Isabel

Al principio se oyen unos silbidos, unos chillidos y unos correteos cerca. Creo que quizá haya lobos entre los arbustos, pero Ethan niega con la cabeza.

—Los lobos no hacen tanto ruido al caminar.

De pronto aparecen unas intensas luces rojas en la oscuridad, como si fueran lásers, pero están repartidas por parejas.

—¿Qué demonios es eso? —murmura Matt.

Pronto sé qué estamos mirando.

—Son ojos. He visto a esas criaturas en mi visión.

En cuanto pronuncio esas palabras, se abalanzan sobre nosotros por todas partes, gruñendo y resoplando, con sus redondos ojos brillantes. Parecen más grandes en carne y hueso. Me pregunto si tal vez sólo son humanos bajitos. Sus manos, pies y brazos son humanos, pero sus cuerpos no. Tienen unos hombros corpulentos y encorvados y, lo que resulta aún más extraño, unas alas pegadas a la espalda, aunque parece que prefieren usar los pies.

En un abrir y cerrar de ojos Ethan saca dos dagas, una de cada bota, y le lanza una a Matt.

—Isabel, intenta encender una hoguera.

Una docena o más nos atacan profiriendo una especie de grito de guerra. Me pregunto si podrán hablar, pues sus escalofriantes rostros también tienen cierto aire humano. Uno de ellos echa a volar con la ayuda de sus alas, luego se da la vuelta y se sitúa entre Matt y yo. ¡Y nos sorprende de nuevo al atacar a los de su propia especie!

Matt me mira sorprendido, pero ninguno de los dos tiene tiempo para analizar qué demonios está ocurriendo.

—No lo pierdas de vista —me advierte mi hermano—, podría ser un truco.

No muy lejos, Ethan me recuerda que encienda la hoguera en cuanto pueda. Pero las criaturas son tozudas y feroces. Una le agarra una pierna a Ethan y lo muerde. Matt le propina varias patadas furiosas para ayudar a Ethan, que le clava la daga en la espalda a la criatura y acaba con ella. Mientras las gotas de sangre descienden por su pierna, me recuerda de nuevo que tengo que encender el fuego.

Al final lo más difícil es encontrar yesca y suficiente madera seca, aunque de pronto la criatura que ha decidido luchar en nuestro bando aparece con los brazos llenos de trozos de corteza. Es perfecta, así que los tomo todos.

—Gracias —digo.

—¿Qué estás haciendo? —me pregunta Matt lanzándome una mirada fulminante. —¿Eh?

—¡Por el amor de Dios, es el enemigo!

Ethan derriba a cuatro criaturas más con su daga, como si fueran fichas de dominó, mientras mi hermano tumba de un puñetazo a una que parecía especialmente terca.

La criatura que me ha traído la leña suelta un gruñido y ayuda a Ethan, que cojea y sangra mucho.

Sin darnos un segundo para recuperar fuerzas, la media docena de criaturas que yacían inconscientes empiezan a levantarse, ¡incluidas las apuñaladas! ¡Deben de ser invencibles!

—Tenemos que pasar al ataque, Isabel —grita Ethan—. Necesitamos el fuego.

Mientras Matt y Ethan me guardan la espalda durante unos minutos, yo me esfuerzo en cuerpo y alma para encender la hoguera. Después de lo que parece una eternidad, se enciende una llama, y enseguida le doy dos antorchas a cada uno y yo me quedo con otras dos. Gritamos con todas nuestras fuerzas y las agitamos ante la cara de esos extraños bichos. Junto a mí, el traidor se fabrica su propia arma y se une a nosotros.

Tal y como Ethan sospechaba, las criaturas se vuelven y huyen corriendo en distintas direcciones. Exhaustos, nos quedamos en pie, alerta por si regresan, pero al cabo de unos minutos queda claro que se han ido y nos han dejado sumidos en el silencio, salvo por el sonido de nuestra respiración y el crepitar del fuego.

Disponemos las antorchas en círculo alrededor de nosotros y nos dejamos caer sobre la arena de la orilla.

Mientras nos tomamos un descanso para recuperar el aliento, Ethan mira al traidor.

—¿Qué crees que haces aquí?

La criatura habla con una voz gutural aunque perfectamente comprensible.

—Creo que estoy sentado junto a vuestra hoguera.

Menuda impresión... Después de sus gritos, ésos son los primeros sonidos que oímos pronunciar a esos bichos. Y el hecho de que esos sonidos sean palabras nos deja tan atónitos que somos nosotros los incapaces de pronunciar una palabra. Ethan es el primero en sobreponerse.

—¿Quién eres?

La criatura contempla el fuego, alza sus corpulentos hombros y bate las alas una vez.

—Bueno, a decir verdad, no lo sé.

—¿No sabes quién eres? —le pregunto mientras le curo el mordisco de la pierna a Ethan. Es bastante profundo y me lleva unos minutos.

La criatura se da un golpe en la frente con la palma de la mano.

—Ya no tengo tan buena memoria como antes.

Ethan gira la cabeza hacia ambos lados, como si no pudiera creer lo que está ocurriendo, que estamos manteniendo esta conversación.

—He visto cómo has peleado contra los de tu propia especie y cómo has ayudado a Isabel a encender la hoguera. ¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué te has vuelto contra los tuyos de ese modo?

—Porque los de mi especie son idiotas. No saben pensar por sí mismos.

—Ya, ¿y tú sí? —La criatura no responde y Ethan se queda mirándola—. ¿Por qué no tienes miedo del fuego, como tus amigos?

—Ninguno de nosotros tiene miedo al fuego. Sin embargo, el agua es otro cantar.

—Entonces, ¿por qué han huido cuando los hemos atacado?

—Porque habéis convertido el fuego en arma, los habéis sorprendido. A lo mejor son idiotas, pero no tontos de remate. Saben qué es el fuego y, sobre todo, que quema.

La extraña criatura frunce el entrecejo y una serie de hondas arrugas le surcan la frente. Lanza un suspiro, un sonido muy humano. Da que pensar, pero no puede ser, esta criatura no puede haber evolucionado a partir de una forma humana. Eso está claro.

—¿Tienes nombre? —le pregunto.

Frunce aún más el entrecejo y sus ojos rojos brillan con mayor intensidad.

—Creo que una vez me llamé John.

Por algún motivo, al decirnos que se llamaba «John» nos deja a todos estupefactos otra vez. Suena demasiado... humano.

—¿Te llamas John? —Matt tiene que asegurarse de que lo ha oído bien—. ¿Cómo llaman a los de tu especie?

—Ah, eso lo sé, el señor nos llama carrizos.

—¿Carrizos? —Ethan repite la palabra—. Humm, ¿y qué planes tienes ahora, John? No creo que tus amigos te dejen volver con ellos.

No duda ni un instante.

—Ir con vosotros.

Nadie dice nada. ¿Cuánto sabe de nosotros?

—¿Adonde crees que vamos? —le pregunta entonces Matt.

Se encoge de hombros.

—He deducido que vais de viaje, por la ropa que lleváis. Y, bueno, conozco este lugar como la palma de mi mano. Puedo guiaros y protegeros. Si me lleváis con vosotros, los carrizos os dejarán en paz. Y hay muchas cosas de estas tierras que no entenderíais.

—¿Como por ejemplo?

—Los retos.

Matt y Ethan se ríen desdeñosamente, recordando los dos «retos» que acabamos de pasar. De pronto recuerdo que lady Arabella usó el mismo término cuando nos dio sus consejos.

—Tenemos que cruzar una montaña. John bate las alas dos veces, pero no se mueve, y luego nos pregunta:

—¿Qué tipo de montaña?

—Una negra. Hecha de hielo.

Entonces lanza un gruñido de cerdo y le caen babas sobre el pecho.

—No es una buena idea.

—¿Por qué? —preguntamos Ethan y yo al unísono.

—Es el reto más difícil de todos.

—Explícate —le ruega Matt—. ¿Qué tendremos que hacer?

—Deberéis enfrentaros a vuestros demonios interiores.

El carrizo tiene razón cuando dice que nos encontramos en una tierra desconocida para nosotros. Y él parece conocerla muy bien. Probablemente sería un guía útil. Pero ¿por qué iba esta criatura a convertirse en un traidor para ayudar a tres desconocidos? No lo entiendo.

—¿Y tú qué sacas de todo esto?

John nos escruta a los tres, uno por uno, y luego vuelve la mirada más allá de las antorchas, hacia la oscuridad.

—No he vivido siempre aquí. De eso estoy seguro. Vosotros tres habéis despertado en mi memoria un recuerdo que no soy capaz de definir. Tal vez cuanto más tiempo pase con vosotros... —Se encoge de hombros—. ¿Quién sabe?

—¿Crees que recuperarás la memoria por el mero hecho de estar con nosotros? —inquiere Matt.

La criatura encoge levemente las alas.

—A lo mejor podemos ayudarnos mutuamente.

—¡Bueno, supongo que no nos vendría nada mal tener un guía! —exclama Ethan—. Pero Isabel y Matt también deben estar de acuerdo. Y, a la mínima que te pases de la raya, te damos la patada.

Ethan mira a Matt.

—No lo sé. Supongo que no pasará nada.

—¿Isabel?

Me asaltan las dudas; a mí no me resulta tan fácil como a Ethan confiar en él. Yo ya he visto a estos carrizos, son los que ayudaron a secuestrar a Arkarian. También los vi en el sueño que me envió Marduke. Estaban torturando a Arkarian en su celda. ¿Y acaso no acabo de curarle a Ethan una herida profunda causada por los dientes de uno de ellos?

—Los de tu especie sois muy peligrosos. ¿Por qué debería confiar en vosotros?

—Os pido disculpas, señorita —dice John—. Tarde o temprano deberéis confiar en mí. Y, de momento, no he hecho nada que me haga parecer indigno de ella, ¿no? —Permanezco en silencio y él sigue hablando—. Creo que me estáis juzgando por los actos de los demás.

Me sostiene la mirada unos instantes. Tengo la sensación de que me está diciendo la verdad y, lo que es más importante, de que no tiene nada que esconder.

—De acuerdo, pero no quiero perderte de vista ni un segundo. Y nunca estarás de guardia tú solo.

—Bueno —dice Ethan—, una vez solucionado este asunto, ¿sabes algo de la isla a la que nos dirigimos?

Al mencionar la palabra isla, John se queda quieto de un modo muy extraño.

—¿A qué isla en concreto os referís?

—Está rodeada por un lago —le digo. Su actitud nerviosa me provoca un escalofrío—. Al otro lado de la montaña.

—Hay varias islas en este lugar —dice como si quisiera irse por la tangente—. Y muchas más montañas.

Matt alza la vista y afirma:

—Es la isla donde está el templo.

Al carrizo se le corta la respiración.

—¡Lo sabía! ¿Estáis locos? No podéis ir ahí.

—¿Y por qué no? —le espeto mientras mi preocupación se transforma rápidamente en pánico, ya que si alguien sabe algo sobre la isla donde está encarcelado Arkarian debería ser una criatura que ha vivido en ella tanto tiempo que ya no recuerda ninguna vida anterior.

—Se llama Isla Obsidiana. No podéis ir ahí porque... Bueno, para no andar con rodeos, porque está hechizada.