La mañana era fría y desapacible; el mar tenía el mismo color plomizo que el cielo. Los tres primeros hombres habían ofrecido sus vidas al Dios Ahogado sin temor alguno, pero la fe del cuarto era débil, y cuando sus pulmones pidieron aire desesperadamente, empezó a forcejear. Aeron, metido hasta la cintura en la espuma de las olas, agarró por los hombros al muchacho desnudo y le metió la cabeza bajo el agua cuando trató de tomar una bocanada de aire.
–Ten valor -le dijo-. Venimos del mar, y al mar hemos de volver. Abre la boca y bebe la bendición del dios. Que tus pulmones se llenen de agua; así morirás y podrás renacer. Es inútil que te resistas.
Tal vez el chico no lo oyera con la cabeza bajo las olas, o tal vez hubiera perdido por completo la fe; el caso fue que empezó a patalear y debatirse de una manera tan desaforada que Aeron tuvo que pedir ayuda. Cuatro de sus hombres ahogados se metieron en el agua para sujetar al muchacho.
–Señor Dios que te ahogaste por nosotros -rezó el sacerdote con una voz tan retumbante como el mar-, permite que tu siervo Emmond renazca del mar, como renaciste tú. Bendícelo con sal, bendícelo con piedra, bendícelo con acero.
Por fin terminó todo. Ya no salían burbujas de la boca del muchacho, y sus miembros habían perdido toda la fuerza. Emmond quedó flotando en las aguas bajas, pálido, frío, en paz.
Entonces advirtió Pelomojado que, en la playa de guijarros, junto a sus hombres ahogados, había tres jinetes. Aeron conocía a Sparr, un anciano de rostro afilado y ojos llorosos cuya voz temblorosa era ley en aquella parte del Gran Wyk. Lo acompañaban su hijo Steffarion y otro joven, ataviado con una capa color rojo oscuro ribeteada de piel, que se sujetaba al hombro con un broche ornamentado con la forma del cuerno de guerra negro y dorado de los Goodbrother.
«Uno de los hijos de Gorold», supo el sacerdote nada más verlo. La esposa de Goodbrother le había dado tres hijos varones de buena estatura después de una docena de hijas; se decía que no había manera de distinguirlos. Aeron Pelomojado ni se dignó intentarlo. Ya se tratara de Greydon, de Gormond o de Gran, no tenía tiempo para él.
Gruñó una orden brusca, y sus hombres ahogados cogieron el cadáver del muchacho por los brazos y las piernas para llevarlo a tierra. El sacerdote los siguió; su único atuendo era un taparrabos de piel de foca. Volvió a la orilla chapoteando, empapado y con la piel de gallina, y pisó la arena húmeda y fría y los guijarros pulidos por las mareas. Uno de sus hombres ahogados le tendió una gruesa túnica de tejido basto con estampado de cuadros azules y grises, los colores del mar, los del Dios Ahogado. Aeron se puso la túnica y se soltó el pelo. Era una melena negra, empapada; no la había tocado navaja alguna desde el día en que el mar lo elevó. Le caía por los hombros como una capa harapienta, nudosa, hasta más allá de la cintura. Aeron tenía por costumbre entretejerse tiras de algas en los mechones, y también se adornaba así la barba enmarañada y sin recortar.
Los hombres ahogados habían formado un círculo en torno al chico muerto y estaban rezando. Norje le subía y bajaba los brazos mientras Rus, arrodillado a horcajadas sobre él, le bombeaba el pecho, pero cuando llegó Aeron, todos le abrieron paso. Separó los labios fríos del muchacho con los dedos y le dio a Emmond el beso de la vida, una vez, y otra, y otra, y otra, hasta que el mar le brotó de la boca como un torrente. El chico empezó a toser y escupir, parpadeó y abrió unos ojos llenos de miedo.
«Otro que vuelve.» Se decía que era una señal del favor del Dios Ahogado. Los demás sacerdotes perdían un hombre de cuando en cuando; le había sucedido incluso a Tarle el Tres Veces Ahogado, al que se consideraba tan santo que hasta fue elegido para coronar a un rey. En cambio, a Aeron Greyjoy, nunca. Él era Pelomojado, el que había visto las estancias acuosas del dios y había vuelto para contarlo.
–Levántate -le dijo al chico, que vomitaba agua, al tiempo que le daba palmadas en la espalda desnuda-. Te has ahogado y has vuelto entre nosotros. Lo que está muerto no puede morir.
–Sino que se levanta. – El chico sufrió un violento ataque de tos y vomitó más agua-. Se levanta otra vez. – Cada palabra le costaba un sufrimiento, pero así era el mundo: para vivir, todos los hombres tenían que luchar-. Se levanta otra vez. – Emmond se puso en pie a duras penas-. Más grande. Más fuerte.
–Ahora perteneces al dios -le dijo Aeron.
Los otros hombres ahogados lo rodearon, y cada uno le dio un puñetazo y un beso para recibirlo en la hermandad. Uno lo ayudó a ponerse una túnica basta de cuadros azules, verdes y grises; otro le entregó un garrote de madera de deriva.
–Ahora perteneces al mar, así que el mar te ha armado -le dijo Aeron-. Rezamos para que esgrimas el garrote con valor contra todos los enemigos de tu dios. – Después, el sacerdote se volvió hacia los tres jinetes, que los observaban sin descabalgar-. ¿Habéis venido a que os ahoguemos, mis señores?
Sparr carraspeó.
–Ya me ahogaron de pequeño -dijo-. Y a mi hijo también, el día de su nombre.
Aeron soltó un bufido. No le cabía duda de que Steffarion Sparr había sido entregado al Dios Ahogado poco después de su nacimiento. Y también sabía cómo: una pasada rápida por una pila de agua marina que apenas llegó a mojar la cabeza del bebé. No era de extrañar que otros mandaran sobre los hijos del hierro, sobre los mismos que otrora habían extendido sus dominios hasta dondequiera que se pudiera oír el batir de las olas.
–Eso no es un ahogamiento -les replicó a los jinetes-. Quien no muere de verdad no podrá levantarse de entre los muertos. ¿A qué habéis venido, si no es a demostrar vuestra fe?
–El hijo de Lord Gorold os trae noticias. – Sparr señaló al joven de la capa roja, que no aparentaba más de dieciséis años.
–¿Cuál eres tú? – le preguntó Aeron con tono brusco.
–Gormond. Gormond Goodbrother, para servir a mi señor.
–A quien tenemos que servir es al Dios Ahogado. ¿Has sido ahogado, Gormond Goodbrother?
–Sí, Pelomojado, en el día de mi nombre. Mi padre me ha enviado a buscaros para que vayáis a hablar con él. Tiene que veros.
–Pues aquí estoy. Dile a Lord Gorold que venga a regocijar sus ojos.
Aeron cogió el pellejo de cuero que le tendió Rus después de llenarlo de agua marina. El sacerdote quitó el corcho y bebió un trago.
–Tengo que llevaros a la fortaleza -insistió el joven Gormond desde su caballo.
«Tiene miedo de desmontar, no se le vayan a mojar las botas.»
–Y yo tengo que cumplir la misión del dios. – Aeron Greyjoy era un profeta. No estaba dispuesto a tolerar que un señor cualquiera le diera órdenes como si fuera un siervo.
–Gorold ha recibido un pájaro -dijo Sparr.
–El pájaro de un maestre; viene de Pyke -confirmó Gormond.
«Alas negras, palabras negras.»
–Los cuervos vuelan sobre la sal y la piedra. Si hay noticias que me afecten, comunicádmelas ya.
–La noticia que traemos únicamente la podéis oír vos, Pelomojado -dijo Sparr-. No es un asunto del que pueda hablar delante de estos otros.
–«Estos otros» son mis hombres ahogados, siervos del dios, igual que yo. No tengo secretos para ellos, ni tampoco para nuestro dios, junto a cuyo mar sagrado nos encontramos.
Los jinetes se miraron.
–Díselo -indicó Sparr, y el joven de la capa roja reunió todo su valor.
–El rey ha muerto -dijo sin más rodeos.
Cuatro palabras, cuatro palabras breves, pero el propio mar se estremeció cuando vibraron en el aire.
Había cuatro reyes en Poniente, pero Aeron no tuvo que preguntar a cuál se refería. Era Balon Greyjoy y nadie más quien gobernaba en las Islas del Hierro.
«El rey ha muerto. ¿Cómo es posible?» Aeron había visto a su hermano mayor hacía apenas una luna, cuando regresó a las Islas del Hierro tras el asedio de la Costa Pedregosa. El pelo entrecano de Balon se había tornado casi blanco durante la ausencia del sacerdote, y tenía los hombros más encorvados que cuando zarparon los barcoluengos. Pero por lo demás, el rey no le había parecido enfermo.
Aeron Greyjoy había edificado su vida sobre dos pilares poderosos. Aquellas cuatro palabras, aquellas cuatro palabras breves, acababan de derribar uno de ellos.
«Sólo me queda el Dios Ahogado. Rezo por que me haga tan fuerte e incansable como el mar.»
–Decidme cómo ha muerto mi hermano.
–Su Alteza estaba cruzando un puente en Pyke cuando se cayó. Se estrelló contra las rocas.
La fortaleza de los Greyjoy se alzaba en una punta de tierra y un montón de islotes; las torres y torreones se cimentaban en gigantescos montículos de piedra que surgían del mar. Unía todo Pyke un entramado de puentes en forma de arco de piedra tallada, y largos tramos cimbreantes de cuerda de cáñamo y planchas de madera.
–¿Rugía la tormenta cuando cayó? – preguntó Aeron con brusquedad.
–Sí -le respondió el joven.
–Fue el Dios de la Tormenta quien lo derribó -proclamó el sacerdote. El mar y el cielo llevaban mil millares de años guerreando. Del mar habían nacido los hijos del hierro y los peces que los sustentaban hasta en los días más fríos del invierno; en cambio, las tormentas sólo acarreaban infortunios y aflicción-. Mi hermano Balon nos volvió a hacer grandes, y eso le granjeó las iras del Dios de la Tormenta. Ahora está ya en las estancias acuosas del Dios Ahogado, y las sirenas atienden todos sus deseos. Nos corresponde a nosotros, los que quedamos atrás en este valle seco y lúgubre, terminar su inmensa labor. – Volvió a poner el corcho al pellejo de agua-. Hablaré con tu señor padre. ¿A qué distancia estamos de Cuernomartillo?
–A seis leguas. Podéis montar atrás en mi caballo.
–Iré más deprisa si voy solo. Dame tu caballo, y que el Dios Ahogado te bendiga.
–Llevaos mi caballo, Pelomojado -le ofreció Steffarion Sparr.
–No. Su montura es más fuerte. El caballo, chico.
El joven apenas titubeó un instante antes de desmontar y tenderle las riendas a Pelomojado. Aeron puso un pie negro y descalzo en el estribo y subió a la silla. No le gustaban los caballos, eran bestias de las tierras verdes que debilitaban a los hombres, pero las circunstancias lo obligaban a cabalgar.
«Alas negras, palabras negras.» Sentía que se fraguaba una tormenta, lo oía en las olas, y las tormentas nunca llevaban nada bueno.
–Reuníos conmigo en Guijarra, al pie de la torre de Lord Merlyn -les dijo a sus hombres ahogados al tiempo que obligaba al caballo a girar.
El camino era escarpado, un ascenso por colinas entre bosques y desfiladeros pedregosos, apenas un sendero que en ocasiones desaparecía bajo los cascos del caballo. Gran Wyk era la mayor de las Islas del Hierro; su extensión era tal que las fortalezas de algunos señores no se habían edificado junto al sagrado mar. La de Gorold Goodbrother era una de ellas. Sus torreones se alzaban en las colinas de Peñafuerte, tan lejos del reino del Dios Ahogado como se podía estar en aquellas islas. El pueblo de Gorold se afanaba en las minas de este, en la pétrea oscuridad subterránea. Algunos morían sin haber visto jamás el agua salada.
«No es de extrañar que esta gente sea hosca y extraña.»
Mientras cabalgaba, Aeron pensó en sus hermanos.
Nueve hijos había engendrado la entrepierna de Quellon Greyjoy, el Señor de las Islas del Hierro. Harlon, Quenton y Donel habían nacido del vientre de la primera esposa de Lord Quellon, una Stonetree. Balon, Euron, Victarion, Urrigon y Aeron eran hijos de la segunda, una Sunderly de Acantilado de Sal. Quellon contrajo nupcias por tercera vez con una muchacha de las tierras verdes, que le dio un hijo enfermizo y retrasado llamado Robin, el hermano al que más valía olvidar. El sacerdote no guardaba recuerdo alguno de Quenton ni de Donel, que habían muerto cuando eran aún muy niños. De Harlon sí se acordaba; aunque entre nieblas difusas, tenía en la mente una imagen con el rostro gris y rígido que hablaba siempre en susurros en una habitación sin ventanas, cada vez más débiles a medida que la psoriagrís le convertía en piedra la lengua y los labios.
«Algún día celebraremos un banquete de pescado en las estancias acuosas del Dios Ahogado, los cuatro juntos, y también Urri.»
Nueve hijos había engendrado la entrepierna de Quellon Greyjoy, pero sólo cuatro habían vivido lo suficiente para llegar a adultos. Así eran las cosas en aquel mundo frío, donde los hombres pescaban en el mar, cavaban en la tierra y morían, mientras las mujeres parían niños de vida breve en lechos de sangre y dolor. Aeron había sido el último de los cuatro krákens, y también el más patético; Balon, en cambio, era el mayor y el más osado, un muchacho decidido e intrépido que sólo pensaba en devolverles la gloria de antaño a los hijos del hierro. A los diez años escaló los Acantilados de Pedernal hasta la torre encantada del Señor Ciego; a los trece era capaz de manejar los remos de un barcoluengo y bailaba la danza del dedo mejor que cualquier otro hombre de las islas; a los quince había navegado con Dagmer Barbarrota hasta los Peldaños de Piedra y se había pasado el verano saqueando. Allí mató por primera vez, y también tomó a sus dos primeras esposas de sal. A los diecisiete años, Balon capitaneaba ya su propio barco. No se podía pedir más de un hermano mayor, aunque la verdad era que nunca había mostrado nada que no fuera desprecio hacia Aeron.
«Yo era joven y pecador; su desprecio era más de lo que merecía. Más vale el desprecio de Balon el Bravo que el afecto de Euron Ojo de Cuervo. – Y si el tiempo y el dolor habían amargado el temperamento de Balon a lo largo de los años, cierto era también que lo habían hecho más decidido que ningún otro hombre-. Nació como hijo de un señor y murió como rey, asesinado por un dios celoso -pensó Aeron-, y ahora se acerca la tormenta, una tormenta mayor que ninguna que hayan visto estas islas.»
Hacía ya horas que había oscurecido cuando el sacerdote divisó las afiladas almenas de hierro de Cuernomartillo, que se alzaba hacia la media luna. La fortaleza de Gorold era pesada y voluminosa, construida con grandes bloques de piedra extraídos del acantilado que descendía en picado tras ella. En la base de las murallas, las entradas de las cuevas y las antiguas minas se abrían como negras bocas desdentadas. Al ser de noche, las puertas de hierro de Cuernomartillo estaban ya cerradas y atrancadas. Aeron las golpeó con una piedra hasta que el estrépito despertó a un guardia.
El joven que le abrió era la viva imagen de Gormond, cuyo caballo había montado.
–¿Cuál eres tú? – preguntó Aeron con tono brusco.
–Gran. Mi padre os está esperando.
La estancia era húmeda, llena de corrientes y de sombras. Una hija de Gorold le ofreció al sacerdote un cuerno de cerveza; otra atizó un fuego mortecino que dejaba escapar más humo que calor. El propio Gorold Goodbrother estaba hablando en voz baja con un hombre delgado, vestido con una túnica gris de buena calidad, que llevaba al cuello la cadena de metales diversos que lo identificaba como maestre de la Ciudadela.
–¿Dónde está Gormond? – preguntó Gorold al ver a Aeron.
–Vuelve a pie. Decidles a las mujeres que se retiren, mi señor. Y lo mismo al maestre. – No le gustaban los maestres: sus cuervos eran criaturas del Dios de la Tormenta, y tampoco confiaba en sus curaciones después de lo de Urri.
«Ningún hombre que tal se considere elegiría una vida de sumisión, ni forjaría una cadena de servidumbre, ni la llevaría en torno al cuello.»
–Gysella, Gwin, marchaos -ordenó Goodbrother-. Tú también, Gran. El maestre Murenmure se quedará.
–Se marchará -insistió Aeron.
–Estáis en mis estancias, Pelomojado. No os corresponde a vos decir quién se queda y quién se va. El maestre se queda.
«Este hombre vive demasiado lejos del mar», se dijo Aeron.
–En ese caso, seré yo quien se vaya -replicó.
Los juncos secos crujieron bajo la piel agrietada de las plantas descalzas de sus pies cuando dio la vuelta y echó a andar hacia la salida. Por lo visto había recorrido un largo camino para nada.
Aeron estaba ya casi junto a la puerta cuando el maestre carraspeó.
–Euron Ojo de Cuervo se ha sentado en el Trono de Piedramar.
Pelomojado se giró. De pronto hacía más frío en la estancia.
«Ojo de Cuervo está a medio mundo de aquí. Balon lo expulsó hace dos años y juró que, si regresaba, le costaría la vida.»
–Contádmelo todo -dijo con voz ronca.
–Echó anclas en Puerto Noble al día siguiente de la muerte del rey, y exigió el castillo y la corona en su condición del mayor de los hermanos de Balon -dijo Gorold Goodbrother-. Ahora ha enviado cuervos para exigir a los capitanes y los reyes de todas las islas que acudan a Pyke, se arrodillen ante él y le rindan homenaje como rey legítimo.
–No. – Aeron Pelomojado no se paró a medir sus palabras-. Sólo un hombre piadoso puede sentarse en el Trono de Piedramar. Ojo de Cuervo no adora a más dios que su orgullo.
–Vos estuvisteis en Pyke hace poco; hablasteis con el rey -insistió Goodbrother-. ¿Os dijo algo Balon sobre su sucesión?
«Sí.» Habían hablado en la Torre del Mar, mientras el viento aullaba contra las ventanas y las olas batían en la base sin cesar. Balon había sacudido la cabeza desesperado cuando Aeron le habló del único hijo que le quedaba con vida.
–Como me temía, los lobos lo han hecho débil -fueron las palabras del rey-. Le pedí al dios que le quitase la vida para que no se interpusiera en el camino de Asha.
Aquello era la perdición de Balon: se veía reflejado en su hija, tan indómita, tan decidida, y creía que lo podría suceder. En aquello se equivocaba, como había tratado de explicarle Aeron.
«Ninguna mujer gobernará jamás a los hijos del hierro, ni siquiera una mujer como Asha», le había insistido, pero cuando Balon no quería escuchar algo era como si estuviera sordo.
Antes de que el sacerdote pudiera responder a Gorold Goodbrother, el maestre volvió a carraspear y se puso a farfullar.
–Por derecho, el Trono de Piedramar le corresponde a Theon, y si el príncipe está muerto, a Asha. Esa es la ley.
–Esa es la ley de las tierras verdes -replicó Aeron con desprecio-. ¿Y a nosotros qué nos importa? Somos los hijos del hierro, los hijos del mar, los elegidos del Dios Ahogado. No nos gobernará una mujer, igual que no nos gobernará un impío.
–¿Qué pasa con Victarion? – preguntó Gorold Goodbrother-. Está al mando de la Flota de Hierro. ¿Creéis que Victarion aspirará al trono, Pelomojado?
–Euron es el hermano mayor… -empezó a decir el maestre.
Aeron lo hizo callar con una mirada. Tanto en las pequeñas aldeas de pescadores como en las imponentes fortalezas de piedra, aquella mirada de Pelomojado bastaba para hacer que a las doncellas les temblaran las rodillas y los niños salieran chillando a la carrera en busca de sus madres, y por supuesto, allí bastó para acallar al siervo de la cadena al cuello.
–Euron es el mayor -dijo el sacerdote-, pero Victarion es el más devoto.
–¿A qué llegaremos? ¿Habrá guerra entre ellos? – preguntó el maestre.
–El hijo del hierro no derramará la sangre del hijo del hierro.
–Muy piadoso por vuestra parte, Pelomojado -apuntó Goodbrother-. Lástima que vuestro hermano no opine lo mismo. Mandó ahogar a Sawane Botley por decir que el Trono de Piedramar le correspondía a Theon por derecho.
–Si lo ahogaron, no se derramó sangre -replicó Aeron.
El maestre y el señor intercambiaron una mirada.
–Tengo que enviar un mensaje a Pyke cuanto antes -dijo Gorold Goodbrother-. Quiero vuestro consejo, Pelomojado. ¿Cómo ha de ser? ¿De pleitesía o de desafío?
Aeron se acarició la barba.
«He visto la tormenta, y su nombre es Euron Ojo de Cuervo.»
–Por ahora no enviéis más que silencio -le dijo al señor-. Tengo que rezar antes de tomar una decisión.
–Rezad cuanto queráis -intervino el maestre-, pero eso no va a cambiar la ley. Theon es el heredero legítimo, y después de él, Asha.
–¡Silencio! – rugió Aeron-. Los hijos del hierro llevan demasiado tiempo escuchándoos a vosotros, a los maestres de la cadena, que no paráis de parlotear sobre las tierras verdes y sus leyes. Ya va siendo hora de que volvamos a escuchar al mar. Ya va siendo hora de que escuchemos la voz de dios. – Su propia voz retumbó en la sala llena de humo, tan poderosa que ni Gorold Goodbrother ni su maestre se atrevieron a replicar.
«El Dios Ahogado está conmigo -pensó Aeron-. Él me ha mostrado el camino.»
Goodbrother le ofreció una habitación cómoda en el castillo para pasar la noche, pero el sacerdote rehusó. Rara vez dormía bajo el tejado de un castillo, y jamás tan lejos del mar.
–Ya tendré comodidades en las estancias acuosas del Dios Ahogado, bajo las olas. Nacimos para sufrir, para que el sufrimiento nos haga fuertes. Lo único que necesito es un caballo descansado para volver a Guijarra.
Goodbrother lo complació de buena gana; hasta le ordenó a su hijo Greydon que lo acompañara para mostrarle al sacerdote el camino más corto para llegar al mar a través de las colinas. Aún faltaba una hora para el amanecer cuando se pusieron en marcha, pero las monturas eran robustas y seguras, y pese a la oscuridad, el viaje no fue largo. Aeron cerró los ojos y rezó en silencio antes de empezar a adormilarse en la silla de montar.
El sonido le llegó quedo, suave; era el chirrido de una bisagra oxidada.
–Urri -musitó al tiempo que se despertaba lleno de temores.
«Aquí no hay ninguna bisagra, ninguna puerta. No está Urri.»
Un hacha arrojadiza le había arrancado la mitad de la mano a Urri cuando tenía catorce años, mientras jugaba a la danza del dedo en ausencia de su padre y sus hermanos mayores, que habían partido a la guerra. La tercera esposa de Lord Quellon era una Piper del Castillo de la Princesa Rosada, una muchacha de pechos grandes y fofos, y ojos pardos de cervatillo. En vez de curar la mano de Urri según las Antiguas Costumbres, con fuego y agua marina, se lo encomendó a su maestre de las tierras verdes, que aseguró que le podía coser los dedos amputados. Así lo hizo, y después empleó pócimas, cataplasmas y hierbas, pero la mano se pudrió y las fiebres se apoderaron de Urri. Cuando el maestre se decidió a amputarle el brazo, ya era demasiado tarde.
Lord Quellon no regresó de su último viaje; el Dios Ahogado, en su inmensa bondad, le concedió el don de la muerte en el mar. El que regresó en su lugar fue Lord Balon, junto con sus hermanos Euron y Victarion. Cuando Balon se enteró de lo que le había pasado a Urri, le cortó tres dedos al maestre con un cuchillo de cocina y le ordenó a la esposa Piper de su padre que se los volviera a coser. Las cataplasmas y las pócimas le sirvieron de tanto como a Urrigon: murió entre delirios febriles, y la tercera esposa de Lord Quellon no tardó en seguirlo cuando la comadrona le sacó del vientre una hija muerta. Aeron se alegró; había sido su hacha la que hirió la mano de Urri mientras bailaban la danza del dedo juntos, tal como hacían siempre los amigos y los hermanos.
Sólo con recordar los años que siguieron a la muerte de Urri volvía a sentir vergüenza. A los dieciséis años decía ser un hombre, pero en realidad no era más que un odre con piernas. Se dedicaba a cantar, a bailar (pero nunca la danza del dedo; esa no la volvió a practicar), hacía chistes, gastaba bromas y se burlaba de todos. Tocaba la flauta, hacía juegos malabares, montaba caballos y era capaz de beber más que cualquier Wynch, más que cualquier Botley y también más que la mitad de los Harlaw. El Dios Ahogado le concede un don a todo hombre, incluso a él: no había nadie capaz de mear durante más tiempo ni llegando más lejos que Aeron Greyjoy, como demostraba en todos los banquetes a los que asistía. En cierta ocasión apostó su nuevo barcoluengo contra un rebaño de cabras a que era capaz de apagar el fuego de una chimenea con la única ayuda de su polla. Aeron disfrutó de festines a base de cabra durante todo un año y le puso a su barcoluengo el nombre de Tormenta Dorada, aunque Balon amenazó con colgarlo del mástil cuando averiguó cómo era el mascarón que su hermano pretendía poner en la proa.
Al final, el Tormenta Dorada se hundió ante las costas de Isla Bella durante la primera rebelión de Balon, destrozado por un imponente galeón de combate llamado Furia, cuando Stannis Baratheon le tendió una trampa a Victarion y acabó con la Flota de Hierro. Pero el dios, que tenía otros planes para Aeron, lo llevó hasta la orilla. Unos pescadores lo tomaron prisionero, lo encadenaron y lo llevaron a Lannisport, donde se pasó el resto de la guerra enterrado en las entrañas de Roca Casterly, demostrando que los krákens eran capaces de mear más y más lejos que los leones, los jabalíes y los pollos.
«Aquel hombre ya murió. – Aeron se había ahogado y había renacido del mar como profeta del dios. Ningún mortal podía asustarlo ya; tampoco la oscuridad… ni los recuerdos, los huesos del alma-. El sonido de una puerta que se abre, el chirrido de una bisagra oxidada. Euron ha vuelto.» No importaba. Él era el sacerdote Pelomojado, el amado del dios.
–¿Habrá guerra? – le preguntó Greydon Goodbrother a medida que el sol empezaba a iluminar las colinas-. ¿Una guerra de hermano contra hermano?
–Sólo si lo desea el Dios Ahogado. Ningún impío se sentará en el Trono de Piedramar.
«Ojo de Cuervo peleará; de eso no cabe duda. – No había mujer capaz de derrotarlo, ni siquiera Asha. Las mujeres estaban hechas para luchar sus batallas en el lecho del parto. Y Theon tampoco le servía de nada; aunque estuviera vivo, no era más que un muchacho de sedas y sonrisas. Sí, había demostrado su valía en Invernalia, pero Ojo de Cuervo no era un niño tullido. Las cubiertas del barco de Euron estaban pintadas de rojo para disimular mejor la sangre que las empapaba-. Victarion. Victarion tiene que ser el rey; si no, la tormenta acabará con todos nosotros.»
Greydon se separó de él cuando el sol brillaba ya alto en el cielo; tenía que ir a llevar la noticia de la muerte de Balon a sus primos de las torres de Fosa, Torreón Picodecuervo y Lago del Cadáver. Aeron continuó solo, subió por las colinas y descendió a los valles, siempre por un camino pedregoso que se hacía más ancho y frecuentado a medida que se acercaba al mar. Se detenía a rezar en cada aldea que cruzaba, así como en los patios de los señores menores.
–¡Nacimos del mar y al mar hemos de volver! – les decía. Su voz era profunda como el océano, y retumbaba como las olas-. El Dios de la Tormenta, en su ira, arrancó a Balon del castillo y lo estrelló contra las rocas. Ahora celebra sus banquetes bajo las olas, en las estancias acuosas del Dios Ahogado. – Alzó las manos-. ¡Balon ha muerto! ¡El rey ha muerto! ¡Pero un rey regresará! ¡Porque lo que está muerto no puede morir, sino que se alza de nuevo, más duro, más fuerte! ¡Un rey se levantará!
Algunos de los que lo escuchaban dejaban los picos y los azadones para seguirlo, de manera que, cuando pudo oír otra vez el sonido de las olas, había una docena de hombres que caminaba tras su caballo, todos tocados por el dios y deseosos de ahogarse.
En Guijarra vivían varios miles de pescadores cuyas casuchas parecían amontonarse en torno a la base de una fortaleza cuadrangular con un torreón en cada esquina. Unos cuarenta hombres ahogados de Aeron lo esperaban acampados en una playa de arena gris, con tiendas de piel de foca y cabañas construidas con madera transportada por el mar. Tenían las manos endurecidas por el salitre, llenas de marcas de las redes y los sedales, encallecidas por remos, picos y hachas; pero en ese momento, aquellas manos esgrimían garrotes de madera de deriva, dura como el hierro, pues el dios los había armado con su arsenal submarino.
Habían construido un refugio para el sacerdote justo en el límite de la marea alta. Se metió en él de buena gana después de ahogar a sus nuevos seguidores.
«Dios mío -rezó-, háblame en el rumor de las olas, dime qué debo hacer. Los capitanes y los reyes aguardan tu palabra. ¿Quién debe suceder a Balon? Cántame en la lengua del leviatán para que sepa su nombre. Dime, oh señor que habitas bajo las aguas, ¿quién tendrá la fuerza para combatir la tormenta en Pyke?»
Aunque el viaje a caballo hasta Cuernomartillo lo había dejado agotado, Aeron Pelomojado era incapaz de descansar en el refugio de madera con techumbre de algas negras. Las nubes ocultaron la luna y las estrellas como una capa; la oscuridad era un manto grueso, tanto sobre el mar como sobre su corazón.
«Balon quería que lo sucediera Asha, carne de su carne, pero una mujer no puede gobernar a los hijos del hierro. Tiene que ser Victarion. – Nueve hijos había engendrado la entrepierna de Quellon Greyjoy, y de ellos, el más fuerte era Victarion, más toro que hombre, tan intrépido como obediente-. Y ese es el gran peligro. – El hermano pequeño le debe obediencia al mayor, y Victarion no es hombre que vaya a izar las velas contra la tradición-. Pero no siente ningún afecto hacia Euron desde la muerte de la mujer.»
En el exterior, por encima de los ronquidos de sus hombres ahogados y el aullido del viento, alcanzaba a oír el batir de las olas, el martilleo de su dios, que lo llamaba al combate. Aeron salió del pequeño refugio a la noche gélida. Se irguió desnudo, alto, pálido, descarnado, y desnudo se adentró en el mar de sal negra. El agua estaba helada, pero no se estremeció con la caricia de su dios. Una ola se estrelló contra su pecho y lo hizo tambalear. La siguiente le rompió por encima de la cabeza. Se saboreó la sal de los labios y sintió al dios a su alrededor mientras le retumbaban los oídos con la gloria de su cántico.
«Nueve hijos engendró la entrepierna de Quellon Greyjoy, y yo fui el más patético de todos ellos, débil y asustadizo como una niña. Pero ya no. Aquel hombre se ahogó, y el dios me ha hecho fuerte. – El frío mar salado lo rodeó, lo abrazó, se le metió bajo la débil carne humana y le tocó los huesos-. Huesos -pensó-. Los huesos del alma. Los huesos de Balon, los huesos de Urri. La verdad está en nuestros huesos, porque la carne se pudre, mientras que los huesos permanecen. Y en la colina de Nagga, los huesos de la sala del Rey Gris…»
Fue un Aeron Pelomojado flaco, pálido y tembloroso el que volvió a la orilla, un Aeron más sabio que el que había entrado en el mar. Porque había encontrado la respuesta en sus huesos y veía claro el camino que se abría ante sí. La noche era tan fría que su cuerpo parecía humear mientras se dirigía hacia el refugio, pero un fuego ardía en su corazón y, por una vez, consiguió conciliar un sueño que no fue perturbado por el chirrido de las bisagras.
Cuando despertó, el día era luminoso y soplaba un viento fuerte. Aeron desayunó un caldo de almejas y algas cocinado sobre leña arrastrada por el mar. Nada más terminar, Merlyn bajó de su torreón con una docena de guardias para ir a buscarlo.
–El rey ha muerto -le dijo Pelomojado.
–Ya lo sé. Recibí un pájaro. Y acaba de llegar otro. – Merlyn era un hombre calvo, gordo, flácido, que se hacía llamar lord, al estilo de las tierras verdes, y se vestía con prendas de piel y terciopelo-. Un cuervo me convoca en Pyke y el otro en Diez Torres. Los krákens tenéis demasiados brazos; ¿qué queréis? ¿Que me divida? ¿Qué me decís vos, sacerdote? ¿Adónde debo enviar mis barcoluengos?
Aeron frunció el ceño. Diez Torres era el territorio del señor de Harlaw.
–¿Habéis dicho Diez Torres? ¿Qué kraken os llama allí?
–La princesa Asha. Ha puesto rumbo a casa. El Lector ha enviado cuervos para convocar a todos sus amigos a Harlaw. Dice que Balon tenía intención de que ella ocupara el Trono de Piedramar.
–Será el Dios Ahogado el que decida quién ocupará el Trono de Piedramar -replicó el sacerdote-. Arrodillaos para que os bendiga. – Lord Merlyn se dejó caer de rodillas; Aeron quitó el corcho del pellejo y le derramó un chorro de agua marina por la calva-. Señor Dios, que te ahogaste por nosotros, permite que tu siervo Meldred renazca del mar. Bendícelo con sal, bendícelo con piedra, bendícelo con acero. – El agua corrió por las mejillas rechonchas de Merlyn, y le empapó la barba y el manto de piel de zorro-. Lo que está muerto no puede morir -terminó Aeron-, sino que se levanta de nuevo, más duro y más fuerte. – Cuando Merlyn se levantó para retirarse lo detuvo con un gesto-. Quedaos y escuchad, para que podáis repetirle al mundo la palabra del dios.
A un metro de la orilla, las olas rompían contra una roca de granito redondeada. Aeron Pelomojado se subió a ella para que todos sus discípulos pudieran verlo y escuchar lo que les iba a decir.
–Nacimos del mar y al mar hemos de volver -comenzó, como en tantos cientos de ocasiones-. El Dios de la Tormenta, en su ira, arrancó a Balon de su castillo y lo estrelló contra las rocas; ahora celebra sus banquetes bajo las olas. – Alzó las manos-. ¡El rey del hierro ha muerto! ¡Pero vendrá otro rey! ¡Porque lo que está muerto no puede morir, sino que se levanta, más duro, más fuerte!
–¡Un rey se levantará! – gritaron los hombres ahogados.
–Un rey se levantará. Así será. Pero ¿quién? – Pelomojado escuchó un instante, pero únicamente le respondieron las olas-. ¿Quién será nuestro rey?
Los hombres ahogados empezaron a hacer chocar los garrotes de madera de deriva.
–¡Pelomojado! – gritaron-. ¡Pelomojado rey! ¡Aeron rey! ¡Queremos a Pelomojado!
Aeron sacudió la cabeza.
–Si un padre tiene dos hijos, y al uno le da un hacha y al otro una red, ¿cuál quiere que sea el guerrero?
–¡El hacha es para el guerrero! – le gritó Rus-. ¡La red es para el que pesca en los mares!
–Así es -dijo Aeron-. El dios me enterró bajo las olas y ahogó al ser indigno que fui. Cuando me devolvió a la superficie me había dado ojos para ver, oídos para oír y voz para proclamar su palabra, para que fuera su profeta y enseñara su verdad a los que la han olvidado. No seré yo quien ocupe el Trono de Piedramar… ni tampoco Euron Ojo de Cuervo. Porque he escuchado al dios, y el dios dice: ¡ningún impío se sentará en mi Trono de Piedramar!
Merlyn cruzó los brazos ante el pecho.
–¿Quién será entonces? ¿Asha? ¿O Victarion? ¡Decídnoslo, sacerdote!
–El Dios Ahogado os lo dirá, pero no será aquí. – Aeron señaló el rostro blanco y seboso de Merlyn-. No debéis mirarme a mí, ni a las leyes de los hombres, sino al mar. Izad las velas y moved los remos, mi señor; tenéis que ir a Viejo Wyk. Vos, y también todos los capitanes y reyes. No acudáis a Pyke para inclinaros ante el impío, ni a Harlaw para confabular con mujeres intrigantes. Poned rumbo a Viejo Wyk, donde se alzaron las estancias del Rey Gris. Os convoco en nombre del Dios Ahogado, ¡en su nombre os convoco a todos! Dejad los salones y las chozas, los castillos y los torreones, ¡regresad a la colina de Nagga para celebrar una asamblea de sucesión!
Merlyn se lo quedó mirando boquiabierto.
–¿Una asamblea de sucesión? No ha habido una verdadera asamblea desde hace…
–¡… demasiado tiempo! – exclamó Aeron con aflicción-. Pero en el amanecer de los tiempos, los hijos del hierro elegían a sus reyes, nombraban al mejor de entre todos ellos. Ya va siendo hora de que volvamos a las Antiguas Costumbres, porque sólo eso nos volverá a hacer grandes. Fue en una asamblea de sucesión donde se eligió a Urras Pie de Hierro como Gran Rey y se le ciñeron las sienes con una corona de madera arrastrada por el mar. Sylas el Chato, Harrag Hoare, el Viejo Kraken… Todos fueron elegidos por una asamblea. Y de esta asamblea de sucesión surgirá un hombre que acabará el trabajo que ha comenzado el rey Balon, un hombre que nos hará recuperar la libertad. No vayáis a Pyke, ni a las Diez Torres de Harlaw; yo os digo: ¡id a Viejo Wyk! Buscad en la colina de Nagga y en los huesos de la cámara del Rey Gris, porque en ese lugar sagrado, cuando la luna se ahogue y resurja, nombraremos a un rey digno, a un rey piadoso. – Volvió a alzar las manos huesudas-. ¡Escuchad! ¡Escuchad las olas! ¡Escuchad al dios! Nos está hablando, oíd lo que nos dice: ¡sólo la asamblea puede elegir al rey!
La multitud respondió con un rugido; los hombres ahogados entrechocaron los garrotes.
–¡Una asamblea! – gritaron-. ¡Una asamblea, una asamblea! ¡Sólo la asamblea puede elegir al rey!
El clamor era tal que, sin duda, Ojo de Cuervo alcanzó a oír los gritos en Pyke, y el malévolo Dios de la Tormenta, en sus estancias nubosas. Y Aeron Pelomojado supo que había obrado bien.