CAPÍTULO DOCE
REGRESÉ a Londres el 17 de mayo de 1982. A pesar de que me habían aceptado en el Saint Catherine’s College de Cambridge, ya no deseaba seguir viviendo en Inglaterra. Además, no sabía cómo pagarme los estudios, puesto que mi padre había retirado el fondo depositado en un banco de Londres para costeármelos. No sabía adónde ir, mis padres vivían en Karachi, pero aquélla no era mi casa y, por si fuera poco, me habían repudiado, así que ya no podría volver allí nunca más. Había pasado mucho tiempo en casa de mi tía en Londres, pero ése tampoco era mi hogar. Delhi me había gustado, había sentido adoración por Krishna Maharaji y me había encantado bailar porque la combinación del lugar, mi maestro y mi pasión me habían aportado la seguridad y estabilidad que jamás me habían dado mis padres. Mientras que mi padre había intentado imponerme sus ideas sobre lo que se podía y no se podía hacer, Krishna Maharaji me había ofrecido libertad. Pero una vez desaparecido, Delhi tampoco era mi hogar.
Cuanto más pensaba, más cuenta me daba de que no tenía un hogar. Me pregunté cómo sería tener uno, un refugio, un lugar al que acudir cuando te sientes solo o asustado, o necesitas reflexionar. Me pregunté qué se sentiría al meterse en la cama en la que uno ha dormido de niño y tener una madre que te arrope y te dé un beso de buenas noches.
Me sentía desarraigada e intranquila, y no sabía qué hacer.
Una de las cosas que tenía pendiente era volver a Bedales para recoger una mochila llena de papeles y libros, pero hasta mitad de junio no encontré el momento para subir al tren. No esperaba ver a nadie conocido, puesto que las vacaciones de verano ya habían comenzado, pero cuando entré en el vestíbulo principal me tropecé con Margery McKenna, mi profesora de Historia, una escocesa con marcado acento de Glasgow, grandes y alegres ojos azules, y una revuelta mata de pelo leonada.
—¡Maha! —exclamó sorprendida—. Me alegro de verte. ¿Qué demonios haces aquí? ¿No deberías estar en Delhi?
Margery se había casado hacía poco con un paquistaní. Lo habían hecho en segundas nupcias los dos y Margery no sólo había adoptado el apellido de su marido, sino que había accedido a ir a Pakistán. Ambos estaban de acuerdo en que aquel país les ofrecería una vida mejor que la que pudieran tener en las frías y grises Inglaterra o Escocia.
Conocía a Hasan Rehman y me caía muy bien. Profesor de Ciencias Políticas, era una persona apacible e inteligente que trataba a todo el mundo por igual. Sentía una innata curiosidad por la gente y, a diferencia de mi padre, también paquistaní, me animó a que le hablara de mi experiencia en la danza. Durante los años que pasé en Bedales preparando los exámenes finales de bachiller superior establecí una buena amistad con ellos y fue Margery la que me sugirió que eligiera Historia en Saint Catherine’s.
—¿Qué tal esta, señorita Rehman? —pregunté antes de darle un abrazo.
—Bien, muy bien. Empaquetando y preparándome para mi nueva aventura. ¿Y tú? ¿Ya estás lista para ir a Cambridge?
Me cambió la expresión de la cara.
—¿Qué pasa, Maha?
—¿Podría hablar con usted un momento, señorita Rehman?
—Por supuesto, querida. Estoy segura de que en algún sitio encontraremos una taza de té.
Hablé, hablé y hablé, y me desahogué con ella. Le hablé de mi madre, de mi padre, de mi vida, de mis pasiones, de que mi padre me había repudiado, de tía Hafsah, de que guruji había muerto en mis brazos y de todo lo que era importante para mí.
—Aquí ya no me siento en casa, no sé lo que estoy buscando y ni siquiera sé dónde está mi hogar. ¿Qué debería hacer, señorita Rehman?
—Sé de lo que me hablas, Maha. ¿Por qué crees que voy a Pakistán? Tengo cuarenta y cinco años y me he casado con un hombre completamente diferente a mi primer marido, Jimmy, Dios lo bendiga. Yo también necesito ir a algún lugar en el que no haya estado nunca y experimentar algo nuevo.
—¿Tiene miedo, señorita Rehman?
—Muchísimo.
—¿Y si no sale bien?
—Bueno, Glasgow no se va a mover de su sitio. Seguirá donde está, gris, deprimente y húmedo, y siempre habrá muchos Jimmys. —Nos echamos a reír y luego callamos.
—Maha —dijo después Margery con tono serio—. No te voy a decir lo que tienes que hacer ni a tomar decisiones por ti, pero ¿has pensado alguna vez en ir a Estados Unidos?
—La verdad es que no —contesté sorprendida—. Siempre me habían metido en la cabeza ir a Cambridge.
—¿Has estado alguna vez en Estados Unidos?
—No, nunca.
—Hace un tiempo cogí un año sabático y fui a enseñar Historia un par de cursos a una universidad femenina de las afueras de Filadelfia llamada Bryn Mawr. Es excelente. Sólo hay trescientas chicas por clase y es muy, muy académica. Puede que sea lo que necesitas para despejarte la cabeza.
—Pero, señorita Rehman, ¿cómo voy a pagarla? Mi padre me ha desheredado por completo —aduje poniéndome de pie.
—¿Y cómo pensabas pagar Cambridge?
—Mi padre puso dinero en un fondo antes de desheredarme, pero sólo si iba a Cambridge. Ahora ni siquiera tengo eso.
—¡Qué cabrón! —murmuró para sus adentros—. Lo siento, querida —añadió conteniéndose.
—Tiene razón, señorita Rehman, es la palabra que mejor lo describe —la disculpé.
—Las universidades norteamericanas ofrecen ayuda financiera o becas a sus alumnos —continuó Margery—. Tendrás que solicitarlo por separado y justificar la necesidad de ayuda, pero ¿quién sabe?, a lo mejor tienes suerte.
Aquella misma tarde decidimos que iría a pasar una temporada con ellos y Margery me ayudó a completar las pruebas requeridas, a rellenar los formularios, incluidos los de las becas, y a redactar el trabajo. El único problema era que estábamos en junio y las universidades estadounidenses sólo aceptaban solicitudes en noviembre para el curso que empezaba en septiembre.
—¿Qué hago? ¿Tendré que esperar hasta septiembre de 1983? No puedo, me volveré loca.
—Espera, deja que llame a la decana de Bryn Mawr. Si no te importa le explicaré tus circunstancias personales. Tienes un historial académico impresionante.
También me sugirió que rellenara solicitudes para otras universidades en las que ella o su marido conocían al decano o a alguien del consejo escolar, de esa forma siempre podría enviarles una carta explicándoles mi situación personal.
—Por si acaso, jovencita, nunca se sabe —sugirió guiñándome un ojo.
Esperé con paciencia. Todos los días me acercaba al buzón para ver si había llegado alguna carta, de donde fuera. Pero esperar no era precisamente una de mis virtudes y empecé a impacientarme.
—¿Por qué no han contestado, señorita Rehman? A lo mejor piensan que soy una idiota.
—Venga, no seas tonta, espera. Seguro que algo pasará.
Y tenía razón.
La decana de Bryn Mawr, Mary-Pat MacPherson, me admitió para la promoción de 1986, por mi historial académico y por el trabajo que había redactado. Y, debido a mis circunstancias personales, me habían concedido una beca completa. Mi primer curso en la universidad empezaría en septiembre.
También me habían aceptado en Princeton, Berkeley, Vassar y Dartmouth, todas con ayuda financiera.
—¡No puedo creerlo! —grité entusiasmada—. ¡No me lo puedo creer!
Me puse a bailar en la cocina agitando las cartas frente a Margery—. ¿Qué hago? No creía que fueran a... ¿Qué hago?
—Ve a Bryn Mawr —me aconsejó—. La formación es buena y aprenderás mucho. Además, Kate Hepburn estudió allí. Quien sabe, a lo mejor tienes suerte y te dan la misma habitación que a ella.
El 1 de agosto de 1982 compré mi billete de ida a Nueva York. El día antes de salir de Londres fui a casa de mis tíos para despedirme.
—No acabo de hacerme a la idea de que te vayas a Estados Unidos —confesó Hafsah—. No entiendo por qué quieres irte tan lejos de lo que conoces y de tu familia.
—Tía, necesito ir a un sitio nuevo. Necesito saber cuál es mi lugar. Busco algo, pero no sé lo que es. Quizá lo encuentre allí.
Aproveché para recoger algunas de las cosas que todavía tenía allí. Entre ellas un ajado koala de peluche que Kimberly, la amiga de mi madre, me había regalado en Sydney cuando era niña. También cogí el osito que guardaba desde que tenía dos años. «Pobre Jude —pensé al verlo—. Ha pasado por lo mismo que yo. Le he dicho de todo. Le he gritado. He llorado sobre él, y sigue conmigo.» Otra de las cosas que me llevé fue el cofre de cuero que mi madre había insistido en que me comprara mi padre en Granada.
Lo abrí y me invadió de nuevo el olor a flores de naranjo de los jardines de la Alhambra. En el interior había una foto mía en brazos de mi madre. Lo cerré rápidamente. Eché un vistazo a mi alrededor y di gracias por el refugio que me había proporcionado aquella habitación durante mis años más duros.
El taxi me estaba esperando y yo corrí escaleras abajo.
—Bueno, ya está —dije mirando a mi tía.
Hafsah me abrazó con lágrimas en los ojos.
—Dios te bendiga, Maha. Ya sabes que estaremos aquí siempre que nos necesites.
Intenté no derrumbarme. No sabía cuándo volvería a ver a mis tíos. Les di un abrazo sin entretenerme demasiado por no prolongar la despedida y subí al taxi que me llevó a casa de los Rehman, en Bedales. Al mirar el paisaje londinense no pude contener más las lágrimas. Saqué a Jude del bolso y lo abracé, como hacía desde niña siempre que estaba triste.
Tres semanas más tarde Margery y Hasan Rehman fueron a despedirme a Heathrow. Margery me abrazó y se echó a llorar cuando nos separamos, y yo intenté contenerme de nuevo. No me gustaba que me vieran llorar porque me parecía que las lágrimas eran una muestra de debilidad. Crecí viendo la tristeza en el rostro de mi madre y las casi constantes lágrimas de sus ojos, y me había jurado que nadie vería las mías, si podía evitarlo.
Pero cuando el avión despegó, empecé a sollozar sin poder remediarlo. Finalmente desahogaba toda la angustia que había sentido a lo largo de mis diecisiete años. El dolor y la pena conseguían que me temblara todo el cuerpo.
Una de las azafatas me trajo pañuelos, agua y zumo.
—¿Estás bien, cariño? ¿Puedo ayudarte en algo? —preguntó arrodillándose a mi lado.
La miré y sentí de nuevo cómo las lágrimas humedecían mis mejillas.
—Echo de menos a mi madre. Me gustaría estar con umma.
Lloré casi todo el viaje hasta Nueva York. Las azafatas pensaron que quizá mi madre había fallecido hacía poco e hicieron todo lo que pudieron por consolarme.
Cuando el avión sobrevoló la ciudad, miré por la ventanilla y lo que vi me aterrorizó. Era una auténtica jungla de cemento. Casi todo lo que sabía de Estados Unidos lo había visto en Kojak, Starsky y Hutch, Chips patrulla motorizada, Hawai 5 - 0, Los ángeles de Charlie y otras series de televisión que habían cruzado el Atlántico.
Mi corazón latía a toda velocidad cuando aterrizamos en el aeropuerto JFK. Esperé en una larga fila para pasar el control de inmigración, y me maravillé al oír todos los acentos e idiomas imaginables.
En 1982 Nueva York parecía «el destino». Todo el mundo quería ir allí, hacerse rico y tener éxito veloz, como J.R. Ewing, el protagonista de Dallas. Todos querían vivir su propia versión del sueño americano.
Recogí la maleta y salí fuera. Margery Rehman me había dado unos cientos de dólares, al igual que Hafsah y Farhan, así que de momento me sentía bastante segura. La señorita Rehman también me había indicado con precisión cómo llegar a Bryn Mawr.
—Ten mucho cuidado con el bolso —me advirtió— y coge sólo taxis amarillos. Los reconocerás fácilmente, son de color amarillo brillante.
—Ya sé cómo son, señorita Rehman —la tranquilicé—. Los he visto en la tele.
Me encaminé hacia la cola para coger un taxi con aquellas palabras en la mente. Todo era tan nuevo y diferente que no sabía muy bien hacia dónde mirar. Me llevé el primer sobresalto al cruzar la calle. Como de costumbre, miré hacia la derecha, y de repente oí el chirrido de unos frenos y un hombre de color con un sombrero de fieltro, estilo años setenta, sacó la cabeza por la ventanilla del coche que casi me había atropellado.
—¡Tenga cuidado, señorita! ¿Dónde cree que está? Esto no es su cuarto de estar. —No pude evitar reírme—. ¡Venga, muévase! ¡No tengo todo el día!
Una vez a salvo en la acera, miré de nuevo la nota que me había dado la señorita Rehman. Debía subir a un taxi hasta la estación Pensilvania en Manhattan, allí coger un tren de la Armtrak hasta Filadelfia y en la estación de la calle 30 cambiar de tren y subir a uno de la Conrail que hacía el trayecto por la Main Line, una serie de pueblos ricos en la parte oeste de las afueras de Filadelfia. Bryn Mawr, pueblo y universidad, se encontraban en esa línea.
Por fin me llegó el turno para el taxi, uno amarillo.
—A la estación Pensilvania, en Manhattan —dije al conductor con la voz más firme que fui capaz de articular.
—Ok, señorita, ya estamos —dijo el taxista cuando llegamos y miré por la ventanilla.
No me había dado cuenta de que habíamos ido desde Queens a Manhattan. Sabía que habíamos cruzado un puente, pero no tenía ni idea de que Nueva York tenía cinco distritos, con Manhattan en el centro.
—¿Ya estamos dónde? —pregunté.
—Donde me dijo que la trajera, la estación Penn, ¿no?
—¡Ah! —exclamé consultando el papel—. ¿Sabe cómo puedo llegar a los trenes?
—Baje por esa escalera, siga recto y verá los mostradores de billetes.
—Muchas gracias.
—De nada. Mucha suerte, señorita.
Cogí la maleta, bajé a la grande y tenebrosa estación, e inmediatamente me perdí del todo. Cada vez que preguntaba dónde estaba la estación la gente me miraba como si estuviera loca. Hubo quien ni siquiera se molestó en detenerse y pasó a mi lado como si nada. Me quedé en medio de aquel mar de personas sin saber qué hacer ni dónde ir. Todo el mundo parecía muy ocupado y no andaba, prácticamente corría, nadie miraba a los ojos ni se paraba para decir «lo siento» si se tropezaba conmigo. De hecho, la mayoría de las veces se volvían y me lanzaban una mirada como diciendo: «¿Qué demonios haces ahí en medio?».
Finalmente vi a un policía. «Bueno, espero que pueda ayudarme.» Cuando me acerqué me sorprendió descubrir que llevaba una pistola. Era la primera vez en mi vida que veía a un policía armado, los británicos no lo están.
—Esto..., perdone, señor. ¿Podría decirme dónde está la estación Pensilvania?
—Está en ella —contestó sin mirarme.
—¡Ah! ¿Y dónde están los trenes?
—Ésta es la parte subterránea.
—Esto... ¿Y cómo subo a un Armtrak?
Indicó con el pulgar a la derecha sin mover la cabeza y cuando miré en esa dirección vi los mostradores de billetes al otro lado del largo pasillo. Estaban allí mismo, pero con tanta gente, el ruido, las prisas, el bullicio y el ajetreo no los había visto.
—Muchas gracias, oficial —dije aliviada.
Por fin llegué a Bryn Mawr. En el andén busqué con la mirada sin saber muy bien qué encontrar. Tenía la esperanza de que hubiera ido alguien a recogerme o, al menos, ver quién me pudiera indicar cómo llegar hasta la universidad. Me habían pedido que llegara unos días antes del comienzo oficial de la semana informativa para estudiantes extranjeros, y temí que se hubieran olvidado de mí. Pero decidí esperar un poco antes de llamar a secretaría y me senté en un banco a la sombra para admirar la hermosa gama de verdes que había alrededor: la hierba, los árboles y la multitud de plantas en flor que salpicaban de color el follaje. Me fijé en unas pintorescas casas con inmaculados jardines delimitados por vallas blancas que se veían a lo lejos. Era la Norteamérica rural, tal y como la había imaginado.
—Ciao!
La voz me devolvió al presente y topé con la cintura de una persona justo enfrente. Alcé la vista y me encontré con la cara de la chica que había visto apoyada en una farola fumando un largo y fino cigarrillo. Llevaba unos pantalones piratas muy ajustados, una camiseta corta entallada, sin sujetador, y unos zapatos de color verde metálico con tacones de doce centímetros. Unas grandes gafas de sol y un corte de pelo entre sexy y descuidado remataban su conjunto.
—Ciao —repitió—. Che cazzo sto facendo qui? —murmuró de forma casi imperceptible, aunque pude oírlo.
—Yo tampoco sé qué demonios estás haciendo aquí, pero si me lo cuentas, a lo mejor puedo ayudarte —le dije en mi precario italiano.
—Parla italiano? Grazie a Dio! Finalmente una persona acculturata! Sono Carla Ciminiera.
Yo estaba entre perpleja y fascinada. Aquella chica, con sus tacones, medía más de metro noventa.
—Io sono Maha Akhtar, ma mio italiano non e molto bene.
—Chi se ne frega.
—A mí sí que me importa porque me gustaría entender lo que dices.
—¡Cielos! Lo siento. Estaba tan contenta de oír hablar italiano, que no me he dado cuenta de que no lo entiendes.
—No te preocupes —la disculpé—, ojalá no tuviera tan oxidado tu idioma.
—Venga, te ayudaré con la maleta y te diré dónde está recepción y la oficina de matriculación para estudiantes extranjeros.
—No te preocupes por la maleta, casi no llevo nada dentro.
—Pues he tenido suerte, yo vine con cinco.
—Ya, pero tú eres italiana.
Nos entró la risa y supimos que seríamos buenas amigas.
De camino al campus, Carla me contó que había sido la primera en llegar y que el presidente de la Organización de Estudiantes Internacionales había pasado todo un día con ella dándole un curso intensivo para que pudiera orientar a los estudiantes que fueran llegando. Los extranjeros estaban en una residencia aparte para poder verlo todo y aclimatarse a la vida en el campus antes de empezar las clases.
Me adapté enseguida. Carla y yo nos hicimos muy buenas amigas y, a pesar de que ella prefirió vivir en Haverford porque las residencias eran mixtas, nos veíamos todos los días. Me encantaba el ambiente que se respiraba en aquella universidad. Era muy académica, pero también muy liberal. Quizá no fuera tan antigua como Bedales, pero tenía una atmósfera decimonónica y había muchos rincones en los que tumbarse a leer, escribir o simplemente pensar. Me gustaba también el cambio entre la rígida educación británica y el enfoque más relajado de las humanidades en Norteamérica, donde animan a conocer diferentes materias en vez de a entregarse a una desde el principio.
Carla tenía mucho éxito con los chicos. Era exótica, elegante e italiana. Además de ser muy alta, tenía un bonito y redondeado trasero, que solía ser tema de conversación no sólo entre los estudiantes, sino entre el profesorado masculino en un radio de veinte kilómetros, incluida la Universidad de Pensilvania. Resultaba curioso porque Carla opinaba que era muy grande: «Ma, Maha, é grande e pienotto».
La invitaban a todas las fiestas y al día siguiente solía ir a mi habitación para quejarse de lo simples que eran los chicos, que sólo pretendían tocarle los pechos.
—Por Dios, que no lleve sujetador no quiere decir que esté pidiendo que me toquen las tetas.
—Seguramente estaban borrachos.
—Sí, claro, pero aun así...
Por el contrario, yo no levantaba la vista de los libros. Disfrutaba de beca completa, con lo que pagaba la enseñanza y el alojamiento, pero necesitaba dinero para el día a día. Margery Rehman me enviaba un modesto cheque siempre que podía y Hafsah cien libras todos los meses. Me di cuenta de que la mayoría de las chicas procedían de familias muy ricas y sus asignaciones eran de lo más generosas. Así que para sufragar mis gastos diarios acepté varios empleos en el campus: trabajaba en la biblioteca por las tardes y cinco días a la semana en el turno del desayuno de una de las cafeterías. No me gustaba nada tener que levantarme a las cinco de la mañana para presentarme ante el encargado a las cinco y media y empezar a preparar los cereales, la fruta y la comida caliente, pero cuando recibía mi cheque al finalizar la semana, me sentía muy orgullosa de poder ir al banco a depositarlo.
Más que el dinero, lo que me gustaba era la sensación de independencia que me proporcionaba. Un día pasé por delante de un tablón de anuncios y vi un mensaje de mi tía de hacía diez días. Corrí al teléfono público del recibidor y me aseguré de llevar suficientes monedas.
—Soy yo, tía.
—Hola, Maha, he intentado ponerme en contacto contigo. ¿Por qué no tienes un teléfono en tu habitación?
—Porque no puedo permitírmelo. ¿Qué pasa? ¿Hay algún problema?
—No quiero preocuparte, pero tu madre sufrió una crisis nerviosa en Karachi en julio. Tu padre no nos llamó, así que no nos enteramos hasta finales de agosto. Farhan fue a buscarla y la trajo a Londres, donde la ingresamos en un hospital.
Olvidé el enfado con mi madre y reaccioné de forma instintiva.
—¡Qué cabrón! ¿Cómo se atreve? ¿Cómo es capaz de mantenerla sufriendo en casa y no decírselo a nadie? Te juro que...
—Cálmate.
—¿Voy a Londres?
—No, quédate donde estás. En este momento ni te reconocería. La cuidaremos nosotros, pero he pensado que deberías saberlo.
—Prométeme que me llamarás para decirme qué tal evoluciona.
—Ya sabes que lo haré, no te preocupes. Está bien atendida.
Lo que Hafsah no me contó es que aquella crisis había sobrevenido cuando supo que Ajit Singh había muerto de cáncer en Delhi a finales de mayo de 1982. Farhan se había enterado en una cena y se lo había contado a su mujer. Hafsah fue la encargada de llamar a Zahra para darle la noticia.
Poco después de la llamada de mi tía, solicité que instalaran un teléfono en mi habitación. El único modelo que podía pagar era el de los que sólo permiten recibir llamadas, pero era mejor que nada. Llamé a Hafsah y le informé detalladamente de mi programa y de las horas en las que podría encontrarme.
—Por favor, llámame —le supliqué.
—Pues claro que lo haré, beti. Ahora que tienes teléfono puedo llamarte a cualquier hora.
—A cualquier hora no, tía. No estoy siempre en mi habitación.
—Maha, cariño, no te preocupes. Copiaré tu horario en la agenda.
—Tía —pedí finalmente con voz temblorosa—, no dejes que le pase nada, por favor. Me he comportado muy mal. He perdido el contacto con ella y la he tratado de forma horrible siempre que ha llamado...
—Ya sabes que la cuidaré —me tranquilizó—. Y deja de sentirte culpable, no tienes por qué. Además, tú no tienes la culpa.
—¿Cuándo crees que debería ir?
—Mira, beti, seamos razonables. Sólo lleva dos semanas en el hospital y tú acabas de empezar el curso en Bryn Mawr.
—Ya, pero...
—Esperemos a octubre. ¿Puedes cogerte unos días para entonces?
—Lo miraré, creo que sí.
—Estupendo —dijo Hafsah, de nuevo con su voz confiada de siempre—. Esperemos hasta entonces. Y tú, jovencita, asegúrate de que hincas los codos, trabajas duro y no te metes en ningún lío.
—Siempre que me prometas que me llamarás y me dirás cómo está.
—Ya sabes que lo haré.
El 7 de octubre de 1982 cogí un avión a Londres, sólo habían pasado dos meses desde que salí de allí. En el aeropuerto de Heathrow corrí a los brazos de mi tía como si no quisiera separarme de ella nunca más. Hafsah me apretó con fuerza y me aseguró que mi madre estaba mejorando.
Mi habitación seguía como la había dejado. Me tumbé en la cama y acaricié la vieja colcha de retales que tía Hafsah y yo habíamos confeccionado hacía casi una década. Tenía el mismo tacto, algo más suave debido a los lavados, y el mismo aspecto, aunque un poco más descolorido. Una vez en casa, empezó a asustarme la idea de ir a ver a mi madre. La última vez que habíamos estado juntas fue en la cena en la que me vendieron al hijo del jeque Ibrahim Al-Mansour hacía dos años.
Aquella misma tarde fui con mi tía al hospital Saint Anthony, la casa de reposo en Surrey en que la habían ingresado. Nada más entrar la vi sentada cerca de una rosaleda, leyendo un libro, con gafas. «Qué curioso —pensé—, no sabía que las necesitara.» Hafsah se acercó a su hermana y la abrazó.
—¡Mira la sorpresa que te he traído! —exclamó haciéndose a un lado.
—¿Maha? —preguntó con verdadera alegría y emoción en la voz—. ¡Hija mía! ¡Has venido! Me alegro de verte. Espera, échate hacia atrás, deja que te vea un segundo. ¡Qué guapa que estás!
—Umma... —empecé a decir suavemente antes de inclinarme para abrazarla, pero no supe cómo continuar.
Y Hafsah continuó por mí.
—Acaba de llegar esta mañana, Zahra. Venga, ¿vamos adentro?
Zahra se puso de pie con cierta dificultad y se apoyó en mí. Caminamos despacio hasta su alojamiento, que consistía en un dormitorio y una sala de estar. Hafsah pidió que nos llevaran té y galletas.
—Es muy bonita, umma. Mucho más que mi habitación en Bryn Mawr —comenté.
—Pero beti, ¿no estabas en Cambridge? —preguntó sorprendida.
Miré a mi tía indecisa.
—Ahora vive en Estados Unidos. ¿Te acuerdas que te dije que era tan inteligente que le habían concedido una generosa beca?
—¡Ah, sí! Lo siento, beti —se excusó mirándome como pidiendo disculpas—. Se me había olvidado.
El silencio se instaló entre nosotras mientras tomábamos el té.
A pesar de lo incómodo de la situación, fui a visitarla todos los días que estuve en Londres. Tía Hafsah venía conmigo. Necesitábamos un conciliador después de todos aquellos años sin relación. Durante el trayecto pensaba en lo que le contaría cuando estuviera con ella, pero lo olvidaba nada más verla. Por un lado no sabía muy bien lo que sentía por mi madre, y otras veces, debido a la medicación, me miraba como si no estuviera segura de quién era yo. Tengo que admitir que fue todo un alivio volver a mi rutina en Bryn Mawr.
Algunos meses más tarde, Zahra abandonó el hospital y volvió de nuevo a Karachi con su esposo. Los médicos habían asegurado que estaba recuperada y que si seguía tomando la medicación todo iría bien. Le escribía un par de veces al mes, ya que no podía pagar conferencias telefónicas. No recibí muchas respuestas, sólo alguna llamada el día de mi cumpleaños, pero continué escribiéndole.
A todo esto, mi antiguo prometido, Karim Al-Mansour, se había trasladado a Nueva York. Había comprado un ático dúplex en la Quinta Avenida, con una vista espectacular a Central Park desde una terraza más grande que cualquier apartamento de la mayoría de la gente. Gracias a los contactos de su padre trabajó durante un tiempo en el Banker’s Trust.
Mientras gastaba cientos de miles de dólares en decorar su nueva casa, llamó a uno de sus «amigos a sueldo» para que me vigilara. Mi rechazo seguía doliéndole. Ninguna mujer lo había tratado así y estaba decidido a enterarse de por qué me había comportado de aquella forma. Tras algunas averiguaciones, su amigo Nabil se enteró de dónde estaba. De repente, en noviembre de 1982 empezaron a verse a unos tipos con traje negro, camisa blanca y corbata negra en el campus de Bryn Mawr. Parecían agentes del Servicio Secreto y algunos estudiantes empezaron a preguntarse a quién estarían protegiendo.
Por mucho que lo intentaran, Nabil y su equipo no conseguían encontrar nada que me delatara, porque me dedicaba a trabajar, estudiar y dormir. Cuando Nabil informó a su jefe después de una vigilancia de seis semanas, éste no quiso creerlo.
—¡Es imposible! ¿Por qué ha venido a Estados Unidos? Tiene que ser por un hombre. No hay otra explicación. Vuelve y vigílala de cerca. Si es necesario, interrógala.
—Pero jefe, si lo hago pondrá una queja por acoso. Es una universidad femenina.
—¡Me importa una mierda! ¡Ve allí! Llévate una cámara, consigue algo. ¡Ya!
—Por favor, jefe, estamos en Estados Unidos.
—¡Sal de mi vista, cobarde! Tráeme algo o te cortaré los huevos y se los echaré a los buitres del desierto.
Nabil y sus hombres de negro volvieron a Bryn Mawr con cámaras de foto y de vídeo. Yo hacía lo mismo día tras día. Salía de la residencia a las cinco y veinticinco de la mañana, para ir a la cafetería Erdman Hall donde trabajaba hasta las diez, hora en que iba a clase. Después de cenar pasaba las noches en la biblioteca o en mi habitación. Normalmente apagaba la luz a la una de la madrugada.
Llegó la semana de exámenes y continuaban sin conseguir nada. Nabil empezaba a ponerse nervioso. ¿Qué iba a decir su jefe? Entonces, alrededor del 15 de diciembre, se produjo un éxodo masivo de estudiantes por las vacaciones de Navidad. Pero yo había decidido que si me quedaba ahorraría dinero.
El 20 de diciembre, el campus estaba prácticamente desierto. Iba de camino a la biblioteca cuando por el rabillo del ojo vi que se me acercaba un hombre. Hacía mucho frío, estaba nevado, pero no llevaba abrigo encima del traje negro. Sabía de los rumores acerca de los agentes del Servicio Secreto que vigilaban a alguien importante en Bryn Mawr, aunque jamás imaginé que tuvieran relación conmigo.
—¿Señorita Akhtar?
Me detuve y miré a mi alrededor muy nerviosa. El campus estaba vacío.
—¿Quién es?
—El señor Karim Al-Mansour desearía verla.
—¿Qué? —exclamé sin poder creer lo que había oído—. ¿Por qué?
—No lo sé, señorita.
—Muy bien, ¿por qué no vuelve y le dice que se vaya a tomar por donde amargan los pepinos? Deje que se lo repita: dígale que es un monstruo y que no le escupiría aunque estuviera ardiendo.
Dicho lo cual, me di media vuelta y subí las escaleras de la biblioteca. Al dejar la mochila me di cuenta de que me temblaban las manos. No podía creer que Karim quisiera volver a estar presente en mi vida.
Cuando Karim se enteró de lo que había dicho le tiró el vaso de whisky que estaba tomando a Nabil y le hizo un corte tan profundo que necesitó grapas.
Pero no se dio por vencido y volvió a enviarlo para que me hiciera preguntas. Llegó un momento en el que me daba miedo ir sola por el campus y hablé con los encargados de seguridad para informarles de mi problema. Éstos prometieron vigilarme, pero las cosas no cambiaron.
Finalmente hice una denuncia formal por acoso en la comisaría de policía de Bryn Mawr. Después de aquello, a pesar de que seguí viendo a algunos de los hombres de Karim acechando por el campus, ninguno se me acercó. El 1 de mayo de 1983, desaparecieron por completo. Algunas de las chicas bromearon diciendo que su nave espacial se había ido o que el capitán Kirk los había teletransportado al Enterprise.
Pero, de hecho, desaparecieron porque Karim Al-Mansour se había cansado de Nueva York. Se fue a San Francisco, donde compró una finca en el valle de Napa y acabó casándose con una maestra de piano, una rubia bajita con el pelo rizado y ojos azules.
Tuvieron tres hijos y siguen juntos en una opulenta casa solariega estilo inglés en Napa, con establo para caballos, personal al completo y toda la chabacana parafernalia que suele acompañar a las grandes fortunas árabes.
En mayo de 1985 me licencié summa cum laude en Bryn Mawr, con un año de antelación y un extraordinario historial académico. Había cursado dos asignaturas principales, Historia y Literatura Francesa de los siglos XVII y XVIII, y redactado dos tesis. La decana me alabó en el discurso que pronunció ante la promoción que se licenciaba y aseguró que no había visto semejante dedicación en una alumna de Bryn Mawr y que mi ejemplar rendimiento debería convertirse en modelo de conducta para las futuras estudiantes.
Margery y Hasan Rehman volaron a Estados Unidos para estar presentes en la ceremonia de licenciatura. La señora Rehman se alegró mucho al enterarse de que en el sorteo de habitaciones del último curso me había correspondido la misma de Katherine Hepburn hacía cincuenta y siete años. No me sorprendió que mis padres no asistieran ni me felicitaran.
Tras acabar la carrera, me dirigí a Nueva York. Quería experimentar la vida en Manhattan. No tenía ni idea de lo que iba a hacer, pero tenía la sensación de que aquella ciudad me gustaría.
En un primer momento Carla se apuntó a mi aventura con la idea de compartir apartamento, pero a finales del verano de 1985 prefirió volver a Roma y hacer un máster en Historia del Arte. Me sentí un poco sola cuando mi mejor amiga se marchó.
Un día, sentada en una cafetería de la calle 56 con la Segunda, tomaba un té mientras pensaba en qué rumbo vital encarar y qué tipo de trabajo buscar, cuando vi pasar a Amber Pennington, una amiga de la universidad. Las dos nos alegramos de vernos, nos dimos un abrazo y Amber se sentó a charlar un rato.
—Estoy trabajando de secretaria.
—¿Para quién?
—Bueno, es una cosa temporal. Me apunté en una de esas empresas de trabajos temporales y voy donde me dicen.
—¿Y dónde estás ahora? Yo voy a tener que buscarme un trabajo enseguida.
—En Capitol Records, trabajo para el director de A&C.
—¿Y qué es eso?
—Yo tampoco lo sabía hasta que llegué allí. Significa Artistas y Catálogo. Son los tipos que salen por ahí, descubren grupos nuevos, les ayudan a darse a conocer y buscan nuevos proyectos para los artistas que ya han fichado con ellos.
—Parece muy divertido.
—Bueno, para Bruce, el tipo con el que trabajo, lo es. Yo me paso la vida contestando el teléfono y escribiendo. No es exactamente lo que tenía en mente cuando salí de Bryn Mawr, pero al menos tengo trabajo.
Cuando nos despedimos, intercambiamos nuestros teléfonos y prometimos estar en contacto.
Al día siguiente, mientras acariciaba la idea de hacer un máster en Cambridge, sonó el teléfono.
—¿Maha?
—Sí.
—Soy Amber.
—¡Hola! ¿Qué tal?
—Mira, no puedo hablar mucho rato, pero me he enterado de que Cindy Byram, la directora de publicidad en Capitol, está buscando una ayudante. ¿Te interesa?
No me lo pensé dos veces.
—Por supuesto. ¿Puedes colarme?
—Seguro. No te vayas, ya te llamaré.
En octubre de 1985 entré a trabajar para Cindy Byram, en Capitol Records y enseguida empecé a disfrutar del ambiente. El sello discográfico estaba pasando por un buen momento: Duran Duran había sido el mayor éxito después de los Beatles, Tina Turner había conseguido un aclamado regreso a los escenarios y yo me divertía mucho saliendo con Amber.
En abril de 1986, Cindy Byram me pidió que organizara una fiesta para un grupo que acababan de fichar.
—Pide champán, bebidas y algo para picar. La haremos en la sala de conferencias.
Todo iba bien hasta que derramé la copa de vino blanco con soda que estaba tomando sobre uno de los invitados y le manché la camisa.
—No te preocupes, a mí me pasa a todas horas —me excusó sonriendo.
—Lo... Lo...
—Deja de balbucir o te tiraré algo encima —me amenazó en broma con su marcado acento australiano.
—Lo siento mucho —dije tragando saliva.
A los pocos minutos, ese hombre, Chris Parry, que resultó ser el fundador y propietario de Fiction Records, me ofreció un trabajo como ayudante.
—Verás, soy el mánager de un grupo. Son un poco raritos y necesito alguien joven y con la energía suficiente como para acompañarlos en las giras, decirles lo que tienen que hacer, controlar el calendario de actuaciones, hacer de relaciones públicas, sacarlos de la cama y todo ese tipo de cosas.
—¿Tendré que ir a vivir a Londres? —pregunté sin poder creer en la suerte que había tenido.
—No, voy a abrir una oficina aquí, así que podrás ayudarme con ella y ocuparte de todo cuando no esté. Por cierto, ¿cuándo puedes empezar? Estos chicos sacan un disco dentro de seis semanas.
—Bueno, señor Parry...
—Mira, Maha, o me llamas Chris o te despido.
—Lo siento. Supongo que tendré que avisar aquí de que me voy, pero con una semana será suficiente.
—Estupendo. ¿Cuánto te pagan?
—No mucho, unos ochocientos al mes.
—¡Vaya banda de cabrones! No te preocupes, te trataré bien.
—No puedo creérmelo, Chris. Te tiro encima una copa de vino y a cambio me contratas para ayudarte con la oficina que vas a abrir y para trabajar con tu grupo.
—Bueno, pareces una chica agradable e inteligente —replicó sonriendo.
—Por cierto, ¿cómo se llama el disco que van a sacar?
—No me acuerdo muy bien, algo como... Joder, ¿cómo se llamaba? —dijo rascándose la cabeza—. Bueno, en cualquier caso, es un recopilatorio de sus éxitos. Ahora están en un estudio preparando un nuevo disco que saldrá el año que viene. Quiero sacar éste antes para hacer algo de pasta. ¡Ah, sí! Ya me acuerdo, se llama Staring at the Sea.
—¡Buen título! A mí me encanta mirar el mar.
—Pues sí, a mí y a su cantante, Robert, también nos gusta.
—Entonces, Chris, si estás seguro me llamas mañana para que avise aquí.
—¿Cómo que si estoy seguro? El lunes te espero en el cuarenta y cinco de la calle 67 oeste a las diez en punto.
—¡Sí, señor! —exclamé poniéndome en posición de firme y saludando con la mano en la sien.
—Vale, tengo que irme, pero te llamo dentro de unos días. ¿De acuerdo?
Asentí, nos estrechamos la mano y Chris se dirigió hacia la puerta.
De repente me acordé de que había olvidado preguntarle algo importante. Corrí tras él y lo encontré justo cuando entraba en el ascensor.
—Chris, no te he preguntado cómo se llama el grupo.
—The Cure —dijo antes de que se cerraran las puertas.