Capítulo quince

Rima buscó en el guardarropa. «Haraam!», maldijo entre dientes. No encontraba el bolsito que había llevado en la fiesta de Imaan.

—¡Lina! ¡Lina! —gritó. «¿Dónde estará esa maldita vaga?», pensó mientras abría cajones y cajas, y revolvía todo lo que la criada había organizado con sumo cuidado—. ¡Lina! —gritó a voz en cuello.

—¿Madame? —contestó esta desde la puerta del dormitorio.

—¿Dónde está mi bolso?

—¿Cuál, madame? —contestó con un tono que disimulaba condescendencia.

Rima chasqueó la lengua, molesta por su fingida ignorancia y se dejó caer en un sillón.

—Lina —empezó a decir tras inspirar con fuerza para no perder la calma—, no te hagas la tonta. El que llevé a la fiesta.

—¿Qué fiesta, madame? ¿La del martes? ¿La del miércoles? ¿Las de la semana pasada? —inquirió sin alterar el tono.

—¡No hagas preguntas idiotas! ¡El bolso que llevé con los pantalones negros y el top!

—Ah, ahora lo tengo claro, madame.

—Vaya, así que sabes a cuál me refiero. ¿Por qué te haces la tonta?

—Madame, siempre viste de negro cuando sale.

—¡Encuéntralo!

Lina entró en el guardarropa. Diez minutos más tarde, Rima dejó el ejemplar del Mondanite en el que había estado comprobando los ecos de sociedad por si aparecía en alguna fotografía o si se mencionaba su presencia en alguna fiesta o cena.

—¡Lina! ¿Qué estás haciendo?

No hubo respuesta.

Resopló y volvió a concentrarse en la revista. Poco después la cerró de golpe y se levantó. «¿Qué demonios está haciendo?», pensó. Estaba a punto de entrar en el guardarropa cuando la vio salir tambaleándose con un montón de cajas.

—¡Por Dios! ¿Qué es eso? —Lina las depositó en el suelo—. ¿Estás sorda? ¿Qué estás haciendo?

—Madame, pensaba enseñarle todos los bolsos que tiene.

—Pero si solo quiero el que llevé a la fiesta de Imaan...

—Ese está en la tintorería.

—¿Por qué?

—Porque vomitó en él, madame.

Rima guardó silencio. Aquella noche estaba tan borracha que no se acordaba de nada.

—¿Qué hiciste con lo que había dentro?

La sirvienta abrió una caja en la que entre otras cosas estaba la tarjeta de Rachid.

Rima se abalanzó sobre ella con una sonrisa en los labios, sabía perfectamente qué iba a decirle.

—¿Qué estás mirando? ¡Recoge todo eso y prepárame un café!

Rima dejó a Lina en el dormitorio y fue al salón para hablar en privado. Había esperado unos días antes de llamarlo, no quería parecer ansiosa.

Marcó el número, pero su llamada fue directamente al buzón de voz. Dudó si dejar un mensaje. Esperó unos minutos y apretó el botón de rellamada. Aquella vez estableció comunicación y su corazón se aceleró.

Rachid solo llevaba puestos unos calzoncillos blancos, su enorme tripa colgaba por encima del elástico y las tetas le llegaban casi hasta el estómago. Estaba despeinado y miraba el televisor sentado en un sofá del salón de la casa en la que había instalado a Heba Abdo, una antigua querida con la que había vuelto a retomar la relación hacía poco tiempo. Acababa de pagar y despedir a la francesa que había compartido cama con Heba mientras él miraba. Encendió un cigarrillo y contestó.

Allo.

—¿Rachid? —preguntó en tono seductor.

—¿Quién llama?

—Soy Rima —contestó alegremente.

—¿Rima?

—Sí, esto... Te acuerdas de mí, ¿verdad?

¿Con quién estaba hablando? Seguramente merecía la pena como para darle su número privado. Lástima que no hubiera llamado antes, seguro que le habría encantado unirse a Heba y a la francesa.

—Por supuesto, chérie. Nos vimos la otra noche.

—Sí —dijo Rima, encantada de que la recordara.

Kifek?-preguntó para que siguiera hablando.

—Muy bien. No te he llamado antes porque he estado muy ocupada. Tony había invitado a unos amigos de Londres y ha sido un caos.

«¿Tony? ¿Rima? ¡Claro, Tony Saad! ¡Es su mujer! La borracha de la fiesta de Imaan. No está mal. Tiene un buen culo y está deseosa», pensó.

—No te preocupes. Al menos no te has olvidado de mí. Mejor tarde que nunca.

Rima soltó una risita.

—Te llamo porque comentaste que a lo mejor podías ayudar a Tony en su nuevo negocio.

—Sí, me encantan los nuevos negocios —aseguró riéndose por lo bajo.

—¿Entonces?

—¿Por qué no nos vemos antes? Me encantaría que me hicieras una demostración.

—Estaré encantada —aseguró coquetamente—. Una demostración... Sí, estaba pensando en lo mismo.

—Le diré al chófer que pase a buscarte a las siete —dijo con voz imperiosa.

—¡Estupendo! —aceptó entusiasmada; le encantaban los hombres que tomaban la iniciativa—. ¿Adónde iremos?

—Ya lo verás.

—Estoy deseando verte. Yallah! Hasta luego.

Lailah miró su iPhone. Eran las seis y media. No sabía si cancelar la cena que había organizado en casa para su madre y dos de sus tías, pero seguramente su madre estaría vistiéndose ya. Llamó a la cocina por el interfono.

—Teresa, ¿puedes venir, por favor? Espera, ¿antes puedes decirle a Marcos que salga a las siete y media para recoger a mi madre? —le pidió a la criada paraguaya.

—Madame, Marcos ha salido con monsieur.

—¿Por qué? Pensaba que había dicho que no lo necesitaba.

—No lo sé, madame. Me ha dicho que se iba con monsieur. —Lailah guardó silencio—. ¿Lo llamo?

—No. Sube, por favor, ya le diré a mi madre que venga con su chófer.

Escondió la cara entre las manos. Sabía lo que estaba haciendo. ¿Por qué tenía que implicar a los criados? ¿Por qué no era más discreto? Bastante vergonzoso era que durmieran en habitaciones distintas como para que Marcos tuviera que hacerle el trabajo sucio. Estaba segura de que Teresa y el resto del personal lo sabían. Se miró en el espejo del tocador y se retiró el pelo de la cara. ¿Cómo podían haber acabado así? Rachid la había apartado de él porque se negaba a hacer lo que le pedía. Pero a ella le repugnaba, le daba asco y solo conseguía que sintiera mayor repulsión hacia él. Había mencionado el tema a los pocos meses de casarse y ella se había reído pensando que era un chiste. Pero no lo era. Siguió sacándolo a relucir, insistió, le enseñó fotografías... Al recordarlo sintió un escalofrío.

Se alegraba de no haber cedido a sus exigencias, a satisfacer sus desviaciones sexuales.

—Madame? —Teresa llamó suavemente a la puerta.

—Sí, pasa.

Teresa era paraguaya, tenía casi sesenta años y había trabajado para Rachid durante mucho tiempo. Lo había visto y oído todo, o casi todo. Lailah le caía bien y se había alegrado de que se convirtiera en la señora de la casa. A su vez, Lailah estaba encantada con ella. Le gustaba la forma en que se ocupaba de todo, pero además confiaba y le agradaba hablar con ella.

—Mi madre y mis tías vendrán a cenar esta noche.

—Sí, madame. Me he tomado la libertad de preparar algunos de los platos que le gustan a su madre.

—Gracias, Teresa. Llegarán a las nueve, más o menos.

—Muy bien, madame. Si no me necesita para nada más...

—No, Teresa, gracias. —La mujer se quedó frente a ella con la vista baja—. ¿Qué pasa?

—Madame, sé que no es asunto mío, pero he notado que últimamente está muy triste. ¿Le ocurre algo?

—No lo sé, Teresa...

—Tiene que ver con monsieur, ¿verdad? —preguntó, aunque sabía bien que esa era la razón.

Lailah asintió y la miró a los ojos.

—¿Qué voy a hacer?

—Madame, intente no disgustarse. Monsieur es como es, siempre será así.

—Lo sé, sé que los hombres no cambian nunca; por mucho que digamos que una vez casadas conseguiremos cambiarlos, nos mentimos a nosotras mismas.

Teresa sonrió.

Sonó el teléfono. ¿Quién sería?

Hizo un gesto con la cabeza para indicar a Teresa que podía retirarse.

—Si hay algún cambio en los planes, te avisaré.

—Gracias, madame.

—¿Sí? —contestó al teléfono.

—¿Madame Hayek? —preguntó una voz femenina.

—Sí, soy yo. —La línea se quedó en silencio—. ¿Sí? —volvió a preguntar, pero no obtuvo respuesta.

—Esto... Madame Hayek...

—¿Quién es?

—Soy...

—¿Quién? ¿Quién es? —repitió enfadada.

Pero Amal no consiguió articular palabra y, al notar el tono de irritación en su voz, colgó. Lailah miró el número, era el del salón de belleza Cleopatra. Se preguntó a qué vendría aquella llamada y concluyó que habría sido una equivocación.