GATA DE LOS CANALES

Se despertó antes de que saliera el sol, en la pequeña buhardilla que compartía con las hijas de Brosco.

Gata era siempre la primera en despertar. Bajo las mantas, con Brea y Talea, estaba cómoda y a gusto. Se quedó escuchando el sonido suave de su respiración. Cuando se desperezó y se sentó para buscar las zapatillas, Brea musitó una queja adormilada y se volvió. El frío que parecía emanar de las piedras grises le ponía a Gata la carne de gallina. Se vistió a toda prisa en la oscuridad. Cuando se estaba poniendo la túnica, Talea abrió los ojos.

–Gata, anda, sé buena y alcánzame la ropa.

Era una chiquilla torpe y desgarbada, toda piel, huesos y codos, que siempre se quejaba de frío.

Gata le llevó la ropa, y Talea se la puso bajo las mantas. Entre las dos, sacaron de la cama a su hermana mayor, mientras musitaba amenazas somnolientas.

Cuando las tres bajaron por la escalerilla que llevaba a su habitación, Brosco y sus hijos varones ya estaban en el bote, en el pequeño canal de la parte de atrás de la casa. Como todas las mañanas, Brosco les dijo con un rugido que se dieran prisa. Los muchachos ayudaron a Brea y a Talea a subir al bote. La misión de Gata consistía en desatarlos del atracadero, tirarle la amarra a Brea y dar un empujón al bote con el pie. Los hijos de Brosco dieron impulso con las pértigas. Gata corrió y salvó de un salto la distancia creciente entre el muelle y la cubierta.

Después, lo único que le quedaba era sentarse a bostezar durante largo rato, mientras Brosco y sus hijos los hacían avanzar en la luz previa al amanecer por un entramado de canales menores. Aquel día parecía diferente, claro y luminoso. En Braavos sólo había tres tipos de clima: la niebla era insoportable; la lluvia, peor, y la lluvia gélida, lo peor de todo. Pero muy de cuando en cuando llegaba un amanecer rosado y azul, y el aire era límpido y estaba cargado de salitre. Eran los días que más le gustaban a Gata.

Cuando llegaron a la amplia vía de agua conocida como canal Largo, giraron hacia el sur en dirección al mercado de pescado. Gata iba sentada con las piernas cruzadas; trataba de contener los bostezos y de recordar detalles del sueño.

«He vuelto a soñar que era una loba.» Lo que mejor recordaba eran los olores: árboles y tierra, sus hermanos de manada, el rastro del caballo, del ciervo, del hombre, todos diferentes, y el hedor agudo y acre del miedo, siempre el mismo. A veces, los sueños de lobo eran tan vívidos que oía los aullidos de sus hermanos al despertar, y en cierta ocasión, Brea le dijo que había estado gruñendo en sueños y dando zarpazos bajo las mantas. Le pareció una mentira idiota hasta que Talea se lo confirmó.

«No debería tener sueños de lobo -se dijo la niña-. Ahora soy una gata, no una loba. Ahora soy la gata de los canales.» Los sueños de lobo eran de Arya de la Casa Stark. Pero por mucho que lo intentara, no podía librarse de Arya. Daba igual que durmiera en los sótanos del templo o en su pequeña buhardilla, con las hijas de Brosco; los sueños de lobo seguían acosándola por las noches. Y a veces tenía otros sueños.

Los sueños de lobo eran los buenos. En los sueños de lobo era rápida y fuerte; daba caza a su presa con su manada. El que detestaba era el otro sueño, aquel en el que tenía dos piernas en vez de cuatro patas. En él siempre estaba buscando a su madre, caminando a trompicones por un páramo de barro, sangre y fuego. Era un sueño en el que siempre llovía. Oía los gritos de su madre, pero un monstruo con cabeza de perro le impedía ir a salvarla. Era un sueño en el que siempre acababa llorando como una niñita asustada.

«Los gatos no lloran -se dijo-. Ni los lobos. No es más que un sueño idiota.»

El canal Largo llevó el bote de Brosco bajo las cúpulas de cobre verde del Palacio de la Verdad y las altas torres cuadradas de los Prestayn y los Antaryon, antes de pasar por debajo de los inmensos arcos grises del río de agua dulce en dirección al barrio conocido como Ciudad Sedimento, donde los edificios eran más pequeños y menos majestuosos. A lo largo del día, el canal se convertiría en un hervidero de botes y barcazas, pero en la oscuridad previa al amanecer lo tenían casi entero para ellos solos. A Brosco le gustaba llegar al mercado de pescado justo cuando el Titán anunciaba la salida del sol con su rugido. El sonido retumbaba por toda la albufera; la distancia lo amortiguaba, pero aun así bastaba para despertar a la ciudad.

Cuando Brosco y sus hijos amarraban junto al mercado de pescado, ya estaba abarrotada de vendedores de arenques, pescaderas, recolectores de ostras y almejas, mayordomos, cocineros, criadas y tripulantes de las galeras, todos negociando a gritos mientras inspeccionaban las capturas. Brosco siempre iba de bote en bote y examinaba el marisco; de cuando en cuando daba un golpecito a una caja con el bastón.

–Este -decía-. Sí. – Tap tap-. Este. – Tap tap-. No, ese no. Este. – Tap.

No era muy dado a la conversación. Talea decía que su padre era tan rácano con las palabras como con las monedas. Ostras, almejas, centollos, mejillones, berberechos, a veces gambas… Brosco compraba lo que tuviera mejor aspecto cada día. A ellos les correspondía llevar al bote las cajas y barriles que golpeara con el bastón. Brosco estaba mal de la espalda, no podía levantar nada que pesara más que un pichel de cerveza negra.

Cuando emprendían el camino de regreso a casa, Gata apestaba siempre a pescado y a salmuera. Se había acostumbrado tanto al olor que ya casi no lo percibía. El trabajo no le importaba. Cuando le dolían los músculos de tanto cargar, o la espalda por el peso de un barril, se decía que se estaba haciendo más fuerte.

Cuando tenían todos los barriles a bordo, Brosco volvía a hacer la seña, y sus hijos manejaban otra vez las pértigas por el canal Largo. Brea y Talea se dedicaban a cuchichear en la proa del bote. Gata sabía que hablaban del amigo de Brea, con el que se reunía en el tejado cuando su padre se iba a dormir.

–Aprende tres cosas nuevas antes de volver con nosotros -le había ordenado a Gata el hombre bondadoso al enviarla a la ciudad.

Y siempre lo hacía. A veces no eran más que tres palabras nuevas del idioma braavosi. A veces llevaba anécdotas de marineros, o sucesos asombrosos del ancho y húmedo mundo que se extendía más allá de las islas de Braavos: guerras, lluvias de sapos, dragones recién incubados… A veces aprendía tres chistes nuevos, tres nuevos acertijos, o tres trucos de un oficio u otro. Y muy de cuando en cuando averiguaba algún secreto.

Braavos era una ciudad hecha para los secretos, una ciudad de nieblas, de máscaras, de susurros. Según descubrió, hasta su existencia se había guardado en secreto durante un siglo; su situación permaneció oculta el triple de tiempo.

–Las Nueve Ciudades Libres son hijas de la primera Valyria -le enseñó el hombre bondadoso-. En cambio, Braavos es el hijo bastardo que se fugó de casa. Somos un pueblo mestizo, hijo de esclavos, putas y ladrones. Nuestros antepasados llegaron a este refugio procedentes de medio centenar de tierras, huyendo de los Señores Dragón, que los habían esclavizado. Se trajeron medio centenar de dioses, pero tienen uno en común.

–El que Tiene Muchos Rostros.

–Y muchos nombres -asintió el hombre bondadoso-. En Qohor es la Cabra Negra; en Yi Ti, el León de Noche; en Poniente, el Desconocido. Al final, todos tenemos que inclinarnos ante él, adoremos a los Siete, al Señor de la Luz, a la Madre Luna, al Dios Ahogado o al Gran Pastor. Toda la humanidad le pertenece. De lo contrario, en el mundo habría un pueblo cuyos habitantes vivirían eternamente. ¿Conoces algún pueblo que viva eternamente?

–No -respondió ella-. Todo hombre debe morir.

Gata siempre se encontraba al hombre bondadoso esperándola cuando regresaba al templo de la colina la noche en que la luna se tornaba negra.

–¿Qué sabes ahora que no supieras cuando te fuiste? – era su pregunta.

–Sé qué pone Beqqo el Ciego en la salsa picante que sirve con las ostras -respondía ella-. Sé que los comediantes del Farol Azul van a representar El señor del semblante triste y que los comediantes del Barco responderán con Siete remeros borrachos. Sé que el librero Lotho Lornel duerme en la casa del capitán mercante Moredo Prestayn cuando el honorable capitán mercante está de viaje, y se marcha cuando regresa la Zorra.

–Bueno es saber esas cosas. ¿Y quién eres tú?

–Nadie.

–Mientes. Eres Gata de los canales, te conozco. Vete a dormir, niña. Por la mañana tienes que servir.

–Todo hombre tiene que servir.

Y eso hacía tres días de cada treinta. Cuando la luna se tornaba oscura no era nadie, una sierva del Dios de Muchos Rostros que llevaba una túnica blanca y negra. Se adentraba en la oscuridad aromática en pos del hombre bondadoso, con el farol de hierro en la mano. Lavaba a los muertos, examinaba su ropa y contaba sus monedas. Algunos días seguía ayudando a Umma, la cocinera, y troceaba grandes champiñones blancos o desespinaba el pescado. Pero sólo cuando la luna era negra. El resto del tiempo era una huérfana, con unas botas zarrapastrosas que le quedaban grandes y una capa marrón con el dobladillo deshilachado, que gritaba «¡Mejillones, berberechos, almejas!» mientras empujaba su carretilla por el puerto del Trapero.

Sabía que la luna se volvería negra aquella noche; la anterior había sido apenas una esquirla. «¿Qué sabes ahora que no supieras cuando te fuiste?», le preguntaría el hombre bondadoso en cuanto la viera.

«Sé que Brea, la hija de Brosco, se reúne con un muchacho en el tejado cuando su padre se va a dormir -pensó-. Talea dice que Brea se deja tocar por él, aunque no es más que una rata de tejado, y todas las ratas de tejado son ladrones.» Pero era lo único. Necesitaba dos cosas más, pero tampoco estaba preocupada. Abajo, entre los barcos, siempre se aprendía algo.

Cuando volvieron a la casa, Gata ayudó a los hijos de Brosco a descargar el bote. Brosco y sus hijas repartieron el marisco entre tres carretillas, sobre un lecho de algas.

–Volved cuando lo hayáis vendido todo -les dijo Brosco a las chicas, igual que todas las mañanas, y ellas se fueron para pregonar la captura.

Brea empujaba su carretilla al puerto Púrpura, para vender a los marineros braavosis que anclaban allí sus barcos. Talea se iba a los callejones que rodeaban el estanque de la Luna, o vendía entre los templos de la isla de los Dioses. Gata se dirigió al puerto del Trapero, como hacía nueve días de cada diez.

Sólo los braavosis tenían permiso para utilizar el puerto Púrpura, desde la Ciudad Ahogada y el palacio del Señor del Mar; las naves de sus ciudades hermanas y las del resto del mundo tenían que conformarse con el puerto del Trapero, más mísero, sucio y desorganizado que el Púrpura. También era más ruidoso, ya que marineros y comerciantes de medio centenar de territorios abarrotaban sus muelles y callejones, mezclándose con aquellos que los servían o se aprovechaban de ellos. Era el lugar favorito de Gata, el que más le gustaba de Braavos. Disfrutaba con el ruido, con los olores extraños, viendo qué barcos habían llegado con la marea vespertina y cuáles habían zarpado. También le gustaban los marineros: los bulliciosos tyroshis con sus vozarrones retumbantes y sus bigotes teñidos; los lysenos de piel clara, siempre regateando para que les bajara el precio; los velludos y achaparrados marineros del Puerto de Ibben, que gruñían juramentos con sus voces graves y rasposas… Sus favoritos eran los isleños del verano, que tenían la piel tan lisa y oscura como la teca. Llevaban capas con plumas rojas, verdes y amarillas, y los mástiles altos y las velas blancas de sus naves cisne eran magníficos.

A veces también había ponientis: remeros y marineros de carracas procedentes de Antigua, de galeras mercantes del Valle Oscuro, Desembarco del Rey y Puerto Gaviota, de rechonchas cocas del Rejo… Gata sabía cómo se llamaban los mejillones, los berberechos y las almejas en braavosi, pero en el puerto del Trapero pregonaba su mercancía en la lengua del comercio, el idioma de los muelles, los atracaderos y las tabernas de marinos, una basta mezcolanza de palabras y expresiones tomadas de media docena de lenguas, acompañada de signos y gestos, la mayoría de ellos insultantes. Esos eran los que más le gustaban. Si alguien la molestaba, ella le hacía una higa, o lo llamaba picha de culo o coño de camello.

–No habré visto nunca un camello -les decía-, pero reconozco un coño de camello en cuanto lo huelo.

A veces, alguien se enfadaba, pero para esas ocasiones tenía el cuchillo. Lo llevaba siempre muy bien afilado, y además sabía utilizarlo. Roggo el Rojo la había adiestrado una tarde en el Puerto Feliz, mientras esperaba a que Lanna se quedara libre. La enseñó a escondérselo en la manga y a sacarlo cuando lo necesitara, y a cortar el cordón de un monedero tan limpia y rápidamente que le daría tiempo a gastar todo el dinero antes de que su dueño lo echara de menos. No estaba de más saberlo; hasta el hombre bondadoso lo reconocía. Sobre todo de noche, cuando los jaques y las ratas de tejado campaban por sus respetos.

Gata había hecho muchos amigos en los muelles: estibadores, comediantes, fabricantes de cuerdas, zurcidores de velas, taberneros, destiladores, panaderos, mendigos y prostitutas. Le compraban almejas y berberechos, le contaban historias verdaderas de Braavos y falsas sobre su vida, y se reían de su manera de pronunciar el braavosi. No le molestaba. En respuesta les hacía una higa y los llamaba coños de camello, con lo que se partían de risa. Gyloro Dothare le enseñó canciones picantes, y su hermano Gyleno le mostró el mejor lugar para pescar anguilas. Los comediantes del Barco la enseñaron a adoptar poses de héroe, y con ellos aprendió monólogos de La canción del Rhoyne, Las dos esposas del conquistador y La lujuriosa dama del mercader. Plumín, el hombrecillo de ojos tristes que escribía las mojigangas obscenas para el Barco, se ofreció a enseñarle cómo besaban las mujeres, pero Tagganaro le dio un golpe con un bacalao, y no se volvió a hablar del tema. Cossomo el Conjurador le hizo trucos de magia: podía comerse un ratón y luego sacárselo a ella de la oreja.

–Es magia -le decía.

–Qué va -respondía Gata-. Lo tenías en la manga; lo he visto moverse.

«¡Ostras, almejas, berberechos!», eran las palabras mágicas de Gata, y como buenas palabras mágicas la llevaban a casi cualquier lugar. Había subido a bordo de barcos de Lys, Antigua y el Puerto de Ibben para vender sus ostras en las mismísimas cubiertas. Algunos días empujaba su carretilla hasta las torres de los poderosos para ofrecer almejas cocidas a los guardias que vigilaban sus puertas. En una ocasión pregonó su captura en los peldaños del Palacio de la Verdad, y cuando otro vendedor ambulante trató de echarla, ella le volcó el carro, y sus ostras rodaron por los adoquines. Los agentes de aduanas de Puerto Chequy también compraban su mercancía, al igual que los remeros de la Ciudad Ahogada, cuyas cúpulas y torres sumergidas sobresalían de las aguas verdes de la albufera. Un día, cuando Brea se tuvo que quedar en la cama con la sangre de la luna, Gata empujó su carretilla hasta puerto Púrpura para vender centollos y gambas a los remeros de la barcaza de un Señor del Mar, que estaba decorada con rostros sonrientes de proa a popa. En otras ocasiones seguía el río de agua dulce hasta el estanque de la Luna. Vendió su mercancía a arrogantes jaques vestidos con ropa de seda a rayas, y también a serenos y justicias mayores con jubones marrones y grises. Pero siempre regresaba al puerto del Trapero.

–¡Ostras, almejas, berberechos! – pregonaba mientras empujaba la carretilla por los muelles-. ¡Mejillones, gambas, berberechos!

Un sucio gato anaranjado la siguió, atraído por sus gritos. Más adelante apareció un segundo gato, un animal patético de pelo gris enmarañado con un muñón en vez de cola. A los gatos les gustaba el olor de Gata. Algunos días eran más de una docena los que la seguían antes de que se pusiera el sol. A veces, la niña les tiraba una ostra para ver cuál la cogía. Advirtió que rara vez ganaban los machos grandes; lo más habitual era que se llevara el premio un animal más pequeño y rápido, más flaco, taimado y hambriento.

«Igual que yo», se dijo. Su favorito era un gato viejo y escuálido al que le habían arrancado la oreja de un mordisco; le recordaba a uno que había perseguido por la Fortaleza Roja. «No, la que hizo aquello era otra niña, no yo.»

Gata advirtió que ya habían zarpado dos de los barcos en los que había estado el día anterior, dejando sitio a cinco nuevos: una pequeña carraca llamada Simio Sinvergüenza, un enorme ballenero ibbenés que apestaba a alquitrán, a sangre y a aceite de ballena, dos cocas destartaladas de Pentos y una esbelta galera verde procedente de la Antigua Volantis. Gata se detuvo al pie de todas las planchas para pregonar las almejas y las ostras, una vez en la lengua del comercio y otra en la lengua común de Poniente. Un tripulante del ballenero la maldijo con gritos tan fuertes que espantó a sus gatos, y un remero pentoshi le preguntó cuánto pedía por la almeja que tenía entre las piernas, pero en los otros barcos tuvo más suerte. Un contramaestre de la galera verde engulló media docena de ostras y le explicó que a su capitán lo habían asesinado unos piratas lysenos que habían tratado de abordarlos cerca de los Peldaños de Piedra.

–Fue ese cabrón de Saan, con su Hijo de la Madre Vieja y su barco grande, la Valyrio. Escapamos por los pelos.

Resultó que la pequeña Simio Sinvergüenza procedía de Puerto Gaviota, y su tripulación de ponientis se alegró de poder hablar con alguien en la lengua común. Uno le preguntó cómo era que una niña de Desembarco del Rey había acabado vendiendo mejillones en los muelles de Braavos, de modo que tuvo que contarles su historia.

–Vamos a estar en este puerto cuatro días y cuatro largas noches -le dijo otro-. ¿Adónde van los hombres por aquí cuando quieren divertirse?

–Los cómicos del Barco están representando Siete remeros borrachos -respondió Gata-, y en la Cripta Moteada, junto a las puertas de la Ciudad Ahogada, hay peleas de anguilas. O si queréis, podéis ir al estanque de la Luna: por las noches los jaques se baten en duelo.

–No está mal -intervino otro marinero-, pero en realidad, lo que quiere Wat es una mujer.

–Las mejores putas están en Puerto Feliz, cerca de donde está atracado el Barco de los cómicos.

Les indicó el camino. En los muelles también había prostitutas que no eran lo que parecían, y los marineros recién llegados no tenían manera de distinguirlas. S'vrone era la peor. Todos sabían que había robado y matado a una docena de hombres para luego tirar a los canales los cadáveres, que eran pasto de las anguilas. La Hija Borracha era un encanto cuando estaba sobria, pero no cuando se había llenado de vino. Y Jeyne Llagas era un hombre en realidad.

–Preguntad por Alegría. Su verdadero nombre es Allegira, pero todos la llaman Alegría; siempre está contenta.

Alegría le compraba una docena de ostras siempre que pasaba por el burdel, y las compartía con las otras chicas. Todo el mundo estaba de acuerdo en que tenía muy buen corazón. «Eso y las tetas más grandes de todo Braavos», como le gustaba alardear.

Sus chicas también eran muy agradables: Bethany Sonrojos; la Esposa del Marinero; Yna la Tuerta, que leía el futuro en una gota de sangre; la menuda y bonita Lanna, y hasta Assadora, la ibbenesa con bigote. Tal vez no fueran hermosas, pero se portaban bien con ella.

–Todos los mozos de cuerda van al Puerto Feliz -les aseguró Gata a los hombres de la Simio Sinvergüenza-. Como dice Alegría, «Los muchachos descargan los barcos y mis chicas descargan a sus tripulantes».

–¿Y esas prostitutas de lujo de las que cantan los bardos? – preguntó el simio más joven, un muchacho pecoso y pelirrojo que no tendría más de dieciséis años-. ¿Son tan bonitas como se dice? ¿Dónde puedo conseguir una?

Sus compañeros lo miraron y se echaron a reír.

–Por los siete infiernos, chico -le replicó uno-. Tal vez el capitán podría permitirse una cortisanta de esas, pero sólo si vendiera el barco. Los coños de ese calibre son para los señores, no para gente como nosotros.

Las cortesanas de Braavos eran famosas en todo el mundo. Los bardos cantaban sobre ellas; los joyeros y orfebres las colmaban de regalos; los artistas mendigaban el honor de retratarlas; los príncipes mercaderes pagaban sumas regias por tenerlas en sus brazos en bailes, banquetes y funciones de cómicos, y los jaques se mataban entre ellos en su nombre. Cuando iba por los canales con su carretilla, Gata veía a veces a alguna, que navegaba hacia una velada con algún amante. Cada cortesana tenía su propia barcaza y sirvientes que la llevaban a sus citas. La Poetisa siempre llevaba un libro en la mano; la Sombra de Luna sólo vestía de blanco y plata, y nunca se veía a la Reina Pescadilla sin sus Sirenas, cuatro doncellas a punto de florecer que le llevaban la cola del vestido y le peinaban el cabello. Cada cortesana era más hermosa que la anterior. Hasta la Dama Velada era bella, aunque sólo aquellos a los que tomaba como amantes podían verle el rostro.

–Una vez le vendí tres berberechos a una cortesana -les contó Gata a los marineros-. Me llamó cuando bajaba de su barcaza.

Brosco le había dejado muy claro que jamás debía hablar con una cortesana a menos que ella le dirigiera la palabra, pero la mujer le había sonreído y le había pagado en plata diez veces el valor de los berberechos.

–¿A cuál? ¿A la Reina de los Berberechos?

–A la Perla Negra -le replicó.

Según Alegría, la Perla Negra era la más famosa de todas las cortesanas.

–Desciende de los dragones, nada menos -le había contado a Gata-. La primera Perla Negra era una reina pirata. Fue amante de un príncipe ponienti y tuvo una hija, que cuando creció se hizo cortesana. Su hija la sucedió, y también la hija de esta, hasta llegar a la de ahora. ¿Qué te dijo, Gata?

–«Quiero tres berberechos» y «¿Tienes salsa picante, pequeña?» -respondió la niña.

–¿Y tú qué le dijiste?

–Le dije «No, mi señora» y «No me llaméis pequeña; me llamo Gata». Debería llevar salsa picante. Beqqo la lleva y vende el triple de ostras que Brosco.

Gata también habló de la Perla Negra al hombre bondadoso.

–Su verdadero nombre es Bellegere Otherys -le informó.

Era una de las tres cosas que había aprendido.

–Cierto -asintió el sacerdote en voz baja-. Su madre se llamaba Bellonara, pero la primera Perla Negra también se llamaba Bellegere.

Pero Gata sabía que a los hombres de la Simio Sinvergüenza no les importaría el nombre de la madre de una cortesana. Lo que hizo fue pedirles noticias de los Siete Reinos y de la guerra.

–¿Guerra? – rió uno de ellos-. ¿Qué guerra? No hay ninguna guerra.

–En Puerto Gaviota no, desde luego -dijo otro-. Ni en el Valle. El pequeño señor nos mantiene al margen, igual que hizo su señora madre.

«Igual que hizo su señora madre.» La señora del Valle era la hermana de su madre.

–Lady Lysa -dijo-. ¿Ha…?

–Muerto -terminó el chico pecoso que tenía la cabeza llena de cortesanas-. Sí. La asesinó su propio bardo.

–Oh.

«No tiene nada que ver conmigo. Gata de los Canales no tuvo nunca ninguna tía. Nunca.» Gata levantó la carretilla y se alejó de la Simio Sinvergüenza. Las ruedas saltaban por encima de los adoquines.

–¡Ostras, almejas, berberechos! – pregonaba-. ¡Ostras, almejas, berberechos!

Vendió casi todas las almejas a los mozos de cuerda que descargaban vino de la gran coca del Rejo, y el resto, a los hombres que reparaban una galera mercante myriense que había sufrido el azote de las tormentas.

Más adelante, en los muelles, se encontró con Tagganaro, que estaba sentado con la espalda contra un pilón al lado de Casso, el Rey de las Focas. Le compró unos cuantos mejillones. Casso ladró y le permitió que le estrechara la aleta.

–Vente a trabajar conmigo, Gata -le insistió Tagganaro mientras sorbía los mejillones de las conchas. Buscaba un ayudante desde que la Hija Borracha le había clavado un cuchillo en la mano al Pequeño Narbo-. Te pagaré más que Brosco, y no olerás a pescado.

–A Casso le gusta mi olor -replicó ella. El Rey de las Focas ladró a modo de asentimiento-. ¿No mejora la mano de Narbo?

–No puede doblar tres dedos -se quejó Tagganaro entre mejillón y mejillón-. ¿De qué sirve un ratero incapaz de usar los dedos? A Narbo se le daba bien robar bolsas, no elegir putas.

–Lo mismo dice Alegría. – Gata estaba triste. Le caía bien el Pequeño Narbo, aunque fuera un ladrón-. ¿Qué va a hacer ahora?

–Dice que remar. Para eso basta con dos dedos, o eso cree, y el Señor del Mar siempre anda buscando más remeros. Yo le digo: «No, Narbo, ese mar es más frío que una doncella y más cruel que una puta. Es mejor que te cortes la mano y mendigues». Casso sabe que tengo razón. ¿A que sí, Casso?

La foca ladró, y Gata no pudo contener una sonrisa. Le tiró otra almeja antes de marcharse.

Estaba a punto de anochecer cuando Gata llegó al Puerto Feliz, al otro lado del callejón donde estaba anclado el Barco. Había unos cuantos cómicos sentados en casco escorado; se pasaban de mano en mano un pellejo de vino, pero al ver llegar a Gata bajaron a por unas almejas. Ella les preguntó cómo les iba con Siete remeros borrachos. Joss el Triste sacudió la cabeza.

–Quence acabó por encontrarse a Allaquo en la cama con Sloey. Se pelearon con espadas de mentira y los dos nos han dejado. Por lo visto, esta noche sólo va a haber cinco remeros borrachos.

–Intentamos compensar con borrachera lo que nos falta en remeros -declaró Myrmello-. Yo lo estoy poniendo todo de mi parte.

–El Pequeño Narbo quiere ser remero -les dijo Gata-. Si lo aceptáis, seréis seis.

–Más vale que vayas a ver a Alegría -le dijo Joss-. Ya sabes cómo se pone si no tiene ostras.

Pero al entrar en el burdel, Gata vio a Alegría sentada en la sala común, con los ojos cerrados, mientras Dareon tocaba la lira. También estaba allí Yna, trenzando la cabellera dorada de Lanna.

«Otra estúpida canción de amor.» Lanna siempre le pedía al bardo que tocara estúpidas canciones de amor. Con sólo catorce años, era la más joven de las prostitutas. Gata sabía que Alegría cobraba por ella el triple que por las otras.

Se enfureció al ver a Dareon sentado allí con tanto descaro, haciéndole ojitos a Lanna mientras rasgaba las cuerdas de la lira. Las putas lo llamaban el bardo negro, pero de negro ya tenía poco. Con las monedas que le pagaban por sus canciones, el cuervo se había convertido en un pavo real. Aquel día llevaba una capa de felpa violeta con ribete de marta cibelina, una túnica de rayas blancas y lila, y los calzones jaspeados propios de un jaque, pero también tenía una capa de seda y otra de terciopelo rojo con bordados de hilo de oro. Lo único que le quedaba negro eran las botas. Gata le había oído contarle a Lanna que lo demás lo había tirado a un canal.

–Estoy harto de oscuridad -había anunciado.

«Es de la Guardia de la Noche», pensó mientras lo oía cantar sobre una dama idiota que se tiraba de una torre idiota porque el idiota de su príncipe había muerto. «Lo que tendría que hacer la dama era matar a los que asesinaron a su príncipe. Y el bardo tendría que estar en el Muro.» Cuando Dareon llegó al Puerto Feliz, Arya estuvo tentada de pedirle que le permitiera acompañarlo a Guardiaoriente, pero le oyó comentarle a Bethany que no pensaba regresar.

–Camas duras, bacalao en salazón y guardias interminables: eso es el Muro -decía-. Además, en Guardiaoriente no hay ni una mujer la mitad de bonita que tú. ¿Cómo voy a dejarte?

Lo mismo le dijo a Lanna; Gata también lo oyó, y a una prostituta de la Gatería, y hasta a la Ruiseñor, la noche que cantó en la Casa de las Siete Lámparas.

«Ojalá hubiera estado delante cuando le pegó el gordo.» Las putas de Alegría todavía se reían al recordarlo. Yna decía que el chico gordo se ponía más rojo que una remolacha cada vez que lo tocaba, pero cuando empezó a causar problemas, Alegría lo arrastró afuera y lo tiró al canal.

Gata estaba pensando en el chico gordo; recordaba como lo había salvado de Terro y Orbelo, cuando la Esposa del Marinero apareció junto a ella.

–Canta muy bien -murmuró la mujer en la lengua común de Poniente-. Los dioses deben de apreciarlo mucho para haberle dado una voz así, además de ese rostro tan bello.

«Tiene el rostro bello y el corazón podrido», pensó Arya, pero no lo dijo. Dareon se había casado con la Esposa del Marinero, que sólo se iba a la cama con los que contraían matrimonio con ella. Había noches en las que se celebraban tres o cuatro bodas en el Puerto Feliz. El sacerdote rojo Ezzelyno, siempre rebosante de vino y alborozo, solía oficiar los rituales. Si no era él, se encargaba Eustace, que había sido septón en el Septo-Más-Allá-del-Mar. Si ni el sacerdote ni el septón estaban disponibles, una prostituta iba al Barco y volvía con un cómico. Alegría decía siempre que los cómicos hacían de sacerdote mucho mejor que los sacerdotes, sobre todo Myrmello.

Las bodas eran ruidosas y divertidas, con mucha bebida. Si Gata pasaba por allí con la carretilla, la Esposa del Marinero se empecinaba en que su nuevo marido comprara unas ostras, con el fin de que estuviera bien duro para la consumación. Era bondadosa y tenía la risa fácil, pero Gata sabía que también había algo triste en ella.

Las otras prostitutas comentaban que visitaba la isla de los Dioses los días del mes en que florecía, y conocía a todos los dioses que vivían allí, hasta los que Braavos había olvidado. Decían que iba a rezar por su primer marido, su marido de verdad, que había desaparecido en el mar cuando ella era una niña de la edad de Lanna.

–Cree que, si da con el dios adecuado, es posible que envíe buenos vientos que le devuelvan a su antiguo amor -le comentó la tuerta Yna, que era la que la conocía desde hacía más tiempo-. Yo rezo para que no sea así. Su amado está muerto; lo supe por su sangre. Aunque volviera a ella, sería un cadáver.

La canción de Dareon estaba terminando por fin. Mientras las últimas notas se desvanecían en el aire, Lanna dejó escapar un suspiro. El bardo dejó la lira a un lado y se sentó a la mujer en el regazo. Empezaba a hacerle cosquillas cuando Gata interrumpió.

–Si alguien quiere, tengo ostras -anunció en voz alta.

Alegría abrió los ojos al instante.

–Bien -dijo-. Trae acá, niña. Yna, ve a buscar pan y vinagre.

Cuando Gata salió de Puerto Feliz, con la bolsa llena de monedas y sólo algas y sal en la carretilla, el sol era una esfera roja hinchada que pendía del cielo, más allá de la hilera de mástiles. Dareon también se iba. Le comentó que había prometido cantar en la Posada de la Anguila Verde aquella noche.

–Siempre que toco en la Anguila salgo con plata -alardeó-. A veces hay capitanes, y hasta dueños de barcos. – Cruzaron el pequeño puente y bajaron por una callejuela serpenteante mientras las sombras se iban alargando-. Pronto estaré tocando en el Púrpura, y después, en el palacio del Señor del Mar. – La carretilla vacía de Gata traqueteaba por los adoquines al son de su propia música-. Ayer comí arenques con las putas, pero en menos de un año estaré comiendo langosta con las cortesanas.

–¿Qué ha sido de tu hermano? – preguntó Gata-. El gordo. ¿Encontró barco hacia Antigua? Decía que tenían que haber ido en el Lady Ushanora.

–Igual que todos nosotros. Eran las órdenes de Lord Nieve. Mira que se lo dije a Sam: «Deja al viejo», le dije, pero el imbécil del gordo no hizo caso. – Los últimos rayos del sol poniente le arrancaban reflejos del cabello-. En fin, ya es demasiado tarde.

–Así es -dijo Gata mientras se adentraban en la penumbra de otro callejón tortuoso.

Cuando llegó a la casa de Brosco, la niebla vespertina ya empezaba a cubrir el pequeño canal. Guardó la carretilla, fue a buscar a Brosco a la habitación donde hacía las cuentas y puso la bolsa en la mesa, ante él. También puso las botas.

Brosco dio unas palmaditas a la bolsa.

–Bien, bien. ¿Y esto qué es?

–Unas botas.

–Cuesta encontrar unas buenas botas, pero estas son pequeñas para mí. – Cogió una y la examinó.

–Esta noche, la luna estará negra -le recordó.

–Ya, tienes que ir a rezar. – Brosco apartó las botas y derramó las monedas en la mesa para contarlas-. Valar dohaeris.

«Valar morghulis», pensó ella.

La niebla se hacía más densa mientras recorría las calles de Braavos. Estaba tiritando cuando cruzó la puerta de arciano de la Casa de Blanco y Negro. Aquella noche sólo ardían unas pocas velas, que titilaban como estrellas caídas. En la oscuridad, todos los dioses eran desconocidos.

Abajo, en las criptas, se desató la capa harapienta de Gata, se sacó por la cabeza la túnica marrón de Gata con su olor a pescado, se quitó las botas manchadas de sal de Gata y también su ropa interior, y se bañó en agua de limón para quitarse hasta el olor de Gata de los Canales. Cuando salió, con la piel rosada de tanto frotar y el pelo castaño pegado a las mejillas, Gata había desaparecido. Se puso la túnica limpia y unas zapatillas de tela, y fue a la cocina para pedirle a Umma algo de comer. Los sacerdotes y los acólitos ya habían cenado, pero la cocinera le había guardado un hermoso trozo de bacalao frito y un poco de puré de nabos amarillos. Lo devoró todo, lavó el plato y fue a buscar a la niña abandonada para ayudarla a preparar sus pócimas.

Su misión consistía sobre todo en acercarle los ingredientes y subir por escalerillas para buscar las hierbas y las hojas que necesitaba.

–La pócima de sueñodulce es la más agradable -le dijo mientras machacaba algo en el mortero-. Basta con unos granos para sosegar un corazón acelerado, hacer que las manos dejen de temblar, y que un hombre se sienta fuerte y tranquilo. Un pellizco proporciona una noche de sueño profundo y reparador; tres pellizcos provocan el sueño sin fin. Tiene un sabor muy dulce, así que es mejor utilizarla en pasteles, tartas y vinos con miel. Mira lo dulce que es su olor. – Se la acercó para que la oliera, y luego le pidió que subiera por la escalerilla para coger una botella de cristal rojo-. La acción de este veneno es más desagradable, pero es insípido e inodoro, así que es más fácil esconderlo. Lo llaman lágrimas de Lys. Se disuelve en vino o en agua, y devora las entrañas y el vientre de quien lo toma; mata como una enfermedad de esos órganos. Huele. – Arya olfateó; no olía a nada. La niña dejó las lágrimas a un lado y abrió un tarro de piedra-. Esta pasta está especiada con sangre de basilisco. Si se echa en un guiso de carne parece que huele a ajedrea, pero cuando se come provoca una locura violenta tanto a hombres como a animales. Después de probar la sangre de basilisco, un ratón atacaría a un león.

Arya se mordisqueó el labio.

–¿Funcionaría con un perro?

–Con cualquier animal de sangre caliente.

La niña la abofeteó. Ella se llevó la mano a la mejilla, más sorprendida que dolorida.

–¿Por qué me has pegado?

–La que se muerde el labio siempre que está pensando es Arya de la Casa Stark. ¿Eres Arya de la Casa Stark?

–No soy nadie. – Estaba furiosa-. ¿Quién eres tú?

No esperaba respuesta, pero la obtuvo.

–Nací como hija única de una Casa antigua; era la heredera de mi padre. Mi madre murió cuando era pequeña y no conservo ningún recuerdo de ella. Cuando tenía seis años, mi padre volvió a casarse. Su nueva esposa me trató con cariño hasta que dio a luz a una hija propia. Entonces empezó a desear mi muerte para que fuera la sangre de su sangre la que heredase las riquezas de mi padre. Tendría que haber buscado el favor del Dios de Muchos Rostros, pero no habría soportado el sacrificio que le habría pedido a cambio, así que se le ocurrió envenenarme personalmente. El veneno me dejó como me ves, pero no me mató. Cuando los sanadores de la Casa de las Manos Rojas se lo contaron a mi padre, él vino e hizo el sacrificio: ofreció todas sus riquezas y a mí. El que Tiene Muchos Rostros escuchó su plegaria. A mí me trajeron a servir al templo, y la esposa de mi padre recibió el regalo.

Arya la miró con desconfianza.

–¿Eso es verdad?

–Hay verdad en ello.

–¿Y también mentira?

–Hay algo que no es cierto y una exageración.

Había estado mirando el rostro de la niña mientras le contaba la historia, pero no había visto indicio alguno.

–El Dios de Muchos Rostros se quedó con dos tercios de las riquezas de tu padre, no con todo.

–Así es. Esa ha sido mi exageración.

Arya sonrió, se dio cuenta de que sonreía y se pellizcó la mejilla. «Domina tu rostro -se dijo-. Mi sonrisa tiene que estar a mi servicio, acudir sólo cuando la llamo.»

–¿Y cuál era la mentira?

–Ninguna. He mentido sobre la mentira.

–¿De verdad? ¿O estás mintiendo ahora?

Pero antes de que la niña tuviera ocasión de responder, el hombre bondadoso entró en la estancia, sonriente.

–Has vuelto con nosotros.

–La luna está negra.

–Cierto. ¿Qué tres cosas sabes ahora que no supieras cuando te fuiste?

«Sé treinta cosas nuevas», estuvo a punto de decir.

–El Pequeño Narbo no puede doblar tres dedos. Quiere hacerse remero.

–Bueno es saber eso. ¿Qué más?

Recordó lo que había pasado aquel día.

–Quence y Allaquo se pelearon y dejaron el Barco, pero creo que volverán.

–¿Sólo lo crees o lo sabes?

–Sólo lo creo -tuvo que reconocer, aunque estaba segura.

Los cómicos necesitaban comer igual que cualquiera, y Quence y Allaquo no eran suficientemente buenos para actuar en el Farol Azul.

–Así es -dijo el hombre bondadoso-. ¿Y lo tercero?

No titubeó.

–Dareon ha muerto. Dareon, al que llamaban el bardo negro, el que dormía en el Puerto Feliz. En realidad era un desertor de la Guardia de la Noche. Le cortaron el cuello y lo tiraron a un canal, pero antes le quitaron las botas.

–Cuesta encontrar unas buenas botas.

–Así es.

Trató de mantener el rostro inexpresivo.

–¿Quién lo habrá hecho?

–Arya de la Casa Stark.

Le clavó la vista en los ojos, en la boca, en los músculos de la mandíbula.

–¿Esa niña? Creía que se había marchado de Braavos. ¿Quién eres tú?

–Nadie.

–Mentira. – Se volvió hacia la niña abandonada-. Tengo la boca seca. Ten la amabilidad de traer una copa de vino para mí, y un vaso de leche caliente para nuestra amiga Arya, que ha vuelto con nosotros inesperadamente.

Mientras cruzaba la ciudad, Arya se había preguntado qué diría el hombre bondadoso cuando le contara lo de Dareon. Tal vez se enfadara con ella, o tal vez le pareciera bien que le hubiera entregado al bardo el regalo del Dios de Muchos Rostros. Había ensayado mentalmente la conversación un centenar de veces, como un cómico en su espectáculo. Pero si había algo que no esperaba era leche caliente.

Cuando llegó la leche, Arya se la bebió. Olía un poco a quemado y tenía un regusto amargo.

–Vete a la cama, niña -dijo el hombre bondadoso-. Por la mañana tienes que servir.

Aquella noche soñó que volvía a ser un lobo, pero en aquella ocasión, el sueño era diferente. En aquel sueño no tenía manada. Rondaba sola, saltaba por los tejados y caminaba por la orilla del canal con pasos silenciosos, acechando las sombras en medio de la niebla.

A la mañana siguiente, cuando se despertó, estaba ciega.