SAMWELL

La Viento Canela era una nave cisne procedente de Árboles Altos, en las Islas del Verano, donde los hombres eran negros, las mujeres eran procaces y hasta los dioses eran extraños. No llevaban a bordo ningún septón que pudiera recitar la plegaria fúnebre, de modo que la tarea le correspondió a Samwell Tarly, cuando pasaban frente a la abrasadora costa sur de Dorne.

Sam se había vestido de negro para la oración, aunque la tarde era bochornosa, sin apenas un atisbo de viento.

–Fue un buen hombre -comenzó. Nada más decirlo, se dio cuenta de que no era verdad-. No. Fue un gran hombre. Un maestre de la Ciudadela, con cadena y votos; un Hermano Juramentado de la Guardia de la Noche, siempre leal. Cuando nació le pusieron el nombre de un héroe que había muerto demasiado joven, pero aunque él tuvo una vida muy, muy larga, no fue por ello menos heroica. No ha habido hombre más sabio, más amable, más bondadoso. Por el Muro pasó una docena de lores comandantes durante sus años de servicio, y a todos les prestó consejo. También aconsejó a reyes. Él mismo podría haber sido rey. Pero cuando le ofrecieron la corona pidió que se la entregaran a su hermano menor. ¿Cuántos habrían hecho eso? – Sam sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas; sabía que no podría seguir mucho más-. Era de la sangre del dragón, pero su fuego se ha apagado. Era Aemon Targaryen. Ahora, su guardia ha terminado.

–Ahora, su guardia ha terminado -repitió Elí mientras acunaba al bebé.

Kojja Mo lo repitió también en la lengua común de Poniente, y a continuación, en la lengua del verano para Xhondo, su padre y el resto de la tripulación. Sam agachó la cabeza y se echó a llorar, con sollozos tan violentos que todo su cuerpo se estremecía. Elí acudió a su lado y le ofreció el hombro. Ella también tenía lágrimas en los ojos.

El aire era húmedo, cálido, inmóvil, y la Viento Canela iba a la deriva por un mar azul, lejos de la orilla.

–Sam Negro dice palabras bien -dijo Xhondo-. Ahora bebemos su vida.

Soltó un grito en la lengua del verano, y unos llevaron rodando un barril de ron especiado a la cubierta de popa, donde lo abrieron para que los que estaban de guardia pudieran llenar sus tazones en memoria del anciano dragón ciego. La tripulación lo había conocido unos pocos días atrás, pero los isleños del verano honraban a los ancianos y rendían honores a los muertos.

Sam no había bebido ron hasta entonces. Era una bebida extraña y embriagadora, dulce al principio, pero con un regusto ardiente que quemaba la lengua. Estaba cansado, muy cansado. Le dolía hasta el último músculo; incluso sentía dolor en sitios donde no sabía que hubiera músculos. Tenía las rodillas entumecidas, y las manos, llenas de ampollas recientes y de trozos de piel muerta allí donde se le habían reventado las viejas. Pero entre las ampollas, el ron y la tristeza, el dolor parecía amortiguado.

–Si hubiéramos podido llevarlo a Antigua, tal vez los archimaestres lo habrían salvado -le dijo a Elí mientras bebían tragos de ron en el castillo de proa de la Viento Canela-. Los sanadores de la Ciudadela son los mejores de los Siete Reinos. La verdad es que creía… Me atreví a esperar que…

En Braavos había llegado a creer que Aemon podía recuperarse. Cuando Xhondo le habló de los dragones, el anciano casi volvió a ser el de siempre. Aquella noche se comió hasta la última miga de lo que Sam le puso delante.

–A nadie se le ocurrió buscar a una chica -dijo-. Se nos prometió un príncipe, no una princesa. En cambio, Rhaegar… El humo era por el fuego que consumió Refugio Estival el día en que nació; la sal, por las lágrimas derramadas por los muertos. Cuando era joven compartía mi creencia, pero más tarde se convenció de que la profecía se cumpliría en su hijo, porque el día en que concibieron a Aegon, un cometa pasó sobre Desembarco del Rey, y Rhaegar estaba seguro de que la estrella sangrante tenía que ser un cometa. ¡Qué estúpidos fuimos, nosotros que nos creíamos tan sabios! El error partió de la traducción. Los dragones no son machos ni hembras. Barth se dio cuenta; son lo uno y lo otro, tan mutables como las llamas. El idioma nos tuvo sobre una pista falsa durante un milenio. Daenerys es la enviada, nacida entre la sal y el humo. Los dragones lo demuestran. – Hablar de ella hacía que el anciano pareciera más fuerte-. Tengo que ir a verla. Tengo que verla. Ojalá tuviera diez años menos…

La determinación de Aemon era tal que hasta subió por la plancha de la Viento Canela por su propio pie en cuanto Sam hizo los arreglos necesarios para conseguir pasaje. Ya le había dado a Xhondo la espada con su vaina para compensar al gigantesco contramaestre por la capa de plumas que había perdido cuando lo salvó de ahogarse. No les quedaba nada de valor, salvo los libros que habían sacado de las criptas del Castillo Negro. Sam se despidió de ellos con tristeza.

–Iban a ser para la Ciudadela -explicó cuando Xhondo le preguntó qué le pasaba.

El contramaestre tradujo lo que decía, y el capitán se echó a reír.

–Quhuru Mo dice que hombres grises van tener libros -le explicó Xhondo-. Pero comprar libros a Quhuru Mo. Maestres pagar buena plata por libros que no tener, a veces oro rojo y amarillo.

El capitán había pedido también la cadena de Aemon, pero Sam se mostró inflexible en aquel aspecto. Les explicó que perder la cadena era una deshonra para cualquier maestre. Xhondo tuvo que repetirlo tres veces antes de que Quhuru Mo lo aceptara. Cuando cerraron el trato, Sam ya no tenía botas, prendas negras ni ropa interior, ni tampoco el cuerno roto que había encontrado Jon Nieve en el Puño de los Primeros Hombres.

«No tenía más remedio -se dijo-. No podíamos quedarnos en Braavos, y aparte de robar o mendigar, no había otra manera de pagar el pasaje.»

Habría pagado el triple y le habría parecido barato si hubieran conseguido llevar al maestre Aemon a Antigua.

Pero la travesía hacia el sur fue turbulenta, y cada tormenta se cobraba su precio en las fuerzas y el ánimo del anciano. En Pentos pidió que lo subieran a cubierta para que Sam le pintara con palabras una imagen de la ciudad. Fue la última vez que salió del lecho del capitán. Poco después se le volvió a ir la cabeza. Cuando la Viento Canela pasó ante la Torre Sangrante para entrar en el puerto de Tyrosh, Aemon ya no hablaba de buscar un barco que lo llevara al este. Volvía a farfullar sobre Antigua y los archimaestres de la Ciudadela.

–Tienes que contárselo, Sam -le dijo-. A los archimaestres. Tienes que hacérselo entender. Los hombres que vivían en la Ciudadela cuando yo estaba allí llevan muertos cincuenta años. Estos de ahora no me conocieron. Mis cartas… En Antigua deben de considerarlas los delirios de un viejo al que se le han reblandecido los sesos. Tienes que convencerlos, ya que yo no podré. Háblales, Sam… Háblales del Muro… De los espectros, de los caminantes blancos, del frío que repta…

–Lo haré -le prometió Sam-. Sumaré mi voz a la vuestra, maestre. Se lo diremos todo los dos juntos.

–No -replicó el anciano-. Tendrás que ser tú. Háblales de ello. De la profecía… Del sueño de mi hermano… Lady Melisandre ha malinterpretado las señales. Stannis… Stannis tiene algo de sangre de dragón, sí. Igual que sus hermanos. Rhaelle, la hijita de Egg, así les llegó. El padre de su madre… Cuando era pequeña me llamaba tío maestre. Lo recordaba, así que me atreví a albergar la esperanza… Tal vez quisiera… Todos nos engañamos cuando queremos creer algo. Melisandre es la que más se engaña. Esa espada no es la espada; tiene que saberlo… Luz sin calor… Un hechizo vacío… No es la espada, y la falsa luz sólo nos lleva a adentrarnos más en la oscuridad, Sam. Nuestra esperanza es Daenerys. Díselo a todos en la Ciudadela. Hazte escuchar. Tienen que enviarle un maestre. Daenerys necesita consejo, enseñanza, protección. Siempre me he quedado atrás, observando, aguardando, y ahora que ha llegado el momento soy demasiado viejo. Me muero, Sam. – Cuando lo reconoció, las lágrimas manaron de sus ojos ciegos-. La muerte no debería asustarme a mis años, pero tengo miedo. Qué tontería, ¿verdad? Esté donde esté, siempre hay oscuridad. Entonces, ¿por qué temo a la oscuridad? Pero no puedo dejar de preguntarme qué pasará cuando mi cuerpo pierda el último resto de calor. ¿Celebraré un banquete eterno en las estancias doradas del Padre, como dicen los septones? ¿Volveré a hablar con Egg? ¿Me encontraré con un Dareon ileso y feliz? ¿Oiré cómo mis hermanas cantan a sus hijos? ¿Qué pasa si es verdad lo que dicen los señores de los caballos? ¿Cabalgaremos eternamente por el cielo nocturno a lomos de un corcel de fuego? ¿O tendré que regresar a este valle de lágrimas? ¿Quién lo puede decir con certeza? ¿Quién ha vuelto de detrás de la muralla de la muerte? Sólo los espectros, y ya sabemos cómo son. Ya lo sabemos.

Sam no tenía respuesta para aquello, pero le proporcionó al anciano el poco consuelo que pudo. Después entró Elí y le cantó una canción, una tonadilla sin sentido que le habían enseñado las otras esposas de Craster. Consiguió que Aemon sonriera; luego se quedó dormido.

Fue uno de sus últimos días buenos. Después se pasó más tiempo dormitando que despierto, acurrucado bajo un montón de pieles en el camarote del capitán. A veces murmuraba incoherencias en sueños. Cuando se despertaba llamaba a Sam; insistía en que tenía que decirle algo, pero casi siempre se olvidaba de qué era antes de que llegara, y si lo recordaba, sus frases eran un caos. Hablaba de sueños, pero no decía quién soñaba, de una vela de cristal que no se podía encender, de huevos que no se podían incubar. Decía que la esfinge era el acertijo, no la que planteaba el acertijo, significara lo que significara. Le pidió a Sam que le leyera un libro del septón Barth, cuyas obras habían sido quemadas durante el reinado de Baelor el Santo. En cierta ocasión se despertó llorando.

–El dragón debe tener tres cabezas -sollozó-, pero soy demasiado viejo y frágil para ser una. Yo debería estar con ella para mostrarle el camino, pero el cuerpo me ha traicionado.

Cuando la Viento Canela cruzó los Peldaños de Piedra, el maestre Aemon ya se olvidaba del nombre de Sam. En ocasiones lo confundía con uno de sus hermanos muertos.

–Estaba demasiado débil para hacer un viaje tan largo -le dijo Sam a Elí en el castillo de proa tras beber otro trago de ron-. Jon tendría que haberse dado cuenta. Aemon tenía ciento dos años; no debió embarcarse. Si se hubiera quedado en el Castillo Negro, tal vez habría vivido diez años más.

–O ella lo habría quemado vivo. La mujer roja. – Pese al millar de leguas que los separaban del Muro, Elí seguía sin atreverse a pronunciar el nombre de Lady Melisandre-. Quería sangre de rey para sus hogueras. Val lo sabía, y Lord Nieve también. Por eso me hicieron llevarme al bebé de Dalla y dejar al mío en su lugar. El maestre Aemon se ha dormido y ya no despertará, pero si se hubiera quedado, ella lo habría quemado.

«Va a arder de todos modos -pensó Sam con tristeza-, sólo que ahora tendré que quemarlo yo.»

Los Targaryen siempre habían entregado a sus caídos a las llamas. Quhuru Mo no permitió que encendieran una pira a bordo de la Viento Canela, de manera que tuvieron que meter el cadáver de Aemon en un barril de ron tostado para conservarlo hasta que el barco llegara a Antigua.

–La noche anterior a su muerte me pidió que le dejara tener al bebé en brazos -continuó Elí-. Me daba miedo que se le cayera, pero lo cogió muy bien. Acunó al hijo de Dalla y le tarareó una canción, y el niño levantó la manita y le tocó la cara. Le tiró del labio; pensé que le iba a hacer daño, pero el anciano se rió. – Le dio una palmadita a Sam en la mano-. Si quieres podemos llamarlo Maestre. Cuando sea mayor, claro, todavía no. ¿Te parece bien?

Maestre no es un nombre. Pero lo puedes llamar Aemon.

Elí se lo pensó un momento.

–Dalla lo parió durante la batalla, mientras las espadas cantaban a su alrededor. Así se tendría que llamar. Aemon de la Batalla. Aemon Canciondeacero.

«Ese nombre le gustaría a mi señor padre. Es un nombre de guerrero.»

Al fin y al cabo, el niño era hijo de Mance Rayder y nieto de Craster. Por sus venas no corría la sangre cobarde de Sam.

–Sí. Ponle ese nombre.

–Cuando tenga dos años -prometió la chica-. No antes.

–¿Dónde está el bebé? – se le ocurrió de repente a Sam.

Entre el ron y la tristeza no se había dado cuenta hasta entonces de que Elí no llevaba al pequeño en brazos.

–Lo tiene Kojja. Le he pedido que lo cuidara un rato.

–Ah.

Kojja Mo era la hija del capitán, más alta que Sam y esbelta como un junco, con la piel negra y lisa como el azabache pulido. Estaba al mando de los arqueros rojos del barco; tensaba un arco de doble curva que podía lanzar una flecha a cuatrocientos pasos de distancia. Cuando los piratas los atacaron en los Peldaños de Piedra, las flechas de Kojja mataron a una docena, mientras que todas las de Sam fueron a parar al agua. Y lo único que le gustaba más que su arco era sentarse al bebé de Dalla en las rodillas para darle saltitos y cantarle en la lengua del verano. El príncipe salvaje se había convertido en objeto de adoración para todas las mujeres de la tripulación, y Elí se lo confiaba como jamás se lo habría confiado a ningún hombre.

–Qué amable por parte de Kojja -comentó Sam.

–Al principio tenía miedo de ella -dijo Elí-. Es tan negra, tiene los dientes tan grandes y tan blancos… Temía que fuera una bestia, o un monstruo, pero no. Es buena. Me cae bien.

–Ya lo veo.

Durante casi toda su vida, el único hombre al que había conocido Elí era el aterrador Craster. El resto de su mundo lo componían sólo mujeres.

«Tiene miedo de los hombres, pero no de las mujeres», pensó Sam.

Era comprensible. Cuando vivía en Colina Cuerno, él también prefería la compañía femenina. Sus hermanas se habían portado bien con él y, aunque las otras niñas le hacían burla a veces, era más fácil olvidarse de las palabras crueles que de los golpes y bofetadas que le propinaban los niños del castillo. Incluso entonces, a bordo de la Viento Canela, Sam se sentía más a gusto con Kojja Mo que con su padre, aunque tal vez fuera porque ella hablaba la lengua común y él no.

–Tú también me caes bien, Sam -susurró Elí-. Y me gusta esta bebida. Sabe a fuego.

«Sí -pensó Sam-, es una bebida para dragones.»

Tenían vacías las copas, así que se dirigió al barril y las volvió a llenar. El sol estaba muy bajo e imponente en el cielo del oeste. Su luz rojiza hacía que Elí pareciera sonrojada. Bebieron una copa a la salud de Kojja Mo, otra a la del hijo de Dalla, y otra a la del bebé de Elí, que estaría allá en el Muro. Después, les pareció casi obligatorio beber dos copas por Aemon de la Casa Targaryen.

–Que el Padre lo juzgue con justicia -dijo Sam sorbiendo por la nariz.

Casi se había puesto el sol; sólo quedaba una larga línea brillante en el horizonte, como un desgarrón que hendiera el cielo. Elí dijo que la bebida hacía que el barco diera vueltas, de modo que Sam la ayudó a bajar por la escalerilla hasta los camarotes de las mujeres, en la popa del barco.

Ante la puerta había un farol, y al entrar, Sam se dio un golpe en la cabeza. Dejó escapar una exclamación de dolor.

–¿Te has hecho daño? – preguntó Elí-. Déjame ver.

Se acercó a él…

… y le dio un beso en la boca.

Sam advirtió que se lo estaba devolviendo.

«Pronuncié el juramento», pensó, pero las manos de la chica le estaban quitando las prendas negras y le desataban los cordones de los calzones.

Interrumpió el beso el tiempo justo para protestar.

–No podemos.

–Sí que podemos -replicó Elí, y volvió a cubrirle la boca con la suya.

La Viento Canela daba vueltas a su alrededor; notaba el sabor del ron en la boca de Elí, y luego notó sus pechos desnudos, y se los estaba tocando.

«Pronuncié el juramento», pensó otra vez, pero tenía uno de sus pezones entre los labios. Era rosado y duro, y cuando lo chupó se le llenó la boca de leche, que se mezcló con el sabor del ron, y nunca había probado nada tan delicioso, tan dulce, tan placentero.

«Si sigo, no seré mejor que Dareon.» Pero aquello era demasiado grato para detenerse.

Y de repente tenía la polla fuera; le sobresalía de los calzones como un grueso mástil rosado. Tenía un aspecto tan estúpido, allí, de pie, que poco le faltó para echarse a reír, pero Elí lo empujó para que se tendiera en su catre, se subió las faldas hasta los muslos y se sentó encima de él con un gemido. Aquello era incluso mejor que sus pezones.

«Qué húmeda está -pensó, jadeante-. No sabía que las mujeres estuvieran tan húmedas por ahí abajo.»

–Ahora soy tu esposa -susurró mientras se movía arriba y abajo encima de él.

Y Sam gimió, y pensó «No, no puede ser, pronuncié el juramento». Pero sólo le salió una palabra.

–Sí.

Más tarde, ella se quedó dormida, abrazada a él, con la cara contra su pecho. Sam también necesitaba dormir, pero estaba ebrio de ron, de leche materna y de Elí. Sabía que tenía que irse a su hamaca, en el camarote de los hombres, pero se sentía tan bien allí, abrazado a ella, que no podía moverse.

Entraron otros, hombres y mujeres, oyó como se besaban, como reían y copulaban.

«Isleños del verano. Es su manera de llorar. Reaccionan a la muerte con vida.»

Sam había leído sobre aquello mucho tiempo atrás. Se preguntó si Elí lo sabría, si Kojja Mo se lo habría contado.

Aspiró la fragancia de su cabello, y se quedó mirando el farol que se mecía en el techo.

«Ni la Vieja podría guiarme para que salga con bien de esta. – Lo mejor que podía hacer era marcharse de allí y tirarse al mar-. Si me ahogo, nadie sabrá que me he deshonrado y he roto mis juramentos, y Elí podrá buscarse un hombre mejor, que no sea un gordo cobarde.»

Se despertó a la mañana siguiente en su hamaca, en el camarote de los hombres, con el sonido de los gritos de Xhondo.

–¡Viento! – rugía el contramaestre-. Despierta y trabaja, Sam Negro. ¡Viento!

Xhondo compensaba con volumen lo que le faltaba en vocabulario. Sam se levantó de golpe de la hamaca, y al momento se arrepintió. Se sentía como si le fuera a estallar la cabeza; durante la noche se le había reventado una ampolla de la mano, y tenía unas ganas locas de vomitar.

Pero Xhondo no mostró clemencia, de modo que buscó su ropa negra. La encontró amontonada y húmeda bajo su hamaca, en la cubierta. Olisqueó las prendas para comprobar su estado, e inhaló el olor de la sal, el mar, la brea, la lona húmeda, el moho, la fruta, el pescado, el ron tostado, especias extrañas y maderas exóticas, y el de su propio sudor seco. Pero también olían a Elí; tenían el aroma limpio de su pelo, el olor dulce de su leche, y se alegró de volver a ponérselas. Pese a todo, habría dado cualquier cosa por unos calcetines secos. Le había salido una especie de hongo entre los dedos de los pies.

El arcón de libros no había bastado para pagar cuatro pasajes de Braavos a Antigua. Por suerte faltaban hombres en la Viento Canela, de modo que Quhuru Mo accedió a transportarlos a cambio de que trabajaran durante la travesía. Sam argumentó que el maestre Aemon estaba demasiado débil, el niño era un bebé y Elí sentía pánico en el mar, pero Xhondo se echó a reír.

–Sam Negro es grande y gordo. Sam Negro trabajará por cuatro.

En honor a la verdad, Sam era tan torpe que no creía que estuviera trabajando siquiera por uno, pero al menos se esforzaba. Fregaba las cubiertas y las frotaba con piedras; tiraba de la cadena del ancla; enroscaba sogas; cazaba ratas; remendaba velas desgarradas; sellaba fugas con brea caliente; quitaba las espinas del pescado y troceaba fruta para el cocinero. Elí también intentó colaborar. Los aparejos se le daban mejor que a Sam, aunque todavía, de cuando en cuando, la visión de tanta agua sin tierra cerca le hacía cerrar los ojos.

«Elí -pensó Sam-. ¿Qué voy a hacer con Elí?»

Fue un día largo, de calor pegajoso, y el dolor de cabeza hizo que le pareciera más largo todavía. Sam se mantuvo atareado con cabos, velas y otras tareas que le encomendó Xhondo, y trató de evitar que se le fueran los ojos hacia el barril de ron que contenía el cadáver del maestre Aemon… y hacia Elí. Después de lo que había ocurrido la noche anterior, no podía mirar a la chica salvaje a la cara. Cuando ella subía a la cubierta, él bajaba. Cuando ella iba a la proa, él se marchaba a popa. Y cuando ella le sonreía, él se volvía y se sentía un miserable.

«Tendría que haberme tirado al mar cuando Elí aún estaba dormida -pensó-. Siempre he sido un cobarde, pero hasta ahora no había sido un perjuro.»

Si el maestre Aemon no hubiera muerto, Sam le habría preguntado qué debía hacer. Habría acudido a Jon Nieve si hubiera estado a bordo, o incluso a Pyp, o a Grenn. Pero sólo tenía a Xhondo.

«Xhondo no me entendería si se lo dijera. Y si me entendiera, me aconsejaría que me la follara otra vez.»

Follar era la primera palabra que había aprendido Xhondo en la lengua común, y le había cogido mucho cariño.

Tenía suerte de que la Viento Canela fuera tan grande. En la Pájaro Negro, a Elí no le habría costado nada cruzarse con él. Naves cisne: con ese nombre llamaban en los Siete Reinos a los grandes navíos de las Islas del Verano, por sus ondulantes velas blancas y por sus mascarones de proa, que normalmente tenían forma de ave. Pese a su gran tamaño, remontaban las olas con una elegancia muy característica. Con ayuda de un buen viento, la Viento Canela era más veloz que cualquier galera, aunque en momentos de calma chicha quedaba impotente. Y tenía muchos lugares donde se podía esconder un cobarde.

La guardia de Sam casi había terminado cuando por fin se vio acorralado. Estaba bajando por una escalerilla cuando Xhondo lo cogió por el cuello del jubón.

–Sam Negro ven -dijo al tiempo que lo arrastraba por la cubierta para soltarlo a los pies de Kojja Mo.

Al norte, en el horizonte, se divisaba una neblina muy baja. Kojja señaló hacia allí.

–Aquello es la costa de Dorne. Arena, rocas y escorpiones, y ni un lugar bueno para anclar en cientos de leguas. Si quieres puedes ir nadando, y luego llegar a pie hasta Antigua. Tendrás que atravesar el desierto, escalar unas cuantas montañas y cruzar a nado el Torentine. O puedes ir con Elí.

–No lo entiendes. Anoche…

–Anoche honrasteis a vuestros muertos, a los dioses que os crearon a los dos. Xhondo hizo lo mismo. Yo tenía al bebé; si no, habría estado con él. Los ponientis os avergonzáis del amor. El amor no tiene nada de vergonzoso, y si los septones os dicen que sí, es que vuestros siete dioses son unos demonios. En las Islas sabemos que no es así. Nuestros dioses nos dieron piernas con las que correr, narices con las que oler, manos con las que tocar y acariciar… ¿Qué dios loco y cruel le daría ojos a un hombre y luego le diría que los tuviera siempre cerrados, que no contemplara nunca toda la belleza que hay en el mundo? Sólo un dios monstruoso, un demonio de la oscuridad. – Kojja puso la mano entre las piernas de Sam-. Los dioses también te dieron esto para algo, para… ¿Cómo se dice en ponienti?

–Follar -contribuyó Xhondo de buena gana.

–Para follar. Para dar placer y hacer niños. Eso no tiene nada de vergonzoso.

Sam retrocedió un paso.

–Hice unos votos. – «No tomaré esposa, no engendraré hijos»-. Pronuncié el juramento.

–Ella ya sabe qué juramento pronunciaste. En algunos aspectos es una niña, pero no está ciega. Sabe por qué vistes de negro y por qué vais a Antigua. Sabe que no serás suyo para siempre. Pero quiere tenerte durante un tiempo, nada más. Ha perdido a su padre y esposo, a su madre, a sus hermanas, su hogar, su mundo… Sólo os tiene al bebé y a ti. Así que ve con ella o empieza a nadar.

Sam contempló con desesperación la neblina que marcaba la orilla distante. Sabía que no podría salvar a nado un trecho tan largo.

Fue con Elí.

–Lo que hicimos… Si pudiera tener una esposa, te elegiría a ti antes que a cualquier princesa o doncella noble, pero no puedo. Sigo siendo un cuervo. Pronuncié el juramento, Elí. Fui con Jon a los bosques y pronuncié el juramento ante un árbol corazón.

–Los árboles nos vigilan -susurró Elí mientras se secaba las lágrimas de las mejillas-. En el bosque lo ven todo. Pero aquí no hay bosques. Sólo hay agua, Sam. Sólo agua.