CAPÍTULO DIECISIETE

 

EN mayo de 2006 conocí a Malini Ramani, una mujer india llena de energía, desbordante, llamativa y guapa, en un cóctel en Nueva York. El Consejo Indio de la Moda acababa de designarla como la mejor diseñadora del año y lo estaba celebrando con unos amigos. Descubrimos que teníamos mucho en común, ya que las dos habíamos vivido en Delhi de pequeñas.

—¿Sigues bailando kathak? —me preguntó Malini.

—Por desgracia no, lo dejé hace años, pero ahora bailo flamenco.

—¡Flamenco! —exclamó Malini—. Me encanta el flamenco. ¿Cómo demonios te dio por ahí?

No quise contarle toda la historia, así que le contesté de forma vaga hasta que solté:

—Pero acabo de enterarme de que mi abuela era malagueña y que era bailaora de flamenco.

—¡Ganesha bendito! ¡Es increíble!

A las pocas semanas sonó mi teléfono. Nunca respondía llamadas de números privados o desconocidos, pero salía a toda prisa por la puerta y contesté sin mirar.

—¿Podría hablar con Maha Akhtar, por favor? —requirió una voz masculina.

—Soy yo.

—No nos conocemos, pero creo que somos primos. Me llamo Hanut Singh y su padre, Ajit Singh, era mi tío abuelo.

Empezamos a hablar y enseguida hicimos planes para vernos en cuanto los dos estuviéramos en la misma ciudad.

Resultó que cuando Malini Ramani había vuelto a Delhi a finales de mayo, había llamado enseguida a su buen amigo Hanut para comer juntos y ponerse al día de todos los cotilleos. En esa comida fue en la que le contó que me había conocido en Nueva York y que sospechaba que Hanut y yo éramos parientes.

Era la última semana de Rather en la CBS News y yo estaba recogiendo las cosas de su oficina. No hubo fiesta de despedida para Rather. Simplemente se difuminó en la puesta de sol y dejó que yo pusiera el punto final a su trayectoria profesional. De hecho ni siquiera apareció su último día de trabajo, el 30 de junio de 2006, que también fue el mío.

Aquella noche cuando llegué a casa tomé la decisión de dedicarme al baile, de cumplir mi promesa a Krishna Maharaji. Tenía claro que la única forma de hacerlo era viviendo en Sevilla. Mientras solucionaba algunos asuntos antes de marcharme, el azar quiso que mi primo Hanut hubiera ido un par de días a Nueva York. Quedamos para tomar una copa rápida e inmediatamente nos caímos bien. Hanut se iba a Londres al día siguiente y yo a Sevilla.

—¿Por qué no vienes a Delhi en julio? —me invitó Hanut—. Me encantaría que conocieras al menos a parte de la familia y esas fechas son las más adecuadas. Mi madre no estará, pero conocerás a Mapu Chachu, que es demasiado intenso como para describirlo con palabras.

—Vale, no podré quedarme mucho tiempo, pero iré a pasar una semana.

—Estoy deseando que los conozcas a todos.

Al día siguiente me marché a Sevilla, para embarcarme finalmente en lo que había querido hacer toda mi vida. Todavía me estaba instalando y llamando a los amigos para decirles que había llegado, cuando un amigo me invitó a comer con una famosa bailaora de flamenco que resultó ser Manuela Carrasco, una bailaora gitana de Triana, la actual abanderada del flamenco y una mujer con un alma extraordinariamente generosa.

La complicidad entre las dos fue tal, que parecía que nos conociéramos de antes. El lazo de hermandad fue instantáneo y descubrimos que teníamos muchas cosas en común. Hablamos del flamenco, del kathak, de la India, de los gitanos de Andalucía y del viaje que éstos hicieron desde el Rajastán hasta el sur de España.

Le conté a Manuela el proyecto en el que había trabajado con Maharaji hacía veinticinco años y que justo cuando lo estábamos acabando éste había muerto en mis brazos.

—Le prometí que algún día acabaría ese proyecto.

—Entonces deberíamos hacerlo.

—¿Qué quieres decir?

—Maha, llevo años buscando algo o alguien que me inspire para hacer algo nuevo. En el flamenco de hoy en día todo el mundo cree que lo suyo es nuevo sólo porque lo mezcla con otras cosas. Les encanta la palabra «fusión». Y lo que consiguen acaba siendo horrible porque el flamenco no tiene nada que ver ni con el jazz ni con el claqué ni con el ballet o la danza moderna.

Me mostré de acuerdo.

—Podríamos hacer un encuentro entre el kathak y el flamenco a través de la música y el baile. Yo sería tu antecesora en el kathak —sugerí—. Y tú podrías mostrar cómo ha evolucionado hasta lo que es el flamenco hoy en día.

Manuela asintió y sonrió. De esa forma, un cuarto de siglo después de formular su promesa, empecé a cumplir el postrer deseo de Krishna Maharaji.

A finales de julio el avión de la British Airways en el que viajaba aterrizó en Nueva Delhi a las cinco y media de la mañana de un lunes. Llovía torrencialmente. Pasé el control de inmigración con la esperanza de que Hanut estuviera allí para recogerme o hubiera enviado a alguien a hacerlo. Hacía muchos años que no había estado en esa ciudad y, a pesar de que conservaba una vaga idea de dónde vivía, por la dirección que me había indicado, no tenía ni idea de cómo explicárselo a un taxista.

Huelga decir que el poco hindi que sabía lo tenía muy oxidado. Le di la dirección al conductor que, por supuesto, me preguntó cómo llegar hasta allí.

—Usted es el taxista, ¿por qué me pregunta?

—Es que no conozco esa calle.

—Venga, venga, ya preguntaremos de camino.

—De acuerdo.

Miré en mi monedero para ver si tenía alguna rupia. Gracias a Dios las tenía.

Después de muchas vueltas, de ir de allá para acá y preguntar un montón de veces, llegamos a casa de Hanut.

Llamé al timbre y una encantadora mujer, que más tarde supe que era la abuela materna de Hanut, salió en bata. Me incliné para tocarle el pie y dije:

—Namaste. Siento molestarla a estas horas de la mañana, estoy buscando a Hanut Singh.

—Oh, querida, vive en el piso de arriba. Creo que te has equivocado de timbre.

—Siento mucho haberla despertado.

En ese momento se abrió otra puerta y uno de los criados de Hanut bajó corriendo, cogió mi maleta y me pidió que lo acompañara.

Sonreí, volví a disculparme, dije namaste y Hanut la saludó desde la parte superior de las escaleras.

—Bienvenida a Delhi, querida. ¿O debería decir bienvenida de vuelta a Delhi?

La semana pasó volando. Hablamos sin parar. Hanut me contó todo lo que sabía sobre Ajit, que no era mucho ya que era muy joven cuando éste había muerto, pero recordaba haber ido a verlo al hospital.

—Toda la familia, y me refiero a todos y cada uno, adoraba al tío Ajit. Cuando conozcas a Mapu Chachu te contará muchas más cosas.

Estaba deseando ver fotografías de mi padre, pero no quería parecer vehemente.

—Hanut...

—No te preocupes —me tranquilizó anticipándose a mi petición—, estoy intentando encontrar los álbumes. Si estuviera mi madre nos diría dónde están exactamente, pero yo tendré que buscarlos.

Martand Singh, o Mapu Chachu, tal como lo conocía todo el mundo, era primo hermano mío; una persona encantadora, guapa, culta y uno de los más destacados expertos mundiales en arte indio, textiles y literatura en sánscrito. Hanut organizó una larga comida y Mapu Chachu también confesó que adoraba a Ajit.

Fuimos al sexto cumpleaños de uno de los niños para que conociera a algunos de mis otros primos. En esa fiesta vi por primera vez una imagen de mi padre. Era un retrato, pero estaba muy dañado y los detalles no se apreciaban con claridad. Llevaba el traje tradicional de la India y un turbante. Su túnica parecía estar profusamente bordada.

—No te preocupes, querida —me tranquilizó Mapu Chachu—, aquí hay cientos de fotografías y en casa estoy seguro de que Maharaj tiene alguna.

Maharaj era mi otro primo hermano y el actual marajá de Kapurthala. No llegué a conocerlo en aquel primer viaje, ni tampoco a mi tercer primo hermano, Arun Singh, padre de Hanut.

Mientras paseaba con Hanut por Delhi pude comprobar lo mucho que había cambiado la ciudad. Había desaparecido gran parte de la contaminación y parecía mucho más limpia de lo que recordaba. La semana pasó en un santiamén y con muchas cosas aún por descubrir, tuve que volver a Sevilla y después a Nueva York.

De repente empecé a recibir correos electrónicos de gente que no conocía y que se presentaban como familiares míos. Aquello me emocionó. Esa familia me recibía con los brazos abiertos y me apretaba contra su pecho como si siempre hubiera estado con ellos.

—Así que ahora eres una princesa, ¿no? —bromeó Duncan con una amplia sonrisa cuando le hablé de todos los correos que había recibido.

—Venga, Duncan...

—Bueno, me preguntaba si debería encargar unas tarjetas de visita en las que pusiera algo como «Duncan Macaulay, consorte de su Alteza Real Rajkumari de Kapurthala».

—Déjalo ya, Duncan. Para mí fue muy emotivo. A mis cuarenta y dos años he encontrado una familia que no sabía que tenía.

—Lo sé, Maha, lo sé —dijo cogiéndome la mano—. ¿Sabes? Te han dado más amor y cariño que el resto de tu familia en los ocho años que llevamos juntos.

—Sí, pero aún me quedan muchas cosas por saber.

—Acabas de conocerlos. En primer lugar te costará asimilar todo lo que has descubierto. Después tendrás que volver a ver a Hanut, Maharaj y el resto de la familia. No puedes hacerlo de la noche a la mañana. Date tiempo.

Como siempre, Duncan tenía razón.