BRIENNE

Al este de Poza de la Doncella, las colinas se alzaban indómitas; los pinos se cerraban en torno a ellos como un ejército de silenciosos soldados de color gris verdoso.

Dick el Ágil decía que el camino de la costa era el más corto y también el más fácil, de modo que rara vez perdían de vista la bahía. Los pueblos y aldeas que se encontraban a lo largo de la orilla eran cada vez más pequeños y más distantes entre sí. Cuando caía la noche buscaban alguna posada. Crabb compartía el alojamiento común con otros viajeros, mientras que Brienne pagaba una habitación para Podrick y para ella.

–Sería más barato si todos compartiéramos una cama, mi señora -solía decir Dick el Ágil-. Podéis poner la espada entre nosotros. El viejo Dick es inofensivo: cortés como un caballero y tan honrado como horas de luz tiene el día.

–Los días se van haciendo más cortos -señaló Brienne.

–Vale, es posible. Si no os fiáis de mí en la cama, me podría acostar en el suelo, mi señora.

–No será en mi suelo.

–Cualquiera diría que no confiáis en mí.

–La confianza se gana. Como el oro.

–Como desee mi señora -replicó Crabb-. Pero más al norte, cuando se acabe el camino, tendréis que confiar en Dick. Si quisiera robaros el oro a punta de espada, ¿quién me lo impediría?

–No tenéis espada. Yo sí.

Cerró la puerta entre ellos y se quedó allí, a la escucha, hasta que se aseguró de que se había marchado. Por ágil que fuera, Dick Crabb no era Jaime Lannister, ni el Ratón Loco, ni siquiera Humfrey Wagstaff. Estaba flaco y desnutrido, y su única armadura era un casco abollado lleno de óxido. En lugar de espada llevaba un puñal viejo y mellado. Mientras estuviera despierta, no representaba ningún peligro para ella.

–Podrick -dijo-, llegará un momento en que no encontraremos posadas en las que refugiarnos. No me fío de nuestro guía. Cuando montemos campamento, ¿podrás vigilar mientras duermo?

–¿Que me quede despierto, mi señora? Ser. – Podrick meditó un momento-. Tengo una espada. Si Crabb intenta haceros daño, lo puedo matar.

–No -replicó ella con firmeza-. Nada de luchar con él. Lo único que quiero es que lo vigiles mientras duermo y me despiertes si hace algo sospechoso. Ya verás: me despierto muy deprisa.

Crabb mostró sus cartas al día siguiente, cuando se detuvieron para que abrevaran los caballos. Brienne se escondió tras unos arbustos para vaciar la vejiga.

–¿Qué hacéis? – oyó gritar a Podrick mientras estaba allí en cuclillas-. ¡Apartaos de ahí!

Terminó con lo que estaba haciendo, se subió los calzones y volvió al camino, donde Dick el Ágil se estaba limpiando la harina de los dedos.

–No encontraréis dragones en mis alforjas -le dijo-. El oro lo llevo encima.

Una parte la tenía en la bolsa que le colgaba del cinturón; el resto, escondido en un par de bolsillos cosidos en el interior de la ropa. El abultado monedero de las alforjas estaba lleno de cobres grandes y pequeños, estrellas y otras monedas menudas… Y de harina, para que pareciera todavía más grande. Se la había comprado al cocinero del Siete Espadas la mañana en que salió del Valle Oscuro.

–Dick no pensaba hacer nada malo, mi señora. – Le mostró los dedos sucios de harina para demostrar que no iba armado-. Sólo quería ver si tenéis esos dragones que me prometisteis. El mundo está lleno de mentirosos dispuestos a engañar a un hombre honrado. No me refiero a vos, claro.

Brienne tenía la esperanza de que fuera mejor guía que ladrón.

–Será mejor que nos pongamos en marcha. – Montó otra vez.

Dick solía cantar mientras cabalgaban juntos; nunca canciones enteras, sólo una estrofa de una, un trozo de otra… Brienne sospechaba que su intención era cautivarla para que bajara la guardia. En ocasiones intentaba, sin lograrlo, que Podrick y ella lo acompañaran. El chico era demasiado tímido y callado, y Brienne no cantaba.

«¿Cantabais para vuestro padre? – le había preguntado Lady Stark en cierta ocasión, en Aguasdulces-. ¿Cantabais para Renly?» No, nunca, aunque le habría gustado… Cuánto le habría gustado…

Cuando no estaba cantando, Dick el Ágil se dedicaba a hablar: les desgranaba anécdotas de Punta Zarpa Rota. Les dijo que cada valle umbrío contaba con su propio señor; lo único que tenían en común era la desconfianza hacia los forasteros. La sangre de los primeros hombres, densa y oscura, corría por sus venas.

–Los ándalos trataron de tomar Zarpa Rota, pero los desangramos en los valles y los ahogamos en los pantanos. Pero lo que sus hijos no pudieron conquistar con espadas, sus hermosas hijas lo conquistaron con besos. Sí, entraron por matrimonio en las casas que no lograron tomar.

Los reyes Darklyn del Valle Oscuro habían tratado de imponer su autoridad en Punta Zarpa Rota; los Mooton de Poza de la Doncella lo intentaron también, y más adelante, los arrogantes celtígaros de la isla del Cangrejo. Pero los zarpeños conocían sus bosques y pantanos mejor que ningún forastero, y si la presión era excesiva, podían desaparecer en las cavernas que horadaban sus colinas. Cuando no estaban luchando contra aspirantes a conquistadores, peleaban entre ellos. Sus enemistades eran tan profundas y oscuras como los pantanos que había entre las colinas. De cuando en cuando, un campeón conseguía imponer la paz en la Punta, pero esa paz nunca lo sobrevivía. Lord Lucifer Hardy fue uno de los grandes, así como los Hermanos Brune. El viejo Huesosrotos más aún, pero los más poderosos de todos fueron los Crabb. Dick seguía negándose a creer que Brienne no hubiera oído hablar de Ser Clarence Crabb y sus hazañas.

–¿Por qué iba a mentir? – le preguntó ella-. Cada lugar tiene sus héroes locales. En el lugar donde nací, los bardos cantan sobre Ser Galladon de Morne, el Caballero Perfecto.

–¿Ser Gallaquién qué? – El hombre soltó un bufido-. No había oído hablar de él en mi vida. ¿Qué tenía de perfecto?

–Ser Galladon era un campeón tan valeroso que hasta la propia Doncella le entregó su corazón. Le regaló una espada encantada como prueba de su amor. Su nombre era Doncella Justa. No había espada común que pudiera enfrentarse a ella; no había escudo que resistiera su beso. Ser Galladon portó a Doncella Justa con orgullo, pero sólo la desenvainó tres veces. No quiso usarla contra ningún mortal; era tan poderosa que, con ella, cualquier combate sería injusto.

A Crabb le pareció divertidísimo.

–¿El Caballero Perfecto? Más bien sería el Imbécil Perfecto. ¿De qué vale tener una espada mágica si no se usa?

–Honor -replicó ella-. Lo que vale es el honor.

Sólo consiguió que se riera con más ganas.

–Ser Clarence Crabb se habría limpiado el culo con vuestro Caballero Perfecto, mi señora. ¿Queréis saber qué opino? Que si sus caminos se hubieran cruzado, habría otra cabeza ensangrentada en el estante de Los Susurros. «Tendría que haber usado la espada mágica -les diría a las otras cabezas-. Joder, por qué no usaría la espada mágica.»

Brienne no pudo por menos que sonreír.

–Es posible -concedió-, pero Ser Galladon no era idiota. Tal vez habría desenvainado la Doncella Justa contra un enemigo que midiera tres varas y cabalgara a lomos de un uro. Se dice que una vez la usó para matar a un dragón.

Dick el Ágil no parecía impresionado.

–Huesosrotos también luchó contra un dragón, y no tenía ninguna espada mágica. Le hizo un nudo en el cuello; así, cada vez que lanzaba fuego por la boca, se asaba el culo.

–¿Y qué hizo Huesosrotos cuando llegaron Aegon y sus hermanas? – le preguntó Brienne.

–Ya estaba muerto. Sin duda, mi señora lo sabía. – Crabb la miró de reojo-. Aegon envió a Zarpa Rota a su hermana, la tal Visenya. Los señores estaban al tanto del fin de Harren. No eran idiotas, de modo que pusieron la espada a sus pies. La Reina los tomó a su servicio y les dijo que no le debían lealtad a Poza de la Doncella, a la isla del Cangrejo ni al Valle Oscuro. Eso no impidió que los cabrones de los celtígaros enviaran hombres a la orilla este para cobrar los impuestos. Si enviaban a muchos, con suerte volverían unos pocos… Por lo demás, sólo nos inclinamos ante nuestros señores y ante el rey. El verdadero rey, no ese Robert ni los de su calaña. – Escupió-. Había varios Crabb, Brune y Bogg con el príncipe Rhaegar en el Tridente, y también en la Guardia Real. Un Hardy, un Cave, un Pyne y nada menos que tres Crabb: Clement, Rupert y Clarence el Bajo. Medía nueve palmos, pero comparado con el verdadero Ser Clarence era bajo. En Zarpa Rota somos todos buenos dragones.

El tráfico era cada vez más escaso a medida que avanzaban hacia el noreste, hasta que al final ya no encontraron más posadas. El camino no era ya más que un rastro de hierbas crecidas. Aquella noche buscaron refugio en una aldea de pescadores. Brienne pagó a los aldeanos unas cuantas monedas de cobre para que les permitieran dormir en un pajar. Se reservó la parte superior para ella y para Podrick, y cuando estuvieron arriba recogió la escalerilla.

–Si me dejáis aquí solo, os puedo robar los caballos, joder -le gritó Crabb desde abajo-. Tendríais que subirlos por la escalerilla, mi señora. – Brienne no le hizo caso, pero él siguió-. Esta noche va a llover, y además hará frío. Pods y vos vais a dormir tan calentitos, y aquí, el pobre Dick, solo, hala, a tiritar. – Sacudía la cabeza y mascullaba mientras se preparaba un lecho de paja-. En mi vida había visto una doncella tan desconfiada como vos.

Brienne se acurrucó debajo de la capa mientras Podrick bostezaba a su lado.

«No siempre he sido tan precavida -habría podido gritarle a Crabb-. De niña creía que todos los hombres eran tan nobles como mi padre.» Hasta los que le decían lo guapa que era, lo alta y lo lista, lo grácil que parecía al bailar. Tuvo que ser la septa Roelle quien le quitó la venda de los ojos. «Sólo te dicen esas cosas para ganarse el favor de tu señor padre -le dijo-. La verdad la encontrarás en el espejo, no en la lengua de los hombres.» Fue una lección dura, una lección que la hizo llorar, pero que le sirvió de mucho en Harrenhal, cuando Ser Hyle y sus amigos la hicieron objeto de su juego. «Una doncella tiene que ser desconfiada en este mundo, o pronto deja de ser doncella», estaba pensando cuando empezó a llover.

En el combate cuerpo a cuerpo de Puenteamargo había buscado a sus pretendientes y los había apaleado uno por uno: Farrow, Ambrose, Bushy, Mark Mullendore, Raymond Nayland y Will el Cigüeña. Había arrollado a Harry Sawyer con el caballo antes de destrozarle el yelmo a Robin Potter y dejarle una fea cicatriz. Y cuando cayó el último de ellos, la Madre había puesto en sus manos a Connington. En aquella ocasión, Ser Ronnet llevaba en la mano una espada, no una rosa. Cada golpe que le asestó le supo más dulce que un beso.

Loras Tyrell había sido el último en enfrentarse a su ira aquel día. Nunca la había cortejado, apenas le había dirigido una mirada, pero llevaba tres rosas doradas en el escudo, y Brienne detestaba las rosas. Su sola visión le había insuflado una fuerza furibunda. Cuando se fue a dormir soñó con aquella lucha, y con Ser Jaime, que le ponía una capa arco iris por los hombros.

A la mañana siguiente seguía lloviendo. Mientras desayunaban, Dick el Ágil sugirió que esperasen a que se escampara.

–¿Y eso cuándo será? ¿Mañana? ¿Dentro de quince días? ¿Cuando vuelva el verano? No. Tenemos capas, y muchas leguas por delante.

Llovió durante todo el día. El angosto sendero que seguían pronto se transformó en un lodazal. Los pocos árboles que veían estaban desnudos, y la lluvia constante había transformado las hojas caídas en una alfombra marrón empapada. Pese al forro de piel de ardilla, la capa de Dick no tardó en calarse. Brienne advirtió que estaba tiritando. Durante un momento sintió pena por él.

«No está bien alimentado, es evidente.» ¿Existiría de verdad una cala de contrabandistas, o un castillo en ruinas llamado Los Susurros? Un hombre hambriento podía llegar a hacer cosas desesperadas. Tal vez todo fuera un truco para engañarla. La desconfianza le hacía un nudo en la garganta.

Durante un tiempo pareció que el repiqueteo constante de la lluvia era el único sonido del mundo. Dick el Ágil cabalgaba absorto en sus pensamientos. Brienne, que lo observaba con atención, advirtió lo encorvado que iba, como si encogiéndose en la silla de montar fuera a mantenerse más seco. Aquel día no había ningún pueblo cerca cuando la oscuridad los envolvió. Tampoco vieron árboles entre los que refugiarse. Tuvieron que acampar al resguardo de unas rocas, a cincuenta pasos por encima del nivel del mar. Al menos, las rocas los protegían del viento.

–Será mejor que montemos guardia esta noche, mi señora -dijo Crabb mientras Brienne trataba de encender una hoguera con madera arrastrada a la orilla por el mar-. En los lugares como este suele haber tritones.

–¿Tritones? – Brienne le dirigió una mirada desconfiada.

–Monstruos. – Dick el Ágil saboreó la palabra-. Vistos de lejos parecen hombres, pero tienen la cabeza muy grande, y escamas en vez de pelo. También tienen la tripa blanca como la de los peces, y los dedos unidos por membranas. Siempre están húmedos y huelen a pescado, pero tras los labios gordos ocultan varias hileras de dientes verdes afilados como agujas. Hay quien dice que los primeros hombres los mataron a todos, pero no es verdad. Vienen por la noche y se llevan a los niños que se han portado mal, chof, chof, suenan sus pasos al caminar. A las niñas se las quedan para aparearse con ellas, y a los niños se los comen: les arrancan la carne con esos dientes verdes tan afilados. – Sonrió a Podrick-. Se te comerían, chico. Se te comerían crudo.

–Si lo intentan, los mataré. – Podrick se acarició la espada.

–Prueba. Prueba a ver. No es tan fácil matar a los tritones. – Le guiñó un ojo a Brienne-. ¿Habéis sido una niña mala, mi señora?

–No.

«Sólo idiota.» La madera estaba demasiado mojada para prenderse, por muchas chispas que Brienne arrancara del acero y el pedernal. La incendaja humeaba un poco, pero nada más. Harta, apoyó la espalda en una roca, se envolvió en la capa y se resignó a pasar una noche húmeda y fría. Mordisqueó un trozo de tasajo, soñando con una comida caliente, mientras Dick el Ágil parloteaba sin cesar de la vez que Ser Clarence Crabb había luchado contra el rey de los tritones.

«Escucharlo es entretenido -tuvo que reconocer-, pero Mark Mullendore también me hacía reír con su monito.»

La lluvia era tan densa que no vieron ponerse el sol; la neblina, demasiado espesa para que vieran salir la luna. La noche era oscura y sin estrellas. A Crabb se le acabaron las anécdotas y se echó a dormir. Podrick no tardó en empezar a roncar él también. Brienne se quedó sentada, con la espalda contra la roca, escuchando el murmullo de las olas.

«¿Estáis cerca, Sansa? – se preguntó-. ¿En Los Susurros, esperando un barco que nunca llegará? ¿Quién os acompaña? Dijo que buscaba pasaje para tres. ¿Se ha reunido el Gnomo con Ser Dontos y con vos, o habéis encontrado a vuestra hermanita?»

El día había sido largo, y Brienne se encontraba cansada. Pese a tener la espalda apoyada en una roca, con la lluvia repiqueteando a su alrededor, se dio cuenta de que se le cerraban los ojos. Por dos veces se quedó adormilada. La segunda se despertó de repente, con el pulso acelerado, convencida de que alguien se le echaba encima. Tenía los brazos agarrotados, y la capa se le había enredado en torno a los tobillos. Se liberó de ella de una patada y se puso en pie. Dick el Ágil estaba acurrucado junto a una roca, medio enterrado en la arena mojada, dormido.

«Un sueño. Ha sido un sueño.» Tal vez hubiera cometido un error al abandonar a Ser Creighton y Ser Illifer. Parecían personas honradas. «Ojalá Jaime hubiera venido conmigo», pensó… Pero Jaime era caballero de la Guardia Real; su lugar estaba junto al rey. Además, a quien quería era a Renly. «Juré que lo protegería y le fallé. Luego juré que lo vengaría y en eso le fallé también: lo que hice fue huir con Lady Catelyn, y a ella también le fallé.» El viento había cambiado de dirección, y la lluvia le azotaba el rostro.

Al día siguiente, el camino se convirtió en una estela pedregosa, y por último, de él no quedó más que el nombre. Alrededor del mediodía se interrumpía bruscamente al pie de una pared rocosa erosionada por el viento. En la cima, un castillo pequeño dominaba las olas, con tres torreones torcidos que se recortaban contra el cielo plúmbeo.

–¿Eso es Los Susurros? – preguntó Podrick.

–¿Tiene pinta de estar en ruinas? – Crabb escupió-. Eso es el Refugio de Malacosta, el asentamiento del viejo Lord Brune. Pero el camino termina aquí. A partir de ahora iremos por los pinos.

Brienne examinó la pared rocosa.

–¿Cómo se llega ahí arriba?

–Es fácil. – Dick el Ágil hizo dar la vuelta a su caballo-. No os alejéis de Dick; a los tritones les encanta llevarse a los que se rezagan.

El camino de subida resultó ser un sendero pedregoso empinado, oculto en una hendidura de la roca. La mayor parte era natural, pero de tanto en tanto habían tallado peldaños para facilitar la subida. Altas paredes de piedra erosionadas por siglos de viento y agua marina los flanqueaban. En algunos puntos habían adquirido formas fantásticas. Dick el Ágil les señaló algunas mientras subían.

–Ahí hay una cabeza de ogro, ¿veis? – comentó, y Brienne sonrió al divisarla-. Y eso es un dragón de piedra. El ala que le falta se le cayó cuando mi padre era niño. Y encima están los pezones descolgados, que parecen las tetas de una vieja.

Ella se miró el pecho.

–¿Ser? ¿Mi señora? – intervino Podrick-. Hay un jinete.

–¿Dónde? – Ninguna de las rocas cercanas tenía esa forma.

–En el camino. De piedra, no. Real. Nos sigue. Ahí abajo -señaló.

Brienne se giró en la silla. Había ascendido a suficiente altura para dominar con la vista varias leguas de orilla. El caballo seguía el mismo camino por el que habían llegado ellos, como a una legua de distancia.

«¿Otra vez?» Escudriñó a Dick el Ágil con desconfianza.

–A mí no me miréis -se defendió Crabb-. Sea quien sea, no tiene nada que ver con el pobre Dick el Ágil. Seguro que es alguno de los hombres de Brune, que vuelve de la guerra. O un bardo de esos que van de un sitio a otro. – Giró la cabeza y escupió-. Por lo menos, seguro que no es un tritón. Esos no montan a caballo.

–No -dijo Brienne.

Al menos en eso estaban de acuerdo.

Resultó que los treinta y cinco últimos pasos del ascenso eran los más empinados y traicioneros. Los guijarros sueltos rodaban bajo los cascos de los caballos y caían por el sendero pedregoso que dejaban atrás. Cuando salieron de la hendidura de la roca se encontraron ante las murallas del castillo. Desde las almenas, un rostro se asomó para mirarlos y desapareció. A Brienne le pareció que se trataba de una mujer, y así se lo dijo a Dick el Ágil.

El hombre asintió.

–Brune es demasiado viejo para andar subiendo por los adarves, y sus hijos y nietos se han ido a las guerras. Aquí no quedan más que las mozas y algún que otro mocoso.

Le iba a preguntar a su guía a qué rey apoyaba Lord Brune, pero en realidad ya no tenía importancia. Los hijos de Brune se habían marchado; tal vez algunos no volvieran.

«Aquí no recibiremos hospitalidad esta noche.» Un castillo habitado por ancianos, mujeres y niños no abriría sus puertas a desconocidos armados.

–Tenéis que hablar de Lord Brune como si lo conocierais -le dijo a Dick el Ágil.

–Puede que lo conociera.

Brienne echó un vistazo a la pechera de su jubón. Unos hilos sueltos y una zona de tejido más oscuro mostraban el lugar de donde se había arrancado alguna divisa. No cabía duda: su guía era un desertor. Tal vez el jinete que los seguía fuera uno de sus antiguos compañeros de armas.

–Deberíamos seguir -la apremió-, antes de que Brune empiece a preguntarse qué hacemos ante sus murallas. Hasta una moza se podría llevar una saeta de ballesta. – Dick señaló con un gesto las colinas de caliza que se alzaban más allá del castillo, con las laderas cubiertas de árboles-. De aquí en adelante se acabaron los caminos; no hay más que senderos y cañadas. Pero no temáis, mi señora. Dick el Ágil conoce bien este territorio.

Aquello era lo que se temía Brienne. El viento soplaba en la cima de la pared rocosa, pero todo le olía a trampa.

–¿Qué hay de ese jinete? A no ser que su caballo pueda pasar por encima de las olas, pronto subirá hasta aquí.

–¿Qué pasa con él? Si es cualquier imbécil de Poza de la Doncella, ni siquiera dará con el camino. Y si da con él, no importa; lo despistaremos en los bosques. Allí no tendrá ningún camino que seguir.

«Sólo nuestras huellas.» Brienne se preguntaba si no sería mejor enfrentarse al jinete allí, con la espada en la mano. «Quedaré como una estúpida si es un bardo errante, o un hijo de Lord Brune. – Tal vez Crabb tuviera razón-. Si mañana todavía nos sigue, ya me encargaré de él.»

–Como queráis -dijo al tiempo que hacia girar a su yegua hacia los árboles.

El castillo de Lord Brune se fue empequeñeciendo a sus espaldas, y no tardaron en perderlo de vista. A su alrededor crecían centinelas y pinos soldado, imponentes lanzas verdes que se proyectaban hacia el cielo. El suelo del bosque era un lecho de agujas caídas, grueso como el muro de un castillo, salpicado de piñas. Los cascos de los caballos no parecían emitir sonido alguno. Llovió un rato, luego escampó y luego empezó otra vez, pero entre los pinos apenas les llegaba alguna gota.

Por el bosque, la marcha era mucho más lenta. Brienne picó espuelas a la yegua en medio de la penumbra verdosa, sorteando los árboles. Se daba cuenta de que sería muy fácil extraviarse allí. Mirase hacia donde mirase, todo tenía el mismo aspecto. Hasta el aire parecía gris verdoso e inmóvil. Las ramas de los pinos le arañaban los brazos y chocaban con estrépito contra el escudo recién pintado. El escalofriante silencio se le hacía más pesado con cada hora que pasaba.

También estaba preocupada por Dick el Ágil. Aquel mismo día, cuando se acercaba el ocaso, el hombrecillo trató de cantar.

–«Había un oso, un oso, ¡un oso! Era negro, era enorme, ¡cubierto de pelo horroroso!» -cantó con voz rasposa cual calzones de esparto.

Los pinos ahogaron su canción, igual que ahogaban el viento y la lluvia. Tras un rato acabó por rendirse.

–Esto es malo -dijo Podrick-. Es un sitio malo.

Brienne tenía la misma sensación, pero no serviría de nada reconocerlo.

–Los bosques de pinos son lúgubres, pero al fin y al cabo no son más que bosques. Aquí no hay nada que temer.

–¿Qué hay de los tritones? ¿Y de las cabezas?

–Qué chico tan listo -comentó Dick el Ágil entre risas.

–Los tritones no existen -le dijo Brienne a Podrick, lanzándole una mirada molesta-. Ni las cabezas.

Avanzaron colina arriba, colina abajo, una y otra vez. Brienne rezaba por que Dick el Ágil fuera honrado y supiera de verdad adónde los llevaba. Si de ella hubiera dependido, ni siquiera estaba segura de poder orientarse hasta el mar. El cielo era gris y nuboso día y noche, no había sol ni estrellas que la ayudaran a buscar el camino.

Aquella noche acamparon temprano, tras bajar de una colina y llegar al borde de un pantano verdoso. A la luz verde grisácea, el terreno que tenían por delante parecía sólido, pero si hubieran intentado atravesarlo, los caballos se habrían hundido hasta la cruz. Tuvieron que dar un rodeo y abrirse camino por un suelo más firme.

–No importa -los tranquilizó Crabb-. Volveremos a subir a la colina y bajaremos por otro lado.

Al día siguiente sucedió lo mismo. Cabalgaron entre pinos y ciénagas, bajo cielos oscuros y lluvias intermitentes, junto a pozos, cuevas y ruinas de antiguas fortalezas con las piedras ennegrecidas por el moho. Cada montón de escombros tenía su historia, y Dick el Ágil se las contó todas. Si se le daba crédito, los hombres de Punta Zarpa Rota habían regado los pinos con sangre. A Brienne se le estaba acabando la paciencia.

–¿Cuánto queda? – preguntó al final con tono brusco-. A estas alturas, ya debemos de haber visto hasta el último árbol de Punta Zarpa Rota.

–Ni mucho menos -replicó Crabb-. Pero estamos cerca. Mirad: el bosque es cada vez menos espeso. Nos acercamos al mar Angosto.

«Seguro que el bufón que prometió mostrarme será mi reflejo en un estanque», pensó Brienne, pero no tenía sentido dar la vuelta después de llegar tan lejos. Aun así, no podía negar que estaba muerta de cansancio. Tenía los muslos rígidos como el hierro de tanto montar, y en los últimos días apenas había dormido cuatro horas cada noche, mientras Podrick montaba guardia. Si Dick el Ágil iba a intentar matarlos, sería allí, sin duda, en el terreno que mejor conocía. Tal vez los llevara a alguna guarida de ladrones donde hubiera gentuza tan traicionera como él. O quizá los estuviera guiando en círculos para dar tiempo a que aquel jinete los alcanzara. No habían visto rastro de él desde que dejaron atrás el castillo de Lord Brune, pero eso no quería decir que hubiera desistido de darles caza.

«Puede que tenga que matarlo», se dijo una noche mientras recorría a zancadas el campamento. Sólo con pensarlo sentía nauseas. Su viejo maestro de armas siempre había puesto en duda que fuera suficientemente dura para participar en una batalla.

–Tus brazos son tan fuertes como los de un hombre -le había dicho Ser Goodwin más de una vez-, pero tu corazón es tan tierno como el de cualquier doncella. Una cosa es entrenarse en el patio con una espada roma en la mano, y otra, clavarle un palmo de acero afilado a un hombre en las entrañas y ver como se le escapa la luz de los ojos.

Para curtirla, Ser Goodwin la enviaba con el carnicero de su padre para que matara corderos y cochinillos. Los corderos balaban, y los cochinillos chillaban como niños aterrados. Cuando terminaba la matanza, las lágrimas cegaban a Brienne, y tenía la ropa tan ensangrentada que se la daba a su doncella para que la quemara. Pero Ser Goodwin seguía teniendo dudas.

–Un cochinillo es un cochinillo. Con un hombre, la cosa cambia. Cuando era escudero, más o menos de tu edad, tenía un amigo que era fuerte, rápido, ágil, todo un campeón en el patio de entrenamientos. Todos sabíamos que algún día sería un caballero espléndido. Entonces llegó la guerra a los Peldaños de Piedra. Vi como mi amigo hacía caer de rodillas a su rival y le arrancaba el hacha de las manos, pero cuando tendría que haber acabado con él, se detuvo durante un instante. En medio de la batalla, un instante es toda una vida. El otro hombre sacó una daga y encontró un resquicio en la armadura de mi amigo. Toda su fuerza, su velocidad, su valor, la habilidad por la que tanto se había entrenado… Todo le sirvió de menos que un pedo de titiritero, porque vaciló a la hora de matar. No lo olvides, niña.

«No lo olvidaré -le prometió a su sombra en aquel bosque de pinos. Se sentó en una roca, desenvainó la espada y empezó a afilarla-. No lo olvidaré, y rezaré para no vacilar.»

El día siguiente amaneció gris, frío y nublado. Ni siquiera vieron salir el sol, pero cuando la oscuridad se tornó grisácea, Brienne supo que era hora de volver a montar. Dick el Ágil abrió la marcha, y volvieron a meterse entre los pinos. Brienne lo seguía de cerca, y Podrick iba el último a lomos de su rocín.

El castillo apareció ante ellos sin previo aviso. En un momento estaban en lo más profundo del bosque, rodeados de pinos en leguas a la redonda. Rodearon una roca, y ante ellos apareció un claro. Media legua más adelante, el bosque terminaba bruscamente. Más allá se veían el cielo, el mar… y un antiguo castillo en ruinas, abandonado y cubierto de matojos, al borde de un acantilado.

–Los Susurros -señaló Dick el Ágil-. Escuchad bien: se oye hablar a las cabezas.

Podrick se quedó boquiabierto.

–Ya las oigo.

Brienne también las oía. Era un murmullo lejano, tenue, que parecía proceder tanto del suelo como del castillo. Se hacía más perceptible a medida que se acercaban al acantilado. De repente comprendió que era el mar. Las olas habían excavado agujeros en la pared del acantilado y rugían por las cuevas y túneles subterráneos.

–No hay cabezas -dijo-. Los susurros que oyes son las olas.

–Las olas no susurran. Son cabezas.

El castillo estaba construido con piedras antiguas, sin argamasa, todas diferentes. El musgo crecía en las hendiduras, entre las rocas, y los árboles hundían sus raíces en los cimientos. Muchos castillos antiguos tenían un bosque de dioses. A juzgar por su aspecto, Los Susurros también, y poca cosa más. Brienne hizo avanzar a la yegua hasta el borde del acantilado, donde la muralla se había desmoronado. La hiedra crecía en las piedras caídas. Ató la montura a un árbol y se acercó al precipicio tanto como se atrevió. Veinte varas más abajo, las olas rompían contra los restos de una torre caída. Bajo ella divisó la entrada de una gran cueva.

–Esa es la antigua torre del faro -dijo Dick el Ágil, que había acudido a su lado-. Se derrumbó cuando yo no tenía ni la mitad de la edad de Pod. Antes había unos peldaños para bajar a la cala, pero cuando el acantilado se derrumbó, cayeron también. Tras aquello, los contrabandistas dejaron de desembarcar aquí. Hubo tiempos en los que podían entrar en la cueva en barcas de remos, pero eso se acabó. ¿Veis?

Le puso una mano en la espalda y señaló con la otra. A Brienne se le erizó el vello.

«Un empujón y acabaré abajo, con la torre.» Dio un paso atrás.

–Quitadme las manos de encima.

Crabb hizo un gesto hosco.

–Sólo quería…

–No me importa qué queríais. ¿Dónde está la puerta?

–Al otro lado. – Titubeó-. Ese bufón que buscáis… No será rencoroso, ¿verdad? – dijo, nervioso-. O sea, anoche me dio por pensar que a lo mejor estaba enfadado con el pobre Dick el Ágil, por lo del mapa que le vendí, y porque no le dije que aquí ya no atracan los contrabandistas.

–Con el oro que os vais a ganar le podéis devolver lo que pagó por vuestra ayuda. – Brienne no se imaginaba a Dontos Hollard como una amenaza-. Si aún está aquí, claro.

Recorrieron los restos de la muralla. El castillo había sido triangular, con un torreón cuadrado en cada esquina. Las puertas estaban podridas. Brienne tiró de una; la madera se desprendió en largas astillas húmedas, y se quedó con la mitad de ella en la mano. En el interior se veía más penumbra verdosa. El bosque había quebrado los muros para invadir el torreón principal y el patio central. Pero tras la puerta había un rastrillo con dientes que se hundían en el terreno blando y embarrado. El hierro estaba enrojecido por el óxido, y pese a todo, no cedió a las sacudidas de Brienne.

–Hace mucho que nadie cruza esta puerta.

–Si queréis, puedo trepar -se ofreció Podrick-. Por el acantilado. Donde cayó la muralla.

–Es peligroso. Las piedras me han parecido sueltas, y la hiedra roja es venenosa. Tiene que haber una poterna.

La encontraron en el lado norte del castillo, semioculta tras una enorme zarza. No quedaban zarzamoras, y alguien había cortado la mitad del arbusto para abrirse camino hasta la puerta. Al ver las ramas rotas, Brienne empezó a inquietarse.

–Alguien ha pasado por aquí, y hace poco.

–Vuestro bufón y las niñas -dijo Crabb-. Ya os lo dije.

«¿Sansa?» Brienne no se lo podía creer. Hasta un imbécil borracho como Dontos Hollard tendría suficiente sentido común para no llevarla a aquel lugar desolado. Aquellas ruinas la ponían nerviosa. Allí no iba a encontrar a la pequeña Stark… Pero tenía que mirar. «Por aquí ha pasado alguien -pensó-. Alguien que tenía que esconderse.»

–Voy a entrar -dijo-. Venid conmigo, Crabb. Podrick, tú te quedas a vigilar a los caballos.

–Yo también quiero ir. Soy escudero. Puedo luchar.

–Por eso quiero que te quedes aquí. Tal vez haya bandidos en estos bosques, y no me atrevo a dejar los caballos sin vigilancia.

Podrick arrastró una piedra con la bota.

–Como digáis.

Brienne se abrió camino entre las ramas de la zarza y tiró de una anilla de hierro oxidada. La poterna resistió un momento y luego se abrió de golpe con un quejido chirriante de las bisagras. El sonido le puso los pelos de punta. Desenvainó la espada. Pese a la armadura y la coraza, se sentía desnuda.

–Venga, mi señora -la apremió Dick el Ágil a su espalda-. ¿A qué estáis esperando? El viejo Crabb lleva mil años muerto.

¿A qué estaba esperando? Brienne se amonestó por comportarse como una idiota. El sonido no era más que el mar, que resonaba sin pausa por las cuevas, bajo el castillo, subiendo y bajando con cada ola. Pero era verdad que parecía un susurro, y durante un instante casi le pareció ver las cabezas, en la estantería, hablando en murmullos.

«Tendría que haber usado la espada mágica -decía una de ellas-. Joder, ¿por qué no usaría la espada mágica?»

–Podrick -gritó Brienne-. En mi petate hay una espada con su vaina. Tráemela.

–Sí, ser. Mi señora. Ya voy. – El chico se alejó corriendo.

–¿Una espada? – Dick el Ágil se rascó una oreja-. Ya tenéis una espada en la mano. ¿Para qué queréis otra?

–Esta es para vos. – Brienne se la tendió con el puño por delante.

–¿De verdad? – Crabb extendió la mano dubitativo, como si la hoja lo fuera a morder-. ¿La doncella desconfiada le da una espada al viejo Dick?

–¿La sabéis utilizar?

–Soy un Crabb. – Cogió la espada larga que le tendía ella-. Por mis venas corre la sangre de Ser Clarence. – Lanzó un tajo al aire y sonrió-. Hay quien dice que la espada hace al señor.

Podrick Payne volvió con Guardajuramentos en brazos, la llevaba con tanto mimo como si fuera un bebé. Dick el Ágil dejó escapar un silbido al ver la vaina ornamentada, con su hilera de cabezas de león, pero se quedó sin palabras cuando Brienne sacó el arma y hendió el aire.

«Hasta el sonido es más agudo que el de una espada vulgar.»

–Seguidme -le dijo a Crabb.

Cruzó la poterna de lado, aunque tuvo que agachar la cabeza para pasar bajo el arco de entrada.

El patio interior apareció ante ella, cubierto de hierbajos. A su izquierda estaban la puerta principal y los restos derruidos de lo que tal vez fueran unos establos. Arbolillos jóvenes crecían en la mitad de las cuadras y atravesaban el techo de paja seca. A la derecha vio unos peldaños de madera podrida que llevaban a la oscuridad de una mazmorra, o a una bodega. En el lugar donde se había alzado el torreón central vio un montón de piedras caídas, cubiertas de musgo verde y morado. El patio estaba cubierto de hierbas y agujas de pino. Había pinos soldado por todas partes, en hileras solemnes. En medio de ellos divisó un pálido intruso, un arciano joven y esbelto con el tronco tan blanco como una doncella enclaustrada. De sus ramas brotaban hojas color rojo oscuro. Más allá se veía sólo el vacío del cielo y el mar, allí donde la muralla se había derrumbado…

… y también los restos de una hoguera.

Los susurros le mordisqueaban los oídos, insistentes. Brienne se arrodilló junto a los restos. Cogió un palo ennegrecido, lo olfateó y removió las cenizas.

«Alguien trataba de entrar en calor anoche. O tal vez intentaba enviar una señal a algún barco.»

–¡Hooolaaa! – llamó Dick el Ágil-. ¿Hay alguien aquí?

–Silencio -le dijo Brienne.

–Puede que estén escondidos. Tal vez nos estén examinando antes de mostrarse. – Se dirigió hacia los peldaños que descendían y escudriñó la oscuridad-. ¡Hooolaaa! – llamó otra vez-. ¿Hay alguien ahí abajo?

Brienne vio moverse un arbolillo, y de la maleza salió un hombre, tan sucio de barro como si acabara de brotar de la tierra. Llevaba una espada rota en la mano, pero lo que le llamó la atención fue su rostro, los ojos pequeños y las grandes fosas nasales.

Conocía aquella nariz. Conocía aquellos ojos. Pyg lo habían llamado sus amigos.

Todo pareció suceder en un instante. Un segundo hombre salió del pozo, sin más ruido que el que haría una serpiente al arrastrarse por un montón de hojas húmedas. Llevaba un yelmo de hierro envuelto en sucia seda roja, y tenía en la mano un dardo corto y grueso. Brienne también lo conocía. A sus espaldas se oyó un murmullo cuando una cabeza surgió entre las hojas rojas. Crabb estaba bajo el arciano. Alzó la vista y vio el rostro.

–Está aquí -llamó a Brienne-. Es el bufón que buscáis.

–¡Venid conmigo, Dick! – le gritó apremiante.

Shagwell saltó del arciano entre carcajadas. Iba vestido con ropa de bufón, pero tan descolorida y manchada que parecía más marrón que gris o rosa. En lugar de un cetro de bufón llevaba en la mano un mangual triple, tres bolas llenas de púas que colgaban de cadenas de una maza de madera. Lo blandió con fuerza, y una rodilla de Crabb estalló en una explosión de sangre y hueso.

–Esto sí que ha tenido gracia -alardeó mientras Dick caía. La espada que le había dado Brienne salió despedida y se perdió entre los hierbajos. Dick se retorció en el suelo entre gritos, mientras se agarraba la rodilla destrozada-. Vaya, fijaos -dijo Shagwell-. Es Dick el Contrabandista, el que nos dibujó el mapa. ¿Has venido hasta aquí para devolvernos el oro?

–Por favor -sollozó Dick-, por favor, no, mi pierna…

–¿Duele? Ahora dejará de dolerte.

–¡Déjalo en paz! – gritó Brienne.

–¡No! – gritó Dick al tiempo que alzaba las manos ensangrentadas para protegerse la cara.

Shagwell hizo girar las bolas por encima de la cabeza antes de lanzar un golpe al rostro de Crabb. Sonó un crujido repugnante. En el silencio que siguió, Brienne oyó los latidos de su propio corazón.

–Cómo eres, Shags -dijo el hombre que había salido del pozo. Al ver la cara de Brienne se echó a reír-. ¿Otra vez tú, mujer? Qué, ¿nos estabas persiguiendo? ¿O es que nos echabas de menos?

Shagwell bailaba saltando de un pie al otro y hacía girar el mangual.

–Ha venido a por mí. Sueña conmigo todas las noches cuando se mete los dedos en la rajita. ¡Me desea, chicos, la yegua echaba de menos a su alegre Shags! Me la voy a follar por el culo y la voy a llenar de semilla de bufón hasta que dé a luz a un pequeño yo.

–Para eso tendrás que usar otro agujero, Shags -dijo Timeon con su marcado acento dorniense.

–Será mejor que los use todos. Para ir sobre seguro.

Se desplazó hacia la derecha de Brienne mientras Pyg se movía hacia su izquierda, obligándola a retroceder hacia el borde del acantilado.

«Pasaje para tres», recordó Brienne.

–Sólo sois tres.

Timeon se encogió de hombros.

–Después de salir de Harrenhal, cada uno se fue por su camino. Urswyck y los suyos cabalgaron hacia el sur, hacia Antigua. Rorge pensó que podría desaparecer en Salinas. Mis muchachos y yo nos fuimos a Poza de la Doncella, pero no hubo manera de subir a un barco. – El dorniense sopesó la lanza-. Menuda se la hiciste a Vargo con aquel mordisco. La oreja se le puso negra y le empezó a salir pus. Rorge y Urswyck iban a marcharse, pero la Cabra dijo que teníamos que defender su castillo, que era el señor de Harrenhal y que a él no lo abandonaba nadie. Lo decía babeando, como siempre hablaba él. Nos enteramos de que la Montaña lo había matado pedazo a pedazo. Un día una mano, al siguiente un pie, todo cortes limpios. Le vendaban los muñones para que no muriera. Iba a dejar la polla para el final, pero un pájaro lo llamó a Desembarco del Rey, así que lo remató antes de ponerse en marcha.

–No he venido por vosotros. Estoy buscando a mi… -«A mi hermana», había estado a punto de decir-. A un bufón.

–Yo soy un bufón -anunció Shagwell con tono alegre.

–No el que quiero. El que busco viaja con una niña noble, la hija de Lord Stark de Invernalia.

–Ah, el Perro -intervino Timeon-. Tampoco está aquí, mira qué cosas. Sólo nosotros.

–¿Sandor Clegane? – preguntó Brienne sorprendida-. ¿Qué quieres decir?

–Es el que tiene a la Stark. Por lo que me dijeron, la cría iba a Aguasdulces cuando la capturó. Condenado Perro.

«Aguasdulces -pensó Brienne-. Se dirigía a Aguasdulces. Con sus tíos.»

–¿Cómo lo sabes?

–Me lo dijo uno de la banda de Beric. El señor del relámpago también la busca. Ha apostado a sus hombres a lo largo de todo el Tridente para localizarla. Después de salir de Harrenhal nos encontramos con tres, y a uno le sacamos la historia antes de que muriera.

–Puede que mintiera.

–Puede, pero no. Más tarde nos enteramos de que el Perro había matado a tres hombres de su hermano en una posada de una encrucijada. La cría iba con él. El posadero lo juró antes de que Rorge lo matara, igual que las putas. Joder, qué feas eran. No tanto como tú, claro, pero aun así…

«Está intentando distraerme -comprendió Brienne. Pyg se le estaba acercando. Shagwell dio un salto hacia ella. Retrocedió un paso-. Si lo permito, me acorralarán contra el acantilado.»

–No os acerquéis -les advirtió.

–Te voy a follar por la nariz, moza -anunció Shagwell-. ¿A que tendrá gracia?

–Tiene la polla muy pequeña -le explicó Timeon-. Suelta esa espada tan bonita y puede que te tratemos bien, mujer. Necesitamos oro para pagar a los contrabandistas, nada más.

–Si os doy oro, ¿nos dejaréis marchar?

–Claro. – Timeon sonrió-. Después de follarte. Te pagaremos como a una buena puta: una moneda de plata por polvo. O si no, cogemos el oro y te violamos igual, y te hacemos lo mismo que le hizo la Montaña a Lord Vargo. ¿Qué eliges?

–Esto.

Brienne se lanzó contra Pyg.

El hombre alzó la espada rota para protegerse el rostro, pero ella atacó por abajo. Guardajuramentos atravesó el cuero, la lana, la piel y el músculo del muslo del mercenario. Pyg lanzó un tajo al aire al perder pie. La espada rota le arañó la cota de malla antes de que el hombre cayera de espaldas. Brienne le clavó la hoja en la garganta, la retorció y la sacó, y se volvió justo en el momento en que el dardo de Timeon pasaba junto a su rostro.

«No he dudado -pensó mientras la sangre roja le corría por la mejilla-. ¿Habéis visto, Ser Goodwin?» Apenas había notado el corte.

–Tu turno -dijo a Timeon mientras el dorniense sacaba un segundo dardo, más corto y grueso que el primero-. Lánzalo.

–¿Para que lo esquives y me ataques? Acabaría tan muerto como Pyg. No. Ocúpate de ella, Shags.

–Ocúpate tú -replicó Shagwell-. ¿Has visto lo que le ha hecho a Pyg? La sangre de la luna la ha enloquecido.

El bufón estaba tras ella, y Timeon, delante. Se volviera hacia donde se volviera le daría la espalda a uno.

–Ocúpate tú y te podrás follar el cadáver -insistió Timeon.

–Vaya, cuánto me quieres.

El mangual estaba girando.

«Elige a uno -se dijo Brienne-. Elige a uno y mátalo deprisa.» En aquel momento, una piedra llegó volando de la nada y acertó a Shagwell en la cabeza. Brienne no titubeó. Se lanzó contra Timeon.

Era mejor que Pyg, pero sólo tenía un dardo, mientras que ella esgrimía acero valyrio. Guardajuramentos cobraba vida en sus manos. Nunca se había sentido tan rápida. La espada se convirtió en un centelleo gris. El hombre la hirió en el hombro, pero ella le cortó la oreja y la mitad de la mejilla, le segó la punta del dardo y le clavó un palmo de acero ondulado en el vientre, a través de los eslabones de la cota de malla.

Timeon aún trataba de luchar cuando le arrancó la espada con la hoja enrojecida de sangre. Se echó la mano al cinturón y sacó un puñal, de modo que Brienne le cortó la mano.

«Eso ha sido por Jaime.»

–Madre, apiádate de mí -jadeó el dorniense mientras la sangre le manaba de la boca y le brotaba a borbotones de la muñeca-. Acaba. Mándame a Dorne, hija de puta.

Así lo hizo.

Cuando se volvió, Shagwell seguía de rodillas, confuso, buscando el mangual. Se puso en pie tambaleante, y en aquel momento, otra piedra lo acertó en una oreja. Podrick había trepado por el muro caído y estaba entre la hiedra, con el ceño fruncido y otra piedra ya en la mano.

–¡Os dije que sabía luchar! – gritó.

Shagwell trató de alejarse a rastras.

–¡Me rindo! – chilló el bufón-. ¡Me rindo! No le podéis hacer daño al pobre Shagwell, soy demasiado gracioso para morir.

–No eres mejor que los demás. Has robado, violado y asesinado.

–Sí, es verdad, sí, no lo niego… Pero soy tan gracioso, con mis bromas y cabriolas… Hago reír a los hombres.

–Y llorar a las mujeres.

–¿Qué culpa tengo yo de que las mujeres no tengan sentido del humor?

Brienne bajó a Guardajuramentos.

–Cava una tumba. Ahí, bajo el arciano. – Señaló con la hoja.

–No tengo pala.

–Tienes dos manos. – «Una más de las que le dejaste a Jaime.»

–¿Para qué molestarse? Que se los coman los cuervos.

–Timeon y Pyg serán pasto de los cuervos; Dick el Ágil tendrá una tumba. Era un Crabb. Este es su lugar.

La lluvia había ablandado la tierra, pero aun así, el bufón tardó el resto del día en cavar un hoyo de profundidad suficiente. Cuando terminó, la noche había caído, y tenía las manos ensangrentadas y llenas de ampollas. Brienne envainó Guardajuramentos, cogió en brazos a Dick Crabb y lo llevó al agujero. Su cara era un espectáculo aterrador.

–Siento no haber confiado en vos. Ya no sé confiar.

«El muy idiota lo va a intentar ahora, mientras le doy la espalda», pensó mientras se arrodillaba para depositar el cadáver.

Oyó la respiración jadeante medio segundo antes de que Podrick gritara para alertarla. Shagwell tenía una piedra puntiaguda en una mano. Brienne tenía el puñal en la manga.

El cuchillo gana casi siempre a la piedra.

Le apartó el brazo de golpe y le clavó el acero en las entrañas.

–Ríete -le rugió. Sin embargo, el bufón gimió-. Ríete -le repitió al tiempo que le agarraba la garganta con una mano y le apuñalaba el vientre con la otra-. ¡Ríete!

Lo siguió repitiendo, una y otra vez, hasta que tuvo la mano manchada de rojo hasta la muñeca y el hedor de la muerte del bufón amenazaba con asfixiarla. Pero Shagwell no se rió. Los sollozos que oía Brienne eran los suyos propios. Cuando se dio cuenta, tiró a un lado el puñal, temblorosa.

Podrick la ayudó a bajar a Dick el Ágil al agujero. Cuando terminaron, la luna ya se elevaba por el cielo. Brienne se limpió la tierra de las manos y depositó dos dragones en la tumba.

–¿Por qué hacéis eso, mi señora? ¿Ser? – inquirió Pod.

–Es la recompensa que le prometí si daba con el bufón.

Una carcajada resonó a sus espaldas. Brienne desenvainó Guardajuramentos y se volvió, pensando que se encontraría ante más Titiriteros Sangrientos… Pero sólo era Hyle Hunt, sentado con las piernas cruzadas en los restos de la muralla.

–Si hay burdeles en el infierno, os estará muy agradecido -les gritó el caballero-. Si no, vaya desperdicio de oro.

–Siempre cumplo mis promesas. ¿Qué hacéis vos aquí?

–Lord Randyll me encomendó que os siguiera. Si por una remota casualidad dabais con Sansa Stark, mi deber era llevarla a Poza de la Doncella. No temáis; se me ordenó que no os hiciera daño.

Brienne soltó un bufido.

–¡Como si pudierais!

–¿Qué haréis ahora, mi señora?

–Enterrarlo.

–Quiero decir con la niña. Con Lady Sansa.

Brienne lo pensó un instante.

–Si Timeon me dijo la verdad, iba hacia Aguasdulces. En algún punto del camino, el Perro se apoderó de ella. Si lo encuentro…

–… os matará.

–O lo mataré yo a él -replicó, testaruda-. ¿Me ayudáis a enterrar al pobre Crabb, ser?

–Ningún caballero de verdad le negaría su ayuda a mujer tan bella.

Ser Hyle bajó de la muralla. Juntos cubrieron de tierra el cadáver de Dick el Ágil mientras la luna ascendía por el cielo y, bajo tierra, las cabezas de reyes olvidados se susurraban secretos.