CAPÍTULO 09

Las fiestas de Alvertoon comenzaron oficialmente a las seis de la tarde. En la plaza del pueblo ya estaba todo preparado para la ocasión. Los adornos florales, banderillas y bombillas de colores, decoraban todas y cada una de las calles, y los habitantes abandonaban sus casas para congregarse en el centro neurálgico del pueblo.

Michael la tomó de la mano y, juntos, caminaron hasta la plaza principal admirando la cuidada decoración y embriagándose del ambiente festivo que se respiraba en cada rincón de Alvertoon. La fuente que presidía la plaza estaba repleta de guirnaldas, las casetas de mercaderías y de comida ya habían abierto al público y en el improvisado escenario ya estaban colocados los instrumentos musicales. Si las costumbres no habían cambiado, la música country sería la encargada de amenizar las fiestas una vez cayera la noche.

Con el humor recuperado después de una larga siesta reparadora, se mezclaron entre la multitud y gozaron de la suerte de continuar sin ser reconocidos por nadie. Mary no creía que el aspecto físico de ambos hubiera cambiado tanto a lo largo de los años, pero era evidente que sí lo habían hecho para aquellos que no les habían visto durante décadas. Por el contrario, ellos sí reconocieron a muchas de las personas con las que se cruzaban, pero disfrutaban tanto de su anonimato que guardaron silencio y se hicieron pasar por dos completos desconocidos que eran la primera vez que visitaban Alvertoon.

Bruno, como buen oriundo del pueblo, también se unió a la celebración. Como si tuviera un radar detector que le permitía localizar a sus nuevos amigos, los encontró cuando paseaban ante los tenderetes de bisutería.

Mary sintió el roce de su hocico contra la pierna desnuda y sus cosquillas le arrancaron una sonrisa.

- ¡Ey, amigo! ¿Qué estás haciendo aquí?

Mary le acarició la cabeza y Bruno le olisqueó la mano. Alguien le había puesto al perro una guirnalda de flores blancas alrededor del cuello. Estaba gracioso.

- Creo que el chucho se ha enamorado de ti. Mírale, ha cruzado la plaza entera hasta encontrarte -comentó Michael.

Los vecinos que pasaban por su lado acariciaban a Bruno y le llamaban por su nombre como si fuera un habitante más, pero Bruno fue fiel a Mary y ya no se separó de su lado. Ella se agachó frente al perro y deslizó los dedos entre la suave pelambrera de su cuello.

- ¿Sabes Bruno? Voy a echarte muchísimo de menos cuando me marche de aquí.

Aquella reflexión la sumió en un repentino estado de ansiedad en el que no quería quedar nuevamente atrapada. Después de la siesta, se había propuesto vivir intensamente cada minuto de su paso por Alvertoon sin preocuparse por lo que sucedería el día anterior. Le iba a resultar muy difícil cumplir sus intenciones, sobre todo, ahora que el tiempo se agotaba, pero no podía hacer otra cosa más que aceptarlo y asumirlo de la mejor forma posible.

Cuando se irguió, se volvió hacia Michael y le besó detenidamente en los labios. Quería grabar en su cabeza y en su corazón el sabor de sus besos y el tacto de su piel, y que nada ni nadie pudiera borrar ese recuerdo una vez que sus destinos se hubieran separado de nuevo. Para rehuir de la melancolía mantuvo la mente activa. Así, terminó el beso y dirigió su atención hacia el puesto contiguo, que también vendía bisutería.

- Me gustan esos collares de ahí, voy a comprarme uno.

Al final, se hizo con una bolsita que fue llenando con recuerdos de Alvertoon y que guardó en el interior de su bolso. Michael, por el contrario, estaba mucho más interesado en los puestos de comida que había enfrente y que ya empezaban a servir la cena a los clientes que iban tomando asiento. Bruno compartía el interés de Michael. El olor a salchichas, a carne a la brasa y a los condimentos que se usaban para aderezarlas, flotaba en el aire como un persistente aroma que invitaba a saciar el estómago con todos aquellos manjares que los cocineros preparaban ante los ojos de la gente.

Los cálidos colores del atardecer tomaron posesión de la plaza y la luminosidad del día se fue apagando paulatinamente. Los cientos de luces con las que estaba decorada se encendieron cuando Michael, Mary y Bruno la cruzaban hacia los puestos de comida.

Más de la mitad de las mesas y sillas que los propietarios de las casetas habían colocado alrededor de sus respectivos puestos, ya habían sido ocupadas por los más hambrientos. Michael se coló entre la gente y tomó posesión de una mesa para dos que estaba situada cerca del perímetro. Allí tenían más espacio y la algarabía de voces no era tan estridente. El escenario estaba justo enfrente, y la banda de country ya estaba posicionada en él, afinando sus instrumentos musicales.

Bruno se tendió a los pies de Mary con la evidente intención de que le llenara el estómago como ya había hecho en tantas ocasiones. Cuando el camarero se aproximó para tomarles nota, Mary pidió un chuletón de buey para el perro.

- Lo estás mal acostumbrando.

- Está en edad de crecimiento y necesita alimentarse bien. No te dejes confundir por su aspecto, aunque es un perro grande sigue siendo un cachorro.

Michael apoyó los brazos sobre la mesa y se inclinó ligeramente hacia delante. La belleza de Mary era algo que le gustaba contemplar desde cerca, y esa tarde estaba especialmente radiante. Se había puesto un vestido azul de tirantes con un estampado en color blanco. El pelo se lo había recogido en la nuca y en los lóbulos de sus orejas brillaban los pendientes de su madre. El señor Adams tenía razón, hacían juego con sus ojos.

- ¿Por qué me miras así?

- ¿Así cómo?

- Ya sabes, como si quisieras tenerme desnuda entre tus brazos.

- Eso es precisamente lo que quiero.

- Ya, pues…estamos en un lugar público y tú me haces sentir como si fuera todo el tiempo en ropa interior.

Michael sonrió, encantado, al parecer, de hacerla sentir así.

- Estás guapísima -le dijo, penetrándola con la mirada.

Mary aún no se había acostumbrado al abrumador atractivo físico de Michael ni a su arrolladora masculinidad. Muchas veces, sobre todo cuando desplegaba sus artes de seducción con ella, Mary se sentía un tanto insegura e inexperta a su lado, y no podía evitar azorarse.

Ahora se le dibujó una leve sonrisa en los labios y él se inclinó un poco más para acariciarle la barbilla con la yema de los dedos. Mary estuvo a punto de cerrar los ojos para sentir su tacto con mayor intensidad, pero no podía dejar de mirarle porque aquellos ojos negros y enigmáticos la tenían completamente hechizada.

El camarero trajo los platos que habían pedido, rompiendo así la burbuja íntima en la que ambos habían quedado encerrados.

- Dios mío -exclamó Mary, mirando su plato-. ¿Sabes la de años que no como una chuleta de semejantes dimensiones?

- ¿Tantos como hace que te fuiste de aquí? -Mary asintió-. No me digas que eres vegetariana.

- ¿Qué tienes en contra de los vegetarianos? -inquirió con suspicacia.

- Nada, pero no podría soportar verte comer lechuga todos los días. Me gustan las mujeres con buen apetito.

«Todos los días». Ninguno reparó en el contenido de aquel comentario hasta que transcurrieron unos segundos. Mary le miró con intensa suavidad, como esperando a que lo desarrollara, pero Michael no lo hizo porque su comentario no había sido otra cosa más que una traición de su subconsciente.

Michael se aclaró la garganta y fingió no darse cuenta de que Mary lo miraba fijamente.

Una cosa era lo que él deseara que sucediera entre los dos, y otra muy distinta, lo que probablemente ocurriría una vez agotaran aquellos días de asueto y tuvieran que regresar a sus respectivas ciudades y a sus correspondientes vidas.

Se ponía de un humor insoportable cada vez que pensaba en ello, por lo tanto, concentró toda su atención en el chuletón de buey que tenía enfrente.

- Tiene una pinta estupenda, y este olor… -lo aspiró con deleite-. Huele fenomenal.

Mary asintió, desistiendo en la esperanza de que Michael tuviera la valentía de exponer sobre la mesa lo que a los dos tanto les inquietaba. Porque no sólo le preocupaba a ella, de eso estaba segura. No lo habían expresado con palabras, pero las miradas de las últimas horas hablaban por sí mismas.

Si Michael le pidiera que se fuera con él, Mary lo dejaría todo atrás por seguirle a donde hiciera falta. Pero no estaba nada convencida de que él considerara la relación que había surgido entre los dos como algo más que una aventura que terminaría en breve. Mary sabía que Michael sentía algo por ella, se lo leía continuamente en los ojos y en la manera de besarla y hacerle el amor pero, tal vez, todo eso no fuera suficiente.

Mary tomó uno de los platos y se lo ofreció a Bruno. El perro agarró la chuleta entres sus fauces y gruñó suavemente, de puro éxtasis. Mary sonrió y le rascó entre las orejas, luego se concentró en su propia chuleta, a la que no sabía cómo ni dónde hincarle el tenedor.

- No soy vegetariana. Como de todo y tengo un apetito muy saludable -le aclaró.

Michael le sonrió con los ojos por encima de su jarra de cerveza.

El grupo country comenzó a tocar una canción de su propia cosecha. El volumen de la música era perfectamente soportable y la voz de la cantante, una joven rubia vestida con tejanos y botas de cowboy, tenía una entonación preciosa. Se podía conversar tranquilamente sin necesidad de alzar la voz.

Eligieron temas neutros sobre los que dialogar durante el transcurso de la cena, pero el lenguaje corporal de ambos iba por otros derroteros. Era complicado mantener las distancias cuando los dos estaban deseosos de tocarse. Fue Michael quien originó aquel juego de miradas seductoras y licenciosas aunque, tal vez, fue ella. El caso es que cuando comenzaron con los postres, Mary no cesaba de acariciarle la musculosa pierna con su pie derecho, y él respondió a sus atrevidos frotamientos narrándole con pelos y señales lo que haría con ella una vez regresaran a la pensión y se encerraran en su habitación.

A las gentes de Alvertoon les encantaba bailar y, cuando pasó la hora de la cena, se lanzaron en estampida hacia el lugar habilitado a tal efecto: la explanada que había frente al escenario.

Mary y Michael se entretuvieron un rato más tomando un refresco en una de las casetas. Se había subido el volumen de los bafles y ahora sí que había que elevar la voz para entenderse.

En sus tiempos de instituto, ellos solían ser los primeros en unirse a la fiesta. Bailar, y menos ese estilo de música en el que todo el mundo iba sincronizado como marionetas, no era una cosa que a Michael le gustara especialmente. A Mary, por el contrario, le encantaba y siempre le arrastraba hacia la pista.

Ahora, Michael se la quedó mirando mientras daba un sorbo a su refresco y supo que Mary se moría de ganas por bailar. Tenía los ojos clavados en los pasos de baile de la gente y seguía el ritmo moviendo una pierna y dando golpecitos contra el suelo. Decidió complacerla.

- ¿Te apetece bailar? -le preguntó.

Ella alzó la vista hacia él. Al parecer, no esperaba que se lo propusiera.

- Sí, pero a ti no te gusta. No quiero obligarte a que lo hagas.

Michael dejó su vaso sobre la barra y cogió el de Mary de entre sus manos para devolverlo al mismo lugar. Luego la tomó de la mano con decisión y abandonaron la caseta para adentrarse entre la multitud. Michael apenas recordaba cómo eran los pasos de baile, al contrario que Mary, que parecía que los hubiera estado ensayando durante todo el día. Se dejó llevar por ella y por sus instrucciones aunque, al final, acabaron muertos de la risa.

Cuando el grupo country se animó con la primera canción lenta de la noche, Michael se sintió tan agradecido que tuvo ganas de besar a los músicos. Tomó a Mary entre sus brazos, deslizó las manos por su espalda desnuda y la besó sin más preámbulo. Mary se dejó llevar y respondió a sus besos con fruición.

A los dieciocho años, los besos de Michael eran tiernos y estaban revestidos de cierta inocencia, ahora besaba con más contundencia y pericia, la pasión que ponía en ello la abrasaba y la conducía rápidamente a un estado en el que su cuerpo bullía efervescente.

Mary le rodeó los hombros con los brazos y se perdió en las sensaciones que su boca experta arrancaba en ella. Cada minúscula fibra de su cuerpo deseaba a aquel hombre, y lo amaba, lo quería tanto que se olvidó por completo de que estaban rodeados de gente y se abandonó de lleno a ese beso con el que se devoraban mutuamente.

La música cambió y unas notas alegres volvieron a hacer bailar a la gente.

Michael se separó de Mary con una mueca de resignación, y la miró a los ojos azules, ahora vidriosos y dilatados por el deseo. Le acarició la espalda y se deleitó con el contacto de sus senos turgentes presionados contra su pecho.

- Vámonos de aquí, no soy capaz de estar un segundo más a tu lado sin quitarte la ropa -le dijo con ese tono tajante que él empleaba en el sexo y que a ella tanto le gustaba.

Mary se mostró de acuerdo.

Cruzaron la plaza hacia la calle que conducía a la pensión de la señora Harris como una exhalación y, una vez en la habitación de Michael, las prendas de vestir fueron cayendo una a una hasta formar un montoncito en el suelo. En silencio, él contempló su cuerpo a medida que ella lo desnudaba y ella hizo lo propio con el suyo. Mary se sentía como si fuera la primera vez que fuera a hacer el amor, nunca ese acto había sido para ella tan excitante y novedoso. El cuerpo le temblaba y el corazón le latía de impaciencia. La mirada de Michael, que se posaba abrasiva en cada centímetro de piel que ella descubría ante sus ojos, también evidenciaba que su estado de excitación superaba cualquier experiencia que hubiera tenido antes.

- Eres preciosa, Mary -le dijo, con la voz susurrante cuando ella estuvo completamente desnuda.

- Habrás visto cuerpos muchos más bonitos que el mío.

- Te aseguro que no. Tú eres hermosa por dentro y por fuera -se acercó a ella y ahuecó sus pechos con las palmas de las manos. Mary suspiró y entreabrió los labios para recibir los suyos-. No existe ninguna mujer como tú.