Isabel

El señor Carter nos obliga a prometer que no lo incriminaremos de ningún modo si Penbarin, o cualquier miembro del Tribunal, pregunta quién nos ha ayudado a llegar al palacio de Atenas. Aunque para mí resulta obvio, pues los viajes a través del tiempo no es algo que ni Ethan ni yo podamos hacer por nuestra cuenta. No estamos preparados y no poseemos la autoridad necesaria. Poca gente la tiene, sólo los miembros del Tribunal y Arkarian. Y, por supuesto, el señor Carter. Ethan me mira, sonriendo, antes de hacer una promesa tan fácil. También tenemos que prometerle que regresaremos al patio a medianoche para que pueda hacernos regresar sin problemas antes de que se vaya a realizar todas las tareas de más que le han encargado estos días.

Carter nos transporta al patio dorado del palacio, aunque ahora no es muy dorado que digamos. Obviamente, es tarde y está cubierto por un manto de oscuridad, salvo en los lugares estratégicos donde arden unas antorchas para realzar un arriate de flores o un banco de piedra.

—¿Viven aquí? —me pregunto en voz alta—. ¿Los nueve miembros del Tribunal? ¿Y Lorian también?

—Al parecer sí. Es un refugio seguro. Arkarian me dijo una vez que este palacio se encuentra entre varios mundos. Nadie puede entrar en él, ni siquiera detectarlo.

—También pensaba que la Ciudadela era un lugar seguro, pero mira lo que ocurrió. Tal vez no haya ningún sitio seguro.

Ethan me agarra de la mano y me arrastra por el patio.

—Vamos. A paso ligero —susurra—. No quiero que Lorian descubra que estamos aquí.

Creo que Ethan es demasiado ingenuo. Seguro que Lorian ya sabe de nuestra presencia. No creo que se le pasen muchas cosas por alto, pero tengo el presentimiento de que primero observará y luego actuará. Si va a acusarnos de traición, antes el Tribunal deberá reunir todas las pruebas. Y el mero hecho de estar aquí, en este palacio, no demuestra nada. Todavía.

Ethan me lleva a un vestíbulo espacioso.

—Está aquí abajo —dice—. Y recuerda, el señor Cárter quiere que estemos en el patio a medianoche.

Sigo a Ethan, y a cada paso que doy me quedo maravillada ante el esplendor que nos rodea. Hay escaleras de mármol blanco que conducen a salas cubiertas con unas alfombras de elaboradísimas cenefas. También hay pinturas enmarcadas en marcos dorados que cuelgan sobre estatuas con miles de años de antigüedad.

Al final nos detenemos ante una puerta doble tallada. Quiero abrirla, anunciar el motivo que nos ha traído aquí y obtener rápidamente el apoyo de lord Penbarin, pero mi estómago ha decidido que no quiere permanecer bajo mi caja torácica y empieza a saltar y retorcerse. En cualquier momento podría salírseme por la boca.

—¿Te encuentras bien? —me pregunta Ethan.

—Aja. Creo que sí. ¿Por qué no llamas?

Me mira con una sonrisa en los labios.

—¿Qué pasa, ya no lo quieres hacer todo tú sola?

—Así podrás demostrar que sirves para algo.

Se ríe por lo bajo, lo que contribuye a aliviar la tensión que siento. Sin embargo, antes de que pueda levantar la mano para llamar a la puerta, ésta se abre sin hacer ruido y aparece un hombre vestido con un traje blanco y holgado. Le decimos nuestros nombres y que deseamos ver a lord Penbarin. El hombre asiente y nos indica con un gesto que entremos.

Al vernos, Penbarin suelta un gruñido fuerte. Varias mujeres —seis después de contar sus cabezas— lo rodean en una gran mesa dispuesta con un sinfín de platos que nos hacen la boca agua.

—Ya sabía que no tardaríais mucho en venir a buscarme —murmura mientras se limpia la comisura de la boca con una servilleta de seda dorada. La deja sobre la mesa con una sonrisa y hace un gesto con la mano para que se retiren las mujeres—. Llévate la comida también —le dice al hombre que ha abierto la puerta—. Tenía hambre, pero al ver a esta pareja me he quedado sin apetito.

Ethan y yo permanecemos de pie y en silencio, sin ganas de decir nada sobre la aparente desdicha que ha asolado a lord Penbarin nada más vernos. Nos lleva a un diván que tiene vistas sobre una serie de piscinas de distintas formas y nos invita a sentarnos.

—Sé lo que queréis. Pretendéis que abra la brecha que permite crear una unión entre los mundos... Pues vuestro viaje ha sido en vano, porque no pienso ayudaros. De hecho, dudo que pudiera aunque lo intentara. Se necesita a alguien que posea el triple de poder que yo para tener siquiera una mínima oportunidad.

Sus palabras, la insensible forma que tiene de librarse de nosotros, logran sacarme de mis casillas tan rápido que me olvido de mis nervios. Al notarlo, Ethan me da un golpe en un brazo que transmite su mensaje de manera clara y directa.

—Deja que yo me ocupe de esto —me susurra al oído con insistencia, y a continuación se vuelve hacia Penbarin—. Sois la única posibilidad de supervivencia de Arkarian. ¿Cuántas veces os ha ayudado él?

Lord Penbarin dirige la mirada a las piscinas, a la más lejana de las cuales se tira con gracia una joven que lleva un vestido azul. Éste ondea a su alrededor y ella nada lánguidamente por toda la piscina. Lord Penbarin aparta los ojos de la mujer muy a su pesar. Ethan tiene razón, pero ¿bastará eso?

—No hay duda de la valía de Arkarian. En mi opinión no se puede medir en términos mortales ni inmortales. Mas ésa no es la cuestión. Lo que me pedís, aunque lograra convencer a dos miembros más del Tribunal para que nos ayudaran, es un acto de traición.

—En el pasado os arriesgasteis a enfurecer a Lorian para ayudarme —le recuerda Ethan.

—Humm, eso fue muy distinto. Ahora los riesgos son mucho mayores. ¿Tenéis la más mínima idea de lo que podría ocurrir si la brecha entre los mundos se dejara abierta unos cuantos segundos de más? —No nos da la oportunidad de responder—. Si una de esas criaturas del inframundo hallara el camino para llegar a nuestro mundo mortal, todo lo que tenemos, y todo lo que tanto nos hemos esforzado en mantener, podría ser destruido. ¿Queréis que esa responsabilidad penda sobre vuestra cabeza?

—Pero si actuamos con precaución... —empiezo a decir yo.

Lord Penbarin zanja mi protesta con un gesto de la mano.

—¿Cuántas precauciones puede tomar uno cuando trabaja con lo desconocido?

—Si me permitís que os haga una pregunta, señor, ¿habéis visto ese mundo alguna vez? —replico—. ¿Lo ha visto alguien? ¿Cómo sabéis qué criaturas viven en él y qué riesgo suponen para nuestro mundo? Supongo que os estoy pidiendo pruebas de lo que decís.

Sus ojos negros refulgen al mirarme y los cierra.

—Querida, en algunos casos no se necesitan pruebas de ningún tipo. ¿No has aprendido nada en el tiempo que llevas trabajando para la Guardia?

Tiene parte de razón, desde luego. Siento que la cara me arde, pero estoy decidida a no salir de este palacio sin la ayuda de alguien.

—¿Estáis diciendo que no pensáis ayudarnos?

—Así es. No lo haré —contesta sacudiendo la cabeza tajantemente.

Yo me levanto indignada por su actitud y repongo:

—¿Y vos sois el señor de una casa? ¿Con soldados que responden a vuestras órdenes y todo un sector de la Tierra que vigilar? Creo que os concedieron ese título porque no encontraron a nadie mejor.

—¿Qué estás haciendo, Isabel?

Ethan intenta que me siente, pero no le presto atención. Estoy hecha una furia.

—¡Pues bien, mi señor, creo que no sois más que un cobarde!

—¡Isabel! —Ethan se pone ante mí para impedir que Penbarin me vea y se vuelve con las manos bien abiertas, procurando asegurarse de que no se puede ver ni un ápice de mi cuerpo—. Ya nos íbamos —afirma.

Hace bien. Y es cierto, ya podemos irnos. Penbarin no va a servirnos de nada. Me dirijo hacia la puerta cuando, de pronto, nos llama. Nos giramos y dice:

—Encontrad a dos miembros más del Tribunal que estén dispuesto a ayudaros y averiguad las coordenadas exactas de esa brecha en vuestro cielo terrenal —añade con petulancia—. Si podéis hacerlo, estaré allí mañana, cuando despunte el alba.

Cree que no podemos y por eso sonríe con semejante arrogancia. No nos conoce demasiado.

—¿Tenemos vuestra palabra, mi señor?

—¿Acaso dudáis de mí?

La boca se me queda seca en un abrir y cerrar de ojos al ver su súbita mirada de furia.

—Por supuesto que no, tan sólo...

—Tenéis mi palabra —nos dice, y nos ordena marchar.

Una vez fuera de sus estancias, Ethan y yo nos observamos, preguntándonos quién más podría echarnos una mano. Decidimos ir llamando de puerta en puerta.

La primera a la que acudimos es a la de lady Arabella. Pero resulta que está fuera, inspeccionando sus tierras, y sus sirvientes no saben cuándo va a regresar. Luego vamos a ver a lord Alexandon, pero su respuesta es un no categórico. Al final nos pasamos varias horas recorriendo pasillos, hablando con todos los señores de casas, reyes y reinas que podemos encontrar. Parece que ninguno, sin importarle los argumentos que usemos, se muestra dispuesto a contravenir a Lorian y ayudarnos. Completamente abatidos y agotados, nos sentamos en el patio para cambiar de estrategia.

Ethan tiene los hombros caídos y los codos apoyados en las rodillas.

—Empiezo a pensar que esto es imposible.

No puedo creer lo que está haciendo. ¡Se está rindiendo! Lo miro a los ojos.

—No digas eso. Encontraremos una solución.

—Faltan diez minutos para medianoche —dice en voz baja— y hemos visto a todos los señores, señoras, reyes y reinas que hay aquí en este momento. Nadie nos ayudará. El reto de lord Penbarin resulta imposible de superar. ¿Y sabes qué? Él era consciente de que fracasaríamos. Nadie está dispuesto a contradecir a Lorian. Estoy empezando a pensar que nosotros tampoco deberíamos.

Sin querer admitirlo, una parte de mi cerebro piensa que tal vez Ethan tiene razón, a lo mejor es imposible convencer a alguien de que nos ayude. Pero mi mente se niega a creer que vamos a fracasar antes siquiera de haber empezado.

—Tiene que haber alguien que pueda ayudarnos. Piensa, Ethan. ¿A quién no hemos ido a ver?

—Creo que habéis venido a buscarme, ¿no es así?

Los dos nos volvemos al oír la voz de lady Arabella. ¡Ha vuelto! Pero ¿querrá ayudarnos?

Tan bella como la recordaba, y con el mismo rostro delicado, lady Arabella se aproxima y se detiene justo delante de nosotros. Su piel translúcida revela un intrincado laberinto de venas azules.

Me agarra una mano, pone encima la de Ethan y luego la suya. Miro sus ojos azules, sus pestañas cubiertas con una fina capa de hielo, y me quedo sin habla. Ella se tapa los labios con un dedo.

—No tenéis que decir nada. Os ayudaré para cualquier cosa que necesitéis.

Ethan me aprieta la mano.

—Aún nos falta una persona más. Lord Penbarin ha dicho que necesitamos...

Lady Arabella sonríe.

—Convenceré a un miembro más de que nos ayude. No os preocupéis. Ahora venid, tenemos una cita con mi buen amigo lord Penbarin.

Cuando llegamos a las estancias de Penbarin, el hombre del traje holgado nos anuncia que su amo está durmiendo, pero lady Arabella no le presta atención.

—Despierta a tu señor, Elsepth. Te aseguro que estará encantado de vernos.

El exceso de confianza de lady Arabella y el hecho de que estemos aquí de nuevo, en las estancias de lord Penbarin, un paso más cerca de rescatar a Arkarian, hace que la sensación de alivio casi me maree. Tengo que reprimirme para no ponerme a reír como una tonta histérica.

Lord Penbarin sale de su habitación refunfuñando mientras se pone una bata roja deslumbrante.

—¿A quién tenemos aquí? Oh, no, no vos, mi dama.

—Parece que habéis llegado a un acuerdo con estos dos jóvenes, de modo que ahora debéis cumplir con él, mi señor.

—Pero ¿quién es el tercero?

—Eso dejádmelo a mí. Habrá un tercero al amanecer.

Lord Penbarin acepta su promesa a regañadientes y luego nos mira a Ethan y a mí.

—Si no recuerdo mal, debéis decirme el lugar exacto de la brecha antes de que mi participación en este fracaso quede corroborada, ¿no? —dice, y permanece a la espera esbozando una levísima sonrisa arrogante.

Cree que nos ha pillado. ¿Cómo van a saber unos meros mortales dónde se encuentra la brecha?

Pero lord Penbarin no estaba en la montaña cuando la Diosa envió esa tormenta del inframundo. Respiro hondo y enumero las coordenadas que Ethan y yo hemos calculado antes, con la esperanza de que sean lo bastante aproximadas si no exactas.

—Treinta y seis grados al sur del ecuador, ciento cuarenta y ocho grados al este del primer meridiano.

Lord Penbarin se queda boquiabierto. Por una parte está impresionado, pero por otra parece como si ya se lo esperara. Lo único seguro es que ha hecho un trato. Y es imposible que, como señor de la casa de Samartyne, se eche atrás.