Capítulo veinticuatro
Pocos días después, Amal y Lailah fueron a Deir el-Ahmar armadas con todos los pertrechos necesarios para pintar. Nina y Roger prometieron que las visitarían.
Mientras Amal pintaba, Lailah se dedicó a pasear; a explorar los alrededores; recorrer campos, huertas y viñedos; recoger flores y fruta; y visitar pequeños puestos de mercado y tiendas para comprar verdura, pan y vino local, que le gustó tanto o más que algunos de los caros vinos franceses o españoles con que Rachid solía abastecerse.
Conforme pasaron los días en aquella idílica y bucólica placidez, el vínculo establecido entre ellas por su amor al arte y a la belleza se fue fortaleciendo. Cuando Amal pintaba en la habitación que habían transformado en un improvisado estudio, Lailah iba a verla de vez en cuando, para aconsejarle o darle su opinión. Cuando pintaba fuera, la ayudaba a transportar las pinturas y el caballete, y disfrutaba de estar al aire libre. Amal conocía bien la zona y la llevaba a sitios poco frecuentados, como la cueva con la poza o la cima de una colina alejada de las rutas turísticas. Lailah no estaba habituada a ese tipo de relación con otra mujer, una relación en absoluto condicionada o motivada por nada que no fuera el aprecio o el puro disfrute de su compañía y la pasión por la belleza del paisaje que las rodeaba. No tenía muchas amigas, pues su belleza las intimidaba y solían dejarla sola o a merced de hombres que irremediablemente la deseaban. Por primera vez en su vida sintió que podía ser genuina y franca, sin tener que vestirse de punta en blanco, maquillarse o ir a la peluquería todos los días.
Se entendían perfectamente. En ese tiempo, ambas maduraron: Lailah, personalmente; Amal, desde un punto de vista profesional.
—Esto es tan bonito que no parece el Líbano —dijo Lailah un día en el cañón cercano a la cueva.
—¿A qué se parece?
—No lo sé. Es como lo mejor de la Provenza y la Toscana juntas —contestó con la cara vuelta hacia el sol.
—No las conozco.
—¿No has estado nunca en el extranjero?
—¿Para qué? Mira lo bonito que es todo esto —respondió haciendo un gesto con la mano a su alrededor.
—¿Nunca has pensado en volverte a casar?
—No. —Lailah prefirió no sonsacarla. Si algún día quería contárselo, lo haría—. Ven, mira —le pidió. Lailah se quedó impresionada. Había pintado la entrada de la cueva, los árboles cercanos, el cielo y a ella sentada sobre una manta—. Cuando falleció Waleed, algo en mi interior murió con él. No creo que pueda tener con nadie el amor que compartimos.
—Tienes suerte, no todo el mundo tiene esa oportunidad.
—Le encantaba esto, el valle, las montañas... Amaba su país, su historia, su pueblo...
—Tú también amas este país, solo hay que ver tus cuadros.
—¿Cómo no voy a hacerlo? Esta tierra tiene tanta historia... —dijo arrodillándose para coger un puñado de tierra roja—. Imagina cuánta gente ha pasado por aquí y cuántas cosas dejaron a su paso. Este cañón en particular tiene un aura y una energía tan intensas...
—Las noto. Se ven en el cuadro. Tu corazón siente esa fuerza, la belleza de la tierra... Tus ojos la ven y tu mano la interpreta. La tratas con sumo cuidado, la has capturado con absoluta dulzura.
Cuando el sol se puso volvieron atravesando los campos hasta la casa de Deir el-Ahmar.
—¡Venga, te echo una carrera! —la desafió Amal.
—¿Qué? —preguntó extrañada, y antes de que pudiera darse cuenta Amal había echado a correr entre las flores silvestres y la hierba que crecía a unos cientos de metros de la casa—. ¡No es justo! ¡Voy más cargada!
—He ganado —se vanaglorió cuando Lailah llegó sin aliento unos minutos después.
—¡Has sido muy injusta! —resolló intentando recuperar el aliento.
—La verdad es que he ido por un atajo —confesó mientras la ayudaba a meter en casa los cuadros y los bártulos para pintar.
Lailah fue a la cocina a preparar la cena. Amal la siguió después de guardar las telas con cuidado. Lailah sirvió dos copas de vino.
—Muy bueno —lo alabó la chica—. Aunque tampoco soy una experta.
—Yo tampoco, solo me gusta lo que sabe bien.
—¿De verdad? Creía que al ser madame Hayek serías una entendida.
—En mi papel de madame Hayek era otra persona. Me convertí en lo que Rachid quería que fuera.
—¿Y ahora?
—Ahora soy libre, aquí siento que puedo ser yo misma. Mírame, llevó vaqueros, una camisa de algodón y zapatillas de deporte. Me hago una coleta y no sé cuánto tiempo hace que no me pinto los labios. Mi madre se escandalizaría y Rachid..., quién sabe lo que diría. Seguramente pensaría que soy la criada. —Se echaron a reír—. En serio, soy feliz. Estoy rodeada de todo lo que me gusta: arte, una amiga, buena comida, campo..., una vida sencilla. ¿Qué más puedo pedir?
—¿No te sientes sola?
—¿Y tú?
—No, pero yo he elegido estar sola.
—Yo también.
—Pero yo tengo mi pintura...
—Bueno, yo también estoy rodeada de arte. Puede que no pinte, pero adoro el arte y este país, y aquí disfruto de ambos. ¿Por qué crees que trabajo en el Sursock? —Amal se encogió de hombros—. Para ayudar a artistas libaneses. Podía haberme ido a París o Nueva York y trabajar en una galería de arte o tener una galería propia, pero quería ayudar a los artistas de aquí, a los noveles, y el Sursock es el primer paso.
—No sé si me gustaría vivir en París.
—Puede que no, pero algún día deberías ir —sugirió dando los últimos toques a la cena.
—¡Menudo festín! —exclamó cuando puso en la mesa una fuente de verdura y pan—. ¿Qué diría Rachid si supiera que cocinas así?
—Rachid... —resopló—. Sabía cómo era cuando me casé con él. Todo el mundo me advirtió de que tenía reputación de mujeriego, pero cometí el error de pensar que podría cambiarlo una vez casados.
—Tampoco creo que las mujeres cambien. Somos como somos y la gente nos acepta o no. Puede que las mujeres seamos más propensas al cambio y que nos adaptemos mejor a las situaciones, a las circunstancias, pero no cambiamos de carácter.
—Cierto, simplemente somos mejores a la hora de fingir.
—Y un poco más dispuestas al sacrificio..., y generosas. Y quizá también un poco más pacientes.
—¿Sabes?, antes de casarme con Rachid tenía mucha confianza en mí misma, me sentía muy segura. Recuerdo que tenía pasión y convicciones que defendía. Sabía lo que deseaba y qué hacer para conseguirlo. Después de la boda no sé qué me pasó. Fue como si hubiera permitido que Rachid me eclipsara y me hiciera sentir inútil. Me metí en una jaula y le culpé por sentirme sola e insegura, aunque la verdad era que me mortificaba a mí misma. Me castigaba por haberme convertido en mi madre, algo que había jurado que nunca haría. Ahora, gracias a ti, he vuelto a descubrir quién soy. Es como si hubiera abierto la puerta de la jaula y me hubiera dejado salir. Me miro en el espejo y me gusta lo que veo.
Continuaron cenando en silencio.
—Gracias, Lailah.
—¿Por qué?
—Por animarme a que pintara. Sin ti no lo habría hecho. Sin tu fe seguiría mirándome en el espejo y odiando mi reflejo.
—Sigue pintando, Amal. Lo necesitas para sanarte y convertirte en quien eres. Tienes suerte de haber descubierto tu vocación. La mayoría de la gente nos pasamos la vida intentando encontrarla, y la mayor parte de las veces no lo conseguimos.
Afuera se oían los ruidos del crepúsculo y una suave brisa sopló en la casa de Deir el-Ahmar.
—Cuando sabemos lo que necesitamos, averiguamos quiénes somos —concluyó levantando la copa—. Por ti, amiga mía —brindó para sellar la amistad que habían iniciado cuando le lavaba la cabeza en el salón de belleza Cleopatra.
Varios meses después del funeral de Claudine sonó el móvil de Mouna. Gracias a algunas clientas privadas, como Dina Chaiban, había ido tirando. A pesar de los intentos de Imaan, Alexandre seguía sin decidirse a contratarla. Miró el número antes de contestar. No le resultó familiar, pero era de Beirut.
—Allo.
—¿Madame Al-Husseini? —preguntó una voz masculina.
—Bonjour.
—Madame, me llamo Bassam Achkar.
—¿En qué puedo ayudarle?
—¿Es la dueña del salón de belleza Cleopatra?
—¿Por qué lo pregunta?
—Necesito hablar con la dueña. —Mouna oyó ruido de papeles—. Esto..., madame Mouna Al-Husseini.
—¿Quién es usted? —preguntó asustada.
—Madame, soy el abogado que se ocupa de las últimas voluntades de la difunta madame Claudine Haddad.
Se quedó perpleja, no sabía qué tenía que ver con todo aquello.
—No lo entiendo. Claudine Haddad era mi casera y le pagué el alquiler hasta que el Ayuntamiento cerró el salón.
—Madame, esto no tiene que ver con el alquiler —comentó entre risas.
—Entonces, ¿por qué me llama?
—La llamo para decirle que madame Claudine Haddad la nombró beneficiaria de sus propiedades y bienes.
—Perdone, no entiendo qué quiere decir eso.
—Madame Al-Husseini —empezó a decir aclarándose la garganta—, ahora es la propietaria del salón y de los tres pisos que poseía en la Rue Gouraud: el que habitaba ella y los dos donde vivían monsieur y madame Salameh, y monsieur y madame Saliba.
Mouna se levantó, no podía creer lo que estaba oyendo.
—Hay algo más.
«¿Más? ¿Cómo puede haber más?», pensó.
—Le dejó cincuenta millones de libras. —Oyó ruido de papeles—. Dice..., un momento..., que quiere que utilice ese dinero para pagar el impuesto municipal y renovar la licencia comercial, reformar el salón y, si le queda algo, para su boda.
Se produjo un absoluto silencio.
—¿Madame Al-Husseini...? Allo. ¿Madame? Vous êtes là?
—Sí, sí.
Bassam Achkar le dio todos los detalles de lo que tenía que hacer.
Finalmente, la tortilla se había dado la vuelta.