerme doce horas al día -replicó Petyr-. Lo necesito despierto de cuando en cuando.
El maestre se atusó el pelo con los dedos, con lo que llenó el suelo de gachas.
–Cuando su señoría se sobresaltaba en exceso, Lady Lysa le daba el pecho. El archimaestre Ebrose asegura que la leche materna tiene muchas propiedades saludables.
–¿Eso es lo que aconsejáis, maestre? ¿Que le busquemos un ama de cría al señor del Nido de Águilas y Defensor del Valle? ¿Cuándo lo destetaremos? ¿El día de su boda? Así podrá pasar directamente del pezón de su aya al de su esposa. – La carcajada de Lord Petyr dejó bien clara su opinión-. No, muchas gracias. Os sugiero que busquéis otro sistema. Al chico le gustan los dulces, ¿no?
–¿Los dulces?
–Los dulces. Tartas, pasteles, mermeladas, gelatina, trozos de panal con miel… ¿Habéis probado a ponerle un pellizco de sueñodulce en la leche? Sólo un pellizco, lo justo para calmarlo y acabar con esos putos temblores.
–¿Un pellizco? – El maestre tragó saliva, y la nuez se le movió arriba y abajo en la garganta-. Un pellizco pequeño… Es posible, es posible. No mucho, y no muy a menudo, sí, lo podría intentar…
–Un pellizco -repitió Lord Petyr-, antes de que lo llevéis a recibir a los señores.
–Como ordenéis, mi señor.
El maestre salió apresuradamente, con la cadena tintineando a cada paso.
–Padre -dijo Alayne cuando quedaron a solas-, ¿quieres un cuenco de gachas para desayunar?
–Me dan asco las gachas. – La miró con ojos de Meñique-. Prefiero desayunar un beso.
Una buena hija jamás le negaría un beso a su padre, así que Alayne se adelantó y se lo dio, un beso rápido en la mejilla, y retrocedió igual de deprisa.
–Qué… obediente. – Meñique sonrió con la boca, no con los ojos-. En fin, hay otras instrucciones que tendrás que dar al servicio. Diles a los cocineros que pongan en infusión vino tinto con miel y pasas. Nuestros huéspedes han realizado un largo ascenso; tendrán frío y estarán sedientos. Cuando lleguen, tendrás que salir a recibirlos y ofrecerles un refrigerio. Vino, queso y pan. ¿Qué quesos nos quedan?
–El blanco fuerte y el azul que huele mal.
–El blanco. Y será mejor que te cambies de ropa.
Alayne se miró el vestido, azul oscuro y rojo, los colores de Aguasdulces.
–¿Es demasiado…?
–Es demasiado Tully. A los Señores Recusadores no les gustará ver a mi hija bastarda pavoneándose con la ropa de mi esposa fallecida. Elige otro atuendo. ¿He de recordarte que no te decantes por el azul celeste y el crema?
–No. – El azul claro y el crema eran los colores de la Casa Arryn-. ¿Habéis dicho ocho? ¿Yohn Bronce es uno de ellos?
–El único que importa.
–Yohn Bronce me conoce -le recordó-. Fue nuestro invitado en Invernalia cuando su hijo fue al norte para vestir el negro. – Tenía el vago recuerdo de haberse enamorado locamente de Ser Waymar, pero de aquello hacía toda una vida; había ocurrido cuando era una niñita estúpida-. Y no fue la única vez. Lord Royce vio… Vio a Sansa Stark otra vez en Desembarco del Rey, durante el torneo de la Mano.
Petyr le puso un dedo bajo la barbilla.
–Seguro que Royce vio esta cara tan bonita, pero para él fue una más entre un millar. Cuando alguien participa en un torneo, tiene cosas más importantes de las que preocuparse que una niña en la multitud. Y en Invernalia, Sansa era una niñita de pelo castaño rojizo. Mi hija es una doncella alta y hermosa, con el pelo oscuro. Los hombres ven lo que esperan ver, Alayne. – La besó en la nariz-. Dile a Maddy que encienda la chimenea en mis habitaciones. Recibiré allí a los Señores Recusadores.
–¿No en la Sala Alta?
–No. No quieran los dioses que me vean cerca del trono de los Arryn; podrían creer que pienso sentarme en él. Unas nalgas de tan baja extracción como las mías no podrían aspirar a cojines tan mullidos.
–En vuestras habitaciones. – Tendría que haberse detenido, pero las palabras se le escaparon sin que se pudiera contener-. Si les entregarais a Robert…
–¿Y el Valle?
–Ya tienen el Valle.
–Buena parte, sí, es verdad. Pero no todo. En Puerto Gaviota me tienen aprecio, y también cuento con la lealtad y la amistad de algunos señores. Grafton, Lynderly, Lyonel Corbray… No son rivales para los Señores Recusadores, claro. Además, ¿adónde querrías que fuéramos, Alayne? ¿A mi impresionante fortaleza de los Dedos?
Ya lo había estado pensando.
–Joffrey os otorgó Harrenhal. Allí sois el señor de pleno derecho.
–Sólo tengo el título. Necesitaba un asentamiento importante para casarme con Lysa, y los Lannister no estaban dispuestos a concederme Roca Casterly.
–Sí, pero el castillo es vuestro.
–Y menudo castillo. Salones cavernosos, torres en ruinas, fantasmas y corrientes de aire. Calentarlo es ruinoso; defenderlo, imposible… Y también está el asuntillo de la maldición.
–Las maldiciones sólo existen en las canciones y en los cuentos.
Aquello le hizo gracia.
–¿Quién ha compuesto una canción sobre la muerte de Gregor Clegane por la herida de una lanza envenenada? ¿O del mercenario que lo precedió, al que Ser Gregor fue despedazando articulación por articulación? Ese recibió el castillo de Ser Amory Lorch, que lo recibió de Lord Tywin. Al primero lo mató un oso, y al segundo, tu enano. Tengo entendido que Lady Whent también murió. Lothston, Strong, Harroway, Strong otra vez… Harrenhal ha marchitado cuanta mano lo ha tocado.
–Pues entregádselo a Lord Frey.
Petyr se echó a reír.
–No sería mala idea. O mejor aún, a nuestra querida Cersei. Aunque no debería hablar mal de ella; me ha enviado unos tapices espléndidos. Qué amable por su parte, ¿verdad?
Se puso tensa sólo con oír el nombre de la Reina.
–No es amable. Me da miedo. Si llega a descubrir dónde estoy…
–Me vería obligado a sacarla del juego antes de lo que tengo previsto. Eso, siempre que no se salga ella sola. – Petyr le dedicó una sonrisita burlona-. En el juego de tronos, hasta las piezas más humildes pueden tener voluntad propia. A veces se niegan a ejecutar los movimientos que se habían planeado para ellas. Recuérdalo bien, Alayne: es una lección que Cersei Lannister no ha aprendido aún. Bueno, ¿no tienes obligaciones pendientes?
Las tenía. Se encargó en primer lugar de que preparasen el vino, eligió una buena pieza de queso y ordenó en la cocina que horneasen pan para veinte personas, por si los Señores Recusadores llegaban con más hombres de los previstos.
«Cuando hayan probado nuestro pan y nuestra sal, serán nuestros huéspedes y no podrán hacernos daño.» Los Frey habían transgredido todas las leyes de la hospitalidad cuando asesinaron a su señora madre y a su hermano en Los Gemelos, pero no podía creer que un señor tan noble como Yohn Royce se rebajara a hacer semejante cosa.
A continuación se encargó de preparar la estancia. El suelo estaba cubierto con una alfombra myriense, así que no había que poner juncos. Alayne indicó a dos criados que montaran la mesa de caballetes y llevaran allí ocho de las pesadas sillas de roble y cuero. Si se tratara de un banquete, habría situado una en la cabecera de la mesa y otra en el extremo contrario, y tres más a cada lado, pero era una reunión, de modo que ordenó que pusieran seis sillas en un lado de la mesa y dos en el otro. Los Señores Recusadores ya habrían llegado a Nieve. Incluso con mulas, el ascenso duraba casi todo un día. A pie, la mayoría tardaba varias jornadas.
Probablemente, los señores estarían hablando hasta bien entrada la noche. Iban a necesitar velas nuevas. Cuando Maddy encendió el fuego, la envió a buscar las velas de cera aromatizada que le había regalado Lord Waxley a Lady Lysa cuando aspiraba a obtener su mano. Luego volvió a las cocinas para asegurarse de que estuvieran preparando el vino y el pan. Todo marchaba por buen camino, y todavía tenía tiempo de sobra para bañarse, lavarse el pelo y cambiarse de ropa.
Se sintió tentada por un vestido de seda violeta y por otro de terciopelo azul oscuro con bordados de plata que resaltaría el color de sus ojos, pero de pronto se acordó de que Alayne era bastarda y no debía vestirse de manera más ostentosa de lo que correspondía a su condición. Optó por una túnica de lana color marrón oscuro, de corte sencillo, con bordados de hojas y enredaderas en hilo de oro en el corpiño, las mangas y los dobladillos. Era modesto y decoroso, y poco más lujoso que el atuendo de una criada. Petyr le había dado también todas las joyas de Lady Lysa, así que se probó varios collares, pero todos le parecieron aparatosos. Al final se decidió por una sencilla cinta de terciopelo dorado otoñal. Cuando Gretchel le acercó el espejo plateado de Lysa, le pareció que el color combinaba de maravilla con la melena oscura de Alayne.
«Lord Royce no me reconocerá -pensó-. Hasta a mí me cuesta reconocerme.»
Alayne Piedra se sentía casi tan osada como Petyr Baelish. Esbozó su mejor sonrisa y bajó para recibir a los invitados.
El Nido de Águilas era el único castillo de los Siete Reinos que tenía la entrada principal por debajo del nivel de las mazmorras. Los empinados peldaños de piedra ascendían por la ladera y pasaban junto a los castillos de paso Piedra y Nieve, pero terminaban en Cielo. El último tramo del ascenso era de doscientas varas en vertical, con lo que los visitantes tenían que bajarse de las mulas y tomar una decisión: subir en la cesta de madera oscilante que se utilizaba para llevar suministros al castillo, o trepar por una especie de chimenea ayudándose de asideros tallados en la roca.
Lord Redfort y Lady Waynwood, los más ancianos de los Señores Recusadores, optaron por la cesta, que luego tuvo que bajar una vez más para recoger al obeso Lord Belmore. Los demás prefirieron trepar. Alayne los recibió en la Cámara de la Medialuna, junto a un fuego acogedor, donde les dio la bienvenida en nombre de Lord Robert y les sirvió pan, queso y vino especiado caliente en copas de plata.
Petyr le había dado un pergamino en el que figuraban sus escudos para que lo estudiase, así que reconoció los blasones, aunque no los rostros. Lucía el castillo rojo, obviamente, Redfort, un hombre bajo de barba canosa bien recortada y ojos amables. Lady Anya, la única mujer entre los Señores Recusadores, vestía un manto verde con la rueda rota de los Waynwood en cuentas de azabache. Las seis campanas de plata sobre campo de púrpura correspondían a Belmore, de barriga prominente y hombros redondos. Su barba era un adefesio color jengibre que le ocultaba la papada. Por el contrario, Symond Templeton era moreno y anguloso. La nariz ganchuda y los gélidos ojos azules hacían que el Caballero de Nuevestrellas pareciera una especie de elegante ave de presa. Su jubón mostraba nueve estrellas negras sobre un aspa dorada. La capa de armiño de Lord Hunter, el Joven, la confundió de entrada, hasta que se fijó en el broche con que se la cerraba: cinco flechas de plata abiertas en abanico. Alayne calculó que estaría más cerca de los cincuenta años que de los cuarenta. Su padre había gobernado en Arcolargo durante casi sesenta años, para morir de manera tan repentina que hubo rumores de que el nuevo señor había acelerado el proceso de la herencia. Hunter tenía las mejillas y la nariz rojas como manzanas, lo que delataba cierta afición por las uvas. Tuvo buen cuidado de rellenarle la copa en cuanto veía que la vaciaba.
El más joven del grupo llevaba tres cuervos en el pecho, cada uno con un corazón rojo entre las garras. El pelo castaño le llegaba hasta los hombros, y un mechón suelto le caía por la frente.
«Ser Lyn Corbray», pensó Alayne, observando con aprensión la boca dura y los ojos inquietos.
Los últimos en llegar fueron los Royce, Lord Nestor y Yohn Bronce. El señor de Piedra de las Runas era tan alto como el Perro. Tenía el pelo canoso y el rostro surcado de arrugas, pero seguía pareciendo capaz de romper con aquellas enormes manos nudosas a la mayoría de los hombres más jóvenes como si fueran ramitas secas. Su rostro marcado y solemne le hizo recordar su visita a Invernalia. Le acudió a la mente la imagen de aquel hombre sentado a la mesa, hablando con su madre. Volvió a oír su voz retumbante cuando regresó de una cacería con un ciervo tras la silla de montar. Lo vio en el patio con la espada de entrenamiento en la mano, derribando a su padre y volviéndose para derrotar también a Ser Rodrik.
«Me reconocerá. Es imposible que no me reconozca. – Durante un momento pensó en arrojarse a sus pies y suplicarle protección-. Si no luchó por Robb, ¿por qué iba a luchar por mí? La guerra ha terminado; Invernalia ha caído.»
–Lord Royce -le preguntó con timidez-, ¿queréis una copa de vino para quitaros el frío?
Yohn Bronce tenía ojos color gris pizarra medio ocultos por las cejas más pobladas que había visto jamás. Los entrecerró cuando la miró desde arriba.
–¿Te conozco, niña?
Alayne se sintió como si se hubiera tragado la lengua, pero Lord Nestor acudió en su rescate.
–Alayne es la hija natural del Lord Protector -le dijo a su primo en tono brusco.
–Meñique ha estado muy ocupado -dijo Lyn Corbray con una sonrisa perversa.
Belmore se echó a reír, y Alayne notó que se ruborizaba.
–¿Cuántos años tienes, niña? – preguntó Lady Waynwood.
–C-catorce, mi señora. – Durante un momento había olvidado la edad de Alayne-. Y no soy una niña, soy una doncella florecida.
–Pero no desflorada, espero. – El poblado bigote de Lord Hunter, el Joven, le ocultaba la boca casi por completo.
–Por ahora -dijo Lyn Corbray como si ella no estuviera allí-. Aunque pronto será fruta madura.
–¿Eso es lo que entendéis por cortesía en Hogar? – Anya Waynwood tenía el pelo blanco, patas de gallo en torno a los ojos y la piel suelta debajo de la barbilla, pero su aire de nobleza era inconfundible-. La niña es joven y ha recibido una buena educación, y ya ha padecido suficientes horrores. Cuidado con lo que decís, ser.
–Lo que digo es asunto mío -replicó Corbray-. Su señoría debería ocuparse de los suyos. Nunca me han gustado las reprimendas, como os podría decir un buen número de hombres muertos.
Lady Waynwood le dio la espalda.
–Será mejor que nos lleves con tu padre, Alayne. Cuanto antes acabemos con esto, mejor.
–El Lord Protector os espera en sus habitaciones. Si mis señores tienen la amabilidad de seguirme…
Salieron de la Cámara de la Medialuna, subieron por un tramo de peldaños de mármol que rodeaba criptas y mazmorras y pasaron bajo tres matacanes que los Señores Recusadores fingieron no ver. Belmore no tardó en jadear como un fuelle, y a Redfort se le puso la cara tan blanca como el pelo. Los guardias apostados en la cima alzaron el rastrillo para franquearles el paso.
–Por aquí, mis señores.
Alayne los guió cuando pasaron bajo la galería, junto a una docena de espléndidos tapices. Ser Lothor Brune estaba ante la puerta. La abrió para dejarles paso y entró detrás de ellos.
Petyr estaba sentado junto a la mesa de caballetes, con una copa de vino en una mano, examinando un pergamino blanco. Alzó la vista cuando los Señores Recusadores fueron entrando.
–Sed bienvenidos, mis señores. Y vos también, mi señora. Ya sé que la subida es agotadora. Por favor, tomad asiento. Alayne, cariño, trae más vino para nuestros nobles invitados.
–Ahora mismo, padre.
La complacía ver que habían encendido las velas; las habitaciones olían a nuez moscada y a otras especias costosas. Fue a buscar la frasca mientras los invitados se sentaban hombro con hombro… Todos excepto Nestor Royce, que titubeó un instante antes de rodear la mesa y ocupar la silla vacía, junto a Lord Petyr, y Lyn Corbray, que prefirió quedarse de pie junto a la chimenea. El rubí en forma de corazón del puño de su espada despedía un brillo rojo mientras se calentaba las manos. Alayne lo vio sonreír a Ser Lothor Brune.
«Ser Lyn es muy atractivo para su edad -pensó-, pero no me gusta su sonrisa.»
–He estado leyendo esta declaración tan excepcional -empezó Petyr-. Espléndida. No sé qué maestre la redactó, pero ese hombre tiene un verdadero don para las palabras. Me habría gustado que me invitarais a firmarla a mí también.
Aquello los cogió desprevenidos.
–¿Vos? – dijo Belmore-. ¿La firmaríais?
–Sé manejar la pluma igual que cualquiera, y nadie quiere a Lord Robert más que yo. En cuanto a esos falsos amigos y consejeros taimados, hay que acabar con ellos de inmediato. Estoy con vosotros en cuerpo y alma, mis señores. Por favor, indicadme dónde debo firmar.
Alayne, que estaba sirviendo el vino, oyó la risita de Lyn Corbray. Los otros parecían inseguros, hasta que Yohn Bronce hizo crujir los nudillos.
–No hemos venido a por vuestra firma. Tampoco pensamos entablar un concurso de retórica con vos, Meñique.
–Lástima. Con lo que me gustan a mí esos concursos. – Petyr dejó el pergamino a un lado-. Como queráis. Seamos directos. Mis señores, mi señora, ¿qué queréis de mí?
–De vos no queremos nada. – Symond Templeton clavó la fría mirada azul en el Lord Protector-. Sólo que os vayáis.
–¿Que me vaya? – Petyr se hizo el sorprendido-. ¿Adónde?
–La corona os ha nombrado Señor de Harrenhal -señaló Lord Hunter, el Joven-. Cualquiera se conformaría con eso.
–Hace falta un señor en las tierras de los ríos -intervino el anciano Horton Redfort-. Aguasdulces resiste el asedio; Bracken y Blackwood están en guerra; los bandidos campan por sus respetos a ambas orillas del Tridente, robando y matando a voluntad. Por todas partes hay cadáveres sin enterrar.
–Tal como lo planteáis, es un lugar de lo más atractivo, Lord Redfort -respondió Petyr-, pero da la casualidad de que tengo obligaciones apremiantes aquí. También hay que pensar en Lord Robert. ¿Queréis que arrastre a un niño enfermizo al centro de semejante carnicería?
–Su señoría se quedará en el Valle -declaró Yohn Royce-. Lo voy a llevar a Piedra de las Runas, donde crecerá para convertirse en un caballero del que Jon Arryn se habría sentido orgulloso.
–¿Por qué a Piedra de las Runas? – caviló Petyr-. ¿Por qué no a Roble de Hierro, o a Fuerterrojo? ¿Por qué no a Arcolargo?
–Cualquiera de esos lugares sería adecuado -declaró Lord Belmore-, y su señoría los visitará por turno cuando llegue el momento.
–¿De verdad? – El tono de Petyr dejaba traslucir sus dudas.
Lady Waynwood suspiró.
–Si tenéis intención de que nos enfrentemos entre nosotros, ahorraos el esfuerzo, Lord Petyr. Hablamos con una sola voz. Piedra de las Runas nos parece bien a todos. Lord Yohn ha criado a tres hijos; no hay hombre más capacitado para educar al joven señor. El maestre Helliweg es mucho mayor y tiene más experiencia que vuestro maestre Colemon; podrá tratar mejor las dolencias de Lord Robert. En Piedra de las Runas, Sam Piedra, el Fuerte le enseñará las artes de la guerra. No hay mejor maestro de armas. El septón Lucos lo instruirá en los asuntos del espíritu. Además, en Piedra de las Runas estará con otros niños de su edad, una compañía mucho más adecuada que la de las viejas y los mercenarios que lo rodean ahora.
Petyr Baelish se acarició la barba.
–Estoy de acuerdo: su señoría necesita compañía. Pero no se puede decir que Alayne sea una vieja. Lord Robert está muy encariñado con mi hija, como él mismo os podrá decir. Además, da la casualidad de que les he pedido a Lord Grafton y a Lord Lynderly que me envíen cada uno a uno de sus hijos como pupilos. Los dos tienen niños de la edad de Robert.
Lyn Corbray se echó a reír.
–Dos cachorritos de dos perros falderos.
–A Robert también le convendría tener cerca a un chico mayor. Un escudero joven y prometedor, por ejemplo. Alguien a quien pueda admirar y a quien quiera emular. – Petyr se volvió hacia Lady Waynwood-. En Roble de Hierro tenéis un muchacho así, mi señora. ¿Accederíais a enviarme a Harrold Hardyng?
Anya Waynwood parecía divertirse.
–Jamás había conocido a un ladrón tan osado como vos, Lord Petyr.
–No quiero robaros al muchacho -dijo Petyr-, pero Lord Robert y él deberían hacerse amigos.
Yohn Bronce se inclinó hacia delante.
–Me parece apropiado que Lord Robert trabe amistad con el joven Harry, y así será… En Piedra de las Runas, bajo mi tutela, cuando sea mi pupilo y escudero.
–Entregadnos al muchacho y podréis marcharos a Harrenhal, vuestro legítimo asentamiento, sin que nadie os moleste -dijo Lord Belmore.
Petyr le dirigió una mirada cargada de reproche.
–¿Me estáis dando a entender que, de lo contrario, podría pasarme algo, mi señor? No se me ocurre por qué. Mi difunta esposa pensaba que este era mi legítimo asentamiento.
–Lord Baelish -intervino Lady Waynwood-, Lysa Tully era la viuda de Jon Arryn y la madre de su hijo, y gobernaba como regente. Vos… Seamos francos, no sois un Arryn, y Lord Robert no es de vuestra sangre. ¿Con qué derecho os atrevéis a gobernarnos?
–Creo recordar que Lysa me nombró Lord Protector.
–Lysa Tully nunca formó parte del Valle verdaderamente -replicó Lord Hunter, el Joven-. No tenía derecho a disponer de nosotros.
–¿Y Lord Robert? – preguntó Petyr-. ¿Su señoría insinúa que Lady Lysa no tenía derecho a disponer de su propio hijo?
–Yo albergaba la esperanza de casarme con Lady Lysa -dijo Nestor Royce, que había guardado silencio hasta entonces-. Al igual que el padre de Lord Hunter y el hijo de Lady Anya. Corbray no se apartó de su lado en medio año. Si hubiera elegido a cualquiera de nosotros, nadie le disputaría su derecho a ser el Lord Protector. Pero eligió a Lord Meñique, y le confió a su hijo.
–También es hijo de Jon Arryn, primo -replicó Yohn Bronce mirando al Guardián con el ceño fruncido-. Su sitio está en el Valle.
Petyr puso cara de asombro.
–El Nido de Águilas forma parte del Valle tanto como Piedra de las Runas. ¿O alguien lo ha movido sin que yo me enterase?
–Bromead cuanto queráis, Meñique -estalló Lord Belmore-. El chico vendrá con nosotros.
–Cuánto lamento decepcionaros, Lord Belmore, pero mi hijastro se queda conmigo. Como bien sabéis todos, no es un niño robusto. El viaje le resultaría muy fatigoso. Como padrastro suyo y Lord Protector, no lo puedo permitir.
Symond Templeton carraspeó.
–Cada uno de nosotros tiene un millar de hombres al pie de esta montaña, Meñique.
–Es un lugar muy bonito.
–Si es necesario, podemos convocar a más.
–¿Me estáis amenazando con una guerra, ser? – Petyr no parecía asustado en absoluto.
–Nos vamos a llevar a Lord Robert -replicó Yohn Bronce.
Durante un momento pareció que habían llegado a un callejón sin salida, hasta que Lyn Corbray se apartó de la chimenea.
–Ya estoy harto. Si seguís escuchando a Meñique, os convencerá para que le regaléis los calzones. Sólo hay una manera de arreglar esto, y es con acero. – Desenvainó la espada larga.
Petyr extendió las manos.
–Voy desarmado, ser.
–Eso tiene remedio. – La luz de la vela ondulaba a lo largo del acero color gris humo de la espada de Corbray; era tan oscura que Sansa se acordó de Hielo, el mandoble de su padre-. El Devoramanzanas está armado. Que os dé la espada, o sacad ese puñal.
Vio como Lothor Brune echaba mano de la espada, pero antes de que las hojas chocaran, Yohn Bronce se levantó, airado.
–¡Guardad ese acero, ser! ¿Qué sois? ¿Un Corbray o un Frey? Estamos aquí como invitados.
–Esto es improcedente -dijo Lady Waynwood frunciendo los labios.
–Envainad el acero, Corbray -aportó Lord Hunter, el Joven-. Nos estáis avergonzando a todos.
–Venga, Lyn -reprendió Redfort en tono más suave-. Esto no sirve de nada. Mete a Dama Desesperada en la cama.
–Mi señora tiene sed -insistió Ser Lyn-. Siempre que sale a bailar se toma una copa de vino tinto, bien rojo.
Yohn Bronce se interpuso en el camino de Corbray.
–Esta vez se va a quedar con sed.
–Señores Recusadores -bufó Lyn Corbray-. Tendríamos que habernos denominado las Seis Viejas.
Volvió a envainar la espada oscura, empujó a Brune a un lado y salió de la estancia. Alayne oyó como se alejaban sus pisadas.
Anya Waynwood y Horton Redfort intercambiaron una mirada. Hunter apuró la copa de vino y se la tendió para que se la llenara otra vez.
–Tenéis que perdonarnos esta exhibición, Lord Baelish -dijo Ser Symond.
–¿De verdad? – La voz de Meñique se había tornado gélida-. Vosotros sois quienes lo han traído, mis señores.
–No era nuestra intención… -empezó Yohn Bronce.
–Vosotros sois quienes lo han traído. Tendría todo el derecho de llamar a mis guardias y mandaros detener.
Hunter se puso en pie tan bruscamente que casi tiró la frasca que Alayne tenía en las manos.
–¡Nos prometisteis salvoconducto!
–Sí. Podéis dar gracias de que tenga más honor que otros. – Nunca había oído a Petyr tan furioso-. Ya he leído vuestra declaración y he escuchado vuestras exigencias. Oíd ahora las mías: retirad vuestros ejércitos de esta montaña, marchaos a vuestros hogares y dejad en paz a mi hijo. Aquí ha habido mal gobierno, no lo dudo, pero fue obra de Lysa, no mía. Dadme un año y, con ayuda de Lord Nestor, os prometo que ninguno de vosotros tendrá motivo de queja.
–Eso decís vos -replicó Belmore-. ¿Por qué tenemos que fiarnos?
–¿Cómo osáis desconfiar de mí? No he sido yo quien ha desenvainado el acero en medio de una tregua. Habláis de defender a Lord Robert y al mismo tiempo le negáis la comida. Esto tiene que acabar. No soy guerrero, pero si no levantáis el sitio, lucharé contra vosotros. No sois los únicos señores del Valle, y Desembarco del Rey también me enviará hombres. Si es guerra lo que queréis, decidlo, y el Valle sangrará.
Alayne vio que la duda empezaba a aflorar en los ojos de los Señores Recusadores.
–Un año no es tanto tiempo -comentó Lord Redfort, inseguro-. Tal vez… si nos aseguráis…
–Ninguno de nosotros quiere la guerra -aportó Lady Waynwood-. El otoño llega a su fin; tenemos que prepararnos para el invierno.
Belmore carraspeó.
–Al final de este año…
–Si no he puesto orden en el Valle, dimitiré voluntariamente del cargo de Lord Protector -les prometió Petyr.
–Me parece más que justo -señaló Lord Nestor Royce.
–No debe haber represalias -insistió Templeton-. No se hablará de traición ni de rebelión. Eso también lo tenéis que jurar.
–Encantado -respondió Petyr-. Lo que quiero son amigos, no enemigos. Os otorgo el perdón a todos, por escrito si queréis. Incluso a Lyn Corbray. Su hermano es un buen hombre; no hay necesidad de que caiga la vergüenza en una Casa tan noble.
Lady Waynwood se volvió hacia los otros Señores Recusadores.
–¿Podemos negociar, mis señores?
–No es necesario. Es evidente que ha ganado. – Yohn Bronce clavó los ojos grises en Petyr Baelish-. No me gusta, pero parece que vais a tener el año que pedís. Empleadlo bien, mi señor. No nos habéis engañado a todos.
Abrió la puerta con tanta fuerza que estuvo a punto de arrancarla de los goznes.
Más tarde hubo una especie de banquete, aunque Petyr tuvo que pedir disculpas por lo humilde de la comida. Les llevaron a Robert vestido con un jubón azul y crema, y representó con bastante elegancia su papel de señor. Yohn Bronce no lo presenció: ya había partido del Nido de Águilas para emprender el largo descenso, como hiciera Ser Lyn Corbray antes que él. Los otros señores se quedaron hasta la mañana siguiente.
«Los ha seducido», pensó Alayne aquella noche, en la cama, mientras oía el aullido del viento tras la ventana. No habría sabido decir cómo nació la sospecha, pero cuando se le pasó por la cabeza, no hubo manera de que conciliara el sueño. Se removió y dio vueltas durante largo rato. Por último, se levantó y se vistió, y dejó a Gretchel durmiendo.
Petyr seguía despierto, redactando una carta.
–¿Alayne? Hola, cariño, ¿qué haces aquí tan tarde?
–Necesito saberlo. ¿Qué sucederá dentro de un año?
–Redfort y Waynwood son viejos. – Petyr dejó la pluma sobre la mesa-. Puede que muera uno de ellos, o los dos. Los hermanos de Gilwood Hunter lo asesinarán. Probablemente se encargue el joven Harlan, el mismo que dispuso la muerte de Lord Eon. Y ya que estamos, sigamos hasta el final. Belmore es corrupto, lo puedo comprar. Templeton y yo nos haremos amigos. Mucho me temo que Yohn Bronce seguirá siendo hostil, pero mientras esté solo no representará ninguna amenaza.
–¿Y Ser Lyn Corbray?
La luz de la vela bailaba en los ojos de Petyr.
–Ser Lyn seguirá siendo mi enemigo implacable. Hablará de mí con desprecio y odio a todo el que quiera escucharlo, y prestará su espada a cada plan secreto para acabar conmigo.
Fue entonces cuando las sospechas se convirtieron en certezas.
–¿Y cómo le pagaréis sus servicios?
Meñique se echó a reír.
–Con oro, muchachitos y promesas, por supuesto. Ser Lyn es un hombre de gustos sencillos, cariño. Lo único que quiere es oro, muchachitos y alguien a quien matar.