Capítulo siete

Nina

Jumana Chadarevian y su hija Nina estaban dormidas cuando un gran alboroto se coló en sus sueños. Era junio de 1975, en el pueblo de Ras Baalbek, en el valle de la Bekaa, a unos noventa kilómetros al noroeste de Beirut. Jumana se despertó con una extraña sensación en la boca del estómago. Miró el reloj, no eran todavía las seis de la mañana. Se puso rápidamente la bata y fue a la puerta. Cuando la abrió se topó con varios hombres de uniforme; el corazón le dio un vuelco. El militar al mando se acercó a ella.

—Estamos buscando a Sarkis Chadarevian.

—¿Por qué? ¿Quiénes son ustedes? —replicó indignada.

—No es asunto suyo. Dígame dónde está.

—No lo sé.

—Está mintiendo.

—No. Además, ¿quién se cree que es para venir a aporrear mi puerta a estas horas de la mañana y acusarme de mentir? —le increpó encolerizada.

—No se haga la enterada conmigo. Dígame dónde está Chadarevian.

—Ya le he dicho que no está aquí y que no sé dónde está.

—¿Cuándo fue la última vez que lo vio?

—Hace unos días.

—¿Es su mujer y no sabe su paradero?

—Lo único que sé es que estaba en Beirut.

—Pues ya no está allí —aseguró el hombre. Jumana se encogió de hombros—. Tenemos que hablar con él. Volveremos dentro de unos días.

—¿Quiénes son ustedes?

—El Ejército para la Liberación de Palestina.

Cerró la puerta y se apoyó en ella con el corazón acelerado. ¿Quiénes eran esos matones? ¿Pertenecían de verdad al Ejército palestino o eran sirios? Quizás eran algunas de esas nuevas milicias palestinas que financiaban y armaban los sirios. ¿Dónde estaba Sarkis? Hacía días que se había ido a Beirut. Tenía que haber vuelto la noche anterior, pero no había aparecido ni había llamado o enviado un mensaje. Corrió al teléfono, pero seguía sin línea. Había estado incomunicada desde el día que su marido se había ido. ¿Qué podía hacer?

En el Líbano reinaba el caos. Hacía seis meses que había estallado una guerra civil y los sirios sembraban el pánico y la confusión a raíz de que Hafez al-Asad, presidente sirio, dijera: «El Líbano es parte de Siria y se devolverá a Siria». Hacía poco se había enterado de que un batallón de las fuerzas especiales sirias había entrado en el Líbano por el valle de la Bekaa y que otro del Ejército para la Liberación de Palestina, bajo mando sirio, se hallaba también en la zona y se habían enfrentado al Ejército libanés. Más tropas sirias y palestinas habían entrado por el norte y atacaban a la policía y a las fuerzas de seguridad.

—¡Nina! ¡Nina! —despierta, llamó a su hija adolescente.

—¿Qué pasa, immi? —se quejó dándose la vuelta.

—¡Nina, despierta! ¡Tenemos que irnos!

Immi, no estamos en Beirut. Tú misma dijiste que aquí no nos pasaría nada —murmuró antes de meterse bajo las sábanas.

—¡Nina! ¡Ya! —ordenó cogiendo una maleta de debajo de la cama.

—¿Qué pasa? —preguntó al notar el apremio en la voz de su madre.

—No lo sé, pero tenemos que irnos.

—¿No vamos a esperar a papá?

—No sé... No puedo ponerme en contacto con él. No creo que funcionen las líneas telefónicas.

—¿Qué hacemos?

—Nos vamos a Beirut.

—¿A Beirut? Pero ¿allí no están en guerra?

—Hay guerra en todas partes, Nina —aclaró mientras metía algunas cosas en la maleta, aliviada porque su hija no había oído a los palestinos—. Yallah! ¡Date prisa! Nos vamos inmediatamente.

—¿Si vamos a Beirut podré ver a mis amigas de Jounieh? —preguntó Nina sentada en el Volkswagen escarabajo con los pies en el asiento y mirándose las puntas del cabello.

—Hoy no, Nina —dijo al detenerse en un semáforo antes de llegar a la autopista de Damasco que las llevaría a la capital. No quería decirle que la ciudad no estaba como hacía dos años, cuando habían vuelto a la casa que había comprado con Sarkis en Baalbek hacía quince años, después de trasladarse de Sidón al valle de la Bekaa.

Sarkis Chadarevian, de padres armenios, había nacido en 1930 en una casita con huerto en la ciudad de Anjar, en el valle de la Bekaa. Su madre, embarazada de seis meses cuando escaparon de las masacres turcas, llegó allí pocas semanas antes de que naciera Sarkis. Los Chadarevian llevaron una vida muy dura. En 1945, con quince años, dejó el colegio y empezó a trabajar en la división acorazada del Ejército francés. Cuando los franceses aceptaron la independencia del Líbano y abandonaron la región, gracias a la presión internacional, entró en el recién creado Ejército libanés, que le envió a la frontera meridional para supervisar la masiva afluencia de refugiados palestinos.

En 1958 estaba destinado en Sidón, cuando casi se produjo una guerra civil entre musulmanes y cristianos. Camille Chamoun, presidente prooccidental del Líbano, pidió ayuda a Estados Unidos, y el presidente Eisenhower envió al Ejército y a varios miles de marines.

Los norteamericanos aseguraron el aeropuerto internacional y el puerto de Beirut. Sarkis y su batallón fueron enviados a Tiro para sofocar cualquier disturbio que pudiera producirse en el campamento de refugiados de Rashidiyeh.

Estaba de patrulla con sus hombres cuando oyó gritos airados.

—Vamos a ver qué pasa —les dijo a sus soldados.

Llegaron a un pequeño salón de té en el que dos grupos de hombres separados por una desvencijada mesa de madera se gritaban e insultaban. La discusión se fue acalorando y podía explotar en cualquier momento.

—¡Dispérsense! —ordenó Sarkis.

—¿Quién coño te crees que eres para inmiscuirte?

—Sí, ¡lárgate! ¡No te queremos aquí! —le espetó otro hombre dándole un empujón en el pecho.

—No hay por qué ponerse violento. Dispérsense —pidió con calma.

—¡Tú no nos das órdenes, cabrón!

—Vale, se acabó. Detenedlos. Unos días en el calabozo os cerrarán la bocaza.

—¿Ah, sí? —replicó uno de ellos con actitud beligerante—. Ya veremos si nos llevas a la cárcel —se burló antes de sacar un arma y disparar contra los soldados libaneses.

Cundió el caos y se produjeron más disparos. La gente empezó a correr en todas las direcciones, las mujeres gritaron y recogieron a los niños que jugaban en la calle y los bebés empezaron a llorar. Los dos grupos de hombres intentaron organizarse a gritos para atacar a los militares.

Sarkis utilizó una mesa como parapeto y ordenó a sus soldados que rodearan al grupo de insurgentes. Una bala le pasó rozando; al tiempo que se resguardaba, disparó para asustarlos.

Ni siquiera había apuntado a Hamdan Ossairan, que estaba en una escalera en la casa de al lado arreglando un agujero en el techo. Este, al oír los tiros, bajó corriendo; cuando buscaba cobijo, la bala de Sarkis le alcanzó en un costado.

—¡Cubridme! —gritó Sarkis al darse cuenta de su error y corrió hacia el hombre que había caído al suelo. Esperaba haberle alcanzado en un brazo, pero la bala había entrado por debajo del tórax en la parte derecha del pecho—. Resiste, hermano —le pidió mientras le apoyaba la cabeza en el regazo y ponía la mano en la herida para detener la sangre.

—Por favor... Me llamo Hamdan Ossairan —jadeó Hamdan.

—No hable. Voy a salvarle. Aguante, esto le va a doler.

—Lo levantó y lo llevó a la clínica de la UNRWA, a unos cientos de metros, mientras esquivaba las balas de la refriega, que se habían intensificado.

Llegó empapado de sangre y sudor. En la clínica reinaba el caos y el personal corría de un lado a otro. Había cuerpos por todas partes: unos gemían, otros lloraban, algunos gritaban y otros estaban callados como muertos, literalmente. Apartó un cadáver y depositó a Hamdan con tanto cuidado como pudo.

—¡Ayuden a este hombre, por favor! —gritó—. ¡Que alguien ayude a este hombre, joder! —Bajó la vista, Hamdan parecía a punto de fallecer—. Aguanta un par de minutos hermano, por favor.

—Escuche... Soy de Sidón —empezó a decir con apenas un hilo de voz—. Mi mujer se llama Jumana... Somos palestinos —consiguió explicar antes de cerrar los ojos.

—¡No! ¡No te mueras! ¡No te vayas!

—Por favor... Ayude a mi esposa, es una buena mujer —pidió con su último suspiro antes de volver la cara sin vida hacia un lado.

Sarkis cerró los ojos, besó el medallón de oro y la cruz que siempre llevaba al cuello, y rezó una oración por el hombre al que había matado. «¡Dios! ¿Por qué mueren siempre los inocentes? ¿Por qué nos matamos unos a otros? ¿Para qué?», pensó.

—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó un médico con la bata llena de sangre.

—Es demasiado tarde.

—Lo siento —se excusó, pero antes de irse miró al cadáver—. ¡Oh, no! ¡Es Hamdan Ossairan!

—¿Lo conoce?

—Sí, su familia vivía en el campamento hasta hace poco. Creo que el año pasado se fueron a Sidón. Buena gente, muy trabajadores, siempre dispuestos a ayudar. Su esposa es una mujer encantadora, es enfermera.

—¿Ossairan ha dicho? Los buscaré en Sidón.

Le dio las gracias y salió para unirse a sus hombres e intentar restablecer el orden en el campamento.

—¡Chadarevian! ¿Dónde ha estado? —le preguntó su superior cuando más tarde apareció en el cuartel—. La situación se ha calmado y necesito que vaya a Beirut como enlace. El Ejército norteamericano permanecerá un tiempo en el país para ayudarnos y necesito a alguien de confianza allí, alguien que hable inglés. Esto..., usted lo habla, ¿verdad?

—Sí, claro. Pero, señor... Pensaba tomarme un día libre. Tengo algo que hacer en Sidón, después iré a Beirut.

—¿Está desobedeciendo mis órdenes, Chadarevian?

—No, señor. Solo necesito un día, unas horas...

—¡No! —se opuso rotundamente—. Partirá ahora mismo. Sus asuntos tendrán que esperar.

Saludó a su superior y fue a buscar al joven soldado que le habían asignado para llevarlo a la capital. Lo esperaba en la entrada del campamento, apoyado en un viejo jeep norteamericano. Al ver que se aproximaba, se puso firmes y saludó.

—Vamos —dijo devolviendo el saludo antes de acomodarse en el asiento del pasajero—. Pararemos en Sidón —indicó con voz decidida y seria.

—Esto..., señor, tengo órdenes de llevarlo al cuartel de Beirut —dijo con voz entrecortada antes de poner en marcha el vehículo.

—¡Conduzca!

—Sí, señor.

—¡A Sidón!

—Pero, señor... Tengo órdenes...

—¡Que le den a las órdenes! ¡A partir de ahora solo obedecerá las mías, soldado! —vociferó. Viajaron en silencio hasta que llegaron a las afueras de la ciudad—. Por cierto, ¿cómo se llama?

—Michel Aoun, señor.

—Encantado de conocerle, soldado Aoun. No le olvidaré.

Al entrar en la ciudad le pidió que revisara el motor, pues le había parecido ver humo bajo el capó.

—Quédese aquí y revise el coche a conciencia. De ser necesario, busque un mecánico.

—¡Sí, señor! —contestó el soldado antes de dejarlo junto a las murallas de la antigua ciudad medieval.

—Recójame a las cuatro —ordenó antes de entrar en el abovedado laberinto del casco viejo y caminar a toda velocidad por sus estrechos callejones y retorcidas calles, y agacharse en los abovedados pasadizos que conectaban los diferentes barrios de la ciudad.

Cuando llegó a la panadería-repostería Al-Kaisar, cuyo dueño conocía a todo el mundo en la ciudad, eran pasadas las dos y Mansour Al-Kaisar estaba a punto de cerrar para irse a comer.

Ahlan, ahlan, hermano —lo saludó, encantado al reconocerlo.

Era imposible no fijarse en él. Medía uno noventa, con lo que era mucho más alto que la media de los libaneses, y pesaba cien kilos. Siempre llevaba corto su abundante y ondulado pelo negro, y lucía la barba y el bigote arreglados y recortados. Tenía la tez blanca y sus ojos marrones parecían negros. Aquel imponente aspecto asustaba a la mayoría de la gente, pero la verdad es que era un gigante sensible y amable que no le haría daño a una mosca. A los veintiocho años seguía soltero, para gran consternación de sus padres.

Kifek? —preguntó Mansour—. He oído decir que los norteamericanos han conseguido detener el golpe contra Chamoun...

—Así es, nos ha sido de gran ayuda para sofocar los levantamientos instigados por los suníes en los campamentos de refugiados.

—¿Ha perdido mucha credibilidad Chamoun? —inquirió Mansour poniendo un trozo de nammura en un plato para Sarkis.

—Eso creo. Se cruzó de brazos cuando Occidente atacó Egipto durante la crisis del canal de Suez, y el escándalo de los sobornos ha dañado mucho su reputación.

—¿Permanecerá en el cargo?

—Lo dudo —respondió antes de meterse en la boca el trozo de pastel—. No será fácil apaciguar a los musulmanes.

—La vida sigue —comentó Mansour encogiéndose de hombros.

—Sí —convino sonriendo antes de tomar un sorbo de café—. ¿Conoces a una familia chiita llamada Ossairan?

—Sí, mucho. Son palestinos, vinieron en 1948, tras perderlo todo en Acre. Los dos hermanos, Hamdan y Amr, llegaron un par de años antes, y después los padres y los otros dos hijos, Hussain y el más joven, Hasan. Estuvieron un tiempo en el campamento de refugiados de Rashidiyeh. Montaron un negocio de construcción dentro del campamento para arreglar y construir casas para los refugiados. Ahorraron y hace un año o así se trasladaron aquí y compraron dos casas en el casco viejo cerca de la calle de los carpinteros —le informó antes de acabarse el café—. ¿Por qué lo preguntas?

—Tengo que verlos.

—¿Por qué?

—Uno de los hermanos, Hamdan, ha muerto hoy.

—¡Alá! —exclamó sacando rápidamente el rosario—. Eso es terrible. ¿Cómo ha sido?

—Estaba arreglando una gotera en un techo cuando se ha desatado una pelea entre un grupo de exaltados en un salón de té. Ha intentado ponerse a cubierto, pero... una de mis balas le ha alcanzado. —Hizo una pausa para recuperar el aliento—. Ha sido un accidente. Si se hubiera agachado... —Mansour suspiró—. He hecho todo lo posible por salvarlo.

—No ha sido culpa tuya, Chadarevian.

—He de darle la noticia a la familia —explicó mirando el reloj—. No tendría que estar aquí. Me han ordenado ir a Beirut; si el comandante se entera, me formará un consejo de guerra.

—Lo entiendo, no diré una palabra —aseguró mientras garabateaba la dirección en un trozo de papel.

Sarkis agradeció el café y el pastel, y dejó un par de monedas en el mostrador.

—No, Chadarevian, hoy no —rechazó el dinero—. Allah ma’aak. Que Dios te proteja.

Sarkis sonrió y salió. Mientras recorría los callejones se preguntó por qué le había afectado tanto la muerte de Hamdan. Había visto caer a cientos de hombres y morir ante sus ojos a hombres a los que había disparado y matado porque le habían atacado. Era la ley de la guerra. Se moría o se vivía, pero siempre se luchaba para sobrevivir. Jamás se había comportado como aquella mañana. ¿Por qué había corrido a ayudar a Hamdan? Quizá porque no había hecho nada malo, no le había atacado ni le había amenazado a él o a su familia.

Llegó a la calle de los carpinteros con el corazón latiéndole a toda velocidad e intentó prepararse para el desgarrador dolor que iba a causar a esa familia, que, a decir de todos, eran personas honradas y decentes. Llamó a una pesada puerta de madera. No hubo respuesta. Miró el reloj, eran las dos y media. ¿Estarían comiendo? ¿Durmiendo? Se dio la vuelta sin saber qué hacer.

—¿Sí? —preguntó una voz femenina a su espalda y le sorprendió que saliera a recibirle una mujer.

Se volvió y a través de una ranura cuadrada vio un par de ojos marrones que lo miraban inquisitivamente. Eran honrados y francos, y esperaban con paciencia a que contestara.

—Siento mucho molestarla —se excusó antes de quitarse la boina y apretarla entre las manos—. Estoy buscando a la familia Ossairan.

—Sí —repitió la mujer dándole a entender que estaba en el lugar adecuado—. ¿Algún problema? ¿Ha pasado algo? —preguntó, y de repente el miedo empañó sus ojos.

Sarkis nunca entendió cómo supo que era Jumana Hamdan Ossairan. De pronto sintió una apremiante necesidad de protegerla, de tirar la puerta abajo, acercarse a ella, rodearla con sus grandes y fornidos brazos, dejar que llorara en su pecho y apretarla contra él mientras sollozaba.

—Estoy buscando a madame Hamdan Ossairan —precisó con seriedad.

Los ojos de Jumana se llenaron de lágrimas. Sabía que su marido había muerto. Abrió la puerta, se hizo a un lado y lo dejó pasar a un patio.

—Espere, por favor.

Entró en la casa de piedra y regresó flanqueada por otras dos mujeres que, como ella, vestían abaya e hiyab.

—Soy Tala Ossairan —se presentó una de ellas—, esposa de Amr, el primogénito, y esta es Zainah, esposa de Hussain Ossairan, el tercer hijo —dijo indicando hacia la mujer que estaba al otro lado de Jumana—. Y esta es Jumana, esposa de Hamdan.

—Sarkis saludó haciendo un gesto con la cabeza—. ¿Qué desea?

—Me llamo Sarkis Chadarevian, soy sargento del Ejército libanés. Estamos destinados en Sidón, pero hoy nos han enviado a Tiro, al campamento de Rashidiyeh. Nos han informado de que podían producirse disturbios.

—Está muerto, ¿verdad? —preguntó Jumana mirándolo. Sarkis bajó la vista a la boina y frunció los labios sin saber qué contestar—. Mi marido, Hamdan, ha muerto, ¿verdad? —repitió taladrándolo con la mirada.

Sarkis asintió.

—Ha sido un accidente, madame. Lo siento mucho. —Hizo una pausa y esperó los gritos, aullidos y alaridos de dolor y de pena. Pero aquellas mujeres no dejaron escapar sonido alguno, ni siquiera un sollozo. Miró a los ojos llenos de lágrimas de Jumana.

—Le ha disparado usted, ¿verdad? —preguntó acercándose a él.

Sarkis asintió, incapaz de seguir mirándola.

Jumana se dio la vuelta, pero le fallaron las piernas y sus dos cuñadas se colocaron inmediatamente a su lado. Recobró el equilibrio, se dirigió a un pequeño banco de piedra en un rincón sombreado del polvoriento patio y se sentó. Las lágrimas empezaron a correr en silencio por sus mejillas y mojaron el pañuelo que cubría su nariz y mejillas.

—Gracias por informarnos. Por favor, váyase —dijo Tala Ossairan abriendo la puerta que daba a la calle.

Sarkis se puso la boina, saludó a la mujer y salió. Quería haberle preguntado si podía quedarse, si podía compartir su dolor, tomar parte en los cuarenta días de luto o si podía hacer algo por Jumana. Le había cautivado la sencillez, generosidad y amabilidad que transmitían sus ojos. Se había comportado con dignidad, no había gritado ni se había desplomado. No había querido mostrarse vulnerable o débil. Tenía orgullo y era fuerte. Quiso volver, llamar a la puerta, suplicar que le perdonara, decirle lo apenado que se sentía por haber destruido su vida. Pero no pudo.

Cuando llegó a Beirut, varias horas más tarde, ordenó a Michel Aoun que se encargara de inmediato de que llevaran el cuerpo de Hamdan a su casa al día siguiente, para que la familia pudiera lavarlo y enterrarlo. Era lo menos que podía hacer antes de ocupar su nuevo cargo.

Durante los siguientes seis meses trabajó como enlace entre el Ejército libanés y el estadounidense, entabló amistad con los oficiales, se ganó su confianza y demostró ser un digno aliado, en especial con Robert Murphy, un poderoso diplomático enviado como representante personal del presidente Eisenhower y Jim Quinn, un agente de la CIA destinado en la embajada norteamericana de Beirut para espiar a las fuerzas subversivas respaldadas por Egipto que operaban en el Líbano.

Cuando las tropas estadounidenses se retiraron a finales de 1958, Murphy le propuso a Sarkis que fuera a Washington con él, pero este prefirió regresar a su antiguo puesto en Sidón.

Un sábado de enero de 1959 acudió a casa de Michel Aoun, al que habían ascendido a cabo, a una comida en honor a su mujer, Gisele, que había tenido un hijo. La cita era a las dos, así que paseó por el zoco y pasó la mañana jugando al backgammon y tomando té con un conocido antes de ir a la panadería de Al-Kaisar a recoger los dulces que iba a llevar a la fiesta.

Aquella mañana había decidido ir elegante y se había puesto el único traje que tenía. Era gris, con pantalones entallados, al igual que la chaqueta cruzada. Llevaba una camisa blanca del Ejército y corbata granate, zapatos negros que había limpiado y calcetines del mismo color. Se atusó el bigote y la barba y se echó atrás el pelo con brillantina. Como toque final se aplicó un poco de loción para después del afeitado Old Spice. Cuando se miró en el pequeño espejo del baño del cuartel pensó que estaba bastante presentable.

Caminó a buen paso y disfrutó del paseo. A pesar de ser invierno hacía buen tiempo y soplaba una agradable brisa marina que venía del Castillo del Mar. Al doblar una esquina tropezó con una mujer y la caja marrón de pasteles que llevaba salió volando por los aires. Una auténtica lluvia de baklawa, nammura, burma y mamul cayó sobre ellos. Se le manchó el traje, y tenía pistachos, nueces, dátiles, sémola, almendras y miel en el pelo, la barba y el bigote. Se miró, no podía creerlo. «¿Y ahora qué hago?», pensó. Intentó limpiarse, pero cuanto más frotaba, peor quedaba.

La mujer soltó una risita y se llevó el velo a la boca para no ofenderlo. Mansour, que estaba en la puerta de la panadería, se echó a reír a carcajadas.

—Lo siento mucho, sargento Chadarevian —dijo una voz detrás del velo.

Sarkis la miró y se preguntó quién sería.

—¿La conozco, madame? —preguntó, hecho un adefesio. Sabía que tendría que ir al cuartel y ponerse un uniforme.

—Nos hemos visto antes —aseguró a través del velo—. Soy Jumana Ossairan.

—¡Madame! —dijo haciendo el saludo militar.

—Sargento Chadarevian, no pertenezco al Ejército. No tiene por qué cuadrarse.

Sarkis estaba confundido. No supo qué decir o hacer. Aquel encuentro le había pillado por sorpresa. Pero lo que le sorprendió aún más fue cuánto le agradó volver a verla y que el corazón le latiera como no lo había hecho antes.

—Sí, claro, madame Ossairan.

—Si me permite, he de volver a casa.

—Por supuesto, madame —dijo haciéndose a un lado y mirando cómo se alejaba con la sedosa abaya flotando a su alrededor. Cuando dobló la esquina entró en la panadería de Mansour, que volvió a echarse a reír hasta que se le saltaron las lágrimas.

—¿Qué tal, pequeño mamul? —bromeó.

—Déjate de chistes o saltaré el mostrador y te retorceré el cuello.

—Es una mujer guapísima.

—¿Qué? ¿La has visto sin velo?

—¡Ajá! Así que te gusta... —continuó tomándole el pelo.

—¡Vale ya, Mansour! Ya sabes lo que pasó, maté a su marido.

—Eso fue hace meses y, además, te diré un secreto —susurró aunque la tienda estuviera vacía—: dicen que no se llevaba muy bien con Hamdan.

—¿Por qué?

—Era un matrimonio concertado y no tenían hijos.

—¿Cuándo podrás prepararme una caja con los pasteles que llevaba?

—Por ser tú, el lunes.

—¿Y por qué no esta tarde?

—No puedo, no tengo los ingredientes.

—Vale, vale. El lunes por la mañana.

—Así podrás llevárselos al trabajo en vez de a casa de los Ossairan.

—¿Qué? ¿Trabaja? ¿Dónde?

—¡Ajá! —repitió alborozado.

—¡Por Dios santo! ¡Dímelo!

Mansour se echó a reír y se frotó las manos regodeándose.

—Te juro que te voy a retorcer el pescuezo.

—Querido Sarkis, ¿no lo sabes? —preguntó inclinándose hacia el mostrador—. Es enfermera, trabaja en la clínica de tu cuartel. Me extraña que no la hayas visto nunca.

El lunes por la mañana, Sarkis acudió a la panadería a las ocho en punto.

—¡Chadarevian! —lo saludó Mansour, que llevaba dos bandejas de pan y manush recién hechos para la larga cola que esperaba—. ¿Qué haces aquí?

—Prometiste que tendrías preparados los pasteles para madame Ossairan.

—Te dije por la mañana, no a las ocho. Antes tengo que ocuparme de toda la gente que quiere pan. Los pasteles tendrán que esperar.

—Pero, Mansour, entra en la clínica a las nueve y quiero dejarle la caja antes de que llegue.

—Imposible, Sarkis, imposible. ¡Ah!, marhaba, madame. Sí, claro, ¿cuántos quiere? Sabah al nur, kifek? —dijo Mansour volviéndose hacia sus clientas.

Cuando apareció con una caja en la mano, el pelo y el bigote blancos por la harina y el delantal con manchas verdes y marrones de pistachos y dátiles eran ya las once.

—Aquí tienes. No había trabajado tan rápido en la vida —resopló pesadamente con la cara roja.

—Gracias, amigo —dijo Sarkis dejando varios billetes de cien libras en el mostrador.

—Ve con Dios.

Allah Ghalib.

Sarkis apresuró el paso hacia el cuartel, con la caja que Mansour había atado con una cinta roja. Fue directo al pequeño edificio blanco en el que estaba instalada la clínica. En el interior había un médico y dos enfermeras, y otra en la recepción, enfrascada en un montón de papeles. ¿Cómo iba a reconocerla, si jamás la había visto sin hiyab?

—¿Está madame Ossairan?

La enfermera levantó la vista, no era Jumana.

—No, la enfermera Jumana no ha venido todavía. ¿Puedo ayudarle en algo?

—No, gracias. ¿A qué hora llega?

—Hoy es su día libre —explicó tras mirar una hojas en un sujetapapeles.

—¡Ah! —exclamó antes de darse la vuelta para irse.

—¿Quiere dejar un mensaje? —preguntó, curiosa por saber por qué quería verla y qué había en la caja.

La, yislamo.

Una vez fuera, parado al sol frente a la clínica con una caja de pasteles en la mano, se preguntó qué podía hacer. Estaba a punto de irse cuando apareció la enfermera de la recepción.

—¡Sargento! Es posible que venga esta tarde —dijo tras correr hacia él—. ¿Quiere que le guarde la caja?

—Muchas gracias.

Aquella tarde Jumana estaba cambiando el vendaje de un joven soldado cuando una explosión sacudió las paredes de la clínica. Las enfermeras se afanaron por preparar catres vacíos, camillas, vendas, alcohol y desinfectantes, jeringuillas, yodo y algodón. Apenas habían acabado cuando se abrieron las puertas y trajeron a los primeros heridos. Jumana y las otras dos enfermeras determinaron cuáles necesitaban la atención del médico con mayor urgencia. Jumana fue de catre en catre. La mayoría de los hombres presentaban heridas, pero no tan graves como el sonido de la explosión le había hecho creer.

—¿Cómo está el resto? —preguntó uno de los heridos.

—Presentan abundantes heridas, pero podemos curarlas. No he visto nada grave —lo tranquilizó.

—Gracias a Dios.

—¿Sabe qué ha pasado? —preguntó alguien.

—Solo hemos oído una gran explosión —contestó Jumana meneando la cabeza.

—Seguramente han sido los musulmanes, que querían enviar un mensaje al Gobierno —especuló otro.

—Sí, pero Chamoun ya no está y creía que preferían a Chehab —comentó otro.

—Y así es, seguramente es un grupo radical que quiere llamar la atención —sugirió el primer soldado.

—Seguro que pronto nos enteraremos de qué ha pasado exactamente —concluyó Jumana.

Cuando recorría el pasillo para apuntar el estado de cada herido vio la corpulenta figura de Sarkis en uno de los catres. Tenía la cara quemada, los ojos hinchados, un corte profundo en la frente, y la camisa y los pantalones empapados en sangre. Tenía muy mal aspecto. Estaba pálido. Cuando le tomó el pulso, notó la piel fría y sudorosa, y que el corazón le latía de forma irregular.

—¡Doctor El Hajj, venga rápidamente! —llamó mientras le ponía el estetoscopio en el pecho.

—¿Qué sucede, enfermera?

—Esto parece grave.

—¡Zeinab! —llamó a una de las enfermeras—. Solicite un helicóptero, hay que llevar a este hombre a Beirut. Necesita que lo operen inmediatamente. Mientras tanto, Jumana, prepárelo por si tenemos que operarlo aquí.

Jumana asintió. Cortó la camisa de Sarkis y meneó la cabeza al estudiar las heridas. Había metralla alojada en un brazo, en el pecho y posiblemente en todo el cuerpo. Tenía una hemorragia interna y la sangre empapaba la gasa y el algodón que le había colocado en la herida abierta del costado. Pensó que no sobreviviría. Todo dependía de lo rápido que llegara el helicóptero.

—¡Doctor! ¡Doctor! El helicóptero no llegará hasta dentro de una hora. Ha habido otra explosión en Tiro y están sacando gente de debajo de un edificio —le informó Zeinab.

—¿Solo tenemos un helicóptero? ¿Qué es esto, un ejército o un circo? —se quejó, pero solo tardó un segundo en decidirse—. Jumana, voy a operarle. Zeinab, ¿hay alguien que necesite atención inmediata?

—Hay más doctor, pero ninguna de sus heridas reviste gravedad. Yousra y yo podemos encargarnos de ellos.

—Bien. Vamos, Jumana.

Jumana estaba a punto de ponerle una vía en el brazo cuando Sarkis se revolvió y abrió los ojos.

—Lo siento, ¿le he hecho daño? Estaba intentando encontrar una buena vena.

—Duele —aseguró cuando Jumana probó de nuevo.

—No se mueva, por favor.

—Soldado —lo llamó el doctor, que se había colocado a su lado mientras Jumana empujaba la camilla hacia el improvisado quirófano—. Soldado, ¿me oye?

—Aumente la dosis y aplíquele la mascarilla de óxido nitroso. Este hombre es un toro —ordenó al tiempo que se aseguraba de que tenía el instrumental necesario y abundantes gasas.

Sarkis se volvió hacia Jumana cuando inyectó más tiopental en la vía.

—Deje que le vea la cara. Si muero, me gustaría recordarla.

—No va a morir y estaré a su lado cuando se despierte —le aseguró para tranquilizarlo.

—Por favor, solo he visto sus ojos... —fue lo último que consiguió balbucir antes de que le hiciera efecto el narcótico y Jumana le aplicara la mascarilla.

El doctor El Hajj le salvó la vida. Sarkis estaba junto a la bomba cuando estalló. Al despertar, el doctor le dijo que había tenido mucha suerte. De haber estado unos centímetros más cerca no se habría salvado. Sarkis le dio las gracias mientras el médico anotaba algo en la hoja clínica que colgaba a los pies de la cama.

—¿Puedo sentarme? —preguntó por el lado de la boca que no estaba vendado.

—Por supuesto —dijo el médico accionando la palanca que subía la cabecera—, pero no se mueva mucho, solo si tiene que ir al servicio. Ahora vendrán las enfermeras a cambiarle las vendas y tomarle la temperatura. También he apuntado que observen su reacción a la medicación para el dolor. Y, por favor, coma —pidió sonriendo—. Haga lo que le digan y no discuta. Sobre todo con Jumana, es inflexible.

Intentó sonreír, pero las vendas en el lado y el ojo derecho de la cara se lo impidieron, así que se limitó a levantar un pulgar.

—Es una excelente cocinera. Si se porta bien, a lo mejor le preparará algo durante su estancia.

—¿Cuánto tiempo tengo que quedarme? —masculló cuando el doctor se alejaba con un montón de papeles bajo el brazo.

—Al menos cuatro semanas. Depende de lo rápido que se cure.

Miró la habitación, era amplia y luminosa. Su cama estaba junto a una ventana que daba a un pequeño jardín. Vio flores y plantas, e incluso una abeja y una mariposa amarilla revoloteando, cuyas finísimas alas acaparaban la luz del sol.

Las paredes estaban pintadas con un relajante color melocotón claro; la repisa de la chimenea y los marcos de las ventanas y de la puerta eran blancos. A un lado de la cama había un gotero y al otro una mesilla blanca con una lámpara, una jarra de plástico con agua y varios frascos con distintas píldoras. En la pared distinguió un alto aparador también blanco con un jarrón lleno de flores. Las otras cinco camas estaban separadas por cortinas que permitían cierta intimidad.

«No está mal. Es más bonita y amplia que la del cuartel», pensó.

En ese momento se asomó una mujer, que al ver que estaba despierto se acercó y leyó las notas del doctor El Hajj. Lo miró un segundo y volvió a bajar la vista al papel. A Sarkis se le aceleró el corazón. A pesar de tener un ojo vendado reconoció a Jumana. Vestía uniforme de enfermera: larga y amplia falda, camisa y cómodos zapatos blancos. Llevaba una cofia sobre un pañuelo blanco que le tapaba casi todo el pelo y las orejas, similar al tocado de una monja, y un estetoscopio al cuello.

Con una mano en el bolsillo y la otra en el estetoscopio se acercó por el lado izquierdo de la cama, donde podía verla con claridad.

—¿Qué tal se encuentra?

—Bien.

—Le dije que sobreviviría —comentó mientras cogía un termómetro de una bandeja plateada y se lo colocaba en la boca—. No hable, o no sabremos si tiene fiebre. —Le levantó la muñeca para tomarle el pulso. Sarkis se sentía un poco violento, porque sabía que se daría cuenta de que se le había acelerado el corazón—. Estupendo, es normal —aseguró con sonrisa irónica en los labios—. Échese hacia delante y deje que le ahueque las almohadas.

—Gracias.

—Hay que cambiarle el vendaje. —Cogió la bandeja y la dejó en una mesa a los pies de la cama para no olvidarse de desinfectarla—. Ahora no puedo, así que enviaré a otra enfermera.

—¿Cuándo tendrá tiempo?

—Dentro de un par de horas.

—¿Hay que cambiar las vendas ahora mismo?

—No, están bastante limpias.

—Entonces, ¿por qué no lo hace luego? —preguntó ladeando la cabeza juguetonamente.

—Ya veré —dijo sonriendo antes de irse.

Se recostó en las almohadas. Así que esa era Jumana Ossairan. Cerró los ojos y memorizó la cara que le había sonreído después de tomarle el pulso. Era una mujer guapa y de semblante serio. Tenía la piel oscura y por el mechón que se le había escapado de la cofia imaginó que tendría el cabello oscuro y rizado. Hablaba con los ojos, grandes y oscuros, bordeados con unas largas pestañas y enmarcados en unas pobladas cejas negras que expresaban todos sus sentimientos. Se preguntó qué cara pondría al reírse.

Ni siquiera cinco minutos más tarde, Jumana volvió a asomar la cabeza.

—Lo siento, he olvidado darle las gracias por los pasteles. —Sarkis le quitó importancia moviendo una mano—. Estaban deliciosos, sobre todo los burma.

—Me alegro, porque si no habría tenido que darle una patada a Mansour en su gran trasero.

Jumana se echó a reír. Sarkis era como se lo había imaginado: grande, risueño y sincero.

—¿La veré luego?

—Seguramente, depende del trabajo.

«Haraam!», pensó. Quería que volviera, que se sentara junto a él, que le hablara y le cambiara el vendaje.

Un par de horas más tarde entró Zeinab, la enfermera que estaba en recepción cuando había ido a preguntar por Jumana.

—¿Dónde está la enfermera Ossairan?

—Está con el médico —explicó acercándose con una bandeja llena de vendas, tijeras, ungüento y material de primeros auxilios.

—Me gustaría que me cambiase el vendaje ella.

—No puede —replicó malhumorada.

—Entonces prefiero que no lo cambie.

—He de hacerlo. Hay que mantener limpias las heridas.

—Que lo haga Jumana cuando tenga tiempo.

—No lo va a tener —insistió con tono condescendiente.

—Esperaré.

—Usted sabrá —dijo anotando algo en la hoja clínica—. Tendré que informar al doctor El Hajj de su comportamiento insolente.

—No he dicho ninguna insolencia.

—Sí, lo que ha dicho parece implicar que no estoy cualificada.

—No he dicho semejante cosa —la contradijo casi echándose a reír.

—En cualquier caso, ha sido insolente —aseguró con arrogancia antes de irse.

No sabía cuántas horas había dormido, pero debían de haber sido muchas porque la luz del sol había cambiado. Parecía por la tarde. Abrió el ojo y miró a su alrededor. Al oír la puerta fingió estar dormido. Jumana asomó la cabeza y entró sin hacer ruido con un ramo de flores frescas para reemplazar las marchitas. Salió de la habitación y segundos más tarde llamó y entró con ademán profesional y eficiente, y las manos llenas de todo lo necesario para cambiarle el vendaje.

Sarkis fingió que se espabilaba.

—Perdone que lo haya despertado, pero hay que cambiar las vendas —se excusó mientras se acercaba con unas tijeras.

—Gracias por acordarse de venir.

—Zeinab es buena enfermera —dijo apartando la gasa con cuidado.

—Estoy seguro de que lo es.

—Entonces, ¿por qué fue insolente?

—No lo fui.

—¿Por qué no dejó que hiciera su trabajo? —preguntó mientras tiraba el vendaje en un cubo.

—Porque quería ver cómo lo hace usted. —Jumana sonrió—. Soy muy exigente en cuestión de vendajes.

—¿Sí? ¿Es exigente en alguna otra cosa? —inquirió sin mirarlo a los ojos.

—No, solo con las enfermeras que cambian los vendajes.

—Debe de tener mucha experiencia —comentó soltando una risita.

—Sí, soy un experto.

—Lo tendré presente —aseguró mirando la venda del ojo y de la parte derecha de la cara.

—Madame Ossairan...

—Aquí tendrá que llamarme enfermera Jumana —le corrigió indicando la placa que llevaba sujeta al bolsillo de la camisa.

—Enfermera Jumana, quiero darle las gracias.

—¿Por qué?

—Por salvarme la vida.

—Solo hacía mi trabajo.

—Ya, pero disparé a su esposo... Fue un accidente, lo sé, aunque fue mi bala la que le mató. —Jumana iba a decir algo, pero Sarkis meneó la cabeza para que le dejara continuar—. Cuando me di cuenta del error, intenté salvarlo, pero no lo conseguí. Me descuidé, no cumplí mi cometido. Se supone que un soldado debe proteger a las personas, defenderlas, no matarlas. Murió debido a que no encontré a una enfermera o a un médico que se ocupara de él. De haberlo hecho quizá lo habrían salvado, como usted me salvó a mí. Hacía mucho que quería decírselo.

Jumana permaneció en silencio, concentrada en las heridas.

—Así que cree que cuando lo vi malherido debería haberle dejado morir porque disparó a mi marido sin querer y no encontró personal en un campamento infraequipado que se ocupara de él.

—Sí.

—¿Cree que debería haber dejado que muriera para vengarme? —preguntó sin andarse con rodeos. Sarkis permaneció callado—. Cuando me hice enfermera, juré salvar vidas, no acabar con ellas, sin importar lo que sintiera, lo que pensara, sin importar lo que hubieran hecho los pacientes. Dice que no cumplió su cometido porque no defendió a quien había jurado defender, sino que lo mató... Si hubiera dejado que muriera, yo tampoco habría cumplido el mío, ¿no le parece? —Continuó cambiando las vendas en silencio—. Además, creo que sí lo hizo. Es un soldado y ha de defender su país y a sus ciudadanos ante amenazas e invasiones. ¿Cómo iba a saber que Hamdan no representaba una amenaza?

—Porque no la representaba...

—Sí, pero ¿lo sabía en ese momento? —Sarkis bajó la vista sin saber qué decir—. Fue un error, sargento, nada más. Me costó sobreponerme, pero lo conseguí. Pené, lloré su muerte y lo dejé ir. —Puso la bandeja con las vendas empapadas de sangre junto a la puerta y regresó para recoger el resto de instrumental—. Si no se deja atrás el pasado, no se puede avanzar.

—Pero no hay que olvidarlo-argumentó Sarkis—. No se puede encerrar el pasado y tirar la llave.

—No es eso lo que quería decir. Claro que se puede recordar, de hecho hay que hacerlo y aprender de él. Todo lo malo que nos sucede se puede aceptar, comprender qué pasó y por qué, y seguir adelante. ¿Cómo íbamos a avanzar si continuáramos viviendo en el pasado y cometiendo los mismos errores que nuestros padres, abuelos, bisabuelos y sus antepasados? Como enfermera una aprende que la muerte forma parte del ciclo de la vida, y usted como soldado debería saber que la muerte es parte integrante de las responsabilidades de su cargo. —Lo miró y se apartó para estudiar el vendaje—. Ahora la pierna, retire las sábanas —pidió con las manos en las caderas.

De repente, Sarkis sintió vergüenza. Aunque más que avergonzado se sentía violento por lo que no conseguía ocultar bajo la fina bata del hospital. Empezó a retorcerse y deslizarse bajo la ropa de la cama. Jumana entendió lo que pasaba y dobló la manta blanca sobre su pierna derecha, la sujetó entre las rodillas y cambió rápidamente las vendas de la pierna izquierda.

—¡Acabado!

—Enfermera Jumana, me han dicho que es una excelente cocinera —comentó para cambiar de tema.

—¿Quién se lo ha dicho? —se extrañó echándose a reír.

—Mucha gente. ¿Me preparará mulladarah algún día?

Jumana sonrió, aquel gran soldado parecía un niño.

—Esta noche le traeré la cena normal, sargento. Mañana... ya veremos.

—Gracias. ¡Ah, enfermera Jumana! —Esta se volvió y sonrió—. ¿Le importaría llamarme Sarkis?

—Lo haré si usted me llama Jumana.

Sarkis estuvo cuatro semanas recuperándose de sus heridas, durante las que pasó mucho tiempo con Jumana. Esta ocultó aquella floreciente relación a su familia, sabedora de que no la entenderían. Para ellos Sarkis era el asesino de su marido. Pero en octubre de 1960 descubrió que estaba embarazada. En un principio dudó de que lo estuviera, porque Hamdan la había convencido de que su falta de descendencia se debía a que tenía un problema. Así que cuando lo supo con certeza se volvió loca de alegría.

Sarkis insistió en ir a ver a Alí, su suegro, para pedirla en matrimonio, pero Jumana se opuso.

—No lo hagas, por favor —le suplicó.

—¿Por qué?

—Porque no solo no cree que dispararas accidentalmente a su hijo, sino que...

—Se lo explicaré —la interrumpió.

—Nunca te creerá —aseguró aferrada a su camisa para convencerlo—. Eres sargento del Ejército libanés, que acata las órdenes de un presidente maronita cristiano. Eres armenio libanés y cristiano ortodoxo, y el accidente se produjo en Rashidiyeh, un campamento de refugiados de Palestina famoso por fomentar el nacionalismo palestino y organizar ataques por sorpresa a Israel. Además, somos musulmanes, chiitas.

Se sentó con las manos de Jumana entre las suyas y levantó la vista.

—No voy a renunciar a ti. Eres la madre de mi hijo, y para mí estamos casados. Sé que a los ojos de Dios, el tuyo o el mío también lo estamos.

—Sarkis...

—Me casaré con su permiso o sin él.

—Es mi familia.

—No —la corrigió—. Es tu familia política.

—Sí, pero cuando me casé con Hamdan se convirtieron en mi familia.

—Pero no tienen derechos sobre ti.

—Sarkis —empezó a decir sentándose en el suelo frente a él—. No tengo otra opción, es mi única familia. No sé dónde está la mía. Nos separaron en 1948 y no sé qué pasó con ella. Tuve suerte de que mi prima Hania me encontrara y propusiera que me casara con su hijo.

—Así que, porque te encontraron, ¿te sientes en deuda con ellos para el resto de tu vida?

—No lo entenderás nunca... Sin ellos estoy completamente sola. Si sucediera algo, no tendría a quién recurrir —explicó bajando la vista y meneando la cabeza.

—Me tienes a mí. Siempre estaré contigo —aseguró levantándole la barbilla.

Sarkis fue a ver a Alí Ossairan, que, inexpresivo, sereno y callado, escuchó su petición mientras fumaba un narguile. Después se produjo un incómodo silencio que solo interrumpió el continuo ruido de las burbujas, hasta que Alí pidió que le llevaran té. También llamó a sus dos hijos. Sarkis esperaba respetuosamente frente a él. Sin siquiera mirarlo, dijo al primogénito, Amr, que le acompañara a la puerta y a Hussain que comunicara a Jumana que era libre, que podía recoger sus cosas e irse inmediatamente.

—Dile que cuando salga a la calle no mire atrás, que nos olvide y que no nos escriba, ni llame, ni vuelva. Dile que jamás la recibiremos en esta casa —pronunció con voz carente de emoción y ojos inescrutables.

Sarkis y Jumana se casaron en una ceremonia civil presidida por el alcalde de Sidón antes de trasladarse a Beirut, donde en 1961 Jumana tuvo una hija a la que llamaron Nina.

Sarkis permaneció en el Ejército e hizo algunos trabajos esporádicos para complementar sus ingresos hasta que un día, inesperadamente, se tropezó con su antiguo amigo de la CIA, Jim Quinn, que estaba tomando el té con el hombre de confianza de Yasser Arafat, presidente de la Organización para la Liberación de Palestina.