Capítulo once

Nina

—Bienvenida a su casa, madame Abboud —la recibió Charley abriendo la puerta.

Nina se quedó fascinada y entró en el bonito vestíbulo de mármol blanco del ático que él había comprado en un edificio de apartamentos recién renovado en la Corniche.

—No es el que quería —se excusó—, pero han parado la construcción del que me gustaba.

—¡Es precioso! —lo interrumpió Nina.

—¿Te gusta? —preguntó aliviado.

—¿Que si me gusta? ¡Me encanta! —aseguró dándose la vuelta para ver el vestíbulo—. Enséñamelo —pidió antes de cogerle la mano y recorrer las habitaciones vacías sin dejar de reír y sugerir cómo las iban a decorar.

Los dos primeros años de su matrimonio fueron los más felices de su vida. La llevó a París de viaje de novios y cuando volvieron siguió trabajando con Claudia como accionista del restaurante, aunque tampoco iba todos los días, debido a los muchos compromisos sociales que implicaba ser la esposa de Charley. No le gustaban mucho las comidas benéficas o las juntas de instituciones culturales y artísticas que intentaban reestructurarse después de la guerra y a las que tenía que pertenecer; tampoco le agradaban las fiestas, actividades, cenas, bodas e incluso funerales en los que debía estar presente, pero entendió que formaban parte del cargo de presidente del Banco de Beirut. A Charley le encantaba salir con ella, la presentaba orgulloso como su esposa y sonreía cuando la reconocían por trabajar en el restaurante. Huelga decir que hubo una auténtica profusión de celosos y envidiosos comentarios por parte de algunas mujeres beirutíes, que la consideraban una advenediza que se había infiltrado en la alta sociedad y había seducido a Charley solo por su dinero y posición social.

Todo parecía ir bien. Beirut se estaba reconstruyendo y, como siempre, los libaneses afrontaban su pasado y lo superaban mirando al futuro. Gran parte del optimismo que impregnaba el país se debía a Rafik Hariri, un empresario musulmán nacido en Sidón que fue elegido primer ministro. Su mandato inspiró al pueblo libanés, que sintió que no era como el resto de los políticos, que solo se dedicaban a hablar. Tenía un plan para la reconstrucción del Líbano y lo iba a llevar a la práctica, aunque tuviera que recurrir a su propio dinero, gran parte del cual había ganado en la construcción.

—Claudia’s, buongiorno-contestó Nina.

Habibti!

—Hola, Charley.

—Nina, chérie, lo siento, pero he tenido tantas reuniones estas últimas semanas que he olvidado decirte que esta noche tenemos una cena importante en la residencia del primer ministro.

—¡Oh, no! Le prometí a Claudia que me encargaría del restaurante esta semana. Por eso ha ido a Roma.

—Lo sé, lo sé, habibti, lo siento. ¿No puedes dejar a alguien al cargo? ¿Aunque sea solo esta noche?

La había puesto en una situación delicada. Conocía sus responsabilidades, pero había dado su palabra de que se ocuparía del restaurante.

—Vale, pero solo hoy, o Claudia me pedirá que le devuelva las acciones.

Colgó y fue a dar instrucciones a Amr, el ayudante egipcio que acababan de contratar.

—Y, por Dios, no te pelees con Marcello. Ya sabes que se pone muy tenso y que se considera más un artista que un cocinero.

—No se preocupe, madame Nina —la tranquilizó antes de que subiera al todoterreno.

—Estos son los números de casa y del coche. Cualquier cosa que pase, me llamas.

—Prefiero no llamarla cuando esté con su marido, madame.

—Hazlo, por favor. No quiero que Claudia se encuentre con un desastre cuando vuelva, por pequeño que sea.

—De acuerdo, madame —aseguró cerrando la puerta y despidiéndola con la mano.

Aquella noche llevaba un vestido de gasa negro sin mangas, con algo de vuelo, que le llegaba por encima de las rodillas y resaltaba sus piernas, unas chinelas sin apenas tacón de ante negro y un bolsito de Chanel. Le habría gustado ponerse tacones altos, pero no quería sobresalir por encima de Charley. De hecho, cuando estaba con él solía agacharse, pues era cinco o seis centímetros más bajo que ella.

—Así que esta es la famosa Nina. He oído hablar mucho de ti —la saludó Rafik.

—Es un honor conocerle, señor —respondió. Como la mayoría de libaneses, era una ferviente seguidora de aquel hombre.

—Charley, Nina, me gustaría presentaros a varias personas. ¿Conoces a Fouad Sayah, Charley?

—Por supuesto. ¿Qué tal amigo mío? —lo saludó dándole un abrazo.

—Mi hijo Joseph está por ahí —comentó—. Ha venido conmigo, sabe Dios por qué. Menudo inútil, solo le interesan los coches y las mujeres.

—¡Ah, habibti! —exclamó Rafik al descubrir a una rubia que se acercaba a ellos y lo saludaba afectuosamente.

—¿Charley Abboud? Kifek? Ça va? Hacía mucho que no nos veíamos.

—Imaan, estás tan guapa como siempre.

—Acabo de volver de Brasil. Vi a Fadi Assaf, que te envía recuerdos, al igual que Marina. Creo que vendrán pronto a Beirut.

—¿Qué tal le va a nuestro amigo el actor en su nuevo puesto?

—Muy bien, muy enamorado de la hija menor de Fadi, Nadine, aunque Marina se opone rotundamente a ese matrimonio.

—Pues le va a costar trabajo convencerla. Ven, Imaan, deja que te presente a mi hermosa mujer, Nina.

—Eres muy alta, pero estoy segura de que te lo han dicho muchas veces —comentó—. Tsharrafnah. Encantada de conocerte.

—Igualmente.

—Imaan es la nueva promesa del Ministerio de Asuntos Exteriores, una mujer muy poderosa —la elogió uniendo las cejas—. ¿Tenéis algún parentesco?

—¡Por favor, Charley! ¿Cómo voy a ser familia de una mujer tan alta, majestuosa y escultural?

—Lo digo en serio. Imaan se apellida Ossairan, igual que tu apellido de soltera, Nina.

—Pues todavía me pareces más interesante. Ven conmigo, habibti. Vamos a tomar una copa —sugirió Imaan cogiéndola por el brazo.

—Vamos —aceptó Nina sonriendo.

—Así que has heredado la altura de tu padre —comentó cuando se sentaron en las cómodas sillas del jardín.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Nina, perpleja.

—Eres hija del armenio.

—Ni que fueras Sherlock Holmes.

—He oído hablar de ti toda mi vida. La historia de tus padres es famosa en mi familia.

—Siempre he deseado conocer a algún miembro del clan Ossairan. ¿Pertenecemos a la misma familia?

—Sí.

—¿Estás segura?

—Solo hay una familia en la que un armenio sargento del Ejército libanés mató a uno de los hermanos, se enamoró de la viuda y se casó con ella —explicó echándose a reír.

—Bueno, si lo pones así... No sé qué decir. Me siento un poco violenta. Al fin y al cabo, mi padre mató a tu hermano.

—Sí, pero a un hermano que no conocía. Pasó hace mucho tiempo, yo ni siquiera había nacido y, evidentemente, tú tampoco.

—Aun así, me siento rara...

—No tienes por qué. Siempre me he preguntado cómo serías.

—Sin embargo, yo no sabía nada de ti. Mi madre no hablaba mucho de su familia.

—No me extraña. La echaron. Mi padre le dijo que si se iba no volviera nunca.

Las dos mujeres sintieron una instantánea afinidad, una cálida sensación de comprensión, y continuaron hablando abiertamente como si hiciera años que se conocieran. Compartieron experiencias, intimidades y recuerdos, y reforzaron su camaradería riéndose de algunas de las curiosas semejanzas que compartían.

—Es como si estuviera hablando con mi hermana —confesó Imaan.

—Sí. Nunca había conocido a nadie que le gustara tanto el nammura como a mí.

Imaan se echó reír.

—Eres una mujer muy valiente, Nina.

—Igual que tú, amiga mía. —De repente se le ocurrió algo—. ¿Podrías hacerme un favor?

—Lo que sea, al fin y al cabo, somos familia.

—Mi padre desapareció en junio de 1975 y nunca he sabido qué fue de él.

—Y te gustaría saber qué le pasó —dijo tras tomar un trago de vino.

—Claro.

—¿Quieres que te ayude?

—¿Es mucho pedir? —preguntó ligeramente avergonzada. Imaan negó con la cabeza—. Sé que hay miles de familias que buscan a sus parientes y amigos, y no pretendo un tratamiento especial. Me gustaría que me pusieras en contacto con la persona adecuada. Ya sabes, alguien que se ocupe de encontrar a las personas desaparecidas.

—Me encantará echarte una mano.

—Solo quiero saber qué le pasó y por qué nos abandonó a mi madre y a mí.

—¿Intentaste buscarlo cuando desapareció?

—Sí, cuando mi madre murió me quedé en Baalbek y empecé a dar clases. En los días libres iba a preguntar a los líderes de la guerrilla en el valle de la Bekaa.

—Eso demuestra mucho valor —la elogió con los ojos muy abiertos—. Podrían haberte matado.

—Sí, ahora que lo pienso me parece una locura, pero entonces era joven y me creía invencible.

—¿Sabes que muchos de esos líderes son ahora funcionarios? Si fueras a verlos te dirían que dejaras de buscar, que lo olvidaras y siguieras con tu vida.

—Nunca se mostraron muy dispuestos a ayudar. Estoy en paz con la desaparición de mi padre. Solo quiero pasar página.

—En ese caso hablaré con alguien que seguramente averiguará qué pasó —dijo sacando una pequeña agenda—. Es un viejo amigo que trabajó en los servicios de inteligencia.

—Mira, Imaan, en serio... No quiero que hagas nada especial o que creas que me estoy aprovechando...

—Ni una palabra más —ordenó enarcando una ceja.

—Solo si estás segura —murmuró soltando un avergonzado gemido.

—Estoy más que segura.

—¡Eh, Imaan! —oyó que la llamaban mientras anotaba algo en la agenda.

Se volvieron y vieron a una mujer vestida con unos pantalones negros demasiado ajustados, una blusa de gasa con grandes y abultadas mangas, y unos zapatos de charol de tacón alto con los que apenas podía andar.

—Prepárate —previno en un susurro a Nina, poniendo cara de circunstancias—. ¡Rima! Me alegro de verte. Kifek?

—¡Qué sorpresa! ¿Cuándo has vuelto? —chilló Rima avanzando para darle un abrazo. Cuando se le echó encima, Imaan pensó: «Tierra, trágame».

—¿Qué tal estás?

Hamdellah, habibti-respondió suspirando hondamente y dejándose caer en una silla vacía.

—Rima, esta es Nina Abboud.

—¿Nina Abboud? ¿La mujer de Charley? —Nina sonrió y asintió—. Eres la dueña del restaurante.

—No exactamente, tengo acciones. Claudia sigue siendo la dueña.

Habibti, llevo no sé cuánto tiempo intentando reservar mesa —se quejó.

—No te preocupes, me aseguraré de que la consigas.

—Te arrepentirás de lo que acabas de decir —le susurró Imaan meneando la cabeza.

—¿Cuándo has vuelto, Imaan? ¿Como es que no me has llamado? ¿Qué has estado haciendo? —Rima formuló una pregunta tras otra, sin darle tiempo a contestar.

El resto de la velada transcurrió sin incidentes.

—Gracias, chérie-dijo Charley cogiéndole la mano en el coche cuando volvían a casa—. Sé que tenías obligaciones en el restaurante.

—No te preocupes, cariño —lo tranquilizó apretándole la mano—. Solo ha sido una noche y no ha pasado nada. O, al menos, eso espero. Si no, seguro que me habría enterado.

—Bueno, en cualquier caso siempre puedes echarme la culpa; pagaré lo que sea necesario.

—A lo mejor intenta que le aumentes el préstamo.

—Conociendo a Claudia, seguro que lo hará. ¿Has disfrutado de la velada, habibti?

—Sí, me ha encantado conocer a Imaan. Es toda una dama.

—Además está escalando puestos en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Llegará muy lejos.

—Me ha dicho que intentará averiguar qué pasó con mi padre.

—Si hay alguien que puede hacerlo, es ella.

—Y tú, ¿lo has pasado bien?

Habibti, para mí estas reuniones forman parte de mi trabajo, ya lo sabes.

—Ya, chéri, pero a lo mejor esta había sido diferente.

—Pues no. Hariri ha propuesto un plan para reconstruir Beirut y quiere llevarlo a la práctica en muy poco tiempo.

—¿Qué significa eso?

—Que gente como Fouad Sayah o como yo mismo vamos a tener que trabajar duro durante semanas, meses e incluso años. Hay mucho que hacer. No pienso que Hariri sepa realmente cuánto, ni nosotros tampoco —comentó proféticamente.

Nina estaba en la cama cuando la criada entró de puntillas con una bandeja antes de abrir las cortinas.

—Hoy desayunaré en la terraza, Suzi.

—Muy bien, madame.

—Suzi... Ahueca las almohadas y tráeme el móvil.

—Enseguida.

—¿A qué hora se ha ido esta mañana monsieur Abboud? —Se ha levantado a las seis y se ha ido al cabo de poco, madame.

Nina se incorporó en la cama de matrimonio, bostezó e inspiró con fuerza. Hacía una hermosa mañana y la forma de media luna del dormitorio le permitía ver el mar enfrente y las montañas al este. Consultó el calendario en el teléfono. Hacía unos años Claudia había vuelto a comprar las acciones de Nina, debido a su situación de residente y los impuestos que tenía que pagar, un proceso más sencillo si era propietaria única.

Aquella mañana tenía que hacer algunas llamadas y un par de recados de los que podría ocuparse Suzi, y había quedado a comer con Imaan, aunque quizá cancelaría la cita. Miró el reloj, solo eran las diez. Apartó la colcha y se sentó con los pies colgando. Cogió el periódico de la enorme bandeja de plata que Suzi había dejado sobre el antiguo baúl al pie de la cama. ¡Estupendo! Más políticos corruptos, más sobornos, más fraudes, bandas de traficantes y redes de prostitución, tráfico de armas. ¿Cuándo habría alguna buena noticia, para variar?

Metió los pies en las suaves zapatillas de piel de becerro hechas a medida y se dirigió al baño, que también tenía una vista de ciento ochenta grados, del Mediterráneo a las montañas. Era todo de mármol blanco con ventanales y espejos del suelo al techo. Hacía unos años que se habían mudado a la exclusiva Bay Tower del puerto deportivo y habían abandonado el apartamento que tanto le gustaba. El nuevo era demasiado frío y aséptico.

Se miró en el espejo. Tenía cuarenta y seis años. No había sido nunca guapa, pero sí atractiva, y su altura llamaba la atención y le confería presencia y carácter. Se recogió el pelo castaño en una coleta antes de lavarse los dientes y la cara. Con el pelo retirado parecía tener la cara más grande y resultaba difícil discernir su forma debido a la papada que se le había formado, un rasgo que había heredado de su madre. Apretó la flácida piel del cuello y la echó hacia atrás. «No sé si debería arreglarla», pensó.

—¿Café o té, madame? —ofreció Suzi cuando se sentó a desayunar.

—Café.

Mientras le servía observó el grueso anillo de diamantes y el anillo de compromiso con un diamante en forma de esmeralda que llevaba en el dedo anular izquierdo. Eran preciosos, como todo lo que su marido le había regalado durante quince años. Frunció los labios.

Charley seguía siendo el todopoderoso presidente del Banco de Beirut; ella, la esposa ejemplar. No tenían hijos, pero ninguno de los dos los había echado en falta. En apariencia, su matrimonio era perfecto y nadie pensaba lo contrario, pero Nina no se sentía satisfecha. Charley se había dedicado en cuerpo y alma al proyecto de Hariri para la reconstrucción de Beirut, que le absorbía hasta la práctica exclusión de todo y todos. El asesinato de Rafik Hariri redobló su determinación de finalizar el proyecto comenzado por su amigo. Casi nunca estaba en casa y cuando llegaba parecía ausente. Ya no salían a cenar ni iban a la casa de la playa, no viajaban...; habían dejado de hacer cosas en pareja. En lo que a ella respectaba, vivían como compañeros de piso y solo compartían una aburrida rutina.

Hacía años que no tenía relaciones con Charley. Él tampoco había mostrado mucho interés; tras los dos primeros años de matrimonio su vida sexual se fue apagando. Durante un tiempo pensó que tenía una querida, pero no era así. Le era fiel. Demasiado tímida y vergonzosa como para hablar de ese tema, intentó emborracharlo, pero no pasó nada. Después intentó emborracharse ella para ver si se aprovechaba, pero no lo hizo. Parecía que Charley era feliz así. Sabía que la quería y ella le quería. Era su mejor amigo, el hombre al que recurriría si pasaba alguna desgracia, y sabía que podía contar con él, para siempre.

Pero echaba de menos la intimidad, alguien que la abrazara y le hiciera el amor. Quería alguien que le dijera de nuevo lo guapa que era, sentir que el corazón le daba un vuelco cuando oía una voz masculina en el teléfono. Quería sonreír, compartir su vida, experimentarla con alguien como lo había hecho con Charley al principio.

Acabó el desayuno, se duchó y decidió ir a aquella comida. Después de todo, la había organizado Imaan y le había suplicado que fuera porque quería presentarle a alguien. Se puso unos vaqueros, una colorida camisa de rayas moradas y rosas, y unas sandalias planas abiertas. Estaba a punto de maquillarse, pero prefirió aplicarse un poco de su vaselina para labios con sabor a melocotón y se recogió el pelo en una coleta poco apretada. Ató un pañuelo Hermès al bolso color ladrillo de la misma marca, se puso unas grandes gafas Tom Ford y su inconfundible sombrero de paja negro, y se miró en el espejo. Esa era ella. Iba como más cómoda se sentía y no le importaba tener el característico abigarrado aspecto beirutí.

Llegó al Claudia’s a la una y media en punto. No merecía la pena ir antes, pues sabía que Claudia estaría liada y no tendrían tiempo para ponerse al día.

Tesoro! Come stai, amore!-exclamó al verla.

Bene, bene-contestó Nina dándole un fuerte y cálido abrazo.

—¿Por qué no pasas un día para tomar café y charlar tranquilamente?

—Lo haré, te lo prometo. Hoy pensaba haber venido antes, pero sabía que estarías ocupada.

—¡Ah!, has venido para comer con la signora Sayah —comentó consultando la agenda.

—Nunca he entendido por qué todavía la llamas signoraSayah.

—Ahora es embajadora. Tengo que mostrar respeto —explicó encogiéndose de hombros.

—Hablando de ella... ¿Ha llegado ya?

—Todavía no, pero hay un auténtico bombón en su mesa.

—¿A qué te refieres? Creía que era una comida de mujeres; si no, me habría vestido mejor.

—Estás bellísima, como siempre.

—¿Y quién es? —preguntó, curiosa.

—No sé, pero es tan guapo... Está buenísimo —contestó encogiéndose de hombros—. Ven, deja que te acompañe.

—Madame Sayah todavía no ha llegado, signore —comunicó al hombre que estaba en la mesa—. La signora Nina Abboud es la otra invitada.

Nina se estremeció. Claudia tenía razón.

—Por favor —indicó levantándose inmediatamente y sujetando la silla que había a su derecha para ayudarla a sentarse.

Ella sonrió tímidamente.

—¿Quiere beber algo, signoraAbboud? —preguntó Claudia guiñándole un ojo—. ¿Un aperitivo? ¿Una copa de prosecco?

—Agua Pellegrino, por favor, Claudia —pidió devolviéndole el guiño.

Ma... el agua es muy aburrida. Disfruta de la vida.

—Puede que con el postre —contestó lanzándole una mirada furibunda.

—¿Y el signore?

—Tomaré lo mismo que la signora —pidió con voz profunda y ronca; tenía unos ojos color avellana intensamente sensuales.

Claudia se llevó la mano al corazón fingiendo que intentaba calmar los latidos y Nina apartó la cara y se puso un mechón detrás de la oreja para que aquel hombre no viera la risita que le había provocado.

—Muy bien —suspiró Claudia.

—No cabe duda de que la ha impresionado —comentó Nina cuando se fue la italiana. El hombre sonrió lentamente, se recostó en la silla y se metió las manos en los bolsillos—. ¿Conoce mucho a Imaan? —preguntó, y cayó en la cuenta de que no sabía su nombre.

—Sí.

Nina no dejaba de mirarle. Cuando el camarero llegó con el agua con unas rodajas de lima, le puso la mano en el codo y a Nina se le aceleró el pulso. «Tranquila, no es el primer hombre apuesto que ves», se dijo a sí misma.

Era alto, uno noventa o noventa y cinco, y tendría unos cincuenta y tantos o casi sesenta años. Parecía un hombre serio rodeado de un aura magnética y absorbente. Era reservado y hablaba con frases cortas, casi monosilábicas, lenta e intencionadamente. A pesar de su discreción, parecía agradable y amable. Tenía el pelo corto y negro, con abundantes canas. No cabía duda de que era árabe, pero con rasgos bien definidos, e iba recién afeitado. Tenía una frente poderosa y amplia, surcada por la experiencia acumulada a lo largo de los años; una larga y delgada nariz; y una tímida y misteriosa sonrisa, casi de adolescente, que dejaba ver unos dientes perfectos. Su piel color aceituna estaba bronceada y vestía de sport, unos vaqueros con camisa blanca y chaqueta azul marino.

Nina dio un respingo cuando el móvil la sacó de su ensueño. Era un mensaje de Imaan en el que le decía que estaba en una reunión y que podían empezar a comer sin ella. Miró al hombre, que también estaba consultando su teléfono.

—Es Imaan... —explicó.

—... que quiere que empecemos a comer sin ella. —El hombre acabó la frase e hizo un gesto con la cabeza como para preguntar si le parecía bien.

—Si tiene otros planes o prefiere hacer otra cosa... —empezó a decir Nina, que se sentía un poco violenta. El hombre negó con la cabeza—. En ese caso, ¿comemos?

—Pensaba que no lo iba a proponer nunca.

—Pediré la carta —sugirió poniéndose de pie. Inmediatamente el hombre le puso la mano en el brazo y meneó la cabeza. Nina se sentó y el hombre levantó la mano para llamar a un camarero—. En tiempos trabajé aquí, por eso...

—Pero hoy no está trabajando.

Cuando el camarero les entregó las cartas, Nina notó que se había ruborizado.

—No sé si vendrá alguien más —comentó mientras estudiaba la suya, pero el hombre no dijo nada.

—¿Qué me recomienda?

—Yo me pondría en manos de Claudia y dejaría que me preparara algo especial.

—De acuerdo, pero ¿qué le gusta comer aquí?

Ossobuco, milanesa de ternera...; aunque no son platos típicos sicilianos, son excelentes, y los rigatoni con berenjena y la lubina, que sí lo son, están riquísimos.

—Suena delicioso, pero me pondré en sus manos —aceptó sonriendo.

—¿Y no en las de Claudia?

—En las suyas —repitió. Nina escondió la cara tras la carta, estaba segura de que estaba roja—. Por cierto, me llamo Ahmed Salaam.

El tiempo pasó volando, comieron, bebieron, hablaron, se rieron y se dieron cuenta de que tenían muchas cosas en común, como su preferencia por los libros, películas, música y su actitud ante la vida. Nina cada vez se sentía más atraída por él, seducida por la forma en que la miraba, fascinada por su forma de pensar y por cómo se comportaba.

Imaan llegó finalmente a las tres y media, y se deshizo en disculpas.

—Sabía que os llevaríais bien —aseguró antes de tomar un poco del agua de Nina—. Por eso no me ha parecido tan mal llegar tarde.

—Siempre has sabido cómo poner en contacto a la gente —la alabó Ahmed.

—¿Qué tal, Ahmed? ¿Cómo llevas la jubilación? —preguntó Imaan, y este soltó una risita—. Y lo que es más importante, ¿qué tal lo lleva tu guapa mujer?

Nina se sobresaltó. «¿Casado? ¿Está casado? —pensó. No lo había comentado, pero ella tampoco había dicho nada de su situación. No podía culparle—. ¡Mierda! ¡Está casado!», se repitió, un tanto decepcionada. Había pasado dos horas con él y se había dejado encantar, fantasear, flirtear y disfrutar de las atenciones de un hombre casado. «Eres idiota», se dijo. Le encantaba todo en él: su inteligencia, su absorbente presencia, la forma en que la miraba, hablaba o le tocaba suavemente el codo o el brazo..., pero, ¡maldita sea!, estaba casado.

—Lo lleva bien —contestó Ahmed encogiéndose de hombros.

—Tiene la mujer más paciente del mundo y dos hijos —explicó Imaan.

«¡Estupendo, además tiene hijos!» Nina no sabía por qué estaba tan desilusionada. Al fin y al cabo, ¿por qué iba a estar soltero un hombre guapo y triunfador como él? Era la primera vez desde hacía muchos años que se sentía atraída de verdad por alguien y subconscientemente se había creado demasiadas expectativas de lo que podría suceder.

Sonó el móvil de Imaan, que se excusó y se levantó para contestar.

—¿Dónde vive tu familia? —preguntó Nina mientras se recostaba y cruzaba los brazos sobre el pecho, con la esperanza de que no notara el tono de decepción, aunque, por la forma en que sonrió, estaba segura de que lo había hecho.

—En Ammán.

—¿Y vives allí?

Ahmed asintió.

—¿Qué haces aquí entonces?

—He venido a hacer un trabajo.

—¿A qué te dedicas?

—Tal como has oído, estoy jubilado.

«Es para volverse loca. Conseguir que hable de él es como pedirle peras a un olmo», pensó.

—¿A qué te dedicabas antes de jubilarte?

—Era el jefe de la inteligencia jordana, el DGI —contestó enderezándose.

—¿Y por qué has venido?

—He de hacer un trabajo para las Fuerzas de Seguridad Internas.

—Mi hijastro trabaja en inteligencia militar.

—Sí, Samir.

—¿Lo conoces?

—Sí, es mi mano derecha en ese proyecto con las FSI.

—¿Y por qué no lo has dicho?

—No ha venido al caso.

Nina se recostó, aún más enfadada.

—Nina... —empezó a decir. Colocó los codos sobre la mesa y juntó las manos al tiempo que la miraba de forma misteriosa, como si estuviera sopesando las palabras—. Sé mucho más de ti de lo que imaginas.

—¿A qué te refieres?

—Hace unos años Imaan me pidió que averiguara qué le pasó a tu padre.

Ella se quedó con la boca abierta. Había preguntado varias veces a Imaan si su amigo había descubierto algo, pero siempre le había contestado que seguía indagando. Y ahí estaba, lo tenía delante.

—Empecé a investigar, pero tuve que dejarlo. Después, una vez jubilado, continué. Encontrar a alguien que desapareció al principio de la guerra supone un largo proceso. No existen pistas documentadas ni nada parecido, ¿me explico?

Nina asintió, intentando asimilar lo que estaba oyendo.

—¿Qué habéis comido? —preguntó Imaan al volver a la mesa.

Miró a Nina y después a Ahmed, que asintió para indicarle que su amiga sabía quién era.

—Nina, habibti. Tendría que haberte dicho con quién íbamos a comer —se excusó poniéndole la mano en el brazo con delicadeza.

—No pasa nada —agradeció antes de volverse rápidamente hacia Ahmed—. ¿Has encontrado algo?

—De momento todo lo que sé es que tu padre tenía relación con la CIA.

—¿Qué quiere decir eso?

—Que trabajaba para ellos.

—¿La CIA norteamericana? ¿Mi padre trabajaba para la CIA? —preguntó incrédula—. ¿Estás de broma?

—No.

Walaw! Mi padre no trabajó para la Agencia Central de Inteligencia. Es imposible. —Ahmed no intentó discutir con ella—. Fue oficial del Ejército libanés. Era un hombre valiente. Luchó por su país. Estaba orgulloso de ser libanés —aseguró con el entrecejo fruncido.

—El que tuviera relación con la CIA no lo convierte en un traidor. Puede que en aquel momento pensara que hacía lo correcto —aventuró Ahmed.

—¿Sabes lo que hizo para ellos?

—Empezó siendo un IC, un informador confidencial.

—¿Mi padre un espía? —se maravilló meneando la cabeza.

—Bueno, no exactamente. Proporcionaba información a la CIA a cambio de dinero.

—¿Y por qué iba a hacerlo? —preguntó desconcertada.

—No lo sé. Todo el mundo tiene sus razones.

—¿Por qué iba a implicarse en algo así?

—No lo sé, pero espero averiguarlo.

—¿Sabes si sigue vivo?

—Eso tampoco lo sé.

—Nina, ¿quieres que investiguemos lo que pasó o prefieres dejarlo? —preguntó Imaan, que había estado callada todo ese tiempo.

El móvil de la mujer volvió a sonar. Esta puso cara de circunstancias y lanzó una mirada de disculpa a su amiga, que asintió para que contestara.

—Lo siento —dijo antes de levantarse.

—Quiero saberlo. —Nina miró a Ahmed—. Quiero saber por qué nos abandonó a mi madre y a mí —añadió con voz ahogada escondiendo la cara entre las manos—. Mi madre murió en una cuneta porque no tenía dinero para que aquel haraami conductor nos llevara a un hospital. Murió porque estábamos buscando a mi padre. Murió creyendo que había fallecido y quiero saber si era verdad.

Notó que se le agolpaban las lágrimas; no quería echarse a llorar delante de un extraño, pero el tema de la desaparición de su padre había actuado como un catalizador que había removido las emociones y sentimientos de los últimos años, en especial el de la soledad, que había reprimido y silenciado.

—No pretendía incomodarte —se disculpó.

—Siento haber perdido el control. Me he llevado una gran sorpresa —se excusó mientras se secaba los ojos con un pañuelo.

—Tengo que irme, pero me gustaría verte luego. ¿Te apetece una copa? Estoy en el Albergo Hotel, cerca de aquí.

Nina dudó. Se sentía vulnerable y no estaba segura de siera buena idea. Por supuesto, no pasaría de ahí. Después de todo los dos estaban casados, y él la estaba ayudando a encontrar a su padre. Aun así, no le sonó como si un amigo la invitara a tomar algo. Había algo entre ellos, estaba segura, una chispa que había saltado antes de que llegara Imaan: temía que si volvía a verlo se convertiría en una intensa llama.

—Si no te importa, te llamo luego —propuso Nina.

—De acuerdo. ¿Te doy mi número o se lo preguntas a Imaan?

—Toma, apúntalo aquí —pidió buscando en el bolso y sacando una agenda Moleskine.

—Ha sido un placer conocerte, Nina Ossairan Chadarevian Abboud. Maa salama.

Nina sintió que la invadía la tristeza. «¿Qué me pasa?», se preguntó antes de esconder la cara entre las manos. Cuando levantó los ojos Imaan seguía al teléfono.

—¿Un aperitivo? —le ofreció Claudia, que estaba frente a ella con una botella de prosecco y dos copas—. Sea lo que sea, no hay nada que no puedan solucionar unas cuantas burbujas —aseguró sentándose y sirviendo el frío, dorado y burbujeante líquido.

—¿Qué me pasa, Claudia? Creo que me estoy volviendo loca.

—No te pasa nada, eres una mujer, tienes necesidades y él es todo un bombón. En mi opinión, le has gustado mucho.

—Pero, Claudia, estoy casada, y él también.

—¿Y?

—¿Qué quieres decir?

—Que a veces necesitamos un poco de amor y emoción en nuestras vidas —explicó guiñándole un ojo.

—¡Claudia! No voy a ser una esposa infiel —replicó en un susurro poniéndose colorada.

—¿Qué ha pasado con Ahmed? —preguntó Imaan al volver a la mesa.

—Ha dicho que tenía una reunión —explicó Nina.

—Eso es lo que yo llamo un hombre —intervino Claudia. Imaan la miró y se echó a reír.

—Sí, es muy atractivo, pero lo que más atrae de él es que es muy agradable... y muy bueno en su trabajo. Si alguien puede descubrir lo que pasó con tu padre, es él —aseguró volviéndose hacia Nina.

Nina estaba acurrucada en un cómodo sillón del estudio mirando la página en la que Ahmed había escrito su número. No había dejado de pensar en él. Lo marcó, pero no fue capaz de pulsar el botón de llamada. Intentó enviarle un mensaje de texto, pero lo borró. Tiró el móvil al sofá. «¿Por qué? ¿Por qué tengo tanto miedo de tomar una copa con ese hombre? —se preguntó por enésima vez—. Solo he comido con él y se supone que Imaan iba a estar presente», se dijo para justificarse. Se preguntó qué habría pasado si su amiga hubiera estado con ellos todo el tiempo. ¿Seguiría sintiendo lo mismo? No supo contestar. «En cualquier caso, no ha sucedido nada —se aseguró. Pero sí que había pasado, sentía que había engañado a su marido—. No puedo hacerlo, es una equivocación. Soy una mujer casada y prometí amar y respetar a Charley. Tengo que dejar de comportarme como una adolescente. ¡Dios mío! ¿Por qué me habrá mirado así?»

Sonó el móvil y supo que era Ahmed.

—¿Vas a aceptar esa copa? —preguntó cuando Nina contestó al teléfono.

—¿Dónde estás?

—Esperándote en el bar del Albergo, en la calle Gouraud de Gemmayzeh.

—¿No puede ir más deprisa? —preguntó consultando su Cartier de diamantes. No quería llegar tarde. El taxista se encogió de hombros y señaló con un dedo hacia los coches que tenía delante.

—¿No ve el tráfico que hay? ¿Qué se cree que es esto, un helicóptero?

La miró por el espejo retrovisor. ¿Quién sería esa mujer? ¿Y qué hacía alguien como ella en un taxi camino de Gemmayzeh? Parecía demasiado rica, demasiado elegante. Seguramente aquel reloj costaba más que lo que había ganado él en tres años.

—¿No puede ir por otra calle? Aunque el trayecto sea más largo. —El taxista se encogió de hombros y se rascó la cabeza. Le daba igual. Hacía su trabajo. Si quería ir más rápido que hubiera cogido su coche o que la hubiera llevado su chófer—. Mire, si llegamos dentro de diez minutos, le daré otras cincuenta mil libras.

El taxista frenó en seco antes de dar media vuelta. Volvió por la calle en la que habían estado quince minutos, dio un giro cerrado en un callejón, torció a la izquierda en otro y zigzagueó por calles que en su mayoría eran de sentido único o peatonales.

Todo lo que hizo era ilegal, pero diez minutos más tarde bajó a toda velocidad una calle, que Nina no estaba segura de que lo fuera, ni siquiera que fuera un camino, y aterrizaron directamente enfrente de la Escalier de l’Art. El hotel estaba doscientos escalones más abajo.

—¿Puede bajar a la Rue Gouraud? —preguntó riéndose.

—Tardaré otros cinco minutos.

—No pasa nada.

—Dijo que solo tenía diez minutos y no quería perder esa propina.

—Le daré otras veinte mil más si me lleva allí.

—¡Haraam, señora! Dios la guarde, porque está loca.

Arrancó de nuevo y giró por una estrecha calle paralela a las escaleras que Nina no sabía que existía. «Esta mujer está majara», pensó el taxista mientras conducía con centímetros de separación a cada lado del vehículo y rozaba las encaladas paredes de dos casas a menos de tres metros de distancia entre ellas. No solo iba a cobrar el trayecto, sino a ganar otras setenta mil libras. Algo que para aquella mujer no sería mucho, pero que para él significaba poder pagar el alquiler. El taxi salió a la Rue Gouraud y casi chocó con un coche que circulaba en el otro sentido. Ambos frenaron y evitaron la colisión, por poco. Nina se echó a reír cuando se empotró en el asiento trasero. Era como una persecución al estilo James Bond en los callejones de Beirut, excepto que no viajaba en un Aston Martin.

—¿Qué demonios está haciendo? —gritó el otro conductor amenazando con el puño.

—¿Yo? ¿Y qué narices haces tú bajando la Rue Gouraud a cien por hora?

—¿Yo? ¿A cien por hora? ¿Has visto de dónde has salido? Eso es un camino de cabras —gritó bajando del coche, listo para darse de bofetadas o, al menos, tener una disputa a gritos y salivazos cara a cara.

—Vale, muy bien, listo. Como puedes ver, el camino existe.

Nina sacó un billete de cien mil libras y se lo entregó al taxista, que lo miró dos veces. Jamás había visto uno. Estaba atónito. Había cumplido su promesa, le había dado una bajshish de setenta mil libras y quince mil libras de más por la carrera. Se quedó extasiado, ajeno al conductor que le insultaba y le soltaba improperios, pegado a la ventanilla del taxi.

Se volvió para darle las gracias, pero Nina había desaparecido aprovechando la confusión. Pasó al asiento del pasajero y bajó la ventanilla.

—¡Eh! ¡Eh! ¿Dónde crees que vas? —preguntó el iracundo conductor cogiéndole por el cuello.

—¡Suéltame! —gritó apartándole las manos—. ¡Madame! ¡Madame! Shukran! Yislamo! Merci! —Nina se dio la vuelta—. ¡Madame! Merci!-gritó besando el billete y sonriendo con su bronceada cara asomada por la ventanilla—. ¡Dios la bendiga, madame! ¡Dios la proteja y la haga feliz! Maa salama-se despidió con la mano en el corazón.

Barak Allah Fik-dijo Nina levantando la mano.

—Y que la bendiga a usted un millón de veces, madame.

Ella sonrió. La sinceridad de aquel hombre había sido tan auténtica y su gratitud tan franca que le había contagiado su alegría y le había dibujado una amplia y hermosa sonrisa. Estaba contenta de haberle alegrado tanto la vida que se olvidó del hotel y siguió caminando, disfrutando de la libertad que sentía de repente. Se dio la vuelta y soltó una risita. El taxi estaba cruzado en la Rue Gouraud y bloqueaba el tráfico. Por supuesto los dos conductores se gritaban y se echaban la culpa, agitaban los puños y juraban a gritos. Finalmente, el resto de los conductores atascados se unió a la trifulca.

—¡No deberías conducir un taxi! ¡No estás cualificado ni para montar un camello! —gritó uno.

—¿Un camello? ¿Yo montando un camello? Debes de estar hablando de tu familia, cerdo.

—¿Cómo te atreves? Mi familia no iba en camello, sino a caballo.

—¡Y una mierda! ¿A caballo? Seguramente tu padre iba en burro y le ponía una zanahoria delante para que fuera más rápido.

—No se te ocurra insultar a mi padre.

—¿A tu padre? El que me da pena es el burro.

Nina se echó a reír. Sacó el móvil para ver qué hora era. Las cinco y media, llegaba tarde. Aceleró el paso y corrió hacia el hotel.

Al llegar, el corazón se le desbocó; jamás había estado allí y no sabía dónde se encontraba el bar. Esperó encontrarlo sin problemas, porque no le apetecía preguntar en recepción. Estaba bastante paranoica y no quería que la viera alguien y llamara a Charley. Por suerte, nada más pasar las puertas giratorias, divisó el bar. Entró en una sala oscura, cavernosa y llena de humo, y miró a su alrededor hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra. Dio una vuelta, pero no encontró a Ahmed. Volvió a la puerta y por un momento pensó que quizás había cambiado de opinión.

—Madame, ¿le importaría seguirme? —preguntó una voz masculina.

Nina se volvió y vio a un hombre que le hacía señas, y cuyos penetrantes ojos y espesa barba le conferían un aspecto un tanto siniestro.

—¿Quién es usted?

—Mustapha Kassab, jefe de personal del señor Salaam.

—¿Dónde está?

—Por aquí, por favor, madame.

Se dirigieron hacia la parte trasera, donde había unos reservados en forma de tiendas beduinas, cuya tela semitransparente parecida a la gasa flotaba con la corriente que producía el aire acondicionado. Cuando las cortinas estaban cerradas era imposible distinguir quién había dentro, por eso había pasado por delante sin verlo.

Mustapha abrió las cortinas, la invitó a entrar y después las cerró y se quedó fuera montando guardia. Ahmed estaba recostado cómodamente sobre una pila de opulentos cojines; en una mesa baja, había un vaso de whisky.

—Me alegro de que hayas venido —agradeció con voz suave—. Estás muy guapa.

Nina sonrió y se percató de que no dejaba de mirarla. Se felicitó por haberse puesto pantalones, sentarse con un mínimo de elegancia con falda o vestido habría sido muy complicado.

—¿Qué quieres tomar?

—Una copa de champán.

Antes de haber pronunciado las palabras, Ahmed chascó los dedos y segundos más tarde Mustapha tosía discretamente antes de abrir las cortinas para dejar un cubo con hielo en la mesita.

—¿La abro, señor?

Ahmed asintió casi imperceptiblemente.

Consciente de que no le quitaba la vista de encima bajó los ojos a las manos, que había apoyado en su regazo, mientras Mustapha descorchaba la botella. Se sentía cohibida. «¿Qué le digo?», se preguntó.

Mustapha sirvió el burbujeante líquido en una copa alta y la dejó a la distancia adecuada antes de volver a su puesto.

Cuando la cogió, esperando que no notara que le temblaba la mano, una furtiva sonrisa se dibujó en los labios de Ahmed. Tomó un buen trago, cerró los ojos, saboreó su vigorizante gelidez y sintió que se deslizaba por sus músculos y los distendía. La corta distancia que los separaba estaba cargada de una electricidad casi palpable, que atraía hacia él incluso el vello prácticamente invisible de su cuerpo.

—¿Es de tu agrado?

Nina lo miró y asintió. Sus ojos tiraban de ella. Se levantó para sentarse sobre los tobillos, rozó de un modo accidental sus rodillas y notó que le quemaba la piel.

—¿Qué hace exactamente Mustapha? —consiguió decir por fin, después de tomar otro trago para calmar los nervios.

—Casi de todo. Siempre viajo con él. Está en contacto con mi secretaria para consultar mi agenda, conduce, es mi guardaespaldas...

—¿Hace mucho que lo conoces?

—Lo suficiente —contestó, e hizo una pausa—. Pero no creo que hayas venido para hablar de él, ¿verdad?

Meneó la cabeza. Se acabó la copa y la dejó en la mesa. Nunca supo exactamente qué pasó después, pero Ahmed le puso una mano en la cintura y la atrajo hacia él, le cubrió la boca con la suya y la exploró con su lengua. Le puso la otra mano en la nuca y tiró del pelo para bajarle la cabeza mientras le besaba la mejilla y el largo cuello, y sus dedos le desabrochaban la blusa y tiraban del sujetador de encaje. Se puso de pie, la levantó y sus bocas volvieron a unirse mientras Nina respondía a sus besos con el mismo ardor y la misma pasión. Le pasó los dedos por el pelo entrecano y se apretó a él cuando le besó el cuello y la acarició con dulzura y firmeza a la vez.

Cuando se separaron para respirar, Nina jadeaba de deseo. Lo miró a los ojos y descubrió en ellos el mismo deseo que había sentido cuando apretaba su musculoso y esbelto cuerpo contra ella.

—Nina, si nos quedamos aquí, me arrestarán —susurró con voz ronca, y ella se echó a reír en su pecho—. ¿Quieres...?

—Sí, vamos a tu suite ahora mismo —pidió con voz entrecortada.

—¿Estás segura? ¿Es lo que quieres?

—Sí.

—Y aceptas las consecuencias y repercusiones de estar conmigo. Estoy casado, ya sabes, y tengo hijos.

—Sí, yo también estoy casada.

—Pero no es lo mismo, Nina. Tú no tienes hijos.

—Lo sé.

—¿Estás segura?

—Parece que intentaras disuadirme —dijo pasándole la mano por la espalda.

—No, pero no quiero que te crees falsas expectativas o que tengas remordimientos. No quiero hacerte daño.

—No me lo harás —aseguró acariciándole la cara y buscando su boca para sellar el comienzo de aquella aventura.

Nada en la aventura entre Nina y Ahmed fue sosegado: no eran viejos amigos que se conocieran, hubieran compartido buenos y malos momentos, o que hubieran reído juntos... Fue como una erupción volcánica, inevitable, ardiente y sexual, con una atracción mutua visceral e intuitiva en la que ambos querían, necesitaban y bebían del otro como si hubieran estado vagando por un árido desierto toda su vida. A ratos no necesitaban palabras, pues sus ojos lo decían todo y sus cuerpos necesitaban tocarse, reacios a separarse.

El sexo con Ahmed le abrió los ojos y se dio cuenta de lo sobria y tediosa que había sido su vida sexual con Charley. Jamás había sido excitante; en los últimos años se había ido reduciendo hasta una absoluta ausencia. Pero con Ahmed cada vez era diferente, estimulante, apasionante. Se sentía lo bastante cómoda como para llevar la iniciativa, lo tumbaba en la cama, se sentaba sobre él y le hacía cosas que le obligaban a suplicar que parara, algo que jamás habría hecho con Charley ni se habría atrevido a sugerir. Ahmed hacía que se sintiera liberada. Con él se sentía mujer. No conseguían apartar las manos el uno del otro.

«Eres mi media naranja», decía Ahmed sobre ella. «Nací para ti», gemía Nina como respuesta.

Y cuando se veía obligada a irse tras horas de tener un orgasmo tras otro, muchas veces era incapaz. Volvía a arrojarse en sus brazos para estar un poco más, aunque fueran cinco minutos de sentir sus labios en los suyos, su lengua en su boca, sus manos quitándole la blusa, a veces rasgando los botones, impelidos por la urgencia, por la necesidad de Ahmed de estar dentro de ella y la de Nina de sentir su excitación en lo más profundo de su ser mientras murmuraban palabras apasionadas que culminaban en la cálida descarga que sobreviene a la satisfacción del deseo sexual.

Llegar a casa después de pasar la tarde con Ahmed era una tortura. No soportaba estar sin él. El dolor de estar alejados era como si la hubieran cortado en dos, y en ocasiones sucumbía al llanto. Vivía por los ratos que pasaba en Gemmayzeh y se moría por su tacto, su olor, sus atenciones y su amor.

En los momentos de lucidez se preguntaba si Charley sehabía dado cuenta de lo que pasaba, si había notado que resplandecía, que había perdido peso y estaba más guapa. Pero no, seguía demasiado absorto en su trabajo. Imaan y Claudia fueron las únicas que se percataron, pero no se entrometieron ni la importunaron. A lo único que se atrevió Claudia alguna vez fue tatarear la canción de Dean Martin That’s amore.

Estaba sorprendida de lo rápida y fácilmente que se había sumido en la aventura con Ahmed y se preguntó si su madre habría engañado alguna vez a su padre. Pero estaba convencida de que jamás lo había hecho. Sarkis lo era todo para Jumana; por la forma en que recordaba a su madre hablando de él, sabía que la satisfacía plenamente: se adoraban y respetaban.

Cuando se casó con Charley quiso lo mismo que habían tenido sus padres: una relación de amor y entrega mutua entre dos personas cuyas vidas giran alrededor de ellos. Pero había puesto el listón muy alto. Charley no era capaz de satisfacer sus expectativas. No cabía duda de que la amaba, pero era incapaz de darle el tipo de amor que esperaba de él. Aun así, jamás había pasado por su mente la idea de engañarlo hasta que Ahmed entró en su vida.

Aquella aventura le provocaba una lucha interior. Su mente intentaba justificar un comportamiento que su corazón aceptaba sin problemas. «¿Qué hago? ¿Dejo a Charley por Ahmed? —se preguntaba. Su corazón respondía que sí, aunque un pedacito de él la contenía—. Pero Ahmed es mi media naranja, mi alma gemela —argumentaba consigo misma—. Dices que lo quieres ahora, que dejarías a Charley por él, pero ¿qué pasará cuando desaparezca la novedad? ¿Qué sucederá cuando la monótona rutina del día a día eclipse la relación? ¿Lo querrás tanto?» Su corazón le decía que sí. Su cabeza, fríamente, le contestaba que no.

Nina abandonó la suite de Ahmed a las seis y media, hora en que la llamó Imaan.

—¿Dónde estás, habibti?

—Intentando coger un taxi —contestó nerviosa, paranoica, temiendo que supiera algo.

—¿A esta hora? Estás loca.

—No, aún conservo la fe.

—Bueno, espero que tengas mucha. Pareces muy contenta... ¿Estás libre el viernes?

—Sí, ¿por qué?

—Tengo que hablar contigo.

—Suena muy serio.

—Lo es.

—¿Qué puede ser tan serio? Deberías estar contentísima, excelencia. Eres la nueva embajadora en el Reino Unido.

—No es por eso. Quería contártelo el otro día en Claudia’s, pero el teléfono no dejó de sonar y Ahmed estaba delante.

—¡Oh, no! —exclamó cayendo en la cuenta de a qué se refería—. Es por Joseph, ¿verdad? —Imaan guardó silencio—. ¿Dónde nos vemos?

—En la Rue Gouraud. Hay un salón de belleza que se llama Cleopatra, en el número cinco o así.

—Sí, lo conozco.