Capítulo ocho
Jumana y Nina condujeron en silencio hasta que la chica, aburrida de mirarse las puntas del cabello, intentó buscar alguna emisora de música en la radio.
—Immi, ¿por qué no aceleras? Incluso los caracoles van más rápidos. —Jumana permaneció callada—. Ya que no puedo ver a mis amigos en Beirut, ¿iremos a esa tienda que me gusta tanto a ver si tienen alguna camisa nueva?
—¿No sabes que el país está en guerra? —preguntó con cara de sorpresa.
—Sí, pero eso no quiere decir que todas las tiendas tengan que estar cerradas. ¿No hay pausas cuando no luchan y la gente puede ir de compras? Si no, ¿cómo iban a conseguir comida y cosas?
Jumana suspiró. Nina era la típica adolescente. No conocía las penurias de la guerra, de momento. Había vivido cómodamente en una bonita casa de Jounieh, a pocos kilómetros del centro de Beirut y había ido a un buen colegio de monjas francesas.
—En Baalbek no hay nada que comprar, es aburridísimo —comentó Nina.
—Entiendo que tengas catorce años y que de repente te interese el peinado, el maquillaje e incluso los chicos, pero...
—Sí, immi, cuando tenías mi edad cruzaste a escondidas la frontera palestina, no tenías zapatos, solo la ropa que llevabas puesta, no tenías dinero y caminaste muchos kilómetros por el desierto temiendo que alguien te disparara, bla, bla, bla —la remedó con sarcasmo—. Por favor, immi, me lo has contado cientos de veces, pero no estamos en 1948, todo ha cambiado, el mundo ha evolucionado y ahora es más moderno, no como cuando papá y tú erais jóvenes.
No tuvo más remedio que sonreír: Nina era muy dura, y también tozuda.
—Immi, ¿por qué estamos en guerra? —preguntó de repente muy seria.
—Es cuestión de poder —contestó intentando simplificarlo lo más posible para que lo entendiera—. A los musulmanes no les gusta que los cristianos controlen el Gobierno porque creen que favorece a los suyos y no da las mismas oportunidades a los musulmanes.
—Pero ¿cómo empezó? Nuestro profesor dijo que unos pescadores en Sidón se sublevaron y que los palestinos mataron a dos sacerdotes cristianos.
—Son dos cosas distintas, aunque están relacionadas. Los pescadores musulmanes de Sidón creían que el presidente Camille Chamoun favorecía a los cristianos. Así que organizaron una manifestación en la que resultó muerto el presidente. Muchas personas dicen que lo asesinó un francotirador del propio Gobierno porque apoyaba a los pescadores musulmanes.
—¿El mismo alcalde que os casó?
—No. Aquello provocó más manifestaciones y enviaron al Ejército a poner paz, pero fue imposible. Hubo más enfrentamientos con los musulmanes, sobre todo cuando la OLP y otros grupos empezaron a salir de los campamentos de refugiados para protestar contra las injusticias que se cometían contra sus hermanos musulmanes.
—¿Y qué pasó entonces?
—El Gobierno empezó a perder el control y después... Bueno, ya sabes... ¿Te acuerdas de cuando esos dos pistoleros abrieron fuego en una iglesia de Beirut oriental y mataron a dos sacerdotes?
—No mucho.
—Bueno, pues los cristianos dijeron que los asesinos eran palestinos y en represalia tendieron una emboscada a un autobús lleno de civiles en Ain El Rummaneh y los mataron.
—¡Vaya! Así pues, son musulmanes contra cristianos.
—Bueno..., son las milicias de extrema derecha cristianas, apoyadas por el Gobierno, contra las milicias de extrema izquierda, apoyadas por la OLP.
—¿Y no puede intervenir el Ejército y ponerle fin?
—Ese es el problema. El Ejército libanés está bajo el mando de un comandante cristiano de extrema derecha; ha habido un gran debate político, porque si interviene, evidentemente lo haría a favor de los grupos cristianos de extrema derecha.
—¿Estás de parte de los palestinos?
—No me meto en política. Mi vida no ha sido nada típica. Soy palestina, musulmana chiita, estuve en un campamento de refugiados del que salí para trabajar de enfermera en el Ejército libanés y me casé con un armenio que es cristiano ortodoxo.
—Pero ¿no sientes nada por las personas que viven en los campamentos? Son tu pueblo, ¿no?
—Y el tuyo, cariño. Tienes sangre palestina en las venas. Lo que pasó con los palestinos cuando se creó el Estado de Israel fue injusto. Los británicos expulsaron a un pueblo que había vivido en ese rincón del mundo durante generaciones e instalaron allí a otro pueblo porque no lo querían ni en su país ni en Europa. Así que, en cierta forma, no puedo culpar a los palestinos. La mayoría solo quiere que les devuelvan su vida y a sus familias. El problema es que no nos quiere nadie. Así que, ¿adónde vamos? Nos echaron de Siria, Jordania y Egipto, y cuando la OLP se estableció en Beirut alteró el equilibrio político en el Líbano. Ahora hay demasiados musulmanes y pocos cristianos.
—¿Y en qué me afecta a mí todo eso?
—¿A qué te refieres?
—Bueno, ¿qué soy yo? ¿Musulmana? ¿Cristiana ortodoxa? ¿Palestina? ¿Armenia?
—Eres libanesa. Naciste en Beirut de padre nacido en el Líbano y sargento del Ejército libanés. —Hizo una pausa—. Y, en cuanto a la religión..., depende de lo que sientas en el corazón.
Tardaron casi siete horas en recorrer los noventa kilómetros de Baalbek a Beirut. Prácticamente cada kilómetro había controles de milicias de diferentes confesiones políticas y religiosas, que obligaban a Jumana a detenerse y a justificar su viaje una y otra vez. Cuando finalmente llegaron, la carretera al aeropuerto estaba cerrada.
—¿Y ahora qué hacemos, immi?
—Podemos intentar ir a nuestra antigua casa y ver si tu padre está allí —sugirió poniendo el coche en marcha de nuevo.
No quedaban muchas horas de luz y no se sentía segura conduciendo de noche con una adolescente. Aparte del sonido de algún disparo aislado, la capital parecía tranquila. Se dirigió hacia Gemmayzeh por las calles principales por si sucedía algo. Sabía que, aunque se topara con carros blindados, tenía más posibilidades de salir bien parada que en las calles estrechas, llenas de guerrillas de gatillo fácil, que iban de casa en casa arrasando y matando sin clemencia. Cuando pasaron el cruce con la avenida General Fouad Chehab, todo estaba demasiado tranquilo. Se le aceleró el corazón y notó una descarga de adrenalina, al tiempo que la sensación que tenía en la boca del estómago se extendía por todo el cuerpo.
—¿Has oído eso, immi?
Bajó la ventanilla y prestó atención. Era como el retumbar de un trueno, señal inequívoca de que los tanques se acercaban a la ciudad.
—¡Alá! —exclamó entre dientes.
—¿Qué pasa? —preguntó Nina con voz asustada.
—No quiero que te pongas nerviosa —pidió sin alterar la voz y en tono tranquilizador, pues Nina no había presenciado refriegas callejeras ni se había topado con hombres armados sedientos de sangre. Jamás había visto la muerte de cerca.
—Immi... —empezó a decir, rígida en el asiento y mirando a su alrededor asustada.
—No pierdas la calma. Voy a ir a la Rue Gouraud y después a la izquierda hacia la mezquita Al-Amin. Entraremos y esperaremos.
—¿Y cómo sabes que estará abierta? —lloró con voz temblorosa.
—Las mezquitas no cierran —la tranquilizó sonriendo.
—¿Y no la bombardearán?
—No tocarán una casa de Alá —mintió para calmarla. Había visto incontables mezquitas e iglesias atacadas sin escrúpulos.
Consiguieron llegar cuando el sonido metálico de los tanques se oía muy cerca. Dejó el coche detrás de unos arbustos, sacó la maleta y corrió hacia la mezquita con Nina de la mano. En cuanto entraron se cubrió la cabeza con un pañuelo e indicó a su hija que hiciera lo mismo. Vieron a dos mujeres y a dos hombres, uno de ellos clérigo, acurrucados en un rincón. Se sentaron junto a ellos sin decir palabra. Entonces estallaron los disparos.
Las dos mujeres empezaron a gritar. Los tanques de los convoyes blindados patrullaban lentamente las calles, seguidos por los silbidos de bombas y granadas, y las descargas de ametralladoras. El sonido de las explosiones se mezclaba con los gritos de dolor de los que quedaban aplastados sobre las piedras y el cemento. Jumana apretó a Nina, que escondió la cabeza en su pecho y se llevó las manos a las orejas para mitigar aquellos extraños sonidos a los que no estaba acostumbrada.
Una granada entró por una ventana abierta. No tenía el seguro puesto y podía explotar en cualquier momento. Jumana se volvió hacia el clérigo y sus ojos le comunicaron el peligro.
—¡Rápido, abajo! —susurró este, y se dirigieron sin hacer ruido hacia un pasillo.
Apartó un antiguo kilim que colgaba en la pared y abrió una puerta. Entraron atropelladamente en una habitación y cuando cerraron y echaron el pestillo oyeron la explosión.
Nina miró a aquellas personas. Las mujeres parecían madre e hija, pero mayores que ellas; los dos hombres, padre e hijo, también mayores.
—Shukran. Ismi Jumana; esta es mi hija, Nina.
—Me llamo Mohammad Al-Jubair y esta es mi familia: mi hijo, Nizar; mi hija, Zamzam; y mi mujer, Sahar —los presentó el hombre, que debía de tener más de sesenta años.
—¿Es el clérigo de esta mezquita? —preguntó Jumana, intrigada porque conociera esa habitación.
—No, pero venimos a rezar.
—¿Son musulmanas? —preguntó Sahar.
—Sí, chiitas, de Sidón.
—Nosotros también somos chiitas, de Bint Jabayl, también en el sur —dijo Sahar.
Las dos mujeres empezaron a hablar. Nina se dio cuenta de que Zamzam la miraba con recelo.
—No eres religiosa, ¿verdad?
—¿Por qué lo preguntas? —se extrañó, pues había notado que el hermano también la miraba.
—Por la forma en que vistes.
—Es porque tuvimos que salir a toda prisa.
—Ya.
Jumana y Nina permanecieron con la familia Al-Jubair hasta que amaneció y compartieron con ellos la poca comida que tenían.
Cuando el cielo empezó a iluminarse, Jumana movió suavemente a su hija.
—Shu? —Se puso de pie al instante, que no era precisamente su habitual forma de levantarse.
—Tenemos que ir a Jounieh a buscar a tu padre.
La familia había decidido permanecer en la mezquita y se despidieron de ellos.
—Id con Dios —les deseó Sahar dándoles un abrazo—. Quizás algún día nos encontremos en mejores circunstancias.
Jumana sonrió, cogió a Nina de la mano, abrió la puerta y salieron a la sala principal de la mezquita, parcialmente destruida por la granada. Afuera, por extraño que pareciera, el escarabajo seguía intacto.
—Son indestructibles —aseguró Jumana cuando se montaron.
—Immi, ¿estás segura de que es buena idea? —preguntó Nina, aún nerviosa por lo que había sucedido la noche anterior.
—Tenemos que encontrar a tu padre. Si no está en Jounieh, iremos a Sidón.
—Pero ¿no es peor ir allí? ¿No es donde la OLP está luchando contra los israelíes?
—No tenemos elección —dijo mientras giraba la llave y el motor se ponía en marcha—. Tenemos que elegir entre Sidón y los palestinos, o Baalbek y los sirios y su Mukhabarat.
—¿Qué es el Mukhabarat?
—El servicio sirio de inteligencia. Si alguna vez te los encuentras, echa a correr lo más rápido que puedas.
—¿Cómo vamos a ir a Jounieh?
—Con cuidado —se limitó a decir mientras recorría la calle Amin Bachir en dirección a la Rue Gouraud—. Creo que, si cruzamos Gemmayzeh hasta llegar al puerto y bordeamos el mar, no tendremos problemas.
—¿No tienes miedo?
—Es como si estuviéramos en una película de ciencia-ficción y fuéramos las dos únicas supervivientes en el mundo —dijo al descubrir la devastación que las rodeaba: edificios bombardeados, agujeros enormes, piedras, ladrillos y escombros esparcidos por la calle—. Estoy un poco nerviosa, eso es todo —mintió. Estaba tan asustada como su hija, pero tenía que parecer fuerte.
—¡Dios mío! —gritó Nina tapándose la cara. A su derecha había un miliciano con la cara y la cabeza cubiertas por un keffiyeh, apuntando a la nuca de un hombre.
—¡No mires! —exclamó Jumana abrazándola.
Sonó un disparo y el hombre cayó muerto. Era justamente lo que había intentado evitar; no creía que pudiera pasar en medio de la Rue Gouraud.
El pistolero disparó un par de descargas al aire, como si fuera su grito de guerra.
—Allaho Akbar! Allaho Akbar! —gritó por encima del ruido de las balas. Tras aquel arrebato de júbilo se dio la vuelta y vio el coche en mitad de la calle, con dos mujeres acurrucadas en el interior.
—No digas ni una sola palabra —le previno acariciándole la cabeza.
—¡Papeles! —ordenó el hombre mirando a Jumana. Esta le entregó el documento de identidad, el corazón le latía a toda velocidad—. Y los de la niña —exigió apuntando con el arma.
—Se quemaron junto con nuestra casa. He solicitado la renovación, pero tardará un tiempo —mintió mirándole a los ojos.
—Jumana Hamdan Ossairan —leyó en voz alta.
«Dios mío, que no vea que está caducado», rezó. Era el documento de antes de casarse. Se lo había entregado porque sabía que era musulmán.
—La fotografía es muy antigua. ¿Palestina? —Jumana asintió—. ¿De dónde?
—Del sur, del campamento Rashidiyeh.
La cara del miliciano se relajó.
—Id con Dios —se despidió devolviéndole el carné—. ¿Adónde se dirigen?
—Mi marido está en Jounieh.
—Gire a la izquierda en la siguiente calle y vaya directa hasta el puerto. Allí coja la carretera del mar. Avisaré por radio a los hermanos para que la dejen pasar.
—Shukran, Allah ma’aak —dijo Jumana poniendo en marcha el coche.
No tuvieron ningún contratiempo hasta Jounieh, donde el escarabajo se paró a unos doscientos metros de su antigua casa. Se habían quedado sin gasolina. Caminaron hacia la puerta en absoluto silencio. Eran las seis de la tarde. El sol empezaba a ponerse en el Mediterráneo. La casa parecía abandonada y vacía. Antes de entrar Jumana supo que algo le había sucedido a su marido.
Exhaustas, durmieron en las camas que improvisaron con dos viejos colchones en una habitación junto a la cocina. A la mañana siguiente oyeron un gran alboroto fuera, gente que gritaba, puertas de coche que se cerraban y ruido de pasos en el patio.
—¡Esta es! ¡Esta es la casa de Chadarevian!
Alguien golpeó la puerta y gritó que abrieran.
—¡No hay nadie! ¡Parece vacía!
—¡No seas idiota! ¡Tira la puerta abajo!
—Es muy sólida, señor.
—¡Rompe la cerradura, imbécil! ¡Necesito encontrar a Chadarevian o las armas que nos debe ese hijo de puta!
—¡Señor, señor! ¡He encontrado un Volkswagen en la carretera! ¡Está registrado a nombre de Jumana Chadarevian!
—¡Es su mujer! ¡Está aquí! ¡Tirad la maldita puerta!
—¿Qué pasa, immi? —preguntó Nina con los ojos muy abiertos por el miedo.
—No digas ni una palabra. Tenemos que irnos inmediatamente.
—¿Dónde está papá?
—No lo sé. Vamos, Nina —apremió en voz baja mientras cogía la maleta.
No tenían mucho tiempo antes de que aquellos hombres las encontraran, y sabe Dios quiénes serían. No iba a esperarlos para averiguarlo. Tenía que llevar a Nina a Sidón o de vuelta a Baalbek. A cuál de los dos sitios fueran dependía del transporte que hallaran.
A la mañana siguiente consiguieron subir a un microbús Suzuki que se dirigía a Baalbek. Jumana no sabía qué haría después, pero estaba segura de que encontraría una solución.
Cuando el pequeño autobús se unió a las largas colas de vehículos que abandonaban la ciudad, el estallido de los disparos y las explosiones de los misiles sacudieron las semidesiertas calles de Beirut. Nina vio a familias enteras huyendo de aquel lugar desgarrado por la guerra en cualquier tipo de transporte y con todo lo que podían cargar. El autobús avanzaba poco a poco porque tenía que atravesar varios controles, en los que los soldados inspeccionaban meticulosamente las documentaciones y detenían a todo el que les pareciera sospechoso. Sabía que a su madre le aterrorizaba que las detuvieran y encarcelaran, porque su padre había desaparecido. ¿Dónde estaba? ¿Por qué no lo sabía su madre?
—¿Por qué iba a desaparecer así un jefe de terminal de unas líneas aéreas? ¿Y por qué iba a abandonarnos? —preguntaba Nina una y otra vez.
Jumana no acertaba a contestar. Sabía que Sarkis estaba implicado en la guerra, pero no como parte del Ejército libanés. Le había dicho que, por su propia seguridad y la de Nina, era mejor que no estuviera al tanto de los detalles, pero le había confesado que estaba ayudando a Jim Quinn, su amigo de la embajada estadounidense, que trabajaba para los palestinos y los cristianos al mismo tiempo.
—No creo que nos haya dejado a propósito —aseguró Jumana, poco dispuesta a asustar a su hija contándole lo poco que sabía—. Recuerda que tu padre es militar. Está jubilado, pero a lo mejor lo han llamado para una misión secreta.
—¿Qué misión secreta? —preguntó muerta de curiosidad.
—No lo sé, si lo supiera te lo diría.
—Pero tienes que saberlo —insistió Nina.
—No lo sé, hija. Hemos de confiar en que nos quiere y en que sabe lo que está haciendo —la tranquilizó poniéndole un brazo alrededor.
Fueron dejando atrás llantos, gemidos y los gritos de los soldados, pero Nina ya no tenía miedo. Con el brazo de su madre a su alrededor se sentía segura. A mitad de camino el autobús se detuvo en seco, Nina y su madre salieron despedidas hacia delante y Jumana se golpeó la cabeza contra la parte metálica de un reposacabezas. Cuando el autobús dio otra sacudida y Jumana protegió a Nina con el brazo, volvió a golpearse.
—¿Está todo el mundo bien? —preguntó el conductor, al que contestaron distintos tipos de quejas, gruñidos y juramentos—. Lo siento, pero llevo conduciendo muchas horas y al anochecer no veo bien. Necesito descansar un poco.
Algunas voces le increparon y le recriminaron, mientras otros salían en silencio para estirar las piernas, aliviarse detrás de las rocas o dar un paseo por los acantilados para respirar el aire marino y reponerse.
Jumana y Nina se sentaron a unos metros del grupo. El sol se había puesto, la oscuridad las envolvió rápidamente y eclipsó los coralinos rayos del horizonte.
—Qué bonito y tranquilo es esto —comentó Jumana.
Desde que habían salido de Beirut no habían dejado de oír descargas de ametralladora.
—Toma un poco de chocolate, immi —ofreció Nina partiendo una de las chocolatinas que llevaban como raciones de supervivencia. Durante el trayecto no habían encontrado nada de comida y tan solo algo de agua cuando habían tenido la suerte de pasar por un pozo que tenía cubo.
—No, gracias, no me apetece nada dulce. Me duele mucho la cabeza y creo que es por tanto chocolate.
Se tocó la parte en la que se había golpeado y notó que tenía sangre. Se quitó el pañuelo y se lo ató tan fuerte como pudo para detener la hemorragia y no alarmar a su hija.
—Tienes que reponer fuerzas. El azúcar te ayudará, es lo que me dices siempre.
—Eres muy buena —agradeció sonriendo y acariciándole la cabeza—. Saldremos de esta.
—Echo de menos a papá.
—Lo sé.
Jumana se quedó callada. Se alegró de que fuera noche cerrada y Nina no pudiera ver la expresión de su cara o las lágrimas en sus ojos. Tocó el medallón de oro partido por la mitad que siempre llevaba al cuello, grabado con un arca de Noé en la cumbre del monte Ararat, símbolo de Armenia. «¿Dónde estás, Sarkis? —preguntó al sombrío cielo—. Me prometiste que siempre encontrarías la forma de volver conmigo.»
Cuando regresaron al autobús, Jumana se sintió mal; el dolor de cabeza había empeorado. Un viajero le ofreció una aspirina, que tomó agradecida con las últimas gotas de agua del termo y, mientras el autobús traqueteaba por la carretera a Baalbek, se durmió en el hombro de su hija, con el pañuelo empapado en sangre. Se despertó cuando el día clareaba, pero el dolor de cabeza no había mejorado.
—No me siento bien. Creo que voy a vomitar —dijo desplomándose sobre su hija.
—¡Perdone! —gritó Nina al conductor al tiempo que intentaba enderezar a su madre.
—¡Calla, niña! Estamos durmiendo —le amonestó alguien desde la parte trasera.
—¡Por favor, señor! ¡Perdone! ¿Puede parar un momento? ¡Mi madre no se encuentra bien! —insistió sin hacer caso al comentario.
El conductor la miró por el espejo retrovisor y, sin prestarle atención, volvió la vista a la carretera.
—¡Señor! —gritó con mayor decisión, lo que provocó más quejas de los pasajeros—. ¡Por favor! ¡Tiene que parar! A mi madre le pasa algo —rogó con voz asustada mientras Jumana se hundía aún más contra ella.
—¡Sí, pare! —ordenó el hombre que iba a su lado—. Esta mujer no se encuentra bien.
Finalmente, el chófer detuvo el autobús y Nina bajó a su madre. Horrorizada porque nadie se ofreciera a ayudarla, la tumbó a un lado de la carretera y le puso un chal debajo de la cabeza. Un viajero le entregó la maleta. Jumana estaba muy pálida.
—¿Tiene alguien un poco de agua? —suplicó a las caras que se habían asomado por las ventanillas—. Por favor, denme un poco.
—No queda mucha, pero puedes acabarla —dijo una anciana tras sacar un termo del bolso.
Nina levantó la cabeza de su madre e intentó acercarle el agua a la boca. Entonces notó algo húmedo y gelatinoso. Era sangre, que se había coagulado en el pelo.
—Bebe, immi, por favor. —Cuando acabó el termo se lo devolvió a la anciana—. ¿Qué puedo hacer? —preguntó alarmada al conductor.
Este comunicó a los pasajeros que iban a hacer un descanso y se acercó a Nina.
—Mira, no sé lo que le pasa a tu madre, pero no tiene buen aspecto. —Los ojos de Nina se llenaron de lágrimas—. No puedo parar mucho rato. Tengo que llevar a esa gente a Baalbek esta mañana. Todos han pagado, igual que tú.
—¿Qué quiere decir? —preguntó con un nudo en la boca del estómago.
—Que si no subís al autobús con todo el mundo, tendré que dejaros aquí.
—¿Qué? ¿Qué vamos a hacer? ¡Está sangrando!
—Mira, eso es Deir Saidat Ar-Ras, el convento de Notre Dame Ras Baalbek. Está a unos cientos de metros.
—Haré lo que me pida, pero lleve a mi madre allí. ¡Por favor!
Era demasiado larguirucha y flaca; si no quizás habría aceptado la oferta.
—No puedo. Mi obligación es llegar a Baalbek, aún nos quedan muchos kilómetros y quién sabe lo que nos espera.
Iba sin afeitar y parecía cansado, con los ojos oscurecidos por la falta de sueño, el hambre y la sed, por no mencionar el miedo de conducir por un país en plena guerra civil.
—He oído decir que los sirios están en la frontera, algunos incluso en Baalbek, incitando a los musulmanes suníes. Si es verdad, no va a ser fácil llegar a salvo.
Nina lo miró y su corazón empezó a latir con fuerza cuando los pasajeros subieron al autobús y supo que se le acababa el tiempo. No podía preguntar a su madre qué hacer, estaba casi inconsciente por el dolor. Miró el desolador y desierto paisaje que se abría hacia el este, donde el sol acababa de salir por detrás del monasterio. «¿Qué hago? ¿Qué se supone que debería hacer?», se preguntó, pero no supo responder. Miró el color gris plateado del Mediterráneo a esas tempranas horas del amanecer y le pareció apagado y triste, muy diferente al intenso y hermoso verde turquesa que lo envolvería cuando el sol alcanzara su cenit. Recordó cuánto le gustaba el mar e ir a las rocas bajo la casa de Jounieh para jugar en las transparentes y cristalinas charcas, y cómo gritaba si la tocaba algún pez. Volvió la vista hacia su madre, que parecía haber empeorado.
—Mire. Lleve a mi madre al convento, por favor. Haré lo que quiera —repitió.
—¿Me darás una bajshish? —preguntó el conductor sin ningún reparo.
Nina sabía que si le daba el suficiente dinero encontraría la forma de detener el autobús, buscaría una excusa para ayudarla, diría que el motor estaba muy caliente, cualquier cosa. Lo había visto hacer cuando alguien le había untado la mano. Estuvieran en guerra o no, así funcionaba todo. Pero no tenía.
Jumana murió sola en un lado de la carretera a Baalbek. Los dos golpes en la cabeza le habían producido una hemorragia interna. Nina no estaba con ella. Había ido al monasterio a pedir ayuda.
Nunca se perdonó haberla abandonado y se culpó por su muerte y por no haber tenido dinero. Cogió el pequeño medallón que llevaba al cuello y se lo colgó, como símbolo de su culpa. Mientras el ataúd descendía en su tumba se juró que tendría dinero, porque significaba poder sobre todo..., incluso sobre la propia vida.
Tras la muerte de Jumana Hamdan Ossairan Chadarevian, Nina permaneció en Notre Dame Ras Baalbek, un antiguo convento católico ortodoxo del siglo VIII. El pueblo más cercano, apenas un grupo de cabañas de adobe habitado por pastores, se llamaba Ras Baalbek.
—¿Adónde te dirigías con tu madre? —le preguntó la madre superiora.
—A Baalbek.
—¿Tienes familia allí? Podemos llevarte. —Nina meneó la cabeza—. ¿Y en Beirut? —Volvió a menear la cabeza—. ¿Dónde está tu padre?
—No lo sé. Mi madre y yo fuimos a Beirut a buscarlo.
—¿Conoces a alguien allí? ¿Y en algún otro sitio? —Nina bajó la vista avergonzada—. Bueno, empecemos por el nombre de tu padre.
—Sarkis Chadarevian.
—¿Armenio?
—Sí, armenio-libanés.
—¿Y tu madre?
—Mi madre era palestina.
—Mira, a menos que conozcas a alguien en Baalbek tendrás que quedarte con nosotras.
Nina asintió.
Nina Chadarevian permaneció en el convento casi diez años, durante los que cada día esperó noticias de su padre. De niña larguirucha y delgada se convirtió en una joven que heredó la altura de su padre: descalza, medía uno ochenta y dos. No era guapa en el sentido clásico de la palabra, pero llamaba la atención allá donde fuera por su altura y su voluminoso y voluptuoso trasero, que se cimbreaba al andar. Fue educada por las monjas hasta donde estas pudieron, pero al acabar el bachillerato su única opción era ir a la universidad. Podía elegir entre las universidades Jinan y Al-Manar en Trípoli o la Americana y la Americana Libanesa de Beirut.
Cuando en 1983 cumplió veintidós años, la guerra civil seguía encarnizada. La madre superiora le sugirió que solicitara plaza en Beirut. Le pareció bien y tenía pensado coger un autobús a la capital a finales de abril, pues quería empezar en septiembre. Pero el 18 de abril un suicida embistió con una furgoneta cargada de explosivos contra la embajada estadounidense, mató a sesenta y tres personas, incluidos diecisiete norteamericanos, entre ellos el jefe de operaciones de la CIA y ocho de sus empleados, e hirió a cientos de civiles que hacían cola para pedir un visado con el que emigrar.
Al igual que muchos libaneses, a Nina le horrorizó lo sucedido y se asustó. Los estadounidenses no eran bien recibidos en el Líbano; aquella bomba era sin duda un aviso. Beirut se sumió en el caos y se esperaban represalias por parte de las fuerzas armadas estacionadas en el país o un ataque aéreo desde alguno de los portaviones situados cerca de Chipre. No le quedó más remedio que esperar. Incluso aunque hubiera querido ir, no habría podido. La ciudad estaba acordonada y los controles comenzaban a varios kilómetros de distancia. Pasó un largo y cálido verano esperando noticias sobre si era seguro ir a la capital. Dedicó horas a pasear por los campos y el río Litani; admiró las ruinas de Baalbek, que se recortaban contra las montañas; disfrutó de la tranquilidad del valle; y le entristeció que tanta gente quisiera destruir aquella hermosa tierra. Llevaban muchos años conviviendo con la muerte y la destrucción. ¿Cuántos más seguirían así? ¿Para qué? «¿Por qué no podemos vivir y dejar vivir?», se preguntó.
Un día, mientras hablaba con un sacerdote que se dirigía al sur, le preguntó por qué no eran bien recibidos los estadounidenses.
—Porque se meten en lo que no les importa —contestó el sacerdote católico ortodoxo—. Porque se creen la policía del mundo; cada vez que hay un conflicto piensan que son los únicos capaces de solucionarlo. Pero no saben, y siempre hacen una chapuza. Están convencidos de que, como son los Estados Unidos de América, pueden hacer lo que quieran y son lo suficientemente arrogantes como para creer que nadie les va a tocar.
—Pero ¿no vinieron para ayudarnos? —se extrañó Nina.
—Eso es lo que dicen siempre, pero no tienen ni idea de cómo hacerlo, sobre todo en esta parte del mundo. No entienden este país, esta zona, esta cultura..., ni siquiera la historia. Vienen armados hasta los dientes y traen barcos y tanques enormes con el pretexto de ayudarnos. Pero en vez de trabajar con nosotros, nos imponen sus principios y su forma de vida, que quizá funcionen allí, pero no aquí.
—¡Qué desastre!
—Lo es, pero porque nunca lo entenderán. Y cuanto más tiempo se quedan, mayor es la chapuza.
—¿Qué pasará en Beirut?
—¿Después de la bomba en la embajada?
Nina asintió.
—La cólera amainará. Entonces volverá a pasar algo..., una y otra vez..., hasta que se vayan y nos dejen matarnos en paz. Los hombres llevan miles de años luchando en el Líbano, y lo han hecho por la religión y en nombre de ella. ¿Por qué iba a ser distinto el siglo XX?
A comienzos de octubre, Nina pensó que era seguro ir a Beirut, pero al preparar la maleta la invadió la tristeza. No tenía ni idea de cuándo volvería o de si lo haría. Dejaba atrás a las mujeres que se habían portado con tanta amabilidad y generosidad, que la habían cuidado como a una de ellas y le habían dado lo poco que tenían. Pero aún le resultaba más difícil abandonar la tumba de su madre, la pequeña parcela de tierra a la que había ido todos los domingos con una flor, cualquiera que encontrara, para rezar una oración y desearle paz y tranquilidad allá donde estuviera. El día de su partida fue a despedirse de su madre y le dijo que se iba a Beirut, que esperaba entrar en la universidad e intentar hacer algo con su vida. Le prometió que volvería en cuanto pudiera y que le compraría una lápida de mármol con su nombre grabado, para que todo el mundo supiera quién yacía allí. En ese momento decidió que utilizaría el apellido de soltera de su madre. Sarkis Chadarevian se había ido, para siempre.
El microbús se parecía al que había subido hacia una década. Puede que fuera el mismo. Tenía idéntico aspecto y color, y sin duda había presenciado combates. Estaba abollado y en los asientos había agujeros de bala por los que se salía el relleno. Al arrancar se puso triste. Se había prometido que no lloraría, pero cuando vio que el convento se iba haciendo cada vez más pequeño se mordió el labio inferior para frenar sus sentimientos y las lágrimas. No podía dejar de recordar aquel viaje, ni frenar las imágenes de su madre apresurándose para salir de Beirut y sobornando a quien fuera necesario para conseguir transporte. Cuando recordó la cara del hombre que se había negado a llevarlas medio kilómetro mientras su madre estaba tendida a un lado de la carretera, dejó escapar un gemido. Se llevó la mano a los ojos y la boca, e intentó contener el dolor que había encerrado bajo llave, pero había escapado por la grieta causada en sus recuerdos por el autobús y el viaje. Recordó haber dicho a su madre que iba a buscar ayuda, pero los labios de Jumana no se movieron. Con sus últimas fuerzas intentó levantar la cabeza para besar la mano de su hija, pero no pudo y se limitó a apretársela.
—Immi, vuelvo enseguida. No te vayas.
Jumana había abierto los ojos por última vez y había intentado sonreír.
Poco antes de llegar a Beirut, cuando empezaron a verse los altos edificios de las afueras, el autobús se detuvo en la fila de vehículos que intentaban entrar en la ciudad.
—¿Qué pasa? —preguntó un pasajero.
—Sí, ¿por qué se ha parado? —inquirió otro.
—¿Está ciego? —repuso enfadado el conductor—. ¿No ve los coches que hay delante? Solo hay un carril, ¿cómo quiere que los adelante? Si tuviera un tanque, me abriría camino, pero no lo tengo.
—Ahí delante hay un control —indicó otro pasajero.
Todos los ocupantes fueron al lado izquierdo para comprobarlo y el microbús se escoró.
—¿Por qué lo habrán puesto ahí? —comentó el hombre regordete con bigote que había viajado junto a Nina—. Antes no estaba.
Dos horas más tarde seguían sin moverse. Los conductores habían apagado los motores y salido a estirar las piernas. Nina se preguntó qué habría pasado. Al cabo de un tiempo, cuando el hambre y la sed aumentaron su frustración, la gente empezó a impacientarse.
Empezaron a hacer preguntas a gritos, creyendo que los soldados del control les oirían. Los bebés lloraban y los niños correteaban chillando. Las madres les reñían a voz en cuello y una cacofonía de sonidos, amplificada por la acústica del desierto, reemplazó la habitual calma del anochecer. Finalmente, alguien consiguió una radio.
La estática hacía casi inaudible la voz del locutor. «Beirut... está sitiada...» Las noticias que siguieron no podían ser peores. Poco después de las seis de la mañana un coche bomba había explotado en un acuartelamiento estadounidense cercano al aeropuerto y habían muerto 242 marines. Minutos más tarde, otra explosión en un cuartel francés a tres kilómetros de distancia había acabado con la vida de 75 paracaidistas. Hubo cientos de heridos.
Cuando la noticia se propagó por el atasco, se hizo un silencio sepulcral, interrumpido únicamente por el llanto de algún niño. La gente se sentó en corrillos sin saber qué pensar, qué decir o qué hacer.
—¿Qué hacemos? —preguntó una de las mujeres del microbús mientras acunaba a su hijo.
Todos los presentes la miraron esperando una respuesta, pero nadie contestó.
—Estaremos parados hasta mañana, por lo menos. Y no podemos dar la vuelta, la fila es demasiado larga —dijo Nina.
—No podremos continuar hasta que abran el control —añadió el hombre del bigote.
—¡Dios mío! ¿Y si tenemos que quedarnos varios días aquí? ¡No tenemos agua ni comida ni servicios, y tengo que rezar mis oraciones! —se quejó una anciana aferrada a una alfombrilla.
—Es verdad —continuó otra mujer—. No tenemos nada, pensábamos llegar a Beirut esta noche. ¿Qué vamos a hacer con los niños? ¿Qué les vamos a dar de comer?
«¿Por qué están parados estos hombres, mirándose los unos a los otros? ¿Por qué no hacen algo?» Era muy típico, cuanto más nerviosas se ponían las mujeres, más calmados parecían ellos. Era como si la histeria femenina les volviera mudos y les impidiera actuar. Eran incapaces de decir o hacer algo para calmarlas. Quizá creían que si no les hacían caso, como a los niños, se cansarían y tranquilizarían.
—Dígale a esa mujer que se calle —intervino un hombre.
—¿Por qué? —preguntó el interpelado.
—Porque está desvariando y nos va a volver locos.
—¿Y por qué tengo que decírselo yo?
—Porque estaba sentado con ella en el autobús.
—Era el único asiento que había libre.
—¿No es su mujer?
—¡No!
—Entonces, ¿por qué le ponía la mano en el muslo?
—¡Eso no es verdad!
Nina casi se echó a reír. Estaban en una polvorienta carretera en plena guerra, habían muerto cientos de extranjeros en suelo libanés y solo se les ocurría discutir.
Pasaron varias horas hasta que empezaron a moverse. Nina estaba adormilada a un lado del microbús cuando oyó voces que decían que los coches avanzaban. Se levantó, estiró los brazos y se frotó las piernas para recuperar la circulación. Las tripas le hicieron ruido. Tenía hambre, pues no había comido nada desde que había salido del convento.
El microbús tardó un día más en llegar. En Beirut reinaba la confusión: vehículos blindados, soldados, policías y gente armada, muchos de ellos con las caras cubiertas con pañuelos blancos y negros, abarrotaban las calles. «¿Qué habrá pasado con la gente normal? ¿Qué ha sido de la vida en esta ciudad?», pensó Nina mirando a su alrededor.
Consiguió llegar al edificio de apartamentos de Beirut oriental en el que vivían la hermana y la madre de la superiora de Deir Saidat Ar-Ras, y en el que se quedaría hasta solucionar el papeleo en las universidades.
No sabía si regresar al convento y esperar hasta que la situación se normalizara o quedarse allí. Las monjas le habían dicho que la Universidad Americana había asegurado que permanecería abierta, pero eso había sido antes del coche bomba. De momento reinaba la anarquía. Circulaban rumores que la gente creía, lo que fomentaba el desgobierno. Lo único cierto era que los norteamericanos y los franceses habían empezado a retirar su presencia militar y urgían a sus ciudadanos a que se fueran de la ciudad. Se temía una represalia estadounidense que arrasaría el país.
Decidió correr el riesgo y entregar las solicitudes. No había autobuses ni transporte público y tuvo que pedir prestada una bicicleta para poder ir de la Universidad Americana Libanesa en Hamra, en Beirut occidental, a la Universidad Americana, cercana a la Corniche, en el norte de la ciudad, donde oyó el silbido de un misil. Buscó refugio. Estaba cerca del Commodore Hotel y pedaleó tan rápido como pudo antes de abandonar la bicicleta y correr a la entrada. Estaba cerrada.
—¡Abran, por favor! —gritó golpeándola. Acercó la cara al cristal, pero estaba protegido con paneles—. ¡Déjenme entrar!
De repente la puerta se abrió y una mano tiró de ella justo en el momento en el que una gran explosión sacudía las ventanas y puertas del hotel, seguida del sonido de más misiles y descargas de ametralladora.
—¡Ven, vamos al refugio! —le urgió un hombre. La cogió de la mano, le puso un brazo alrededor para protegerla y recorrieron rápidamente un pasillo hasta llegar a una puerta que daba a una bodega.
—Merci. Le estoy muy agradecida —dijo con lágrimas en los ojos y temblando.
—No hay por qué, solo he abierto la puerta. Ven, te daré un poco de agua —propuso poniéndole de nuevo el brazo alrededor.
Nina asintió y dejó que la guiara por un oscuro pasillo. En el otro extremo apartó una gruesa cortina y entraron en una reducida habitación en la que había varios sofás viejos, un par de sillas de plástico, un frigorífico y una cocina improvisada. Todos los presentes se volvieron para mirar a la joven acurrucada contra el hombre que le había salvado la vida.
—Es uno de los refugios antibombas del hotel —explicó—. Claudia, tenemos otra refugiada —dijo dirigiéndose hacia una de las mujeres—. Esto... Shu esmik?-preguntó volviéndose hacia Nina.
—Ismi Nina Ossairan —se presentó. De repente se sintió un poco violenta al mirar los cálidos ojos marrones de aquel hombre.
—Ven, cariño —la invitó una mujer rechoncha indicando una silla—. ¿Quieres un poco de agua? —Nina asintió—. Me llamo Claudia Beatrice di Sole; soy italiana.
Llevaba un vestido de manga larga negro, medias y zapatos de tacón del mismo color, un moño muy apretado y tenía la tez blanca y ojos oscuros. Parecía una viuda siciliana.
—Encantada de conocerla.
—Él es Charley Abboud —dijo volviéndose hacia el hombre que la había socorrido—, el hombre más encantador de Beirut, si te presta atención..., porque está casado con su querido Banco de Beirut. Ven, Charley.
—Gracias otra vez —repitió Nina sonriéndole.
—Tekrame, querida —dijo con una amplia sonrisa y ojos agradecidos.
La chica le devolvió la sonrisa y bajó la vista con recato. Era la primera vez que un hombre la miraba así y no sabía cómo reaccionar. Sintió como si le revolotearan mariposas en el estómago. Aquella sonrisa había conseguido que se le acelerara el corazón.
—Toda esa gente son periodistas —le explicó Claudia indicando a cuatro hombres y una mujer, que tecleaban frenéticamente en sus máquinas de escribir y fumaban sin parar—. Como ves, están muy ocupados. Pero dime, ¿que hace sola una jovencita tan guapa como tú?
—Bueno... —empezó a decir con una tímida sonrisa—. Por raro que parezca, estaba intentando llevar una solicitud para la Universidad Americana. Acabo de llegar de Baalbek.
Charley Abboud la observó en silencio. Era muy interesante. Se preguntó cuántos años tendría. Sabía que era joven por su inocencia e ingenuidad, pero poseía un aplomo natural que le hacía parecer mayor.
Su cara era intemporal y espectacular: pómulos pronunciados, cejas arqueadas y ancha frente. Tenía la tez blanca y pecas en las mejillas y en su respingona nariz, y la boca más sexy que había visto en toda su vida. Sus labios no eran carnosos ni intentaba que fueran sensuales. Además no tenía unos dientes perfectos, sino que los superiores sobresalían ligeramente. ¿Por qué era tan deseable su boca? Llevaba el pelo castaño oscuro por debajo de los hombros y un mechón le caía sobre los ojos, que no eran almendrados y felinos como los de las mujeres del Levante, sino pequeños. Tampoco supo si eran verdes o marrones, o una mezcla de ambos.
Se fijó en que era muy alta, algo extraño en una libanesa, y se preguntó si alguno de sus padres sería extranjero.
—¿A qué se dedica? —le preguntó Nina a Claudia.
—Soy cocinera. Me gusta pensar que soy una chef, pero no tengo formación profesional. Quiero abrir un restaurante, pero, evidentemente, no es el momento adecuado.
—Claudia, el que estemos en guerra no quiere decir que la gente no coma —bromeó Charley—. Si quieres, te lo financio. Acuérdate de que soy banquero.
—Tu banco ya no existe. Lo bombardearon ayer.
—Puede que esa sucursal ya no exista, pero el Banco de Beirut sí —puntualizó—. Era el director —le explicó a Nina.
—¡Santo Cielo! Me alegro de que no le pasara nada.
—No había llegado mi momento. Hoy he tenido la buena fortuna de salvarte —añadió guiñándole un ojo.
Sonrió y volvió a notar mariposas en el estómago. «Seguramente le parecerá muy raro que sea tan alta. Me mira como si fuera la chica más poco atractiva que haya visto nunca... Ni siquiera eso —se reprendió por las palabras que había elegido—, directamente fea. Debe de codearse con las mujeres más guapas de Beirut», pensó recordando las glamurosas fotos de las cantantes y actrices que había visto en algunas revistas.
—A mí también me gusta cocinar —le confesó a Claudia—. Mi madre era una fabulosa cocinera y me enseñó a preparar algunos platos. Solía decir que mi padre se casó con ella por sus guisos.
—No hay nada como una buena comida casera —aseguró Claudia.
—Totalmente de acuerdo —intervino Charley.
—Tenemos que preparar algo juntas, seguro que me das algún consejo —propuso la italiana mientras iba al frigorífico para coger algo de beber.
—No creo. Seguramente usted sabe más que yo.
De pronto todos se quedaron quietos al oír otro obús y segundos más tarde una tremenda explosión que sacudió el edificio. Las luces parpadearon, el suelo tembló y Charley sujetó el vaso de Nina antes de que se cayera. A pesar de estar preparada, la chica dio un respingo y el corazón empezó a latirle con fuerza.
—Ese ha caído cerca. ¿Estás bien? —preguntó cogiéndole la mano. Sentía una extraña actitud protectora hacia ella y deseaba rodearla con los brazos. Nina asintió con el corazón desbocado, agradecida de que le sujetara las manos—. Llevamos nueve años así y no hay forma de acostumbrarse. Es horrible lo que están haciendo con este país. Era uno de los lugares más bonitos del mundo. Decían que Beirut era el París del Cercano Oriente, pero para mí era mejor, era un paraíso. Se podía esquiar por la mañana e ir a la playa por la tarde. Ahora se están matando los unos a los otros, los sirios y los israelíes se han implicado, e incluso Irán ha intervenido... ¿Adónde vamos a ir a parar?
—No hay por qué ser tan negativo —le reprochó Claudia.
Nina lo miró con disimulo y evitó que sus miradas se cruzaran. No era tan alto como ella, pero le pareció atractivo. Tenía ojos marrones cálidos y tiernos, y el pelo corto y negro, salpicado de blanco, peinado hacia atrás. Iba bien afeitado y su piel era del color del bronce. Tenía la frente surcada y arrugaba los ojos cuando se reía. Mostraba un pequeño hoyuelo en el puente de la nariz y su boca se curvaba sensualmente. Vestía con elegancia y combinaba una chaqueta gris de tweed con pantalones azul marino y camisa blanca. En cuanto la había rodeado con los brazos en el vestíbulo del hotel se había sentido segura a su lado.
—Lo siento, no pretendía ser negativo. Todo se arreglará pronto. No pueden seguir luchando así siempre —aseguró mirando a Nina directamente a los ojos.
—No, seguro que no —convino Nina, que intentó devolverle la mirada, pero no pudo—. Al menos eso espero, o no quedará nada para la próxima generación, aparte de polvo y escombros.
—¿De quién te viene esa altura? ¿De tu padre o de tu madre? —preguntó Claudia.
—De mi padre, medía uno ochenta.
—Es raro que un libanés sea tan alto —observó Charley.
—Era armenio.
—Pero Ossairan no es un apellido armenio —comentó Charley.
—No, es palestino. Es el apellido de soltera de mi madre.
—¿Y por qué no usas el apellido de tu padre? —preguntó Charley.
—Lo hacía... —empezó a decir, pero no continuó.
—¿Por qué?
—Es una larga historia.
—Creo que las cosas se han calmado ahí fuera —intervino Claudia, consciente de que Nina prefería no seguir hablando.
La chica asintió.
—Sí, es posible que haya un alto el fuego temporal —aventuró Charley.
—Esperemos otra media hora —aconsejó Claudia.
—¿Dónde te hospedas, Nina? Porque si necesitas alojamiento tengo una habitación de invitados —ofreció Charley.
—¡Ni hablar! Se quedará conmigo —objetó Claudia dándole un codazo.
—Es muy amable por su parte, pero estoy en casa de la familia de la madre superiora, en Achrafieh.
—¿Vas allí ahora? —preguntó Charley.
—Creo que primero iré a la Universidad Americana y después a Achrafieh.
—Creo que debería acompañarte —se ofreció con galantería.
—No me pasará nada. Ya me ha salvado la vida una vez.
—Será un honor —insistió.
Nina miró a Claudia, que sonreía discretamente.
—¿Por qué le preguntas? Ve con ella, Charley —lo animó Claudia.
Varias horas más tarde, el vestíbulo era un hervidero de actividad y volvía a parecer un hotel normal. Los recepcionistas atendían a los clientes, los conserjes organizaban por teléfono el poco transporte disponible y los botones intentaban no perder las maletas. Hacían rápidamente cuanto podían, hasta la siguiente ronda de bombas.
—Espero volver a verte —se despidió Claudia dándole un abrazo.
—Sé que lo harás.
El portero abrió la puerta y Charley le dio una propina.
—¡Espera, Nina! ¿Cómo nos mantendremos en contacto? —preguntó Claudia.
—No lo sé —contestó encogiéndose de hombros—. Imagino que lo mejor es enviar una carta al convento de Baalbek. Siempre saben dónde estoy.
La confusión y la anarquía seguían reinando en Beirut y no parecía que la situación fuera a cambiar. Las universidades estaban cerradas y nadie sabía cuándo volverían a abrir. No merecía la pena quedarse. Nina decidió regresar y la madre superiora y las monjas la recibieron encantadas. Antes de irse envió unas notas a Charley y a Claudia para anunciarles su partida y asegurarles que haría todo lo posible por no perder el contacto con ellos.
—¿Qué voy a hacer, madre Catherine? —preguntó la primera noche.
—¿Te gustaría enseñar?
—¿Dar clases? No se me había ocurrido.
—Necesitamos otro profesor. El señor Waleed tiene mucho trabajo y no puedo darle más a la hermana Angélique.
—Pero no estoy cualificada.
—Más bien es una ayuda, algo temporal hasta que encontremos un sustituto permanente. No es fácil en los tiempos que corren. —Meditó en silencio la oferta—. Por favor, Nina...
—¿Cómo voy a decir que no?
—Te encantará, estoy segura.
—Muy bien, pero solo unos meses. ¿De acuerdo?
La madre Catherine sonrió.