Capítulo seis
Mouna maniobró frenéticamente la Vespa entre el tráfico beirutí. No solía abrir los lunes, pero no le quedaba otra alternativa. No faltaba mucho tiempo para que tuviera que renovar la licencia y pagar el impuesto municipal. Dudaba de que aquel dinero se invertiera en arreglar los baches o los edificios bombardeados del barrio, y temía que iría a parar a los bolsillos de los miembros del Ayuntamiento que habían votado para que se impusiera. Cuando subía hacia la mezquita Mohammad Al-Amin, se acordó de que no había avisado a Amal. Se detuvo en un semáforo en rojo y pensó en sacar el móvil, pero la luz verde se encendió rápidamente. «La próxima vez lo pondré más a mano», pensó.
«Tampoco es que vaya a llamarme nadie», reflexionó tristemente. Hacía dos semanas que no sabía nada de Amín y había perdido toda esperanza de volver a verle. El día que creyó verlo en el Mercedes con Dina Nasr, aunque después se convenció de que era madame Amín Chaiban, le envió un mensaje de texto, pero no le había contestado. Continuó sorteando las profundas grietas del asfalto, los baches y los grandes cráteres producidos por las bombas y misiles. Miró el reloj. ¡Mierda! Otra vez tarde. Hiciese lo que hiciese nunca conseguía llegar a su hora. Algo en el bolsillo interior del bolso le hacía cosquillas en un costado, pero no podía averiguar qué era sin provocar un accidente. «¡Soy un desastre! ¿Por qué no me organizo mejor? ¿Por qué no hago las cosas como Dios manda? Las mujeres de mi edad están casadas, algunas incluso tienen tiempo para trabajar..., y yo no soy capaz ni de ordenar el bolso», se reprendió.
A dos manzanas del Cleopatra, un policía motorizado se acercó y le indicó que se detuviera. Mouna puso cara de circunstancias. ¿Qué más podía pasar para arruinarle la mañana? Paró la Vespa, pero no se bajó, sino que puso un pie en tierra para mantener el equilibrio.
—Marhaba —saludó. Mouna hizo un gesto con la cabeza—. ¿Me permite su carné de conducir y los papeles de la moto?
Mouna apretó los dientes, se quitó el bolso-mochila del hombro y empezó a buscar en su interior. «Lo que me faltaba, una maldita multa que no podré pagar. Quién sabe por qué será», pensó. Mientras buscaba la libreta en la que guardaba todo lo que le parecía importante se dio cuenta de que el móvil parpadeaba. ¿Qué? ¿Quién la había llamado o enviado un mensaje? Eso era lo que le hacía cosquillas cerca de la mezquita, el maldito teléfono. Lo sacó y se colocó las gafas de sol en la cabeza para ver qué ponía, pero el reflejo del sol era demasiado intenso. Volvió a ponerse las gafas y miró más de cerca el Nokia poniendo la otra pierna en el suelo para apoyarse mejor.
—Madame —le llamó la atención el policía.
Mouna no lo oyó y continuó apretando botones. Aquel móvil se lo había dado su casera, a la que se lo habían regalado. Al parecer era uno de los últimos y mejores modelos, pero era ruso y no había forma de cambiar el lenguaje a inglés o francés. Lo había llevado a varias tiendas, pero en ninguna habían podido hacer nada. Así que, aparte de apretar el botón verde para responder, los que correspondían a «llamadas perdidas», «buzón de voz» o «mensajes de texto» seguían siendo una incógnita.
—Madame! —repitió el policía.
—Esto..., sí, sí..., un momento. Estoy esperando una llamada muy importante.
—Quizá prefiera esperarla en comisaría —comentó con sarcasmo.
Mouna lo miró y se subió las gafas para verlo mejor. Le resultó familiar, pero todos tenían el mismo aspecto: gordos, con grandes barrigas, bigote y horrendas gafas Ray-Ban de piloto. Se metió el teléfono en el bolsillo y sacó la libreta, que sujetaba con una goma elástica para que no se desparramara el contenido. Pasó rápidamente las páginas llenas de bocetos hasta llegar a las que había etiquetado como si fuera un archivador. Al final llegó a la que ponía: «Vespa». Estaba vacía. Haraam! ¿Dónde había puesto los documentos? Debía de haberlos metido en otro apartado. Iba a tener que buscar en todas las páginas, con aquel calor y el policía que no dejaba de mirarla, mientras pasaban los minutos y el móvil seguía sonando y vibrando en su bolso. Dios sabía cuántas llamadas de potenciales clientes podía estar recibiendo en el salón, a solo unos cientos de metros.
—Mire, los tengo en este cuaderno, se lo aseguro. Lo que pasa es que no están en donde suelo ponerlos.
El policía la miró con escepticismo, cruzó sus gruesos brazos en el pecho, recompuso su postura y la miró por debajo de las gafas de espejo. En su distorsionado reflejo, la alargada cara y cuerpo de Mouna se habían convertido en caderas anchas y muslos voluminosos.
—Por favor, trabajo ahí mismo y llego tarde —suplicó indicando hacia el final de la calle. El policía se encogió de hombros con indiferencia y se limitó a apoyar su considerable peso en la otra pierna—. ¿Le importa venir a la tienda y se los enseño allí? —El policía no se movió—. Se está más fresquito, tengo aire acondicionado.
Un todoterreno negro se detuvo detrás del policía y una de sus ventanillas se bajó.
—¿Qué pasa? —preguntó una voz masculina.
—¡Señor! —exclamó el policía tras volverse y hacer un saludo militar al ocupante.
—¿Por qué está bloqueando el paso, oficial?
—He solicitado la documentación de esta señora, teniente —contestó el policía en posición de firmes.
—¿Qué ha hecho? —preguntó al tiempo que la larga fila de coches parados detrás del todoterreno empezaba a hacer sonar las bocinas.
Algunos conductores asomaron la cabeza por las ventanillas y empezaron a insultar al conductor del Ford y a amenazarle con los puños.
—No llevaba casco, señor.
El hombre del todoterreno lo sabía bien porque había sido el cabello de la motorista lo que le había llamado la atención.
—¿Le ha entregado los papeles?
Los pitidos e insultos se intensificaron al ver que ni el coche ni el policía se movían.
—¡Aparta, cerdo! ¡Estoy perdiendo dinero! —gritó un taxista.
—¿Crees que puedes hacer lo que quieras porque tengas un coche norteamericano? —espetó otro conductor.
—No me extraña que el país esté hecho un desastre. Nadie sabe qué hacer —gritó un tercero.
—¡Vamos! ¡Date prisa! ¡Mete a la mujer en la cárcel o déjala en paz!
Mouna soltó una risita, aquella situación era ridícula. Cada vez que alguien gritaba, el conductor del Ford sacaba el brazo por la ventanilla para intentar calmarlo. Pero los bocinazos y gritos se avivaron tanto que los vecinos empezaron a asomarse a las ventanas o a los balcones para disfrutar del circo que se había montado en la calle. Mouna se echó a reír al ver a Claudine con su viejo y gastado vestido de algodón, y casi se cae de la moto cuando Ghida y Nisrine se asomaron una detrás de otra por su vieja y descascarillada ventana. Cuando las saludó con la mano se llevaron las suyas a la boca, horrorizadas, y se retiraron para especular por qué la habrían parado. No solo había un policía de tráfico, sino un gran todoterreno norteamericano. Estaba segura de que más tarde le explicarían con todo lujo de detalles por qué creían que la habían parado, antes de preguntarle a ella.
—¿Qué está haciendo? —gritó Claudine con voz malhumorada—. ¿Por qué está acosando a mi inquilina? ¡Si la detiene, no conseguiré que nadie me alquile ese maldito local!
—Si nos dejan circular, yo se lo alquilaré —bromeó el taxista.
De repente el policía se dio la vuelta.
—Por esta vez voy a dejarla ir solo con una amonestación. Asegúrese de ponerse el casco y guarde los papeles en el lugar adecuado —la reprendió con voz ronca antes de dirigirse a la motocicleta. Se tomó su tiempo para ajustarse la cinta del casco, con lo que enfureció aún más a los conductores atascados.
—¡Venga, gordo cabrón! ¡Date prisa! No tenemos todo el día para sentarnos y no hacer nada más que comer, beber y hostigar a ciudadanos honrados como tú —gritó alguien.
—¡Cállese, o le detendré por insolencia e insubordinación! —le espetó.
—¡Lo que faltaba! —se oyó la voz de Claudine en las alturas—. Los policías os creéis muy poderosos. Este país se hunde porque los idiotas como tú hacéis lo que os da la gana. ¿Cómo vamos a esperar que nos protejáis y controléis a los malditos palestinos si ni siquiera conseguís regular el tráfico?
El policía accionó con fuerza el pedal de arranque y el motor rugió. Hizo un saludo militar al hombre del todoterreno y desapareció por la Rue Gouraud en dirección a Achrafieh.
Mouna miró hacia el vehículo, pero el reflejo del sol le impidió ver al conductor. Se bajó las gafas de sol, pero solo divisó una mano que saludaba antes de que la ventana tintada se subiera y las ruedas del coche chirriaran levantando polvo a su paso. «¡Vaya! Es el mejor golpe de suerte que he tenido desde hace semanas; si no, habría tenido que conseguir otras 20.000 libras», pensó mientras caminaba junto a la Vespa el corto trecho que le quedaba hasta el salón.
A pesar de lo que había imaginado, el teléfono no estaba sonando cuando abrió los tres candados y se oyó el timbre de bicicleta. Miró el reloj. Haraam! Eran más de las doce. Había perdido todas las llamadas de la mañana, pero, después de todo, era lunes. Nadie esperaba que el salón estuviera abierto. Suspiró aliviada, se dejó caer en la silla del mostrador y dejó la bolsa encima del taburete sobre el que solía poner los pies. De repente se acordó del móvil, se levantó y lo sacó. ¿Por qué no estaría en un idioma que entendiera?
Tenía cuatro mensajes: uno de Alfa, la compañía de telefonía móvil, que le pedía que llamara a un número para ofrecerle sus nuevos servicios, y tres llamadas perdidas de un número privado. «¿Habrá sido Amín? A lo mejor era un número equivocado», se dijo, y con renovada determinación lo dejó en el mostrador y cogió el libro de contabilidad y la agenda.
La calle estaba tranquila; era la hora de comer, así que cuando oyó que la puerta se abría se sobresaltó. No esperaba a nadie, y mucho menos a Claudine con un pañuelo morado en la cabeza.
—Tante, kifek —saludó poniéndose el lápiz en la oreja. Claudine soltó un gruñido y avanzó despacio hasta el mostrador. Mouna se levantó rápidamente y la besó tres veces—. ¿Qué pasa, tante? Shu ajbarik?
—¿Está abierto?
Mouna asintió.
—¿Por qué? ¿No cierran las peluquerías los lunes?
—Estoy intentando conseguir nuevos clientes, necesito el dinero —explicó encogiéndose de hombros.
—¿En este vertedero?
Mouna suspiró.
—¿Qué puedo hacer por usted, tante? Amal no está...
—¿Puedes arreglar esto? —la interrumpió al tiempo que se quitaba el pañuelo.
Se quedó de piedra y tuvo que llevarse la mano a la boca para contener una risita. Tenía el pelo de color naranja. Dio una vuelta alrededor de la anciana. No era amarillo ni rubio, sino del color de una naranja.
—¿Cómo se lo ha hecho, tante?
—No hagas preguntas impertinentes y dime si lo puedes arreglar —le espetó de malas maneras.
—Pero, tante, he de saber cómo lo ha hecho, o quizá lo estropee más.
—Me puse henna —confesó.
—¡Oh, no! No me diga que ha utilizado ese nuevo producto que anuncian. Es pura química, no tiene nada natural.
—Sí, lo hice —admitió enfadada—. El anuncio decía que el pelo quedaba más voluminoso.
—¡Es un anuncio! Venga, siéntese y deje que le eche un vistazo.
Claudine se sentó a regañadientes. Mientras Mouna estudiaba el pelo, ahuecándolo y sintiendo la textura, se miró en el espejo. Parecía más vieja. Tenía muchas arrugas, pero los profundos surcos entre sus cejas hacían que pareciera permanentemente enfadada, aunque no lo estuviera. Era consciente de que no le caía bien a la gente, de que era brusca, de que se quejaba por todo y de que su comportamiento resultaba desagradable. También sabía que los hijos de los vecinos la apodaban «la bruja», que cacareaban cuando imitaban su voz para que pareciera más auténtica. No siempre había sido así. Recordó cuando era joven y guapa, los tiempos en que se vestía con elegancia, se pintaba los labios, se rociaba colonia francesa y se iba a bailar. Había sido una joven muy popular, llena de vida, jovialidad, risas y optimismo.
Nadie sabía lo que había tenido que soportar; el dolor, la humillación y la pena que le causaba el rechazo con el que había tenido que vivir los últimos años. Pero todo aquello llegaba a su fin.
—¿Puedes arreglarlo?
—Lo único que podemos hacer, madame Claudine, es decolorarlo —le aconsejó.
—Pero ¿cómo quedará?
—Casi blanco.
—Sí, pero cómo me quedará a mí —insistió malhumorada.
—Bueno, a lo mejor le parece un poco extraño por el color de su piel, tante.
—Haraam, niña. ¿De qué me sirves si no puedes arreglarlo? Se supone que eres peluquera —la atacó con crueldad.
—Tante —contestó Mouna, que empezaba a perder la paciencia—. Lo siento, pero no creo que ni en Alexandre puedan hacer algo. La única solución es decolorarlo y al cabo de un tiempo teñirlo con su castaño habitual. Pero durante unas semanas se parecerá a Marilyn Monroe —explicó sonriendo.
—¿Unas semanas? ¿Unas semanas? ¿Qué quieres decir con eso? —masculló.
—Quiero decir unas semanas, tante. No sé exactamente cuántas. Tendré que verlo de vez en cuando para saber si se ha reparado el daño —respondió con amabilidad. Claudine se quedó callada, con la boca crispada en una mueca enfurruñada—. No será para tanto. Haré todo lo que pueda.
—¿Todo lo que puedas? —se quejó—. Sabes bien que solo vengo porque me resulta muy cómodo y es gratis, no porque crea que eres buena —dijo con inquina mientras Mouna iba a buscar una capa de plástico y mezclaba el decolorante—. Y la idiota que tienes por acompañante... En mi vida he visto nadie más irreverente.
«Alá me ayude», pidió Mouna. Se apoyó en el borde del lavabo, inspiró con fuerza y contó hasta diez lentamente antes de volver con Claudine, que seguía refunfuñando por todo lo que no le gustaba en aquel salón.
Aplicó el decolorante en el escaso pelo de Claudine y lo envolvió en plástico.
—Quince minutos, tante-le indicó antes de dejar unas revistas antiguas a su lado.
—Hace un calor espantoso —se quejó Claudine.
—El aire acondicionado está encendido, tante.
—¿Has pagado el recibo de la luz?
—Sí, y tengo que pagar alguna factura más, así que si me disculpa. ¿Quiere un poco de agua, tante?
—No —contestó secamente.
Veinte minutos después levantó la vista. Claudine se había quedado dormida con la cabeza sobre el pecho y la boca abierta, de la que le colgaba un hilillo de baba. Se levantó y fue a inspeccionar el decolorante. Todavía faltaban unos minutos. Cuando regresó se fijó en que al otro lado de la calle había un todoterreno negro. «Qué raro. ¿Será el mismo de esta mañana?», se preguntó.
Al girar la silla para que Claudine se viera en el espejo creyó distinguir su misma expresión airada y malhumorada, ligeramente suavizada. Aunque una fracción de segundo después volvió a asumir su hosca personalidad.
—Está guapísima, tante-la elogió inclinándose para que su cara se reflejara al lado de la de Claudine. Le había cortado el pelo, puesto rulos y cardado para que pareciera más voluminoso—. Parece Madonna en 1986. —A Claudine no le gustó el comentario. «Quizá no sabe quién es», pensó mientras se devanaba los sesos para buscar un nombre que le resultara familiar—. O Jessica Tandy. Sí, tante Claudine se parece a Jessica Tandy.
—Vale, vale. Quienquiera que sea me parece horrible —comentó levantándose con dificultad.
Mouna se extrañó, pues tenía mejor aspecto que con el color marrón pardo que solía llevar. De hecho quería convencerla para que conservara ese rubio decolorado.
—¿Por qué no cambias estas sillas por unas de esas modernas que suben y bajan?
«¿Por qué no podrá ser un poco agradecida? ¿Es mucho pedir?»
—Tante, ya sabe que no me las puedo permitir, de momento. Bastantes problemas tengo para llegar a fin de mes; además, debo mantener una casa.
—Jamás conseguirás más clientes si no arreglas el local.
—Lo sé, tante-aceptó haciendo un gesto hacia el salón, con la esperanza de que se fuera. No sabía cuánto más podría aguantar—. Pero también he de renovar la licencia y pagar el nuevo impuesto municipal.
—Yo no pienso pagarlo, que vengan a buscarme si quieren —aseguró desafiante.
—Bueno, tante, puede hacer lo que quiera, pero yo he de conseguir ese dinero.
—No sé por qué tienes que renovar la licencia.
—Porque ahora la manzana es residencial. Si quiero que el salón siga abierto, tendré que renovarla, o la policía cerrará el local.
A Claudine le remordió la conciencia, pues había sido ella la que había llamado a la policía noche tras noche porque aquel gamberro de la sala de fiestas armaba un jaleo demencial hasta la madrugada. Había solicitado al alcalde que la manzana fuera residencial sin pensar en las consecuencias que tendría para el Cleopatra o el resto de las tiendas, muchas de las cuales se habían visto obligadas a cerrar. No quería causarles problemas, sobre todo porque conocía a la mayoría de los comerciantes; lo único que deseaba era librarse de aquel local nocturno. Pero lo hecho, hecho estaba.
—Bueno, tante Claudine. Disfrute de su nuevo pelo. Le queda muy bien. La veré mañana —se despidió abriendo la puerta. Sabía que volvería. A pesar de sus quejas, venía todos los días, sin falta.
—Sí, tengo que irme. Yo también tengo facturas que pagar —se excusó cogiendo el pañuelo morado, sin dar las gracias o decir adiós.
«Así es, tanteClaudine», pensó al cerrar.
El todoterreno seguía aparcado al otro lado de la calle. «A lo mejor el conductor vive allí», concluyó mientras ponía el cuenco del decolorante, los cepillos, los rulos, las horquillas y los trozos de papel de plata en una bandeja.
Cuando Claudine se dirigió hacia su casa se tropezó con un grupo de jóvenes en la acera.
—¡Mira, ahí va la bruja! —gritó uno de ellos.
—¿Qué se ha hecho en el pelo? —preguntó otro.
—¡Dios mío! ¡Parece un abuelo! —soltó un tercero.
—¡La bruja es un abuelo, la bruja es un abuelo! —cantaron a coro los tres.
Claudine intentó pasar por delante sin inmutarse, pero el dolor en los pies se lo impidió, así que los arrastró con toda la dignidad que pudo al tiempo que les enseñaba el puño y les gruñía. «No tienen ningún respeto. La gente joven de hoy en día no respeta a los mayores», pensó. Abrió la puerta de su pequeño apartamento. Seguía igual que en los últimos cincuenta años. Nada había cambiado. Todo estaba en el mismo sitio.
No tenía nada que hacer aparte de escuchar la radio o ver la televisión. Se había alegrado al ver que Mouna ponía el cartel de «Abierto». Odiaba los domingos y los lunes, cuando el Cleopatra estaba cerrado. Ir allí era el momento que más disfrutaba en todo el día. Le encantaba. Le proporcionaba un aliciente, algo que esperar. No le apetecía volver a casa; de buena gana se habría quedado con Mouna, aunque esta tuviera cosas que hacer. No quería enfrentarse al vacío, la soledad, los recuerdos, los demonios y las tragedias que la atormentaban, pero se había visto obligada a guardar las apariencias y fingir que también tenía que ocuparse de su vida.
De repente, se sintió extraordinariamente vulnerable, sola, su dura apariencia externa minada por el desastre que se había hecho en el pelo y las crueles burlas de aquellos chavales. Se sentó en un viejo sillón de orejas con cuidado de no apoyar la cabeza para no estropear el peinado. Se miró en el espejo que había en la repisa de la chimenea. Quizá Mouna tenía razón. Le quedaba bien y era del mismo color que la piel de la cabeza, así que disimulaba que le quedaba poco.
El anticuado teléfono negro que había en la mesita sonó y se sobresaltó. Ni se acordaba de la última vez que la habían llamado. Alguna vez alguien se equivocaba de número o telefoneaba algún bromista. ¿Quién podía ser?
—Sí —contestó tras descolgarlo con recelo.
—¿Madame Haddad? —preguntó una voz.
—Es mademoiselle Haddad —la corrigió.
—Lo siento mucho, ¿mademoiselle Haddad?
—Al habla.
—Soy Carol Hachem, de la consulta del doctor Nouri. ¿Cuándo le viene bien acudir a la primera sesión de quimioterapia?
Colgó el teléfono y, por primera vez en muchos años, se echó a llorar.
Al otro lado de la calle, Mouna estudiaba las dos hojas de papel amarillo que tenía delante. En la de la izquierda había escrito «Casa» y en la de la derecha «Salón». En la primera había apuntado meticulosamente los gastos del mes y los había sumado varias veces, aunque siempre obtenía un resultado distinto. «¡Venga, Mouna, controla!», se reprendió. Las matemáticas no habían sido nunca su fuerte, pero aquello era una simple suma en una calculadora con números tan grandes que incluso alguien medio cegato podría verlos. En cualquier caso, las cifras no eran lo suyo. Decidió que necesitaba un café y tomar el aire. Miró el reloj, ya eran las cuatro y media. El día había pasado volando. Inspiró con fuerza, contenta de estar fuera, aunque solo fueran unos minutos. El local estaba vacío. Pidió un café árabe sin mucho azúcar y mientras esperaba observó los deliciosos pasteles del mostrador. Se preguntó por qué Ghida y Nisrine no abrían un pequeño café-pastelería. Les iría de maravilla. Se inclinó para mirar las bandejas de baklawa que goteaban miel; la mezcla de pistachos y nueces parecía esponjosa y suculenta, pero se apartó para no sucumbir a la tentación de comprar uno. Había desayunado knefe; la forma en que lo preparaba su madre no era ni baja en calorías ni adecuada para quien quisiera cuidar su figura.
Estaba tan absorta que no reparó en el hombre que había a su espalda; al erguirse le golpeó con la cabeza en la nariz. El hombre soltó un grito, se llevó las manos a la cara y, sin dejar de dar vueltas, intentó sacar un pañuelo del bolsillo.
—¡Dios mío! ¡Oh, Alá! —exclamó Mouna acercándose al hombre que parecía un derviche danzante en medio del café.
Los camareros sonreían. La conocían bien. Les gustaba a todos y flirteaban con ella cada vez que iba. Habían apostado a quién de ellos elegiría, pero hasta el momento ninguno había ganado. No sabían quién era aquel hombre, excepto que estaba claro que buscaba un pretexto para hablar con ella. Mientras preparaban el café habían apostado sobre la forma en que la abordaría. Ninguno había imaginado que Mouna le golpearía en la nariz, así que cuando recibió el impacto todos se echaron a reír.
—Lo siento muchísimo. No me había fijado en que estaba detrás —se disculpó intentando ayudarle.
El hombre meneó la cabeza sin soltarse la nariz ni aceptar su ayuda, hasta que se le pasó el dolor y apartó el pañuelo.
—Lo siento, de verdad —dijo con las manos juntas, presa de un gran nerviosismo. El hombre la miró, asintió para aceptar sus disculpas y estudió el pañuelo por si había sangre—. ¿Está bien? —preguntó preocupada.
—Creo que sí —contestó él, intentando sonreír.
—¿Qué tal la nariz?
—Bien, tampoco la necesito perfecta —bromeó.
Los camareros prorrumpieron en carcajadas.
—¿Cree que está rota? —inquirió sin dejar de retorcer las manos.
—No, no lo creo. Me la he roto en otras ocasiones y sé lo que se siente. Solo está magullada.
—¡Vaya! ¿Quiere que le pongamos hielo? Si está magullada... ¡Hielo, por favor! ¡Y un trapo limpio! —gritó corriendo hacia la barra. El camarero más joven la miró sin poder moverse, era el que más encandilado estaba con ella—. ¿Qué miras? ¡Te he pedido hielo!
El joven volvió con un cubo lleno. Mouna se quitó la chaqueta, la colocó en una de las mesas y lo vació en ella.
—¡Siéntese! —le ordenó al hombre con la nariz contusionada, que parecía tan aturdido como los camareros y el personal de la cocina, que se habían asomado por la puerta que daba al café.
—No se preocupe. Estoy bien.
—No, no lo está. ¡Siéntese! —volvió a ordenarle dándole un pequeño empujón que lo cogió desprevenido y que le hizo caer hacia atrás sobre la silla. Los camareros volvieron a reír. Mouna le levantó la barbilla—. Así no sangrará. Esto evitará que se le hinche —añadió mientras le aplicaba con fuerza la chaqueta llena de hielo—. ¿De qué os reís? ¡Podía haberle roto la nariz! —les espetó a los camareros—. ¿Dónde está mi café? —preguntó enfadada, incapaz de ver la parte divertida de la situación.
—Aquí tiene, madame —dijo uno de ellos ofreciéndole un vaso de papel.
—Y un baklawa, madame, obsequio del chef —añadió otro entregándole una cajita marrón.
Levantó la vista y vio que el chef sonreía. Asintió para agradecer el regalo y él le guiñó el ojo. Exasperada y violenta, se dio la vuelta y salió de allí dejando al hombre tirado en una silla, con la cabeza hacia arriba y la chaqueta llena de hielo en la nariz.
«¡Haraam, la chaqueta!», se acordó. Podía volver, lo que implicaría tener que enfrentarse a los camareros que tanto se reían de su torpeza o dejarla y comprarse otra más adelante. ¡Vaya!, le gustaba esa chaqueta. Era vieja, pero le quedaba bien. «Bueno, es igual. Alá me proporcionará otra», se convenció en el momento en el que entraba en el salón, resuelta a acabar las cuentas.
A la mañana siguiente, como siempre, Amal llegó puntualmente, a las once, con aquellas gafas negras que le tapaban gran parte de su pequeña y delicada cara, los auriculares en las orejas y meneando la cabeza de un lado a otro, disfrutando de la música que escuchaba. Llevaba sus desgastados y holgados vaqueros, una camisa sin mangas a cuadros azul marino y beis, zapatillas Converse y el pelo recogido bajo una gorra de béisbol de los New York Yankees. Se sentó en la cesta en la que solía hacerlo y buscó un paquete de Marlboro en el bolsillo de la chaqueta, del que sacó un cigarrillo con los dientes, con un gesto muy masculino. Antes de que pudiera encenderlo tenía un mechero delante. Sin dudarlo, bajó la cabeza y aspiró con fuerza.
—¿Qué quieres? —preguntó con indiferencia, sin quitarse los auriculares ni mirar al dueño del encendedor—. ¿Qué quieres? —repitió.
—Bonjour —saludó una voz masculina.
—Mira, si no sabes lo que quieres o intentas ligar conmigo, olvídalo y pírate.
—Solo he dicho bonjour...
Pero antes de que tuviera tiempo de acabar la frase, Amal se abalanzó sobre él, lo cogió por el cuello de la camisa y le acercó la cara.
—Te he dicho que te pires, colega.
—Vale, vale. Tranquila —dijo él arreglándose la camisa.
—¡Que te largues ya...! —le espetó volviéndose a sentar mientras masticaba chicle y fumaba a la vez.
—Solo quería darle esto a Mouna —explicó enseñándole una bolsa de plástico.
—Dásela tú mismo. ¿Quién te has creído que soy? ¿Su puta secretaria? ¡Joder, qué gente!
—¿Cuándo entra a trabajar? —preguntó con educación.
—Cuando entre —respondió encogiéndose de hombros.
—No puedo esperar mucho rato.
—Ese es tu problema. —Amal se sorbió la nariz y se la limpió con el dorso de la mano.
—¿Puedes decirle que he venido?
—Díselo tú —replicó indicando con la cabeza la moto que estaba a dos manzanas.
—¿Cómo sabes que es ella?
Se encogió de hombros antes de subir el volumen y encenderse otro cigarrillo sin dejar de mirar la calle y mover la cabeza al ritmo de la música.
El hombre hizo visera con la mano para ver si era verdad.
Unos minutos más tarde, Mouna se bajó de la Vespa, se quitó el casco y abrió los candados de la persiana antes de hacerle un gesto a Amal. No se había fijado en el hombre, que se había alejado para no alarmarla. Al apartarse para que entrara Amal, vio el todoterreno. «¿Qué demonios pasa?», pensó, pero tenía la mente demasiado ocupada en las cuentas que había estado haciendo el día anterior. Se había pasado toda la noche dando vueltas en la cama pensando en cómo podría ahorrar y no había dado con la solución. Vivía con lo justo.
Entró detrás de su ayudante y giró el cartel para que pusiera «Abierto». Cerró la puerta y dejó el bolso en el mostrador antes de dejarse caer en la silla. Iba a ser otro día muy caluroso.
—¡Amal! ¿Puedes encender el aire acondicionado, por favor? —gritó.
Esperó unos minutos, pero, como de costumbre, Amal no contestó y tuvo que levantarse como pudo de la silla en forma de huevo. «¡Dios! No hay forma de salir de esta cosa», maldijo en voz baja. Una vez de pie vio su reflejo en los alargados y desportillados espejos que había a cada lado de la puerta y se horrorizó al comprobar que llevaba el vestido pegado al culo y la parte trasera de los muslos. Se volvió para bajarlo y se movió de un lado a otro, pero no se despegó. Era un bonito vestido de verano con tirantes muy finos, estampado en flores fucsias y moradas, pero de poliéster, y como era un poco transparente se había puesto una enagua, también de poliéster, que aumentaba la electricidad estática. Intentó bajarlo de nuevo volviéndose hacia el otro lado sin dejar de mover el culo hacia la puerta. Finalmente miró a su alrededor para ver si Amal estaba cerca y, al no verla, se bajó la enagua, dejó que le cayera a los tobillos y buscó en el bolso un bote de Nivea para aplicársela en los muslos y librarse de la carga estática.
El timbre de la puerta sonó y el hombre al que creía haber roto la nariz el día anterior entró con una bolsa y se quedó estupefacto. Mouna se horrorizó. Dejó que le cayera el vestido, salió de la enagua con tanta elegancia como pudo y le dio una patada esperando que fuera a parar debajo del mostrador y no en su cabeza. Después se alisó el vestido, se recogió un mechón de cabello que le había caído en la cara y fue hacia el hombre con todo el aplomo que pudo.
—¿Qué tal su nariz? —preguntó, aún violenta.
—Un poco magullada, pero no es nada serio.
—En ese caso, ¿en qué puedo ayudarle?
—Esto...
—Como se habrá dado cuenta es una peluquería de señoras —intentó decir con altanería y las manos en las caderas, aunque tuvo que levantar la vista porque era mucho más alto—. Así que si lo que busca es un afeitado o que le corten el pelo, puedo indicarle un peluquero en Centre Ville.
El hombre la miró fijamente y sus labios dibujaron una sonrisa. Mouna era muy guapa, le encantó la pasión que vio en sus ojos cuando fingía estar enfadada. Ella intentó mantenerle la mirada, pero el franco y verdadero agradecimiento que vio en sus ojos relajó su cara y, de repente, sin querer, soltó una risita. El hombre sonrió abiertamente y dejó ver sus bonitos dientes blancos.
—Lo siento, no quería ser maleducada.
—No pasa nada. Tengo una buena coraza.
Mouna se apoyó en el mostrador y lo miró. No estaba nada mal. Tenía el pelo castaño claro, su bronceada piel daba la impresión de que pasaba muchas horas al sol y sus ojos eran verdes y traviesos. Iba bien afeitado, algo inusual en un libanés, pero desprendía timidez, algo que le gustó mucho. Llevaba pantalones caqui y camisa blanca, con las omnipresentes gafas de piloto en el bolsillo. En la mano derecha lucía un gran reloj negro que le hizo presumir que era zurdo.
Los dos siguieron mirándose sin saber qué decir.
—¿No tenías que darle un paquete? —les sorprendió la voz de Amal.
Mouna miró a su alrededor; la había oído, pero no la vio.
—Amal es mi ayudante.
El hombre asintió.
—¡Dale el paquete ya! —le urgió la incorpórea voz de Amal.
—¡Ah!, sí. —Sacó la bolsa que había puesto a su espalda y se la entregó—. He venido para darte esto.
A Mouna le brillaron los ojos, le encantaban los regalos. El hombre no pudo apartar la vista de ella cuando la abrió con una gran sonrisa en la boca. Su alegría y entusiasmo irradiaban todo el salón. Incluso Amal, escoba en mano, se asomó por detrás de un sillón para ver qué había dentro. Sacó una chaqueta de color azul, casi exacta a la que había utilizado para el hielo, excepto que era de una mezcla de seda y algodón más suave, y de Zinnias, una conocida boutique de la Rue Verdun. Se quedó sin habla, la puso contra su cuerpo y empezó a dar vueltas.
—Muchas gracias. No era necesario, es muy amable por su parte —agradeció mirando al hombre.
—De nada. No he podido hacer nada por la que me diste ayer.
—Era muy vieja.
Amal sonrió y empezó a barrer. La dura escoba arañó el suelo mientras recogía lo que había quedado del corte de pelo de Claudine.
—Me llamo Samir Abboud.
—Mouna Al-Husseini.
En el fondo del salón Amal tarareó La vie en rose.
El teléfono rosa del mostrador sonó al poco de irse Samir.
—Bonjour, salón de belleza Cleopatra —contestó Mouna, todavía sonriente por su nueva chaqueta.
—Hola, soy Lailah Hayek.
—Ah, hola, madame Hayek.
—¿Eres Mouna?
—Sí.
—Me gustaría pedir cita para el jueves. ¿Es posible?
Abrió la agenda por el jueves. Por supuesto, estaba vacía.
—¿A qué hora le viene bien, madame?
—¿A mediodía?
—Estupendo, madame Hayek. ¿Lavar y marcar como la última vez?
—Sí, por favor. Ah, ¿puedes atender también a Nadine Safi a la misma hora?
«¡Otra vez! —pensó rascándose la cabeza con el lápiz—. No hay nadie más en todo el día y tienen que venir a la misma hora.»
—Madame Hayek —empezó a decir, pero se contuvo—. Por supuesto, no hay ningún problema.
—Estupendo, gracias.
Colgó y se echó a reír. Quizá su suerte empezaba a cambiar: dos nuevas clientas que repetían, una chaqueta de Zinnias, y ¿quizás un hombre?
—¡Amal! —gritó mientras se dirigía hacia el fondo del salón bailando y agitando las manos en el aire. Amal dejó de barrer, se apoyó en la escoba y la miró por encima de las gafas de sol de imitación de Prada—. Tenemos dos clientas nuevas que repiten, Lailah Hayek y Nadine Safi. Quieren venir a la misma hora. La semana pasada no se conocían y ahora vienen juntas.
—¡Increíble! —comentó con mordacidad—. ¡Se han hecho amigas! —añadió antes de seguir barriendo.
Volvió a la recepción bailando Badi Doob, una de sus canciones preferidas de la radio. Consultó el reloj. Ghida y Nisrine llegarían en cualquier momento y Claudine acudiría por la tarde. El teléfono volvió a sonar justo cuando las dos mujeres entraban por la puerta, puntualmente, discutiendo por algo.
—Bonjour, salón Cleopatra.
—Has puesto demasiada miel, estaban demasiado dulces —recriminó Ghida en voz alta.
—No es verdad —replicó Nisrine.
—Señoras, por favor... —intervino Mouna, para indicarles que estaba hablando por teléfono.
—Frunciste los labios al probar el sirope de los awamat.
—Estaban en su punto.
—Mesdames —siseó Mouna.
—¿Y por qué se me arrugaron los labios igual que a ti? Venga, reconócelo. Cometiste un error, no pasa nada —insistió Ghida.
—Un momento, madame —pidió Mouna colocándose el auricular en el estómago.
—No he cometido ningún error —se empecinó Nisrine—. ¿Sabes qué? Que los pruebe Mouna y decida ella.
—Señoras, por favor. No oigo nada —protestó.
—¡Ah! —exclamó Ghida, y se llevó rápidamente un dedo a los labios—. Chis.
—No he cometido ningún error —repitió entre dientes Nisrine.
—Sí que lo has hecho —susurró Ghida.
Mouna puso los ojos en blanco, se dio la vuelta y tiró del cable tanto como pudo.
—Lo siento, había un gran alboroto en la calle —se excusó.
—Suele pasar. ¿Puedo hablar con Mouna, por favor?
—Al habla.
—Hola, soy Imaan Sayah. Estuve en tu salón para recoger unos nammura. Soy de Sidón.
—Sí, madame Sayah —la saludó sorprendida de que la llamara.
—Quería saber si podrías darme hora.
No daba crédito a sus oídos.
—Por supuesto, madame. ¿Cuándo quiere venir?
—¿El viernes? ¿A eso de las cuatro o estás muy ocupada?
—En absoluto —la tranquilizó mientas apuntaba su nombre.
—Gracias. Y si ves a tus vecinas diles que su nammura fue todo un éxito.
—Lo haré madame Sayah. La espero el viernes —se despidió alegremente. Colgó, se volvió y levantó los brazos—. ¡Amal! ¡Amal! —gritó mientras corría hacia el fondo, donde la chica estaba doblando las toallas que había cogido del tendedero que había improvisado entre una cañería y un árbol seco del patio trasero—. ¡Amal! ¡Madame Sayah viene el viernes! ¡No me lo puedo creer! ¡Es la mujer que vino a recoger los nammura!
—A lo mejor es el primer día del resto de tu vida —se limitó a decir prosaicamente haciendo la uve de la victoria antes de volver a sus quehaceres.
—Señoras —anunció tras volver bailando—, madame Sayah me ha pedido que les diga que los nammura fueron un éxito en su fiesta o celebración, o lo que fuera.
Ghida y Nisrine, que seguían increpándose la una a la otra, dejaron de discutir.
—¿Qué? —preguntó Nisrine.
—He dicho que...
—¿No la has oído, vieja sorda? —le recriminó Ghida—. A madame Sayah le gustaron los nammura.
De repente las dos sonrieron, se estrecharon la mano y se echaron a reír.
—¡Hurra! Al-hamdellah! ¡Dios es grande!
Mouna se alegró al verlas tan animadas.
—¿Va a encargar más? —preguntó Ghida, que ya había olvidado por completo los pasteles demasiado dulces.
—No ha dicho nada.
—¿Tendremos más trabajo? —intervino Nisrine.
—¿Qué más ha dicho? —quiso saber Ghida.
—Nada, solo que les dijera que los nammura habían sido un éxito.
—¿Va a volver? —preguntó Ghida.
—Sí, el viernes.
—Nisrine, deberíamos preparar una selección de pasteles para que los pruebe —sugirió Ghida, entusiasmada.
—Señoras, lo siento, pero esto es un salón de belleza, no una pastelería. Las clientas vienen para relajarse y a que les arregle el pelo, no para que las obliguen a comer pasteles.
—Pero, Mouna... —empezó a decir Ghida.
—Lo siento, Ghida. —La chica se mantuvo firme.
—¿A qué hora viene? —preguntó Nisrine aparentando desinterés.
—Dijo que llamaría para decírnoslo en cuanto pudiera —intervino Amal, que de repente había aparecido de la nada junto a Mouna y sujetaba la escoba con firmeza.
Ghida y Nisrine transigieron, pero estaban decididas a averiguar cuándo iría Imaan. Mientras les hacía la manicura y las peinaba, además de contarle los cotilleos, idas y venidas de todo el mundo, intentaron sonsacarla, pero Mouna se negó a decir nada. Antes de irse, Nisrine la distrajo, mientras Ghida revolvía las páginas de la agenda, abierta sobre el mostrador. Pero el viernes estaba vacío. No había nada escrito ni borrado. Las dos mujeres se fueron frustradas, aunque sin dejar de discutir qué prepararían para Imaan, seguras de que se enterarían de a qué hora acudiría al salón.
Cuando cerró, ya de noche, Mouna se dio cuenta de que Claudine no había ido. Había estado tan inmersa en las novedades del día que no se había fijado en que su casera no había aparecido a las dos y media, su hora habitual. «Qué raro —pensó mientras se subía a la Vespa—. Espero que no le haya pasado nada. Quizá debería ir a verla. —Miró el reloj: eran casi las siete, tenía que comprar berenjenas antes de que cerrara el verdulero y no le apetecía ir a la grasienta tienda del seboso señor Abdallah—. Seguro que viene mañana —se dijo antes de poner la moto en marcha, colocarse el casco y cerrar la correa—. Si no viene, iré a ver qué tal está.» De camino a casa volvió a pensar en el dinero que necesitaba para pagar el impuesto municipal y la licencia. No le quedaba mucho tiempo y no sabía qué hacer o dónde conseguirlo.
Entró en el polvoriento patio del edificio, echó la llave a la Vespa, la cubrió con un grueso trozo de lona que le había dado un vecino y cogió la bolsa de plástico con las tres berenjenas que le había pedido su madre. Subió las escaleras, cansada, y se fijó en que algunos escalones se estaban desmoronando y en que no había luz. Hacía meses que habían robado la bombilla que había colocado en un portalámparas que alguien había conectado a un cable que vaya a usted a saber a quién pertenecía. Al poco de mudarse allí cambiaba las bombillas cada vez que faltaba una, pero dejó de hacerlo la semana en que empezaron a desaparecer todos los días. Buscó las llaves y abrió la puerta. En la radio atronaba una canción de Fairuz. Atravesó la cocina y encontró a su tía viendo la televisión, sin volumen.
—Jala! —gritó dejando el pesado bolso en una silla para hacer ruido, pues no quería asustarla apareciendo de repente.
—¡Hija mía! —la saludó arrugando la cara con una amplia sonrisa cuando Mouna le dio un beso en la cabeza y le apretó los hombros.
—¿Dónde está immi? —preguntó mientras sacaba las berenjenas de la bolsa.
—Hace rato que se ha ido a ver a una vecina. Ha dicho que volvería al cabo de una hora, pero creo que ya ha pasado más tiempo.
—¿Quieres preparar el batinllan mientras tanto?
—Claro.
—Estupendo, me gusta más como lo haces tú.
—Eres muy buena, siempre consigues que sonría.
—Enseguida vuelvo. Voy a lavarme la cara y a refrescarme.
—Muy bien. Ah, y ponte una camisa de manga larga. A tu madre no le gustan esos vestidos.
Mouna volvió y la besó.
—Gracias, jala —dijo sonriendo—. ¿Por qué estabas viendo la televisión sin sonido?
—¿Sin sonido? —preguntó sorprendida.
—Tenías la radio encendida, pero el televisor sin voz.
—¡Ah! Por eso no tenía sentido la película. No entendía por qué ponían una canción de Fairuz en medio de una persecución de coches —explicó con una gran sonrisa.
Mouna se echó a reír.
—Eso es porque has subido el volumen de la radio, no el del televisor —le aclaró ajustando el del pequeño aparato—. ¿A que ahora está mucho mejor?
—Sí. Gracias, hija.
De repente la imagen empezó a moverse y torcerse, y Mouna movió la antena.
—¿Qué estabas viendo?
—Una película del actor ese con ojos azules que me gusta tanto.
—¡Ah!, Pierce Brosnan. ¿Estabas viendo una película de James Bond?
—Sí, eso es.
—Tienes razón, no creo que tenga sentido poner una canción de Fairuz en una película de James Bond.
—Estoy completamente de acuerdo —afirmó con tanta seriedad que Mouna se echó a reír y la abrazó.
Fue a su habitación sonriendo. Se quitó el vestido y las sandalias, pero, antes de ponerse unos pantalones cómodos y una camiseta holgada, sacó su vestido azul y blanco, y se probó la chaqueta nueva delante del espejo para ver qué tal le quedaba. Le encantó. Pasó la mano por una manga, tenía un tacto suave y lujoso. Jamás había tenido nada de Zinnias, y, cuando recordó la cara de Samir, sonrió tímidamente y sintió un hormigueo en la punta de los dedos. Al acordarse de cómo daba vueltas en el café sujetándose la nariz con el pañuelo, se echó a reír. Se preguntó cuándo volviera a verlo. Al irse no había dicho nada, no le había pedido el número ni le había dado el suyo, aunque ella jamás sería la primera en llamar. Al caer en la cuenta de que quizá no volvería a verlo se le borró la sonrisa. Quizá creía que era demasiado mayor, pero ¿cómo iba a saber su edad? A lo mejor no le había parecido lo suficientemente guapa o había pensado que no tenía suficiente clase. ¡Dios mío! ¿Y si está casado? La incertidumbre consiguió que su alegría se convirtiera en abatimiento y, una vez convencida de que Samir desaparecería como todos los demás, volvió a la cocina para hacerle compañía a su tía.
Hanan puso las berenjenas cortadas en un colador y esparció una buena capa de sal gruesa para quitarles el amargor. Mientras tanto había picado cebolla y tomate, y estaba a punto de pelar unos ajos cuando apareció Mouna.
—¿Vas a rellenar las berenjenas, jala?
—Si quieres..., pero pensaba hacerlas solo con cebolla, tomate y perejil.
—¿No hay nada de carne para el relleno? —preguntó abriendo el frigorífico.
—No lo sé, niña —contestó sin dejar de pelar ajos.
—No hay —aseguró antes de dejarse caer en una de las pequeñas y duras sillas, y apoyar la cabeza en la mesa.
—No te preocupes, van a ser unas berenjenas muy especiales. Mira a ver si encuentras piñones y un poco de baharat.
—Eres estupenda —aseguró sonriendo antes de ir a buscarlos.
—Y de paso trae arroz y vermicelli.
—¡Mi plato favorito! —exclamó entusiasmada.
—Me acuerdo muy bien de cómo te gustan. Puede que me falle la vista y el oído, pero conservo la memoria.
—Gracias, jala —dijo abrazándola y apoyando la cabeza en su hombro—. Hoy necesito una comida reconfortante.
—Y la tendrás. Ahora, venga, vamos a ponernos en marcha antes de que llegue tu madre y empiece a gritar —la animó guiñándole un ojo—. Tienes que ayudarme, no puedo moverme mucho.
—¿Qué necesitas? —preguntó poniéndose firmes y llevándose la mano a la sien para saludar.
—Pon a calentar una cazuela con agua.
Mouna se apresuró a cumplir la orden.
—¿Y ahora?
—Ahora ayúdame a ir a la cocina y seguiré desde allí.
—¿Eso es todo?
—Eso es todo.
Se quedaron en silencio mientras la película de James Bond se oía de fondo. Mouna se sentó, puso los codos en la mesa y apoyó la cabeza en las manos.
— —empezó a decir—, se está mucho mejor...
—Sé lo que vas a decir —aseguró Hanan sentándose en su silla junto a la cocina y dando vueltas a los vermicelli con mantequilla.
—Pero, jala. Estamos mucho más tranquilas cuando immi no está aquí. No hay tensión, no hay que ir de puntillas ni grita nadie. Mira, es la misma casa. No es que nos hayamos mudado a un piso más grande o mejor, pero lo parece.
—Venga, Mouna —replicó Hanan, aunque sabía que tenía razón. Incluso cuando Fátima se iba a comprar o a ver a una vecina se estaba mejor.
—¿Qué le pasa, jala? ¿Por qué es así? ¿Por qué está tan amargada, enfadada y es tan intolerante?
—Mouna... —suspiró, y añadió arroz a los vermicelli y puso más mantequilla.
—¿Y por qué tiene que pagarlo con nosotras? Se comporta como si hubiéramos hecho algo mal y nos castigara gritándonos.
—Tu madre es una mujer difícil... —la defendió con diplomacia.
—¡Difícil! —Mouna explotó—. ¡No es difícil, es imposible! Es tozuda, arrogante y nada razonable, y sus enfados y su carácter empeoran con el tiempo. Y no es que la estafemos. Le entrego todo el dinero que puedo, y aun así sigue enfadada y no lo agradece, como si me pasara el día tumbada sin hacer nada. Me gustaría verla si tuviera que trabajar ella.
—Sé que trabajas mucho —aseveró Hanan incapaz de disculpar el comportamiento de Fátima.
—¿Sabes?, a veces se enfurece tanto y se pone tan agresiva que parece que sea yo la que bombardeó nuestra casa en vez de los israelíes.
Hanan miró con tristeza a su sobrina. Sabía a lo que se refería. No oía bien, pero la voz de su cuñada era tan alta, su boca tan biliosa y estaba tan llena de resentimiento que se le llenaban los ojos de lágrimas al imaginar cómo podía sentirse Mouna.
—Me da miedo hablar con ella. Me asusta contarle lo que me pasa, abrirme a ella, por temor a lo que me lance, si no física, sí verbalmente.
—¿Por qué, hija? ¿Te preocupa algo?
—¡Por supuesto! —gritó—. ¿No estamos siempre preocupados por algo? ¿No tiene problemas todo el mundo? Me gustaría contárselos, explicarle lo que me inquieta, para que, como madre, me ayudara a encontrar una solución. Y, si no, al menos me tranquilizara y me dijera que todo saldrá bien, aunque no fuera verdad. Pero no puedo, porque si le confieso que no tengo para llegar a final de mes se sale de sus casillas y me dice que soy una pésima peluquera y que cómo voy a ganarme la vida así. Y entonces, por supuesto, empieza a meterse con la forma en que visto y el maquillaje, y a amenazarme con que nadie se casará conmigo porque soy muy vieja. Después se echa a llorar argumentando que si tuviera un hijo no estaría en esta situación ni la dejaría vivir así...
Hanan suspiró.
—Siempre es igual —continuó, enfadada—. Pero se me está acabando la paciencia. Ya he tenido suficiente. He hecho todo lo que he podido desde que vinimos a Beirut y no me he casado porque he estado tan malditamente ocupada para intentar pagar el alquiler y las facturas que no he tenido ocasión de conocer a nadie. Además, ¿qué narices iba a hacer si me casara? —vociferó—. ¿De verdad cree que mi marido la ayudaría cuando se acabara la dote o que le permitiría vivir con nosotros?
Hanan asintió.
—¿Por qué es tan desagradecida y tan hipócrita?
—¿Hipócrita? —se extrañó Hanan.
—Sí, jala, hipócrita. Dice que no trabaja porque las mujeres musulmanas nunca salen de casa, pero le parece muy bien que yo vaya a trabajar para pagar el alquiler. Y —pegó un puñetazo en la mesa-cree que soy una puta por vestir como visto, solo porque es lo que le dicen las mujercillas de mente estrecha que pretenden ser sus amigas, y ella se lo cree. ¿Por qué no me defiende? ¿Por qué no les dice que nadie querría que le peinara una mujer que se cubre la cabeza con un pañuelo? Además, no tiene ni idea de lo que hacen en cuanto salen de casa esas dulces niñas que viven en este edificio y llevan hiyab. Se quitan los pañuelos y la abaya, y son las peores busconas. Y ella y todas las vecinas que piensan que sus hijas son vírgenes y buenas chicas... Pues bien, jala, deja que te diga que ni una sola lo es.
—¿Crees que no lo sé? —preguntó Hanan en voz baja—. Sé mucho más de lo que cree la gente. Sé que no son vírgenes, las veo escaparse por la noche.
—Puede que vista de esa manera, pero no creo que sea indecente —bufó—. Al menos no llevo minifaldas ni tangas ni camisetas sin sujetador; llevo vestidos decentes y puede que enseñe los brazos y las pantorrillas, pero no me abro de piernas al primero que me sonríe.
—¿Qué es un tanga? —preguntó Hanan con la cara arrugada, entre perpleja y divertida.
Mouna la miró y cayó en la cuenta de lo que acababa de decir. ¿Cómo iba a saber lo que era? Al fin y al cabo, era una mujer musulmana conservadora, una chiita del sur del Líbano sentada junto a la cocina y cubierta por una abaya negra. De repente estalló en carcajadas.
—Oh, jala —dijo con lágrimas en la cara.
—¿Es como una braguita? —preguntó con cara aún burlona.
—Jala! —exclamó Mouna, sorprendida, antes de revolcarse por el suelo riéndose con tanta fuerza que tuvo que sujetarse los costados—. ¡Dios mío! —dijo una vez calmada—. ¿Cómo lo sabes?
—Puede que sea vieja, pero también fui joven —aseguró sonriendo—. Y a diferencia de tu madre, que cree que esas revistas norteamericanas son indecentes, a mí me gustan las fotografías. No puedo leerlas, pero a veces, cuando alguna foto es interesante, entiendo alguna palabra. Deberías esconder esas revistas que tienes, niña... —le aconsejó—. Un día, tu madre estaba limpiando, encontró una Vogue y la tiró a la basura despotricando porque era asquerosa y pornográfica. Cuando se fue, la cogí y la hojeé.
—Así que eso es lo que pasó con esa revista. No entendía dónde había ido a parar.
—No me pareció indecente. Había fotografías de mujeres en ropa interior, creo que lo vi en un anuncio.
—Jala, eres una pasada.
—La cena está casi lista, y tu madre aún no ha llegado.
—¿A quién le importa?
—No seas mezquina, niña, es tu madre —la reprendió con dulzura—. ¿Qué hora es?
—Pasan de las ocho.
—¡Ah! Estará viendo Noor. Creo que hoy emitían dos capítulos, pero en esta televisión no se sintoniza, así que ha ido a casa de la vecina.
—¿La telenovela?
Hanan asintió.
—A mí me gusta.
—A mí también... Es muy picante. Y esa actriz es muy sexy...
—Hace tiempo que no la veo, pero estoy segura de que sigue siendo igual de picante que siempre —comentó riéndose.
—Lo es. El otro día leí en el periódico que el líder del Consejo Superior de Clérigos la ha prohibido a los musulmanes porque contradice los principios del islam y fomenta el pecado.
—¿Y tú qué crees? —preguntó Mouna arqueando las cejas.
—Está loco, todos lo están. A mí me gusta.
—Como a todo el mundo en el Líbano. Jala, tengo hambre. ¿Puedo probar un poco de arroz y berenjenas?
—Yo también tengo hambre. ¿Por qué no comemos y que Fátima se siente a la mesa cuando llegue?
Mouna sacó rápidamente dos platos y se los entregó para que sirviera.
—¿Quieres pan?
—La, la, habibti. Con el arroz tengo bastante.
Mouna cogió una gran cucharada y se la llevó a la boca. Cerró los ojos y paladeó los sabores que le recordaban a cuando era pequeña y corría por Sidón sin responsabilidades, ni horarios, cuando disfrutaba de ser una niña. Era una terrible cocinera e incluso cuando seguía las recetas de Hanan al pie de la letra sabía que no quedarían igual.
—¿Está bueno? —preguntó su tía.
—¿Bueno? Es lo mejor que he comido en mi vida.
—Pareces una niña.
—Me siento como si lo fuera.
—¿Qué tal el salón?
—Si supieras, jala-suspiró dejando la cuchara.
—Pase lo que pase estoy segura de que encontrarás la forma de solucionarlo. Alá proveerá —aseguró llena de confianza.
—En este caso no sé si podrá proveer.
—¿Qué pasa?
—Necesito dinero, algo tan sencillo como eso. Y no es para mí, como piensa immi, sino para renovar la licencia y el nuevo impuesto que han de pagar todos los residentes y negocios de Gemmayzeh. —Hanan asintió—. Me gustaría reformarlo y conseguir nuevas clientas, pero para eso también necesito dinero.
—¿Cuánto te hace falta?
—Unas seiscientas mil libras.
—¡Alá! —exclamó, y rezó rápidamente una oración.
—La licencia cuesta una fortuna porque la manzana va a pasar a ser residencial. Así que el consejo municipal me chupará la sangre si quiero quedarme allí —concluyó desanimada.
—Mira, niña, no quiero que digas ni una palabra, sobre todo a tu madre, pero tengo un brazalete de oro que he estado guardando para regalártelo el día de tu boda o para un caso de emergencia —susurró sonriendo mientras sacaba una pequeña bolsita de su larga y negra abaya—. Y esto es una emergencia.
Mouna la miró con lágrimas en los ojos. No podía creerlo. Jamás habría imaginado que acabaría socorriéndola. Se levantó y, sin decir palabra, la abrazó.
—Venga, venga, Mouna. Era para ti de todas formas, para que hicieras con él lo que quisieras. No le digas nada a tu madre, seguro que se enfada.
—¿No decirme el qué? —se oyó que preguntaba la adusta voz de Fátima mientras observaba los restos de comida y a su hija llorando y abrazando a Hanan. Entró como un torbellino, respirando pesadamente con los ojos entrecerrados y una mueca despiadada en la boca—. ¿Qué es lo que me estáis ocultando? ¿Estás embarazada? ¡Sí, estás embarazada! —respondió su propia pregunta, se abalanzó sobre su hija y la enderezó con brusquedad—. Dime, zorra, ¿a quién te has entregado? ¿Quién es? —gritó sacudiéndola por los hombros antes de darle una bofetada.
—¡Fátima! ¡Para! ¡Para ahora mismo! —le ordenó Hanan.
Pero no podía parar. Era una mujer mayor que creía que la vida la había engañado. No solo la habían obligado a casarse con alguien inferior a quien creía que tenía derecho, sino que también se lo habían arrebatado. Se veía obligada a vivir en ese asqueroso y mugriento apartamento lleno de muebles de segunda mano recuperados de una chatarrería. Se había destrozado las manos y las uñas limpiando, restregando y cocinando, y tenía que cargar con una cuñada sorda y una hija que todo el mundo creía que era una puta. Esa era la prueba. La muy idiota estaba embarazada.
De repente notó que alguien la echaba hacia atrás. Tuvo que soltar a Mouna, que cayó al suelo, y antes de que pudiera darse cuenta de lo que estaba pasando sintió que le daban una bofetada. Cuando recibió la segunda, en la otra mejilla, también se desplomó, aturdida, sujetándose la cara. Levantó la vista y vio a Hanan, con ojos brillantes por la furia y la indignación.
—No vuelvas a atreverte... ¡Me oyes, Fátima! —gruñó con suavidad—. No te atrevas a tocarla.
Fátima consiguió ponerse de rodillas apoyando una mano en el marco de la puerta y estaba a punto de decir algo cuando oyó:
—Y no te atrevas a volver a hablarme hasta que lo hagas con educación y el respeto que merezco.
Fátima se puso de pie con lágrimas de odio en los ojos y se llevó una mano a la mejilla para aplacar la picazón.
—Vamos, niña —dijo Hanan intentando ayudar a Mouna, pero le flaquearon las fuerzas y se desplomó en una silla con el brazo de su sobrina en las manos. Mouna se levantó con una desmayada sonrisa en los labios.
—Yislamo, jala-agradeció entre lágrimas.
—Mouna —la llamó Fátima con recelo.
—Sí, immi-contestó sin volver la cara.
—¿Estás embarazada?
—No, immi-dijo mirándola a los ojos.
Fátima no pudo mantener su mirada y apartó la vista.