Capítulo trece

Amal

Amal no había sido siempre tan arisca e introvertida. De hecho, cuando creció en Deir el-Ahmar, un pueblecito del valle de la Bekaa, era una niña normal y feliz. Su padre, Zakaria Abdo, era un experto en literatura árabe y había enseñado durante muchos años en la Universidad Libanesa de Beirut, hasta que decidió jubilarse y dedicarse a la investigación académica y a escribir ensayos. Su madre, Youmna, era siria y en su juventud había sido una de las mujeres más bellas de Oriente Próximo.

A Amal le encantaba pasar el tiempo en los hermosos campos, arroyos, huertos y jardines que rodeaban el pueblo; adoraba las ruinas de Baalbek, donde se perdía entre los antiguos templos y soñaba con apuestos reyes y reinas que en tiempos paseaban por aquellos lares. Empezó a pintar todo lo que veía y tenía buen ojo para los detalles y el color, algo sorprendente en una niña tan pequeña. En el colegio mostró gran afición por la historia, algo que deleitaba a su profesor, Khaled Waleed, antiguo alumno de su padre.

Al ser hija única pasaba mucho rato sola, pero no le importaba y siempre encontraba la manera de entretenerse, sobre todo leyendo y pintando. Su forma favorita de pasar el día era coger un libro, papel, pinturas de colores y lápices, o las queridas acuarelas que le había regalado su padre cuando había cumplido diez años, y pasear por los campos hasta que encontraba algún lugar fresco y a la sombra, donde dejaba su preciada carga y se sentaba a comer lo que hubiera llevado; no regresaba hasta que el sol empezaba a ponerse, una vez acabado el libro y utilizado todo el papel. Al llegar enseñaba orgullosa a su padre lo que había pintado y él le «compraba» uno de los dibujos poniendo una moneda en una hucha con forma de cerdito antes de colocar el dibujo en su estudio.

En la feria de final de curso de 1986, cuando tenía doce años, el señor Waleed y las otras dos profesoras, la hermana Angélique y Nina Ossairan, solicitaron a los alumnos con más talento que los ayudaran a conseguir dinero para comprar libros y otros materiales muy necesarios. El señor Waleed le preguntó si le gustaría vender alguno de sus bocetos y ella aceptó encantada. Con la ayuda de su padre instaló un puesto con sus pinturas y dibujos de los templos de Baalbek. Estaba sentada junto a él esperando a que empezara la feria cuando vio a dos niñas de su clase riéndose y cuchicheando mientras la señalaban con el dedo. Oyó que una de ellas decía que sus padres eran demasiado mayores para tener una hija de doce años.

—Mi padre dice que es adoptada —comentó una.

—Mi madre también. Dice que es porque su madre no podía tener hijos. Por eso no se parece a ellos.

—Era huérfana —continuó la primera de ellas.

—Mi madre dice que la dejaron en la puerta —añadió la segunda—. Y que tuvieron que adoptarla para que no se muriera de hambre.

—Mis padres nunca me dejarían morir de hambre.

—Ni los míos, me quieren mucho.

—Y también te dan mucho de comer —se burló la primera.

—¿Qué dices? Me parezco a mi madre —aseguró orgullosa—. Y es muy guapa.

—Estás demasiado gorda para parecerte a ella —dijo la primera antes de echar a correr perseguida por su amiga.

Amal se había dado cuenta de que sus padres parecían mayores que los de las niñas de su clase, que siempre se metían con ella diciendo que era adoptada. La primera vez que preguntó a sus padres se echó a llorar, pero estos la abrazaron, la calmaron y la llenaron de besos. Le aseguraron que eran sus padres y que no hiciera caso de lo que decían sus envidiosas compañeras.

Así que no prestó atención a aquellas dos niñas y siguió callada pensando en sus cosas mientras Zakaria hablaba con toda la gente que preguntaba por el artista. Todos se sorprendían al saber que era ella.

—¿Profesor? —dijo un hombre que se acercó al puesto—. ¿Es el profesor Zakaria Abdo?

—Lo soy. ¿Le conozco?

—Eso espero. Soy Bashir, Bashir Hachem. ¿Se acuerda de mí?

Hamdellah!¡Cuánto tiempo! —lo saludó saliendo del puesto.

—Demasiado, mi querido Zakaria, demasiado.

—Ven, deja que te presente a la joya de la familia —propuso orgulloso poniéndole la mano en el hombro—. Amal, este es mi buen amigo Bashir Hachem, fue profesor de Clásicas en la Universidad Libanesa.

Salam aleikum-saludó Amal.

Wa aleikum assalam-respondió pasándole la mano por la cabeza—. Así que eres la artista de la familia...

—¡Y tanto! Todo esto lo ha pintado mi hija —indicó Zakaria con orgullo.

—¿Hija? Querrás decir nieta... —corrigió con expresión de extrañeza. De repente esbozó una amplia sonrisa y soltó una carcajada—. ¡Ah, pillín! ¡Te volviste a casar y ni siquiera me invitaste a la boda! —Zakaria y Amal lo miraron, sorprendidos—. ¡Qué suerte! —comentó guiñándole un ojo—. Debe de estar bien tener una mujer joven. ¿Qué pasó con Youmna? ¿Cómo la convenciste para que te dejara casarte otra vez? No parece el tipo de mujer que permite esas cosas...

—Bashir, habibi... Vamos a tomar un té y te lo explicaré. Algún día tienes que venir a comer a casa. Youmna estará encantada de verte y te lo contaremos todo con calma. Amal, ahora vuelvo —dijo volviéndose hacia su hija—. Voy a decirle al señor Waleed que se quede contigo un rato.

Amal no entendió lo que estaba pasando y al verlos alejarse se preguntó por qué Bashir volvía la cabeza de vez en cuando con los ojos como platos y la boca abierta, llevándose las manos a la cabeza.

—¡Amal, mi mejor alumna! Estoy muy orgulloso de ti. Lo estás haciendo muy bien —la alabó el señor Waleed, que se sentó a su lado. Ella parecía pensativa—. Eres la que más ha vendido. Finalmente podremos comprar libros y te lo deberemos a ti.

Amal no dijo nada, era muy extraño que no se alegrara.

—Señor Waleed. ¿Soy la hija de Zakaria Abdo?

La ilaha ila Allah. ¿Por qué preguntas eso? Claro que lo eres.

—¿Y de Youmna Abdo?

—Por supuesto.

—Entonces, ¿por qué ha preguntado el señor Hachem a mi padre si tenía una segunda mujer más joven?

Khaled cayó en la cuenta. «Alá me ayude a explicarle cómo funciona este mundo. Pero ¿cómo voy a hacerlo si sus propios padres no lo han hecho», pensó.

—¿Tiene otra mujer mi padre?

—No, claro que no.

—Entonces, ¿me adoptaron?

—¿No sabías que Zakaria y Youmna no son tus padres biológicos? —se vio forzado a preguntarle.

La chica negó con la cabeza.

—Señor Waleed, si Zakaria y Youmna no son mis padres, entonces ¿quiénes son?

—Es una pregunta que tendrás que hacerles a ellos.

Amal se quedó callada. Khaled se sentó y notó que su actitud había cambiado instantáneamente: de alegre a triste, de habladora a callada y de animada a meditabunda. Entendió que se sentía traicionada por los padres que amaba y en los que confiaba; abandonada por los padres que deberían amarla e indignada con todos los que la rodeaban y se lo habían ocultado, incluido él. Pero ¿cómo iba a explicarle que, a pesar de que no había salido del útero de Youmna, a efectos prácticos era hija de Zakaria y Youmna, que la habían cuidado y querido desde que la habían abandonado en su puerta a los pocos días de nacer? Al ver su entristecida cara deseó fervientemente que algún día lo entendiera y se liberara del resentimiento y la animadversión que sentía hacia las únicas dos personas que la habían querido de verdad.

—¡Me mentiste! ¡Dijiste que eras mi madre! —le reprochó a gritos a Youmna.

—Y lo soy.

—No, no lo eres.

—Amal, por favor, no te llevé dentro de mí nueve meses ni te traje al mundo, pero te he cuidado.

—¿Qué pasó con mi madre? ¿Por qué me dejó aquí? ¡Seguro que le hiciste algo, que la obligaste a irse, porque, si no, jamás me habría abandonado!

—Amal, hija mía...

—No me llames así —gritó.

Youmna se echó a llorar, incapaz de conseguir que la entendiera; la dejó en su habitación y rezó para que se aplacara su rabia, para poder hablar con calma con ella. Pero no se calmó. Sus padres hicieron caso omiso a su maleducado y agresivo comportamiento. Ella hacía lo que quería, no les decía adónde iba, desaparecía horas y horas, y a veces volvía a la puesta de sol, con expresión huraña y hostil.

Su rendimiento en el colegio bajó mucho; cuando Zakaria y Youmna intentaban hablar con ella respondía con un «¡Qué narices os importa!» que los descorazonaba. Durante las siguientes semanas y meses se encerró en su concha y se negó a exteriorizar sus sentimientos, se refugió en su pintura y cerró la puerta al mundo sin dejar que nadie viera lo que expresaba en el papel. Ni Zakaria ni Youmna entendieron cuál había sido su terrible equivocación. Al fin y al cabo, eran sus padres y la querían. Tenía que saberlo y sentirlo. Jamás habían querido ocultarle la verdad, simplemente habían preferido esperar a que creciera para que pudiera entenderlo. A partir del sexto cumpleaños, Youmna empezó a preguntar a su marido si deberían decírselo, y cada año este argumentaba que era muy joven y que debían esperar un poco más.

—Deberíamos habérselo dicho —repetía Youmna una y otra vez mientras Zakaria intentaba consolarla.

—No lo hicimos con mala intención. Nunca se lo ocultamos...

—¡Sí! Si se lo hubiésemos dicho cuando era más joven, no estaríamos en esta situación.

—¿Y qué querías hacer? ¿Contarle a ella y a todo el mundo que una puta la llevó nueve meses en su vientre sin saber quién era el padre? ¿Hablarle de su pecaminoso comportamiento a una niña de doce años?

—Tenemos que decirle que somos sus abuelos y explicarle lo que pasó con Heba —imploró sin dejar de llorar sobre la almohada.

—No pronuncies ese nombre en mi presencia, por favor.

—Por mucho que te duela, es nuestra hija, y Amal ha de saber que es su madre.

El rostro de Zakaria se tiñó de cólera. Jamás olvidaría el día en que su propia hija estaba tan borracha que intentó seducirlo.

—Lo siento, Youmna. No quería hacerte más daño. No llores, por favor.

Pero aquella noche Youmna no pudo contener las lágrimas. Se culpó por no haber sido una buena madre y por todo lo que le había pasado a su hija. Después de haber suplicado una segunda oportunidad a Alá, este le había concedido a Amal y también había fallado.

Youmna estaba embarazada cuando se casó con Zakaria a los diecisiete años. Él tenía veinte y acababa de obtener una diplomatura. La posibilidad de hacer un máster y el nacimiento de una niña sana llenó de dicha a la joven pareja. Intentaron tener más hijos, pero Youmna sufrió varios abortos seguidos y su médico les recomendó que, debido a que el embarazo y parto de Heba habían sido complicados, no tentaran a la suerte. Decidieron posponer la ampliación de la familia y se centraron en su preciosa hija. No cabía duda de que había heredado la belleza de su madre. Cautivaba a todo el mundo con sus grandes ojos azules, sus dorados cabellos y su inocente risa.

Los problemas llegaron cuando cumplió catorce años y empezó a frecuentar malas compañías. Se convirtió en la Lolita de Beirut y se dedicó a consumir drogas, a beber y a alternar con hombres ricos, casi todos mayores que su padre. Disfrutaba desobedeciendo a su madre y llegaba tarde a casa, pues sabía que ella la esperaba despierta. Procuraba hacer ruido y acariciaba y se apretaba a aquel que le había acompañado frente a la ventana desde la que la estaría mirando Youmna. Cuando tenía quince años, una noche llegó tambaleándose y riendo. Llevaba unos zapatos de tacón muy alto, minifalda y una camisa que dejaba ver su sujetador de encaje, los labios pintados de rojo y el pelo despeinado. Cuando intentó concentrarse para meter la llave en la cerradura, una copia de la original que había robado a su madre, Youmna abrió la puerta. Zakaria estaba detrás, los dos en bata, enfadados, tristes, desconcertados y horrorizados.

—Heba, tu comportamiento es escandaloso —la reprendió Youmna.

—Mamá, no seas pesada —protestó antes de dejarse caer en un sillón del vestíbulo, poner una pierna sobre el reposabrazos y subirse la minifalda.

—¿Es que no tienes vergüenza? ¿Qué te pasa? —continuó Youmna.

—Vives en el pasado. No seas tan anticuada. Las mujeres de hoy día se comportan así, nos hemos liberado —proclamó arrastrando las palabras y moviendo la cabeza de un lado a otro—. Necesito fumar. —Sacó un paquete del bolso, encendió un cigarrillo y se arrellanó en el sillón mirándolos a través del humo azul grisáceo.

—¡Por el amor de Dios, Zakaria! ¡Dile algo!

Heba miró a su padre y se llevó el pulgar a la boca de forma insinuante. La camisa se le había desabrochado y dejaba ver el sujetador de encaje blanco que contenía sus turgentes senos.

—¿Tienes algo que decirme? —preguntó abriendo más las piernas.

No llevaba ropa interior. Youmna soltó un grito, se tapó los ojos y le dio la espalda, aunque sus encorvados hombros delataban sus lágrimas.

Zakaria se había quedado sin habla. Parecía como si le hubieran dado un golpe en la cabeza que lo hubiera dejado inconsciente e incapaz de pensar o ver con claridad.

—Ven, Youmna —le pidió cogiéndola de la mano—. Ya no tenemos hija. No reconozco a esta puta que está sentada en el vestíbulo y ofrece su mercancía sin ningún tipo de vergüenza. —Empezaron a subir las escaleras, pero a mitad de camino se volvió y dijo—: Vete y no vuelvas nunca más. Para nosotros estás muerta.

Al día siguiente había desaparecido sin dejar una nota.

Youmna cayó en una profunda depresión y le recomendaron que se fuera de Beirut y se mudara a un lugar más tranquilo y pacífico.

Los Abdo se trasladaron a Deir el-Ahmar.

—¿No tenéis hijos? —se extrañó su vecina Rima Waleed cuando los invitó a cenar el día que llegaron.

Youmna miró a Zakaria: no habían decidido qué decir si alguien les formulaba esa pregunta.

—Tuvimos una hija, pero por desgracia nos fue arrebatada cuando solo tenía quince años —aseguró Zakaria dando a entender que estaba muerta.

—¡Oh, no! Lo siento mucho, Youmna —se compadeció Rima poniéndole una mano en el brazo con lágrimas en los ojos.

—Fue una tragedia —explicó Zakaria.

—No debéis daros por vencidos. Todavía sois jóvenes —los alentó.

—Lo hemos intentado, pero nos hemos llevado muchas desilusiones.

—No os desaniméis. Tendréis un hijo. Lo presiento.

—Espero que sea pronto, el tiempo pasa rápido.

—Lo sé, tuve a Khaled con treinta y nueve años —confesó abrazando a su hijo de nueve, que intentó escapar de los brazos de su madre.

Cierto día de febrero de 1975, Youmna estaba en la cocina y Zakaria en su estudio. El ambiente estaba cargado de incertidumbre. Repentinamente, unas milicias sirias y palestinas habían aparecido en el valle y todo el mundo estaba muy preocupado. Nadie sabía qué estaba sucediendo ni en quién confiar. Los amigos se volvían contra los amigos; los hermanos contra sus hermanos. La delicada paz del Líbano, que siempre había dependido del equilibrio entre musulmanes y cristianos, y sus distintas facciones, se había visto perturbada y había conducido al país y a los distintos pueblos que lo habían habitado durante miles de años a la confusión y el caos.

Youmna se sentía muy triste, pronto cumpliría treinta y ocho años, lo que significaba que Heba tendría veintiuno. Hacía siete años que no la veía. No sabía qué hacía, dónde vivía o si se había casado. Alguna vez había visto fotos de Heba en revistas del corazón. Había intentado ser actriz, cantante y modelo. Aparecía rodeada de todo tipo de personalidades, con una sonrisa en los labios y una copa de champán en la mano. Siempre le había parecido poco natural y falsa. Una revista aseguraba que se había sometido a todo tipo de cirugía plástica: se había arreglado la nariz, se había estirado los párpados para dar un aspecto más felino a sus ojos y había aumentado su de por sí generoso pecho.

Estaba tan perdida en sus pensamientos que casi no oyó una tímida llamada en la puerta. Se limpió las manos rápidamente en un trapo y fue a la puerta, preocupada porque fuera alguna de las milicias que rondaban por el valle. Aunque, de haber sido alguna de ellas, la habrían aporreado, no habrían llamado educadamente.

—¿Quién es? ¿Quién es? —preguntó.

Abrió con cuidado, esperando que no fuera algún tipo de ardid, pero no vio a nadie. «Seguramente lo habré imaginado», se dijo antes de cerrarla y volver a los quehaceres de la cocina. A medianoche el llanto desconsolado de un bebé desgarró la tranquila y silenciosa noche en Deir el-Ahmar, sobresaltó a los animales y desveló a otros niños que dormían en sus cunas. El bebé rompió a llorar de nuevo, como si fuera su grito de guerra, y despertó a los que habían desatendido su requerimiento de que lo cogieran en brazos, lo alimentaran, lo calmaran y lo acostaran.

Youmna se revolvió en la cama, aquel sonido se había colado en su profundo sueño.

—¿De quién es ese niño? —preguntó Zakaria, medio dormido.

—No lo sé, pero su madre debería calmarlo; de lo contrario, despertará a todo el valle.

Los lloros continuaron y Youmna metió la cabeza bajo las almohadas para ahogar aquellos sollozos. De repente oyó golpes en la puerta.

—¡Zakaria! ¡Zakaria! —llamó una voz masculina.

Este se levantó, abrió la ventana y se asomó para ver quién llamaba. Hacía una noche muy fría. Era Ilyas Waleed, el vecino.

—¿Qué pasa?

—¿No has oído el llanto de un niño?

—¿Que si lo he oído? Ha despertado a todo el valle.

—Está en tu puerta.

—Mira, esto es el valle de la Bekaa, no la Biblia. Así que, por favor, nada de bromas, sobre todo a estas horas de la noche. Seguro que después me dices que es Moisés en una cesta de papiros —protestó empezando a cerrar la ventana.

—Muy bien. No me creas si no quieres. Lo voy a dejar en la iglesia. Allí sabrán qué hacer con él, la gente lleva siglos abandonándolos.

—Estupendo, así podremos dormir.

—¿Quién era? —preguntó Youmna, que había sacado la cabeza de debajo de las almohadas.

—Ilyas, que quería gastarme una broma pesada. Decía no se qué de un bebé en la puerta —explicó mientras se metía en la cama.

—Qué tontería —susurró. Segundos después abrió los ojos. «¿Será por eso por lo que han llamado a la puerta? No, lo he imaginado», se convenció antes de dormirse de nuevo.

Al día siguiente dos monjas de Nuestra Señora de Deir el-Ahmar tocaron el timbre de los Abdo. Youmna abrió la puerta, sonrió al verlas y las invitó a entrar.

—¿En qué puedo ayudarlas? —preguntó cuando se sentaron para tomar café y pastas.

—Madame Abdo —empezó a decir la hermana Jeanne—, anoche dejaron un bebé en una cunita en la puerta de la iglesia.

—Fue Ilyas Waleed, su vecino —añadió la hermana Josephine.

—Dijo que lo había encontrado frente a su casa —continuó la hermana Jeanne.

—En la puerta —precisó la hermana Josephine.

—No me di cuenta de que hubiera ninguna cunita —se excusó Youmna.

—No, claro, no es el lugar en el que uno piensa encontrar un bebé —convino la hermana Jeanne.

—No nos extrañó que no lo viera —intervino la hermana Josephine.

—Pero evidentemente era para ustedes; si no, no lo habrían dejado allí.

—Sí, pero ¿quién fue?

—Por eso hemos venido a preguntarle —explicó la hermana Josephine.

—No sé de nadie capaz de hacer algo así, sobre todo en una fría noche de febrero —explicó Youmna.

—Fue una absoluta imprudencia —comentó la hermana Jeanne.

—Bueno, madame Abdo —empezó a decir la hermana Josephine lentamente—, sabemos bien que su esposo y usted han estado rezando por tener un hijo.

Youmna asintió.

—Entonces estará de acuerdo en que esta es la respuesta a sus plegarias —concluyó la hermana Jeanne.

—Sí, ha sido obra de Dios. ¡Un milagro! —añadió la hermana Josephine.

Youmna casi se echa a reír. No sabía si podría mantener la seriedad si las monjas continuaban con aquella parodia.

—Hermanas, hemos rezado por tener un hijo, pero no sé qué pensará mi marido de este milagro.

—Estaba destinado a ser suyo —insistió la hermana Jeanne perfectamente erguida en la silla de la cocina, con las manos unidas sobre el regazo.

—Puede que sí y puede que no —replicó Youmna—. La guerra ha dejado muchos niños huérfanos en el país. El otro día leí en el periódico que las mujeres embarazadas que han perdido a sus maridos y no tienen medios abandonan a sus hijos en iglesias, mezquitas o casas para que alguien cuide de ellos.

—Sí, es verdad. Una guerra es algo horrible —admitió la hermana Josephine.

—En cualquier caso, madame Abdo: lo dejaron para que lo cuidara usted —continuó la hermana Jeanne.

—Gracias por pensar en nosotros, pero ¿cómo está tan segura de que era para nosotros?

—Bueno, la niña se parece a usted —comentó la hermana Josephine.

—¡Ah! ¿Es una niña?

—Sí, ¿no lo habíamos mencionado?

—Se le parece mucho —insistió la hermana Josephine.

—Bueno, no del todo —precisó la hermana Jeanne.

—Pero es evidente que hay un parecido de familia —añadió la hermana Josephine.

—¿Había alguna nota en la cuna o algo que pueda considerarse como prueba, aparte del parecido?

—Solo había algo que parece un poema —dijo la hermana Jeanne sacando un papel del bolsillo y entregándoselo.

Cuando Youmna lo leyó se le llenaron los ojos de lágrimas:

Vuestros hijos no son vuestros: son hijos e hijas de las ansias de vida que siente la vida misma.

Vienen a través de vosotros, pero no desde vosotros, y, aunque estén con vosotros, no os pertenecen.

Podéis darles vuestro amor, pero no vuestros pensamientos, porque tienen los suyos propios.

Podéis cobijar sus cuerpos, pero no sus almas, porque estas habitan en la casa del mañana que no podéis visitar, ni siquiera en vuestros sueños.

Podéis esforzaros por ser como ellos, pero no intentéis volverlos como vosotros, porque la vida no va hacia atrás ni se detiene en el ayer.

Sois los arcos con los que, como flechas vivientes, se disparan vuestros hijos.

El arquero ve la diana en el sendero del infinito y os doblega con su poder para que sus flechas vuelen rápido y lejos.

Haced que vuestra tensión en la mano del arquero sea para la alegría: porque, al igual que ama a la flecha que vuela, también ama el arco estable.

Era un poema de Khalil Gibran que le gustaba mucho y que a menudo leía a su hija en la cuna. Sin siquiera ver al bebé supo que era la hija de Heba.

Con el tiempo, Amal sosegó la rabia que sentía hacia los que seguía considerando su padres adoptivos y la reemplazó por la triste aceptación de que jamás conocería a los biológicos. Por más que insistía nunca conseguía más detalles: Zakaria y Youmna negaban sistemáticamente saber quién la había abandonado en su puerta; en cuanto a las monjas, lo único que le decían era que Ilyas Waleed la había llevado a la iglesia.

Youmna intentaba a veces convencer a Zakaria para que le dijera que era su nieta, pero este se mantenía firme. Heba era el mal, la encarnación de la maldad, y Amal era tan inocente y la quería tanto que prefería protegerla de aquella libertina y desvergonzada adicta al alcohol y las drogas.

En 1991 la guerra civil acabó oficialmente y el Líbano intentó rehacerse tras quince años de devastación. Los sirios seguían en el valle de la Bekaa y se negaban a abandonar su cuartel general de Anjar, próximo a Deir el-Ahmar. Amal iba a cumplir dieciséis años. Youmna, Zakaria y sus vecinos Ilyas y Rima decidieron organizar un cumpleaños conjunto, pues había nacido el mismo día que Rima.

Amal estaba en una habitación del piso de arriba que utilizaban como ático buscando en un baúl un pañuelo de seda bordado que le había pedido Youmna. Lo encontró en un montón de pañuelos y chales cuidadosamente doblados. Al cogerlo sacó un chal de lana tan fino que casi era transparente. Cuando intentó doblarlo para volver a dejarlo en su sitio, encontró un pequeño cuaderno de cuero repujado del que se cayó una fotografía. La miró, parecía la familia de Youmna, frente a la mezquita de los Omeya de Damasco. En la parte delantera había varios niños sentados y uno de pie. Reconoció a Youmna cogiendo la mano de su madre. Sintió curiosidad y quitó la tira de cuero que sujetaba el cuaderno para ver si había más. Sus amarillentas páginas estaban llenas de la hermosa escritura en árabe de Youmna, aunque la tinta se había borrado en algunas líneas. También había unas cuantas fotografías pequeñas en blanco y negro, sin duda de la numerosa familia de Youmna. Pudo ver otra de Zakaria y de Youmna en la que aparecía sentada en una silla con las manos en la tripa mirándolo amorosamente; él estaba sonriente y de pie, con el brazo en el respaldo de la silla. En el anverso leyó escrito: «Octubre de 1953, cinco meses». Se preguntó qué significaría aquello. Volvió a meterlas en el cuaderno un tanto confusa, porque estaba segura de que se habían casado en noviembre de 1953 y le resultó extraño que aquellas fotos mostraran semejante intimidad antes de la boda, ya que muchas parejas no podían verse antes del enlace.

Hojeó el cuaderno rápidamente y leyó varias palabras aquí y allá. Era una especie de diario. Cuando estaba atándolo de nuevo, una bolsita de fieltro se desprendió de su interior. Dentro había un guardapelo de oro. Se sentó con las piernas cruzadas y le dio vueltas entre los dedos. Había perdido el brillo con el tiempo y estaba arañado, pero seguía siendo muy bonito, de forma ovalada y sujeto a una fina cadena de oro. Mientras lo estudiaba oyó un ligero clic y se abrió. Dentro había una diminuta fotografía en blanco y negro de una niña. Era rubia y sonreía. «Debe de ser Youmna cuando era joven», pensó.

Volvió a dejarlo todo como estaba y cerró el baúl. Cogió el pañuelo negro y bajó las escaleras. Se detuvo un momento y dudó si debería coger el cuaderno y preguntar a Youmna por las fotografías, pero no lo hizo. A pesar de que sentía curiosidad, seguía dolida por haber descubierto que era adoptada, por la vergüenza que sentía en el colegio y por tener que admitir ante las niñas que siempre se habían reído de ella que tenían razón y que Youmna y Zakaria jamás habían hecho nada por averiguar quiénes eran sus verdaderos padres.

A veces intentaba sonsacarles una respuesta.

—Amal, tienes que entender que estábamos en plena guerra civil, era imposible averiguar nada. Los servicios de inteligencia sirios vigilaban y había que tener mucho cuidado con lo que se hacía, se decía y se preguntaba —aducía Zakaria.

No entendía por qué Youmna no soltaba prenda. Si le preguntaba directamente, siempre le contestaba que hablara consu padre. Y cuando este le daba la misma respuesta una y otra vez, notaba la cara de desacuerdo que ponía su madre mientras Zakaria le daba un sermón sobre lo que era la vida en los peores momentos de la guerra; entonces, Youmna volvía a sus quehaceres si estaban en la cocina o se iba de la habitación pretextando que estaba cocinando o que tenía ropa tendida.

Bajó las escaleras entusiasmada con la fiesta. Había presenciado los preparativos y al parecer iba a acudir todo el pueblo. Se iba a celebrar a medio kilómetro de las casas de los Abdo y los Waleed, en el patio de un antiguo monasterio construido sobre las ruinas de un templo romano. Miró desde la ventana de su habitación. Habían dispuesto unas largas mesas cubiertas con manteles blancos. Había gente distribuyendo platos y platos, y las bandejas y cestas que se utilizarían para la comida. Habían llevado hielo y los gritos de los que colocaban las linternas y las luces de colores la hicieron sonreír. Oyó a Youmna y a Rima discutiendo sobre la hora a la que llevarían las tartas, y a Zakaria e Ilyas hablando con el encargado de los fuegos artificiales.

Tenía mucho tiempo para arreglarse, así que cogió el cuaderno de dibujos, carboncillo y acuarelas, y fue a los campos que había más allá del jardín. Se dirigió hacia la cueva que había descubierto hacía unos días, pero que no había explorado todavía. Pensó que sería interesante pintarla. Buscó donde creía que estaba, pero no la encontró. Seguramente había tomado el desvío equivocado. Estaba en una zona del valle que no conocía bien, pero era temprano y el sol estaba todavía muy alto. Recorrió un pequeño cañón y en su extremo descubrió una grieta en la roca roja. Entró por ella, oyó un extraño sonido y lo siguió. El suelo era llano y había luz. La cueva se fue estrechando; al otro lado de una hendidura por la que podía pasar una persona, descubrió una poza natural. El sol entraba por la parte superior y el agua brillaba. Contuvo el aliento. Era magnífica. El agua era transparente, de color turquesa; cuando metió la mano, la notó fría. Sin duda provenía de una fuente subterránea.

—Así que mi estudiante favorita ha descubierto mi cueva secreta —la asustó una voz.

Al darse la vuelta vio al profesor Khaled Waleed.

—¡Señor Waleed! —saludó un tanto incómoda—. Es un sitio precioso.

—Sí, vengo siempre que me apetece estar solo.

—¿Sabe alguien que existe?

—No lo sé... No lo creo. ¿Por qué no te estás arreglando? —preguntó antes de sentarse junto a la poza—. Es un cumpleaños muy importante, ¿no?

—Sí —contestó sentándose también.

—¿No tienes ganas de celebrarlo?

—Sí —contestó sonriendo mientras la suave luz de la tarde se reflejaba en su cara. Khaled se quedó tan fascinado que no supo qué decir y se limitó a mirarla perplejo—. Señor Waleed, ¿está bien?

—Sí, sí..., estoy bien —se disculpó—. No sé en qué estaba pensando.

—¿Cree que es una cueva romana? —preguntó con los ojos muy abiertos y brillantes. No había perdido interés por la historia.

—Me parece que es aún más antigua —respondió antes de hablarle sobre el valle de la Bekaa y las civilizaciones que lo habían habitado antes de los romanos. Se alegró de hacerlo, pues desviaba su atención de ella; su sonrisa le había impresionado. Quizás había sido el reflejo de la luz en sus ojos, pero la belleza y la tristeza que había visto en aquellas almibaradas profundidades verdes le habían cautivado.

Eran casi las siete y en la cueva empezaba a oscurecer, aunque la poza seguía teniendo luz.

—Tengo que irme —dijo Amal poniéndose de pie.

—Voy contigo —se ofreció Khaled—. Iba a darme un baño, pero lo dejaré para otro día.

—¿Se puede nadar?

—Por supuesto. El agua está estupenda.

—Algún día lo haré.

—Deberías sonreír más en clase. Tienes una sonrisa encantadora.

—Allí no tengo mucho por lo que sonreír —dijo sintiéndose repentinamente avergonzada y mirando al suelo—. No sé..., fuera de ella, los árboles, las rocas, el agua..., me siento segura. Mirar esa poza me hace feliz. —Khaled asintió para que continuara—. Aquí me siento libre. Es como si pudiera respirar, a pesar de ser una cueva.

—Sí, es la magia de la naturaleza. —Caminaron en silencio y al poco llegaron a casa—. Amal, sé que estos últimos años no lo has pasado bien y que todavía estás dolida. También sé que buscas algo y que no pararás hasta que lo encuentres. Me gustaría que supieras que, además de ser tu profesor, soy tu amigo y que puedes contar conmigo para lo que necesites y cuando quieras.

—Gracias, señor Waleed.

—Estupendo, te veo luego.

—Señor Waleed, ¿por qué no se ha casado nunca?

Khaled se rio, el matrimonio era un tema delicado en su familia. Pronto cumpliría los treinta y seguía soltero.

—Todavía no he encontrado la mujer adecuada.

Aquella tarde lo había hecho.

—¿Dónde has estado? —preguntó Youmna cuando la vio entrar.

—Pintando.

—¿Sabes qué hora es?

—Sí, immi. No te preocupes, estaré arreglada a tiempo.

—Cuando te vistas, avísame para peinarte.

Corrió escaleras arriba y se dio un baño rápido. Su madre le había confeccionado un vestido ligeramente acampanado de sedoso algodón blanco con grandes flores rosas. Rima le había dejado unas sandalias a juego y Youmna había tejido también una chaqueta de algodón blanco.

Immi! ¡Estoy lista! —Youmna subió a la habitación y la encontró frente al espejo—. ¿Qué te parece?

—Estás preciosa, estoy muy orgullosa de ti —dijo acercándose a ella con lágrimas en los ojos—. Ahora siéntate y deja que te arregle el pelo. Estarás aún más guapa —aseguró mientras sacaba una barra de brillo rosa que Amal había suplicado que le comprara.

Al principio se había negado, pero después había decidido darle una sorpresa. Amal soltó un chillido y la abrazó.

—Muchas gracias, immi.

—Vale, siéntate —le pidió, pues no quería que la viera llorar—. ¿Qué te parece? —preguntó haciéndose a un lado.

Estaba deslumbrante. Le había cepillado el largo y oscuro cabello, y se lo había recogido en una alta coleta para hacer un moño, pero luego pensó que la coleta estaba mejor, sobre todo con una rosa roja sujeta en la oreja. Hacía poco que le dejaba depilarse las cejas y se las curvó.

—Bueno, ahora el brillo de labios... Y después...

Immi! —gritó al ver que sacaba un tubito de rímel.

—¡Felicidades, Amal! Que Alá te dé salud y seas feliz toda tu vida —deseó mientras su hija la abrazaba—. Estoy muy orgullosa. Ahora me toca vestirme a mí o pareceré una vieja.

—Nunca lo parecerás, immi.

—Gracias, Amal, es un cumplido muy bonito.

Immi...

—¿Sí, habibti?

—Sé que me he portado muy mal.

—Venga, venga, dejemos en paz el pasado.

—Por favor. Sé lo que dije y que fui egoísta y desagradable. Te hice daño y quiero que sepas que lo siento mucho.

—No tienes por qué disculparte —aseguró sonriendo.

—Sí —contestó dándole un abrazo—. Sí que tengo que hacerlo.

—Has de saber que te querré siempre, hagas lo que hagas, por mala que seas o por mucho que me digas —recalcó inclinándole la cabeza para mirarla a los ojos—. Aunque me enfade o te grite, nunca dejaré de quererte. —Los ojos de Amal se llenaron de lágrimas—. Te lo prometo.

—Tú eres mi madre, immi, no la otra —confesó con la cabeza apoyada en su hombro.

—Venga, venga —la tranquilizó secándole las lágrimas con un pañuelo—. Si lloras, se te correrá el rímel.

Fue lo único que acertó a decir.

La fiesta fue todo un éxito. Prácticamente todo Deir el-Ahmar se reunió en aquel amplio patio y comieron, bebieron y bailaron hasta pasada la medianoche. Khaled sacó a bailar a Amal. Estaba claro que se había enamorado de ella. Tras varias canciones se sentaron en un bloque de piedra en un extremo.

Al principio se creó un incómodo silencio y ninguno de los dos supo qué decir. Khaled tenía problemas de conciencia. «¿Qué estoy haciendo? Es una locura. ¿Cómo voy a enamorarme de ella? ¡Es una de mis alumnas!», pensó.

—Hace una noche muy bonita —comentó finalmente.

Amal sonrió tímidamente. Sus sentimientos por ella le habían cogido totalmente desprevenido. Tenía una sensación muy extraña. Después de todo, solo tenía dieciséis años; él, veintiocho. Recordó sus comienzos como profesor. Cuando consiguió su diplomatura pensó quedarse en Beirut, pero tras varios meses de buscar trabajo, algo prácticamente imposible en tiempos de guerra, decidió volver y dedicarse a la enseñanza en el colegio del pueblo. En aquel momento, Amal solo tenía ocho años y le llamó la atención que una niña tan pequeña mostrara tanto interés por la historia antigua y el dibujo.

—¿Has estado pintando últimamente?

—Sí, he empezado algunos óleos —contestó sin dejar de sonreír.

—Sí, ¿cuándo? —preguntó con sincera alegría.

—No hace mucho. Baba me regaló un caballete, pinceles y pintura por mi cumpleaños.

—Bueno, eso quiere decir que no me he perdido ese nuevo giro en tu carrera artística.

—No, no mucho —contestó balanceando los tobillos cruzados y mirando tímidamente al suelo. Le daba miedo levantar la vista. Khaled la miraba como nunca lo había hecho y la intensidad de sus ojos la cohibía.

—¿Tienes algo acabado?

—Sí.

—¿Cuándo puedo verlo?

—Cuando quieras.

—¿Qué hacen estos dos guapos jóvenes sentados ahí? ¡La fiesta está aquí! —preguntó uno de los músicos con una amplia sonrisa.

—¡Venid! —los animó otro de ellos.

—Sí, necesitamos gente joven, ya hay demasiados viejos.

Khaled y Amal se sonrieron y acordaron en silencio volver a la fiesta. El chico fue el primero en saltar y le puso las manos en la cintura para ayudarla. Ella apoyó las suyas en sus hombros, echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír porque le hacía cosquillas.