CAPÍTULO 02
A la mañana siguiente, Mary lo encontró esperándola puntual en la cafetería de Tom, la misma a la que Mary acudía con su familia los domingos por la mañana. Estaba sentado junto al ventanal del local con un periódico desplegado ante sus ojos. Al verla aparecer, la saludó con la mano desde dentro. Mary tomó asiento a su lado y el camarero acudió para tomarles nota. Él se pidió un café acompañado de un par de donuts, y Mary cambió los donuts por un cruasán.
- ¿Qué tal has pasado la noche? -le preguntó Mary.
- He dormido en sitios peores, pero no recuerdo haber estado tumbado jamás sobre un colchón tan incómodo como éste.
- Está lleno de bultos y de durezas que se clavan por todos sitios -comentó ella.
- Ideal para aliviar mi contractura muscular.
Michael cerró el periódico y lo dejó a un lado para que el camarero pudiera dejar el desayuno sobre la mesa.
- ¿Tienes una contractura?
- En la espalda. Me la hice en una escena de mi última película. Siempre que puedo evito que me doblen en las escenas de acción -le explicó.
- ¿Te la estás tratando?
- No. Me tomo algún analgésico cuando me molesta y no vuelvo a acordarme de ella hasta que me vuelve a doler.
- Yo soy… fisioterapeuta.
Mary lo dijo con cierta timidez, pues se imaginó a Michael Gaines desnudo de cintura para arriba mientras ella hacía su trabajo en su musculosa espalda. Esperaba que él no notara el rubor de sus mejillas.
- ¿Fisioterapeuta? ¿No querías ser diseñadora de ropa interior?
Mary rió al recordar cuál era su máxima ambición en la vida cuando era una chiquilla.
- Eso fue antes de descubrir que tenía unas manos prodigiosas y que podía ganarme la vida con ellas. Actualmente tengo una consulta privada en Chicago y una clientela muy abundante y selecta.
Michael le miró las manos y, no contento con ello, tomó la derecha entre las suyas y la inspeccionó detenidamente como si fuera un entendido en la materia. Tenía la piel muy suave, una perfecta manicura en las uñas, y desprendía un olor a albaricoque que a uno le entraban ganas de darle un bocado. Michael la soltó y la miró a los ojos azules.
- ¿Y qué crees que podrían hacer esas manos «prodigiosas» en mi contractura muscular? -le preguntó, mirándola por encima de la taza de café.
Mary se aclaró la garganta antes de responder.
- Maravillas. La desharía y no volvería a molestarte -aseguró ella, mientras le daba vueltas a su café con la cucharilla.
- ¿En serio?
- Claro.
- ¿Cuánto cobras por tus servicios?
- Tú eres un viejo amigo, a ti te lo haría gratis.
Ninguno reparó en el doble sentido de aquellas palabras hasta que el anciano que había sentado en la barra, a dos escasos metros de su mesa, se giró para mirarles con una ceja arqueada. Mary se llevó una mano a la boca y ahogó una carcajada, Michael no se molestó en silenciar la suya.
- Está bien. Lo comprobaremos.
- Perfecto, cuando quieras -asintió Mary.
- Esta misma noche. ¿Te parece bien?
- Claro.
Mary trató de aparentar desinterés, pero por dentro sintió un repentino chispazo de emoción que le recorrió todo el cuerpo. Decidió cambiar inmediatamente de tema antes de que él apreciara que su indiferencia era sólo una pose.
- ¿Cuánto tiempo piensas quedarte por aquí? -Mary bebió un sorbo de su café y luego le dio un mordisco a su cruasán.
- Todavía no lo sé. Supongo que cuando haya despejado algunas telarañas y considere que ya estoy preparado para regresar.
- Parece que continuamos teniendo muchas cosas en común.
- Algunas cosas nunca cambian ¿no crees?
Mary transcurrió la tarde paseando por el pueblo y por sus alrededores. Alvertoon estaba ubicado en un valle precioso repleto de flores silvestres. El río Wabash lo surcaba y sus aguas eran aprovechadas para el regadío de muchas clases de cultivos, una de las actividades principales de los oriundos del pueblo. Hacia el oeste se desplegaba una larguísima cordillera de montañas de cumbres escarpadas, y hacia el este las llanuras se extendían hacia el infinito. Eran innumerables las veces que Mary había paseado por aquellos mismos campos mientras aquel fue su hogar y, volver a hacerlo ahora, la sumió en un halo de nostalgia que la llevó a hacer un balance de la que había sido su vida desde que se marchó de allí.
Caminaba por la ribera del río enfrascada en pensamientos, que no eran demasiado halagüeños. Su comportamiento de los últimos días no la hacía sentir especialmente orgullosa, había hecho daño a muchas personas y, lo que era peor, había huido sin dar ningún tipo de explicación. Greg debería estar odiándola en esos momentos, le había dejado plantado en Chicago, concretamente, en el altar de una iglesia católica de Golden Coast. Seguro que si encendía su móvil estaría repleto de llamadas suyas.
Pero no iba a encenderlo. Necesitaba unos días de reflexión para sí misma, y de nada serviría su pequeña escapada si se producían interferencias externas.
Mary era consciente de que la suya era una postura egoísta pero, por primera vez en su vida, se merecía pensar en ella misma y en sus necesidades.
Poco después de huir de la iglesia, Mary había llamado a su madre para informarla de que iba a pasar unos días fuera y que sólo encendería el móvil en caso de emergencia. Su madre la había acribillado a preguntas y le había repetido hasta la saciedad lo impropio de su actuación, pero Mary se limitó a decirle que le dijera a Greg que estaba bien y que lo sentía muchísimo.
Greg jamás le perdonaría la humillación pública a la que lo había sometido.
Amortiguadas por la hierba, Mary escuchó rápidas pisadas tras su espalda y un resuello que la hizo volverse de inmediato. El perro del día anterior se aproximaba velozmente hacia ella, cruzando los campos a la velocidad del rayo. Esbozó una sonrisa y se agachó para acogerle cuando llegó a su altura. No entendía que a Michael le hubiera parecido un perro fiero cuando demostró ser un animal sumamente cariñoso. Todavía no debía tener ni un año a juzgar por su aspecto joven y lozano, pero ya era bastante grande y sólido como una roca. Tenía el pelo negro y unos grandes ojos castaños de mirada nostálgica que enternecían el corazón de Mary. No sabía de qué raza podría ser, parecía un cruce entre un mastín y un pastor alemán. No llevaba collar, así que, suponía que no tenía dueño. Mary le prodigó caricias que el perro acogió de buena gana. Con las manos mojadas por sus cariñosos lametones, continuó su camino de reflexión con el perro al lado.
Cuando el ocaso despuntó por detrás de las montañas, Mary deshizo el camino andado junto a su fiel compañero, a quien había hecho partícipe de sus pensamientos en voz alta. Al llegar al pueblo, ya era prácticamente de noche.
Antes de ir a la pensión, se dirigió a un pequeño comercio para hacerse con unos cuantos productos que iba a necesitar para su trabajo. El perro se quedó en la calle y sentó las patas traseras en el suelo, como dispuesto a esperarla hasta que saliera. Mary sonrió y accedió al interior del local. Preguntó al dependiente por los artículos que precisaba y el hombre le indicó el lugar. Mary cogió una cesta de plástico en la que fue echando diversas lociones y aceites, nada del otro mundo, había poca variedad y poca calidad, pero serviría para su cometido.
De vuelta al exterior, el perro la siguió hasta la pensión y a Mary se le rompió el corazón cuando tuvo que dejarle allí plantado.
- Me encantaría dejarte pasar y que durmieras a los pies de mi cama, pero no creo que la señora Harris admita animales -le dijo Mary mirándole seriamente a los ojos castaños. Se agachó junto a él y le rascó entre las orejas-. ¿No tienes dueño? En ese caso tendré que ponerte algún nombre. Déjame que lo consulte con la almohada ¿Vale? Nos vemos mañana.
Mary desapareció en el interior de la pensión, donde la señora Harris, que al parecer había presenciado la escena a través del cristal deslucido de la puerta, la informó sobre el perro.
- Parece ser que Bruno le ha cogido mucho cariño.
- ¿El perro se llama Bruno?
- Así lo llamamos en el pueblo. Es de todo el mundo y de nadie en particular. Le queremos mucho y no le faltan la comida y el techo, normalmente duerme en un garaje propiedad del mecánico del pueblo -dijo la mujer-. Es un perro simpático, pero nunca había visto que se comportara así con un forastero.
- Bueno, los animales siempre simpatizan mucho conmigo, supongo que perciben que me encantan. Vino a buscarme cuando daba un paseo por las afueras del pueblo y se ha pasado toda la tarde conmigo.
Mary puso un pie en la escalera y la mujer cambió súbitamente de tema, haciendo que se girara hacia ella.
- Su amigo ha llegado hace un rato. Dios mío, si yo tuviera treinta años menos haría lo posible por seducirlo. Pero míreme, ningún hombre se interesa ya en estas carnes y en estas arrugas.
La señora Harris era una mujer de unos sesenta años con el aspecto rudo y tosco propio de las gentes del campo. No era una mujer atractiva, ni creía que lo hubiera sido nunca pero, aun así, Mary decidió regalarle los oídos.
- Está usted estupenda señora Harris. Cuando llegue a su edad, me gustaría tener el mismo aspecto que usted.
- Oh, eres una joven muy agradable -sonrió la mujer.
Mary entró en su habitación y los sinsabores que habían aguijoneado su cabeza durante la tarde fueron relegados a un segundo plano mientras preparaba e improvisaba un lugar de trabajo. No tenía muchas opciones, pero hizo lo que pudo con lo que tenía al alcance. Se sintió nerviosa mientras lo organizaba todo, como si no hubiera hecho ese trabajo cientos de veces.
Treinta minutos después, acudió a la habitación de Michael y tocó con los nudillos en la puerta.
Michael la recibió desnudo de cintura para arriba. Una simple toalla blanca le cubría de cintura para abajo. A Mary se le atascaron las palabras en la garganta al presenciar tanto atractivo masculino. Debía haber pasado muchas horas en el gimnasio para conseguir ese cuerpo tan fibroso, de adolescente, él era muy delgado. Por espacio de unos segundos, Mary fue incapaz de levantar la mirada hacia sus ojos negros.
Él la miraba con las cejas levemente arqueadas porque detectaba su indecisión, y ella esbozó una tonta sonrisa con la que se puso en evidencia.
- Ya lo tengo todo preparado. ¿Me sigues?
- No pareces muy segura de ti misma -Michael la siguió por el desangelado y enmohecido pasillo-. Debería pedirte referencias antes de permitir que me pongas las manos encima.
- Sólo es un masaje.
- Un masaje mal hecho por una persona incompetente te puede dejar lisiado para el resto de tu vida.
Mary rió delante de él mientras sacaba la llave de su bolsillo para abrir la puerta de la habitación.
- Te dije que soy una profesional. Mis títulos acreditativos están en Chicago, pero te prometo que puedes fiarte de mí.
Mary había recreado un ambiente muy íntimo y oloroso, ideal para relajarse, pero Michael tuvo la sensación de que accedían a aquella habitación con el ánimo de hacer otro tipo de cosas mucho más placenteras. Fue un pensamiento breve porque Michael se encargó de apartarlo rápidamente de su cabeza. Aquella mujer no era cualquier mujer, era Mary Cassat.
Había velas encendidas por casi todos los rincones y la cama tenía la colcha retirada, como lugar improvisado para dejarse hacer por las supuestas habilidosas manos de Mary. No es que desconfiara de ella, si decía que era una buena fisioterapeuta no tenía por qué ponerlo en duda.
- Aquí dentro huele a rosas -masculló, olfateando el aire del interior.
Mary cerró la puerta tras de sí y señaló la cama para invitarle a que se tumbara.
- Son las velas aromáticas que compré en la tienda del pueblo. No las encontré con otro aroma diferente.
- Espero que este olor no se me quede pegado en la piel. De lo contrario te denunciaré por daños y perjuicios -la advirtió.
- Descuida, los aceites que voy a emplear huelen a macho -bromeó-. Puedes tumbarte en la cama.
Michael se ajustó la toalla a las caderas y luego se tumbó boca abajo. La cama tenía un aspecto diminuto ahora que albergaba aquel cuerpo tan grande y poderoso y Mary volvió a sentirse como si fuera a hacer aquel trabajo por primera vez en su vida, cuando ya tenía a sus espaldas diez años de experiencia como fisioterapeuta.
De la superficie del aparador tomó la bolsa que contenía todos los productos que había comprado y los fue dejando uno a uno sobre la mesita de noche. Michael seguía sus movimientos sin apartar los ojos de ella, como si no se fiara de su pericia.
- Son aceites relajantes y tonificantes -le explicó-. Los había con olor a especias y a vainilla. El de especias te irá bien.
Mary no sabía cómo colocarse sin tener que subirse a la cama, los largueros le dificultaban el acceso y además era muy baja, por lo que terminaría con dolor de riñones. Subirse a ella le parecía muy comprometedor, pero después de dar varias vueltas vacilantes alrededor, llegó a la conclusión de que no le quedaba más remedio que hacerlo. No había nada de malo en ello, se dijo, ante todo era una profesional.
Mary hincó las rodillas en el colchón, a ambos lados de las caderas de Michael, abrió el envase del aceite y ahuecó la mano hasta cubrirla del oloroso ungüento.
- Puesto que aquí no tengo todas mis armas de trabajo, será un masaje un poco rudimentario, pero te dejará como nuevo.
A Michael ya se le veía bastante relajado, tenía la cabeza ladeada y había cerrado los ojos.
- Eso te lo diré cuando termines.
Palpar nuevamente la espalda de Michael, ahora más fuerte y ancha, fue un acto muy evocador para Mary. Ella había estado locamente enamorada de él y aunque habían pasado muchos años y ese sentimiento adolescente estaba completamente superado, ahora que había vuelto a cruzarse en su camino sintió que le tenía un cariño inmenso. Cariño y atracción, ambas cosas, seguían vivas después de todo.
«Concéntrate en tu trabajo, Mary».
Con la espalda completamente embadurnada del aceite y brillando a la luz de las velas, unas veces Mary acariciaba, otras apretaba y otras presionaba con los nudillos allá donde descubría una zona tensa.
Se concentró en deshacer su contractura muscular y a Michael se le escapó un gruñido ronco y placentero que a Mary le sonó de maravilla.
- Reconozco que tienes unas manos maravillosas.
- Ya te lo dije. Ahora mismo estoy deshaciendo los nudos, en diez minutos habré hecho desaparecer la contractura.
Michael estuvo a punto de decirle que podía seguir toda la noche haciéndole aquello. Estaba tan relajado y a gusto que hasta el penetrante olor a rosas de las velas había dejado de molestarle. Quería las manos de Mary por todo el cuerpo, se le estaban despertando sensaciones que se alejaban del simple placer de recibir un masaje. Si ella fuera otra mujer… sonrió para sus adentros. Si ella fuera otra mujer con ese mismo físico tan atractivo, Michael se habría dado la vuelta y habría invertido los papeles. Tal y como se había obligado a recordar hacía un instante, ella era Mary Cassat y lo que compartieron entre los dos fue único y especial. No podía fastidiarlo porque tuviera un impulso sexual descomunal.
Mary disolvió el nudo de sus malestares y se dedicó a masajearle los hombros.
- ¿Puedes bajar un poco más abajo? -murmuró él, suspendido en su relax.
- Claro.
Mary deslizó las manos hacia la zona lumbar.
- Más abajo -la guió él.
Ese territorio estaba cubierto por la toalla. Mary lo descubrió unos centímetros apenas y esperó que fuera suficiente. Aquello estaba tomando un cariz diferente y la línea divisoria entre la profesionalidad y el interés personal, desapareció por completo. Una alarma sonó en el interior de su cabeza cuando se descubrió excitada, y ese fue el momento que Mary escogió para poner fin a sus labores. Volvió a cubrirle la parte alta de los glúteos con la toalla y se alzó sobre él.
- Ya hemos terminado. No volverás a resentirte de la espalda a no ser que vuelvas a excederte en tu trabajo.
- ¿Ya está? ¿Tan pronto?
- Han sido veinte minutos.
- Me han parecido cinco.
Michael se dio la vuelta lentamente y quedó boca arriba al tiempo que Mary saltaba de la cama.
La toalla se había enredado entre sus largas piernas morenas. Él estaba prácticamente desnudo ante sus ojos. Mary no pudo evitar ruborizarse hasta la raíz. Se dio la vuelta para que él no lo percibiera y recogió todos los artículos que había comprado por la tarde. Luego apagó las velas y dio la luz principal del dormitorio. Él estaba tan relajado que seguía todos sus movimientos sin despegar los labios.
- De repente parece que te hayan entrado las prisas. ¿Tienes algo urgente que hacer? -le preguntó Michael desde la cama.
- Pues… no, la verdad es que no -sonrió a medias.
- ¿Cenamos juntos?
- Vale -contestó de forma inmediata, con demasiada presteza.
- Estupendo, bajaré a comprar un par de hamburguesas en el Mcdonald’s del pueblo.
Podemos comerlas ahí fuera -señaló las puertas que daban a la pequeña terraza con la cabeza.
- La habitación deja mucho que desear pero la terraza no está mal. Tiene mesas y sillas.