Capítulo uno

Mouna

El esbelto y moreno brazo de Mouna apareció por debajo de la colcha y buscó a tientas el despertador, pero sus largos dedos no lo encontraron. Siguió sonando. Volvió a tantear y, al no poder alcanzarlo, dejó escapar un gemido exasperado. Levantó la cabeza, lo cogió y apretó el botón de la alarma. La habitación quedó en silencio. Pero no por mucho tiempo. Al poco volvió a oírse el estridente repique, acompañado de un fuerte golpe en la puerta.

—¡Mouna! ¡Son las nueve! —gritó su madre al otro lado de la puerta—. ¡Mouna! —La puerta se abrió y la figura de Fátima se dibujó en el umbral, al tiempo que la brillante luz del sol invadía la habitación—. ¡Mouna!, si no te levantas ahora mismo, llegarás otra vez tarde a trabajar —la amonestó antes de murmurar algo sobre la ropa tirada por el suelo y maldecir al tropezar con un par de zapatos—. ¡Mouna! ¡Por el amor de Dios, levántate! Ya no eres una niña. Tienes treinta y siete años, tienes un trabajo, responsabilidades... Deberías estar casada —le recriminó.

—¡Immi, por favor! Tan temprano no —refunfuñó bajo las sábanas.

—No entiendo por qué no te han pedido en matrimonio todavía. Tienes suerte de parecer más joven de lo que eres. Ninguna madre en su sano juicio dejaría que su hijo se casara contigo si supiera tu verdadera edad. Si tu padre y tus hermanos estuvieran vivos, ya te habrían buscado un marido. ¡Dios mío! ¿Por qué habrá caído una maldición sobre esta familia? —añadió con teatralidad llevándose las manos a la cara—. ¿Por qué me los arrebató la guerra?

Descorrió las cortinas de algodón y la luz entró a raudales.

—¡Mouna, esto es un desastre! —gritó horrorizada—. ¿No piensas limpiar nunca?

Tener que recoger la ropa que había por el suelo hizo que olvidara temporalmente la tragedia de haber perdido a su marido y a sus hijos en julio de 2006, durante la guerra entre Hizbulah e Israel.

—Mouna, te lo advierto... —empezó de nuevo.

La chica gimió. Cuando le quitó la almohada dejó ver su despeinado y largo cabello negro, pero mantuvo la cara escondida entre las sábanas.

—Ya me levanto —aseguró con un hilillo de voz mientras apartaba la ropa de la cama. Llevaba un camisón de algodón rosa con puntillas blancas que se le había subido y dejaba ver sus muslos justo antes de la suave turgencia de sus nalgas. Su abundante y oscura cabellera le caía por la espalda y los ondulados mechones le llegaban hasta la cintura.

—Volveré dentro de cinco minutos, más te vale estar levantada —la amenazó.

—Sí, immi. Cierra la puerta, por favor —murmuró adormilada, pero su madre salió cargada con un montón de ropa y dejó la reducida habitación bañada por la suave, radiante y cálida luz de una bonita mañana de primavera.

Abrió los ojos poco a poco. Hizo un esfuerzo para sacar las piernas y suspiró al meter los pies en las zapatillas. Permaneció sentada unos minutos antes de obligarse a ir al baño.

A pesar de tener el tamaño del cuarto de las escobas, no tenía que compartirlo con su madre o su tía. La pintura blanca de las paredes estaba descascarillada; casi todos los azulejos color limón, rotos. El váter era de un tono marrón oscuro, con tapa de plástico blanca, y el lavabo, verde. Al no haber espacio para una ducha, había empalmado ilegalmente una tubería a través de la ventana a los conductos que bajaban del depósito del edificio. No había cortina, así que cada vez que se duchaba lo inundaba todo.

Se miró en el pequeño y desportillado espejo y soltó un gruñido. Tenía un aspecto horrible: ojos hinchados, manchas de rímel y lápiz de ojos en los párpados, y restos de carmín en las comisuras de sus carnosos y sensuales labios. «Menos mal que immi no se ha dado cuenta», pensó mientras se inclinaba para buscar en una cesta de mimbre algodón y loción para limpiarse. En su interior había desde antiguos botes de champú y acondicionador a trozos de jabón y tubos casi vacíos de cremas de toda índole. Lo revolvió todo. Como no encontró lo que buscaba, vació el contenido en el suelo y cogió un trozo de algodón y un pequeño bote de Cold Cream de Pond’s. Volvió a meterlo todo en la cesta y abrió el bote, pero estaba vacío.

«Haraam!», maldijo en árabe metiendo un dedo para intentar sacar un poco de crema. Se aplicó lo que quedaba, concentrándose en los ojos. Pero no fue suficiente; tendría que utilizar agua y jabón, algo que odiaba, pues le secaba la piel. Cogió una pastilla verde que se suponía que estaba hecha con aceite de oliva e hizo espuma con las manos. No le hacía ninguna gracia, pero era lo único que podía permitirse. Los jabones Camay y Dove de importación que tanto le gustaban eran demasiado caros. Tampoco podía comprar las cremas Elizabeth Arden y el resto de los artículos de tocador y perfumes que solían atestar su cuarto de baño en Sidón. Ya solo utilizaba colonia barata que apenas olía a rosas; cuando salía de casa, acostumbraba a pasar por unos grandes almacenes para rociarse con alguno de sus perfumes favoritos. Pero no merecía la pena darle vueltas a la vida que había llevado, pensar en la enorme y bonita casa junto al Mediterráneo en la que había crecido, comparar su vida con la que había disfrutado cuando su padre y sus hermanos estaban vivos y tenían comida y bebida en abundancia, y agua caliente en los baños todo el día.

Se lavó la cara y se cepilló los dientes. Si quería ducharse tendría que darse prisa o no podría hacerlo hasta la noche. Había agua a partir de las seis, pero se cortaba a las pocas horas, y volvía a salir entre las seis y las ocho de la tarde. Abrió el grifo antes de quitarse el camisón y colgarlo en un clavo detrás de la puerta. Se hizo un improvisado moño alto, se miró al espejo y se preguntó qué lado le gustaba más. Tenía una amplia frente, tupidas y arqueadas cejas, ojos almendrados y marrones, como de felino, nariz larga y boca grande. La cara era ovalada; la piel, color aceituna. Mientras esperaba el borboteo que indicaba que sus codiciosos vecinos no habían gastado toda el agua, deseó tener la piel más clara. Quería comprar una crema blanqueadora que acababa de salir al mercado, pero no tenía dinero. Se tocó la nariz y apretó la punta intentando imaginar qué aspecto tendría si fuera más pequeña y respingona; seguro que parecería más europea. Y si hubiera nacido con los ojos azules de su madre, su vida sería perfecta. Estudió las pestañas y llegó a la conclusión de que, junto con el cabello, eran sus mejores bazas. El resto había que mejorarlo. Mientras la tubería resonaba, se puso de puntillas para verse los pechos. Tenía un espejo de cuerpo entero detrás de la puerta, pero en uno de los bombardeos se había soltado y se había hecho añicos.

El agua empezó a salir y se colocó debajo. Se enjabonó y aclaró tan rápido como pudo. Cuando el chorro se convirtió en goteo, antes de desaparecer, todavía tenía restos de jabón en la piel y maldijo a los vecinos. Cogió la taza de hojalata que flotaba en el cubo que guardaba para emergencias e intentó aclararse. Exasperada, levantó el cubo y se lo vació encima. La había gastado toda, pero qué más daba. Dejaría abierto el grifo y cuando volviera a haber por la tarde se llenaría. Se secó, se envolvió en una toalla y salió del baño.

Su habitación era ligeramente más grande que el cuarto de baño. Había una cama pequeña pegada a la pared bajo la ventana, una mesilla blanca de formica y un pequeño tocador con solo dos patas, apoyado en una caja de fruta. Al igual que con el baño, se sentía afortunada por tener su propia habitación, desde la que a veces se escapaba para ver a Amín. Cuando no podía hacerlo, le permitía llamarle o enviarle un mensaje de texto sin que los entrometidos ojos de su madre o los oídos biónicos de su supuesta tía sorda estuvieran presentes.

Con la toalla todavía enrollada se dio cuenta de que las cortinas estaban abiertas. Se arrodilló en la cama y las cerró para evitar las miradas indiscretas de los vecinos del edificio de enfrente. Pero al hacerlo, la tela opaca que había pegado a los andrajosos visillos se quedó colgando en forma de uve. Tendría que arreglarla otra vez. Miró a su alrededor. Todo era de tercera mano; todo estaba agrietado, se pelaba o se caía. Aquella tela era lo único que había comprado su madre últimamente, obligada por los bombardeos israelíes.

Abrió el pequeñísimo armario y sacó un vestido de tirantes estampado en azul marino y blanco muy sexy, que a ella le encantaba y su madre odiaba. Pero aquel día se sentía sexy. Había pasado la noche anterior con Amín Chaiban y estaba segura de que estaba a punto de pedirle matrimonio. Había intentado sacar a colación el tema, pero la había silenciado con un profundo y prolongado beso. Mientras exploraba su boca con la lengua, había introducido la mano por debajo del vestido para ir subiéndola por los muslos hasta que, gimiendo de placer, le había permitido llegar mucho más arriba. Después había cedido a sus súplicas y a su más que abultado deseo, y había dejado que la penetrara en el asiento trasero del coche, en un oscuro y apartado lugar bajo un puente, donde nadie podía oír los sonidos alborozados de su ilícita cita.

Mientras volvían a casa intentó cogerle la mano, pero Amín parecía carecer de todo romanticismo.

—Por favor, estoy conduciendo —comentó tenso, y tuvo que retirarla.

En aquel momento, aún embelesada en el fulgor de sus caricias, no se percató del gélido tono de su voz. Cuando se detuvieron en el oscuro callejón detrás de su casa se inclinó para besarlo, como hacía siempre, pero la apartó.

—¿Y si nos ve alguien? —susurró intentando soltar las manos que le había puesto en la nuca.

—Podemos decirle que estamos prometidos —replicó mientras le miraba con ojos de felino rebosantes de deseo.

—Pero no lo estamos, y no puedo permitir que me detengan. Sería una humillación para mi familia, sobre todo ahora que mi padre está en el punto de mira por las próximas elecciones.

—Pero saben quién soy, ¿no? Les has hablado de mí, ¿verdad? Me dijiste que me presentarías a tu madre la semana que viene.

—Venga, vete ya. Sal del coche antes de que venga alguien y tengamos problemas —le instó sin responder a sus preguntas—. Recuerda que eres musulmana, sería mucho peor.

—Ok, tayeb, habibi —se despidió, encantada de que se preocupara por su seguridad y reputación.

Le pareció un poco raro que no la acompañara hasta la puerta, que había dejado abierta para poder escabullirse hasta su apartamento si llegaba tarde. Normalmente prolongaban la despedida con besos apasionados y súplicas de que le dejara entrar. Pero, en aquella ocasión, en cuanto echó a andar hacia la puerta, salió disparado haciendo chirriar las ruedas.

Ana b’hebbek —dijo mientras las luces rojas desaparecían en la esquina.

Mouna sonrió mientras se vestía. Había disfrutado con Amín la noche anterior; cuando llegaron al orgasmo al mismo tiempo, le pareció lo más natural. Estaba segura de que aquella vez había acertado. No era como los otros; era inteligente, guapo y rico. Provenía de buena familia, su padre se presentaba al Parlamento y él trabajaba en el servicio diplomático y esperaba que lo nombraran cónsul.

Lo había conocido por casualidad en una boda de la alta sociedad en la que había peinado a la novia. Cuando salía de la suite nupcial con su pesada bolsa a la espalda se ofreció a ayudarla e insistió en que su chófer la llevara de vuelta al salón de belleza. Aceptó y disfrutó yendo en aquel grande y cómodo Mercedes negro en vez de en un atestado taxi beirutí.

Un par de semanas después sonó el móvil. Era Amín, que la invitaba a tomar café. No supo qué decir. En cuanto oyó su voz se le hizo un nudo en la garganta y se le derritieron las entretelas con la cálida y entusiasmada sensación que acompaña el arrebato inicial de toda atracción. Le sorprendió que la citara en un apartado café en Jounieh, en vez de en uno de los modernos establecimientos que imaginaba frecuentaría. Cuando le preguntó, se limitó a contestar que le gustaba el café árabe y que en aquel local servían el mejor de todo Beirut. De hecho, todas las veces que se habían visto había sido en locales oscuros. En alguna ocasión habían salido de la ciudad, normalmente de noche, para ir a cabañas abandonadas o a sentarse en el campo bajo las estrellas, donde había dejado que la besara y la acariciara. A pesar de parecerle extraño, Amín siempre tenía una explicación verosímil cuando le preguntaba. Pero una vez consumada su relación estaba segura de que esta sería más abierta y que Amín la mostraría en público y que la presentaría a sus amigos y familia como su prometida, la mujer a la que quería y con la que se casaría.

«Quizá debería llamarlo ahora», pensó mientras se subía la cremallera del vestido.

—¡Mouna, son las diez! ¡El café está listo!

La voz de su madre la sacó de su ensueño. «¡No es posible! —Miró el despertador—. ¡No puedo llegar tarde otra vez!», pensó mientras se calzaba unas sandalias blancas. Cogió un amplio bolso que hacía juego con ellas y vació en él el contenido del bolso negro que había llevado el día anterior. Se echó un rápido vistazo en el espejo. Normalmente pasaba por veinticinco y todo el mundo la creía, incluido Amín. Pero aquel día, sin maquillaje y con el pelo despeinado, aparentaba su verdadera edad. No podía hacer nada, tendría que esperar a llegar al salón. Se puso una chaqueta azul de algodón sobre los hombros, ató las mangas para que no se le cayera y salió corriendo por el pasillo, donde cogió las llaves que colgaban en un herrumbroso clavo.

—¡Adiós, immi! ¡Hasta luego!

—¡Mouna! ¿Y el desayuno? —oyó que preguntaba su madre mientras bajaba las escaleras.

—Ya comeré algo en el salón.

—¿Y la comida? —inquirió Fátima, apoyada en la barandilla del tercer rellano.

—No te preocupes, immi —contestó deteniéndose un momento para mirarla.

—¡Mouna! —gritó escandalizada—. ¡Descarada! ¿Dónde vas sin abaya? ¿Cómo puedes salir a la calle así, vestida como esas desvergonzadas extranjeras o esas chicas libanesas que se comportan como ellas? ¡Vuelve ahora mismo!

Sabía que su madre sufría por ello, pero no podía llevar hiyab y ser peluquera. ¿Quién iba a confiarle su pelo si no mostraba el suyo? ¿Quién iba a pedir consejos sobre maquillaje, peinados, ropa e imagen a una mujer vestida con abaya? Sabía que las cotillas de las vecinas habían oído a su madre y que estarían en los balcones o en las ventanas para mirarla mientras atravesaba el patio hacia la pequeña Vespa que había sobrevivido al misil israelí que destruyó la casa de los Al-Husseini en Sidón. La explosión había matado a toda su familia, excepto a su madre, a su tía y a ella misma, que estaban visitando a un familiar en un pueblo cercano.

Como imaginaba, cuando se puso el casco y pasó la pierna por encima de la moto miró hacia arriba, vio las oscuras siluetas de las mujeres con abaya. Sabía que estarían murmurando, chasqueando la lengua y meneando la cabeza, convencidas de que, a pesar de que se podía culpar a su madre por no haber tenido más mano dura con ella, su rebeldía respondía a no haber estado sujeta a la disciplina de un marido.

Faltaban pocos minutos para las once cuando paró frente al Cleopatra, su salón de belleza, situado en la Rue Gouraud de Gemmayzeh, un barrio del distrito Achrafieh, uno de los asentamientos cristianos más antiguos de Beirut oriental. Aquella calle bordeaba el Saifi Village y discurría por el este del centro, de la avenida Georges Haddad a la Corniche. Era medio residencial medio comercial, y cada manzana poseía personalidad propia. La zona cercana a la Corniche era más elegante y moderna, y se conocía como el «Soho junto al mar» por sus coloridos cafés, bares, clubes y restaurantes. En el centro se levantaban los antiguos edificios de apartamentos de los años cincuenta y las minúsculas tiendas que habían sobrevivido a las insurrecciones sufridas en la ciudad.

El Cleopatra estaba en una manzana que en tiempos había sido muy refinada y que en ese momento era principalmente residencial, aunque estaba muy sucia. La Vespa había petardeado durante todo el camino; sabía que si no la llevaba al mecánico tendría que recurrir a los autobuses para ir a trabajar. Amal, su hosca ayudante, la esperaba sentada en una cesta, con unas gafas de sol demasiado grandes para su cara, los brazos cruzados sobre las rodillas, auriculares en las orejas y fumando un cigarrillo. Hizo una mueca al aparcar, maravillada de que siempre llegara antes que ella; vivía más lejos y tenía que utilizar el poco transporte público que seguía funcionando.

Quería que empezara a trabajar a las diez y media, y darle un juego de llaves, pero, cuando le preguntó si quería un ascenso y encargarse de la importante tarea de abrir el salón, esta le preguntó si eso implicaba más dinero. Había intentado convencerla de que era una cuestión de prestigio, pero no hubo forma. Sabía que Mouna no era madrugadora y que le vendría bien que abriera ella, pero no iba a hacerlo por amor al arte. Si quería que trabajara más horas, tendría que pagarle. Mouna había argumentado que para ascender había que trabajar duro, que ella también había empezado así, haciendo muchas horas por poco dinero, pero a Amal aquello le traía sin cuidado. Se volvió a colocar los auriculares y a barrer el suelo, poco dispuesta a prestar atención a nada que no significara unas cuantas libras más. Además, no quería ser peluquera, estilista o maquilladora. Era pintora y tenía talento.

En cualquier caso, poco importaba que llegara tarde, pues las pocas y tacañas clientas que tenía no aparecían nunca hasta mediodía. A pesar de que no le importaría mandarlas a paseo, necesitaba mantener a flote el negocio. Le habría gustado tener más trabajos como el de la boda en la que conoció a Amín hacía unas semanas.

Había sido un auténtico golpe de suerte. Un domingo estaba intentando hacer las cuentas y mirando distraída por la ventana cuando vio pasar a toda velocidad un Mercedes. «Alguien tiene mucha prisa», pensó volviendo la vista al libro de contabilidad y mordisqueando el lápiz para concentrarse en los números. Segundos después oyó el chirrido de unos frenos y vio que el coche daba marcha atrás y se detenía bruscamente frente al salón. Observó incrédula a una mujer rellenita que salía con torpeza del coche, caminaba con rapidez hacia su establecimiento y golpeaba con fuerza en la puerta de cristal. Se quedó tan sorprendida que por un momento ni si quiera se movió y siguió mirando a la mujer que gesticulaba frenéticamente para que le abriera. Meneó la cabeza y le indicó hacia el cartel que ponía «Cerrado», pero la mujer juntó las manos y le suplicó que le abriera. Parecía desesperada.

Abrió la puerta y levantó un poco más la oxidada persiana.

—Madame —la saludó.

Iza betriide! —suplicó jadeando y cogiéndole las manos—. ¡Por favor, por favor!

—Madame, siéntese, se lo ruego —le pidió cogiéndola por el codo y acompañándola hasta una de las sillas que había junto al mostrador.

Cuando recuperó el aliento, volvió a bajar la persiana y cerró la puerta por si aquella mujer necesitaba un sitio en el que esconderse en vez de arreglarse el pelo. Rondaba los setenta años y las marcadas arrugas de su frente indicaban que estaba en apuros.

—¿En qué puedo ayudarla, madame? —preguntó sentándose a su lado.

—¡Por favor! Mi hija se casa dentro de unas horas —empezó a decir, y después le contó que la peluquera se había puesto mala y que todas las mujeres por parte de la novia necesitaban peinarse, algunas maquillarse y otras hacerse la manicura.

La escuchó pacientemente mientras pormenorizaba la situación, asintiendo y aprobando todo lo que le contaba, sin reírse ante los exagerados detalles de la inminente tragedia. Le acarició la mano y la consoló cuando le brotaron las lágrimas al describir el desastre que supondría una boda sin peinados elegantes ni maquillaje, y la vergüenza que recaería sobre su familia, por no mencionar la terrible forma en que su amada hija empezaría su vida de casada.

—Le pagaré lo que me pida, pero, por favor, salve la boda de mi hija y la reputación de las mujeres de mi familia —suplicó—. No podemos ir de cualquier forma.

—La ayudaré, madame —aseguró, compadecida.

—Dios bendiga a sus hijos —le deseó cogiéndole la cabeza para darle un beso en la frente—. Que Alá la llene de bendiciones y que usted y su marido disfruten de la felicidad de tener muchos hijos que lleven su apellido por siempre.

Había asumido que estaba casada y, por supuesto, no la había sacado del error. ¿Cómo iba a explicarle sus dos noviazgos rotos cuando ni siquiera ella entendía por qué ninguno había acabado en matrimonio? ¿Cómo iba a contarle lo que había supuesto para su familia la guerra de julio y que se enfrentaba al reto de ser una libanesa moderna que intentaba tener en cuenta las legendarias tradiciones de su madre y de su tía al tiempo que se esforzaba por ser una «profesional» respetada?

—Madame, ¿a cuántas personas he de peinar? —preguntó, ávida por poner un precio y salir corriendo, sabedora de que si no acababa a tiempo tendría problemas para cobrar.

—No muchas —respondió de manera imprecisa—. Deje que piense...

—Madame, normalmente cobro 7.500 libras, pero hoy es domingo a última hora, así que serán 15.000 por cabeza, además del transporte a casa —pidió creyendo ser razonable.

—¡Quince mil libras por un peinado! ¡Pero si ni siquiera la conozco! ¿Cómo sé que lo va a hacer bien? Hay por lo menos diez mujeres, así que tendrá que hacerme una rebaja.

—Lo siento, madame, pero no puedo —replicó con calma.

«Qué típico. Los libaneses lo llevan en la sangre. Después de decir que pagará lo que sea, ahora intenta regatear», pensó. Además estaba segura de que tenía dinero. No solo iba en un Mercedes, sino que llevaba un bolso de Gucci; y, a pesar de que su modelito era hortera, sin duda era caro.

«¿Por qué cuanto más dinero tienen, más agarrados son? Si tan desesperada está, ¿por qué no paga lo que le pido? Tampoco es que le quiera cobrar lo mismo que en un salón de la Rue Verdun», reflexionó mientras escuchaba lo que le decía la otra mujer.

Finalmente madame Nasr accedió y Mouna cogió una gran bolsa en la que metió todo lo que creyó necesario para la boda de su hija Dina, donde conoció a Amín, el amor de su vida. Aquella noche, mientras rememoraba lo sucedido, tuvo la certeza de que su vida había dado un giro radical, que la fortuita visita de madame Nasr le iba a procurar todo tipo de provechos. Había hecho un buen trabajo con las mujeres. Todas la habían halagado, habían agradecido profusamente su labor y le habían asegurado que cambiarían sus salones por el Cleopatra, a pesar de tener que ir hasta Gemmayzeh desde sus lujosos apartamentos en el puerto deportivo.

—¡Hola, Amal! —saludó alegremente antes de quitarse el casco.

La chica la miró con los auriculares puestos y un cigarrillo en la boca, e hizo el signo de la victoria con los dedos.

Kifek? —preguntó mientras buscaba un pesado llavero con forma de mano de Fátima en el bolso—. ¿Qué tal?

Amal se encogió de hombros sin decir una palabra, meneando la cabeza al ritmo de la música. «Con esas enormes gafas de sol es imposible saber qué estará pensando», se dijo mientras se inclinaba para abrir el primero de los tres candados de la persiana, que protegían el salón de ladrones, saqueadores y disparos indiscriminados. Nunca se quitaba los auriculares ni las gafas, ni siquiera cuando lavaba el pelo de las clientas en el fondo del salón. Llevaba solo unos meses trabajando con ella, desde el pasado diciembre, y seguía sin saber nada sobre su vida o su familia. Nunca había llegado tarde, excepto el día en que un misil israelí destrozó un puente y el autobús tuvo que hacer una ruta más larga para llegar a Gemmayzeh.

Era una joven guapa, pero no hacía ningún esfuerzo por resaltar la belleza de su hermosa piel clara y su cabello negro como el ébano. Vestía vaqueros holgados y raídos, camisas de cuadros y unas viejas zapatillas de deporte blancas de imitación de Converse un poco grandes para ella. A veces le decía que esa forma de vestir no era adecuada para la imagen del salón, pero la chica se encogía de hombros y replicaba que si no le gustaba podía buscarse otra ayudante. Así que se echaba atrás, pues, a pesar de que su mal carácter la irritaba y carecía de don de gentes, era intachable en su trabajo. El salón estaba siempre impecable; las toallas, dobladas; los rulos, las horquillas y los peines, lavados; los secadores, perfectamente colocados; y la zona de depilación y maquillaje, limpia y ordenada. Además, las clientas le comentaban lo bien que les lavaba la cabeza y les daba un relajante masaje, por el que las más generosas le dejaban buenas propinas.

—Creo que el teléfono ha sonado varias veces —le informó mientras abría los otros dos oxidados candados.

—¿Por qué no me lo has dicho antes?

—¿Y qué ibas a hacer? No estabas aquí cuando han llamado.

Haraam! —rezongó en voz baja.

—Deberías comprar un contestador.

Mouna empujó la persiana metálica hacia arriba, pero esta rechinó y se quedó atascada.

—¿Puedes ayudarme?

Amal se acercó y entre las dos la levantaron lo suficiente como para que Mouna abriera la puerta con el marco de color rosa. El salón olía a polvo y humedad. Amal se dirigió hacia la parte de atrás para coger la escoba y Mouna dejó el bolso en el pequeño mostrador, se dejó caer en la silla y suspiró. Sí, necesitaba un contestador, pintar el local, comprar nuevos secadores, nuevos muebles, nuevas plantas, nuevo de todo. También tenía que conseguir más clientes, y subir los precios.

Miró a su alrededor. El local no era muy grande, solo había una habitación con tres sillones y tres anticuados secadores rosa con forma de huevo. No costaría mucho, pero en ese momento no disponía del capital necesario. Confiaba en que Amín la ayudaría. Todavía no se lo había pedido, pero estaba segura de que no se negaría, sobre todo después de la noche anterior. Al pensar en él se relajó y sacó el móvil para ver si la había llamado, pero no había ninguna llamada perdida ni mensajes. Giró la silla y revisó todas las opciones del teléfono para volver a comprobarlo, por si había borrado sin querer algún aviso. Una vez convencida de que no había nada, dejó el móvil en el mostrador. Quizá la red se había caído. En cualquier caso, se sentía decepcionada. En las pocas semanas de su relación la había llamado varias veces al día y le había enviado mensajes sensuales en los que le decía lo mucho que la deseaba, lo hermosa que era, que no podía esperar a estar con ella, cuánto la quería e incluso lo que haría si dejaba que le hiciera el amor. Así que, si había cedido a sus deseos, ¿por qué no llamaba?

Miró el anticuado teléfono de disco de color rosa y deseó que sonara. En la calle unos policías aparcaron sus motos y desmontaron. «¿Qué pasará?», pensó. De repente Amal apareció a su lado, silenciosa como un gato.

—¿Qué estarán haciendo? —preguntó Mouna con los brazos cruzados y entrecerrando los ojos por la luminosidad del exterior.

Amal se encogió de hombros, su gesto habitual, que aunaba indiferencia y apatía.

Uno de los policías llamó suavemente en la puerta de cristal.

—¿Puede enseñarme su licencia comercial? —inquirió cuando Mouna abrió la puerta.

—¿Hay algún problema? —respondió mientras se dirigía al mostrador y le entregaba el sobre de plástico en el que la guardaba.

El policía la cogió sin decir palabra y la estudió. El timbre de bicicleta que Amal había colocado en la puerta sonó débilmente y Mouna se volvió para ver quién había entrado. Era su octogenaria y cristiana casera, Claudine Haddad, clienta habitual, que vivía en un apartamento del edificio de al lado, también de su propiedad.

Tante Claudine —la saludó respetuosamente dirigiéndose a ella como «tía»—. Marhaba, ahlan. Entre, por favor.

Claudine era una gruñona y malhumorada anciana muy quisquillosa que siempre se quejaba y culpaba a Mouna de todos sus problemas, incluida la pérdida de pelo. Nunca pagaba, pues insistía en que no le hacía lo que le pedía. Incluso le gritaba a Amal porque, según ella, el pelo se le caía por el champú barato que utilizaba. Esta, por supuesto, con los auriculares puestos, no se enteraba de las infundadas quejas y oportunamente se olvidaba de abrir el agua caliente y le enjuagaba la cabeza con agua fría.

—¿Intentas matarme, estúpida? —gritaba—. ¡Mouna! ¡Mouna Husseini! ¡Esta idiota está intentando enviarme a la tumba! ¡Me va a matar de una pulmonía!

—Lo siento mucho, madame Haddad —se disculpaba inocentemente Amal—. ¿Qué me decía?

—¡El agua fría...! —empezaba a decir.

—Yo no tengo la culpa de que no haya pagado el recibo del agua caliente —le recriminaba Amal.

Claudine la miraba atónita, incapaz de responder, porque no se acordaba de si lo había pagado o no. Era sabido que guardaba el dinero debajo del colchón porque no confiaba en los bancos y creía que todo el mundo quería robarle. Tenía fama de pagar los recibos tarde o a última hora, cuando la compañía de electricidad o la del agua la amenazaban con cortarle el suministro del edificio de apartamentos, que también proveía al salón.

Normalmente Mouna murmuraba para sus adentros al ver sus horribles vestidos de andar por casa y sus zapatillas, pero no en aquella ocasión, pues quizá necesitaría su ayuda.

Tante Claudine, kifek? Ça va?

—¿Qué pasa aquí? ¿Qué has hecho? —preguntó al ver al policía—. ¿Viene a arrestarla? —inquirió volviéndose hacia el agente.

—He venido para comprobar que todo está en orden.

—¡Un poco de respeto! —le recriminó—. ¡Quítese esas estúpidas gafas para que al menos sepa con quién estoy hablando!

Avergonzado, el hombre se quitó las Ray-Ban de espejo.

—Tengo que asegurarme de que todos los comercios de esta manzana están en regla e informarles sobre el nuevo impuesto que han de pagar, al igual que los residentes.

—¿Qué impuesto?

—El que se utilizará para la reconstrucción del barrio.

—¿Tengo que pagar por vivir en esta calle? Nadie lo hará.

—Si no lo hace, madame, tendremos que encarcelarla —le amenazó el policía.

—Pues no tengo dinero —le desafió hoscamente.

—No soy recaudador de impuestos, madame, soy policía. Solo he venido para informar sobre esta nueva contribución y comprobar que los coches aparcados pertenecen a los residentes.

—¿Cuándo he de pagar?

—Le enviarán una carta.

—Y usted..., esto... —empezó a decir el policía volviéndose hacia Mouna y buscando su apellido en la licencia—, madame Husseini, tendrá que pagar el impuesto y renovar la licencia.

—Creía que duraba diez años —se extrañó.

—Sí, normalmente es así, pero los residentes de esta manzana han solicitado que se la recalifique como zona residencial y ahora es obligatorio renovarla.

—¿Es por el idiota ese y su música? —intervino Claudine.

—¿Qué idiota? —preguntó Mouna.

—Un vecino ha montado un local nocturno y un after en su apartamento —explicó el policía—. El Ayuntamiento ha recibido muchas protestas.

—Pero no sabíamos que obligarían al resto de los comercios honrados a pagar una cuota anual. Solo queríamos librarnos de ese gamberro —protestó Claudine.

—Madame, no se puede imponer un canon comercial a unos negocios y a otros no.

—¿Cada cuánto he de renovarla a partir de ahora? —preguntó Mouna.

—Todos los años.

Se quedó de piedra. ¿De dónde iba a sacar el dinero?

—¿Hay alguien con quien pueda hablar?

—Puede intentarlo con el alcalde —respondió con sorna el policía.

—Ha comentado que estaba comprobando que los coches pertenecen a los residentes. ¿Qué pasa si mis clientes viven en otros barrios? ¿No podrán aparcar aquí?

—Solo los residentes tienen permiso —zanjó el policía, ligeramente abatido. Se había dado cuenta de que el salón no funcionaba muy bien y que la nueva regulación afectaría al negocio. «Es una mujer muy guapa», pensó mientras Mouna leía las cartas que le había entregado y después lo miraba con ojos llenos de preocupación.

«¿Qué pasará con mis nuevos clientes? ¿Para qué iban a ir a un barrio que había sufrido bombardeos si ni siquiera podían aparcar? Yallah!», se dijo, sintiéndose atrapada y sin salida.

Cuando el policía se fue, volvió a sentarse en la silla del mostrador y escondió la cabeza entre las manos. De repente, sonó el teléfono y dio un respingo. Era Amín, lo sabía. Dejó que sonara tres veces. No quería hacerle creer que esperaba su llamada.

—¿Vas a contestar? —preguntó Amal mientras barría el centro del salón. Estaba tan absorta que ni siquiera la había oído acercarse—. No querrás perder un cliente, ¿verdad? Como tenemos tantos...

—Salón Cleopatra, bonjour —respondió con la voz más sexy que pudo, antes de poner cara de circunstancias y suspirar al oír la voz de su madre—. No, immi, no puedo hablar contigo ahora. Estoy ocupada —dijo enfadada—. Estoy vestida perfectamente, immi. ¡No, no te voy a llamar luego!

Al poco volvió a sonar el teléfono. «Esta vez tiene que ser él», pensó.

—¡Immi, por el amor de Alá y del profeta! ¡Sí, compraré judías verdes de camino a casa!

—Salón Cleopatra, bonjour —respondió cuando sonó el teléfono por tercera vez.

Allo —saludó una voz femenina.

—¿En que puedo ayudarla?

—Sí, esto... ¿Tiene alguna hora libre hoy?

Decepcionada porque no fuera Amín, abrió la agenda negra, miró la página en blanco y se sintió aún peor. Al menos, si estaba ocupada quizá conseguiría apartarlo de su mente.

—¿Qué querrá hacerse, madame?

—Solo quiero cortarme las puntas.

—Por supuesto, madame. ¿Le viene bien a las tres?... Muy bien. Si me permite, en nuestro salón hacemos servicios completos, así que si necesita algo más, estaremos encantadas de atenderla. —Colgó—. Amal, tenemos una nueva clienta. Vendrá esta tarde. Tendrás que limpiar el local. ¡Amal! —volvió a gritar—. ¡Tenemos una clienta nueva!

Amal se quitó los auriculares y la miró con cara de no haber entendido. Mouna le zarandeó los hombros, la abrazó y se puso a bailar a su alrededor.

—¿Qué pasa? ¿Te ha tocado un marido en la tómbola? ¿Te han hecho una proposición? —comentó con ironía antes de ponerse los auriculares.

El timbre de bicicleta sonó y entraron dos mujeres.

Bonjour, Mouna —saludaron las dos a la vez.

Bonjourein —respondió afectuosamente.

Nisrine Saliba y Ghida Salameh vivían en el edificio de enfrente. Las dos tenían más de sesenta años y se conocían desde los cinco. Eran unas excelentes reposteras, famosas en el vecindario por los dulces que hacían por encargo para amigos y vecinos.

De vez en cuando recibían pedidos de clientes que vivían fuera de Gemmayzeh, pero no muy a menudo. Hacía tiempo que todo el mundo las animaba a abrir una pastelería y rentabilizar su talento, pero se habían negado alegando que lo hacían con cariño para sus conocidos y que el amor endulzaba los pasteles, no la miel o el azúcar. Si bien cada cual tenía su favorito, su nammura y mamul eran sin duda los postres estrella. Cuando aparecían en alguna celebración se oían murmullos de aprobación y la gente se quedaban sin palabras al saborear la mantequilla, las nueces y la miel que se fundían en sus bocas y sus ojos expresaban el supremo éxtasis que provocaban esos sabores.

Ambas estaban casadas con hombres que también habían sido amigos desde niños. Como suele suceder, con el tiempo se habían enfadado, dejando a sus esposas con el dilema de si apoyar a sus parejas y enfadarse la una con la otra.

Jair? —preguntó a Ghida mientras le limpiaba el esmalte de uñas y Amal acompañaba a Nisrine para lavarle el pelo. Su mente divagó mientras la clienta repetía la misma historia que le había contado varias veces. Era casi la hora de comer y Amín no la había llamado.

—Y entonces dijo... —comentaba Ghida cuando sonó el teléfono.

«Amín, gracias a Dios», pensó. Dejó caer la mano de Ghida en un cuenco con agua jabonosa sin previo aviso y corrió hacia el teléfono.

—Salón Cleopatra, bonjour —saludó alegremente.

Bonjour —respondió una voz de mujer.

—¿En qué puedo ayudarla?

—Me gustaría pedir hora para esta tarde, por favor.

—¿Qué quiere hacerse, madame? —preguntó, y la euforia de tener otra clienta reemplazó su inicial decepción.

—Lavar y marcar. Tengo que ir a una fiesta esta noche.

—Por supuesto, ¿a qué hora?

—¿A las tres?

Mouna miró la agenda. Había dado cita a esa hora.

—Madame, ¿le viene bien venir a las dos y media o a las tres y media?

—No, si no es a las tres tendré que buscar otro salón.

—No se preocupe, madame. Estaremos encantadas de atenderla a las tres.

—Me llamo Lailah Hayek.

—Muchas gracias, madame. Hasta luego.

Miró la agenda, vacía excepto por la doble reserva a la misma hora: Nadine Safi y Lailah Hayek. Se preguntó quiénes serían antes de continuar con la manicura de Ghida.

—Por cierto —comentó Ghida interrumpiéndose en el relato del enfrentamiento entre su marido y el de Nisrine—, casi se me olvida: tenemos un pedido importante de nammura para un misterioso cliente —dijo en voz baja inclinándose hacia delante como si le estuviera contando un gran secreto.

—¿Sí? —se extrañó fingiendo interés.

—¿Te gusta este color cereza, Ghida? —las interrumpió Nisrine mientras se miraba en el espejo.

—Parece el esmalte de uñas que llevo —respondió con sarcasmo.

—Pero ¿me favorece?

—Podemos aclararlo un poco —sugirió Mouna.

—¿No me dijiste que era el color de moda? —argumentó Nisrine.

—No le eches la culpa a Mouna por querer parecerte a un cerezo —la reprendió Ghida.

—No la culpo a ella.

—Eres demasiado... No entiendo por qué eres tan poco natural. ¿Por qué no te lo tiñes de negro? —añadió Ghida.

—¡Negro! ¡Negro! —exclamó Nisrine—. ¿Como el que llevas tú?

—¿No te parezco más natural que ella? —preguntó a Mouna.

De repente se oyó una risa contenida en el armario de los productos. «¡Esta Amal!», pensó Mouna, aunque tuvo que admitir que la situación era graciosa.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Nisrine.

—Señoras, señoras —intervino Mouna para calmarlas—. Todas tenemos diferentes gustos y lo maravilloso de teñirse el pelo es que se puede cambiar el color —sentenció. Acabó de aplicar la segunda capa de «Cereza» en las uñas de Ghida y se levantó.

Antes de ocuparse de Nisrine le pasó los dedos por su escaso pelo.

—A mí me parece bonito, y así cambias ese tono lila. Parecerás más joven. Mira —dijo enseñándole un anuncio de L’Oréal en el que aparecía Linda Evangelista con ese mismo color.

Nisrine sacó las gafas del bolso, miró la fotografía y sonrió.

—¿Lo ves? —le indicó a Ghida—. Ese es el aspecto que tengo. —Cogió la revista y se la puso delante de la nariz—. Lo que pasa es que tienes celos.

—Si te pareces a ella, yo soy miss Líbano.

—¿Han preparado ya el pedido de nammura? —preguntó Mouna peinando a Nisrine antes de ponerle los rulos. Se volvió hacia Amal para indicarle que le lavara el pelo a Ghida antes de que empezaran a discutir otra vez.

—Deja que te cuente qué pasó —dijo Nisrine frotándose las manos con regocijo—. Ghida y yo estábamos haciendo mamul para el bautizo del hijo de Nicole cuando sonó el teléfono. Tenía las manos llenas de harina y Ghida estaba echando miel a las nueces. Nos miramos la una a la otra y después al teléfono. Por suerte dejó de sonar.

Mouna se echó a reír.

—Pero volvieron a llamar. Así que Ghida dejó la jarra de miel, me limpié las manos y nos pusimos el auricular en los hombros para que pudiéramos oír las dos. Las dos dijimos «Allo» y entonces... —hizo una pausa como si fuera un gran secreto de Estado— una voz masculina preguntó si era el número de Ghida Salameh y Nisrine Saliba. Las dos dijimos que sí. Quiso saber con quién estaba hablando y le aclaré que era Nisrine; Ghida se presentó a sí misma. En cualquier caso, si no sabía distinguirnos no debía de ser muy inteligente. ¿Cómo es posible? En fin, así es la gente joven de hoy en día —añadió meneando la cabeza—. Se creen muy listos porque van a todas esas modernas escuelas y universidades en el extranjero...

—¿Y qué pasó después? —preguntó Mouna para que no se fuera por la tangente.

—Nos pidió que esperáramos. Tuvimos el teléfono en los hombros unos quince minutos —exageró—. Después se puso una mujer y dijo que quería hacer un gran pedido de nammura.

—Le pregunté cómo nos había localizado y me contestó que no tenía importancia. De hecho, me pareció muy altanera y no me gustó su tono de voz, así que le dije a Ghida que se ocupara ella. En fin, nos llamó ayer a mediodía, quería que le hiciéramos tres bandejas para las tres de la tarde —comentó horrorizada—. ¿Qué se cree esa gente, que somos robots? Tuvimos que explicarle que no éramos una pastelería, que solo teníamos dos hornos y que necesitaríamos al menos dos días.

Mouna chasqueó la lengua y meneó la cabeza.

—Nos aseguró que nos pagaría el triple si se lo entregábamos hoy.

—Imagino que dijeron que sí —aventuró Mouna con los ojos muy abiertos.

—Ghida es una auténtica mujer de negocios —señaló mientras la ayudaba a sentarse debajo del secador—. Me ha hecho trabajar toda la noche. Mira qué dedos y manos tengo, en carne viva —se quejó antes de dejarse caer en el sillón para que le ajustara el secador.

—No se preocupe, le haré la manicura y se las dejaré como nuevas. ¿Quién era esa mujer tan rica? —preguntó antes de enchufar el secador.

—Dijo que se llamaba Imaan Sayah. Imagino que pensó que la conocíamos —gritó cuando el aire caliente empezó a soplar en el pelo rojo lleno de rulos color fucsia.