CAPÍTULO ONCE

 

A los quince años me presenté a los exámenes finales de enseñanza primaria y conseguí la calificación de sobresaliente en las siete asignaturas. Mis padres fueron a Londres y estaban tomando té con Hafsah y Farhan cuando entré corriendo para darles la buena noticia. Esperaba encontrar únicamente a mis tíos y me sorprendió mucho verlos allí, sobre todo porque sabía que a mi padre no le caían bien Hafsah y Farhan, y procuraba evitarlos.

Cuando Anwar vio los resultados me lanzó una mirada apreciativa y dijo:

—Muy bien, Maha.

No recordaba que con anterioridad hubiera elogiado nada hecho por mí. Sorprendida, acepté el cumplido con un casi imperceptible movimiento de cabeza, me di la vuelta, abrí la puerta y subí a mi habitación para que siguieran con su té.

Más tarde me enteré de que mi padre había hablado bien de mí ese mismo día. Había presumido de mis notas para sellar el matrimonio que había concertado con el tarugo de Karim Al-Mansour.

Al día siguiente de aquella cena, mis padres volvieron a Karachi y dejaron que Hafsah se encargara de comunicarme el compromiso que habían aceptado. Antes de irse, Zahra lloró en los brazos de su hermana y le suplicó que cuidara de mí y me explicara de la mejor manera posible lo que iba a suceder.

—¿Qué? —grité a mi tía cuando me explicó el propósito de aquella cena—. ¿Te has vuelto loca? ¿Se han vuelto locos los idiotas de mis padres? ¿Han concertado mi matrimonio? ¿Cómo se atreven? ¿Cómo se atreven a decirme con quién tengo que casarme? ¡Por Dios! ¿Tengo quince años y ya me han prometido? ¿Qué vais a hacer vosotros? ¿Estáis intentando joderme la vida más de lo que lo habéis hecho ya?

—Maha...

—¿En qué país vivimos? ¿En la puta Edad Media?

—¡Maha, no digas palabrotas!

—Me importan una mierda las palabrotas. Diré lo que quiera y tú no eres quién para impedirlo.

—Maha, soy tu tía. O dejas de utilizar ese lenguaje y muestras algo de respeto o te llevaré a rastras a la mezquita y le pediré al ulema que te case hoy mismo.

—¡No soy una propiedad! ¡No soy una esclava que puedan comprar en el zoco! ¿Quién se ha creído que es el hijo de puta ese del jeque? ¿Cree que puede comprarme? ¡Ni de coña! Creía que mi madre quería que fuera independiente. Vaya mierda de hipócrita. ¿Un matrimonio concertado es lo que llama independencia? Jamás seré como ella, jamás inclinaré la cabeza ante nadie. No voy a ser propiedad de nadie, nunca.

—Maha, te juro que como vuelvas a utilizar ese tipo de palabras estaremos en la mezquita dentro de cinco minutos.

—¡Por Dios bendito, tía Hafsah! ¿Has visto al Karim ese? Se parece a Chewbacca, pero en peor. Es bajo, gordo, feo y huele. Por no hablar de lo imbécil que es.

—Maha, por favor, cálmate. Es el hijo del jeque Ibrahim, es muy rico y el heredero de una gran fortuna. Tendrás la vida asegurada.

—¿Crees que me importa el dinero? Bueno, pues los idiotas de mis padres y tú estáis muy equivocados. No me casaría con él ni aunque tuviera un trillón de libras. Ni siquiera pude mirarlo durante la cena. Es un engreído. Me sentí como si fuera un camello o un caballo y me estuvieran mirando la dentadura. No tengo nada de que hablar con él. Es un niño malcriado. No lee, seguro que ni sabe escribir. Es un tratante de camellos que ha tenido la suerte de que su padre encontrara petróleo en el desierto.

—Sé que te resulta difícil entender los matrimonios concertados, pero forman parte de la cultura de Oriente Próximo. El mío lo fue y con el tiempo llegué a querer mucho a Farhan.

—¿Con el tiempo llegaste a querer al tío Farhan? —la remedí—. Así que mi padre intenta controlar mi vida otra vez. ¿Qué ha hecho? ¿Cambiarme por un rebaño de camellos? No soy tonta. Mi padre me ha vendido. ¡Dios! ¿Cómo pueden pasar estas cosas? ¿Y por qué no me defiende la idiota de mi madre? ¿Por qué se queda asustada como un ratón y acepta todo lo que dice y hace mi padre?

—Y, puesto que pareces saber todas las respuestas, a ver si me explicas esto: ¿por qué no se aclara mi padre sobre lo que quiere de mí? Por un lado le gustaría que fuera una perfecta niña musulmana para poder venderme a un gordo y maloliente beduino. Muy bien, si eso es lo que desea, entonces tendría que haberme puesto un chador y haberme dejado en casa con una mujer que me enseñara a coser, cocinar y tener hijos...

—¡Maha, por favor!

—Pero no, por otro lado le gusta presumir delante de sus amigos y me envía a estudiar a Occidente. ¿Qué es lo que quiere? ¿Una perfecta musulmana educada en Occidente vestida con un chador que pueda hablar de historia, arte y literatura y al mismo tiempo se comporte como una esclava, como la esclava en la que ha convertido a mi madre? Él es el culpable de que le tenga miedo a su propia sombra —estaba fuera de mí—. ¡Vaya mierda! No se puede tener el oro y el moro.

—¡Ya basta, Maha! Vas a tener que hacerlo. Es nuestra cultura, nuestras tradiciones. Anunciarán tu compromiso con Karim el viernes día 15 y vendrá toda su familia.

El 15 de mayo de 1980, fui prometida oficialmente a Karim Al-Mansour, sobrino del emir de Kuwait. Karim, sus dos hermanos, Abdullah y Mohammad, su madre y algunas otras mujeres de la familia llegaron a casa de Hafsah y Farhan, demasiado arreglados, demasiado acicalados y con demasiados regalos. El padre de Karim no acudió, el negocio con Anwar estaba hecho y no creyó necesario estar presente en la ceremonia. Hafsah se deshizo en disculpas por la ausencia de Anwar y Zahra, y adujo que su otra hija, Jehan, no se encontraba bien y que por eso habían tenido que irse a toda prisa a Karachi.

Estaba tranquila. Me había puesto un vestido bonito y Hafsah me había ayudado a ponerme un poco de maquillaje y a arreglarme el pelo, que todavía era muy corto. Me mostré educada, atenta y callada, la perfecta y recatada novia. Hafsah estaba muy sorprendida. Esperaba que me mostrara hosca y arisca, y le alivió y alegró que me comportara con tanto decoro. «Me gustaría saber lo que está pensando y qué es lo que guarda en la manga», pues sabía que ese cambio radical era pura fachada.

En efecto, estaba actuando, ganando tiempo. Al igual que Laila y después Zahra habían hecho en las primeras fases de sus respectivos matrimonios. Me había inventado el papel que iba a desempeñar, me había disfrazado para la actuación y había salido a escena. Como actriz era tan convincente que cuando la tribu Al-Mansour se fue horas más tarde, no albergaban ninguna duda de que yo había nacido para ser la mujer de Karim.

El jeque Ibrahim había pedido al ulema de la mezquita que fuera a bendecir la ceremonia de compromiso. Cuando Karim puso un anillo con un diamante perfecto de cincuenta quilates en mi dedo, varias mujeres de su familia comenzaron a proferir ululatos.

Continué recibiendo regalos: un collar de esmeraldas y diamantes con pendientes y pulseras a juego; un conjunto parecido, pero con rubíes y diamantes, y cuarenta y ocho brazaletes, todo hecho especialmente para la ocasión con oro de veintidós quilates. Eso era solamente una parte de las joyas. También recibí un baúl lleno de sedas, brocados, chiffon y telas tejidas con oro o con plata.

De repente empezó a faltarme el aire. Había demasiada gente, demasiada comida, demasiadas joyas, demasiado de todo. Me acercaba continuamente a una ventana para respirar aire fresco. No podía creer que me estuvieran haciendo todos aquellos suntuosos regalos. Las joyas ni siquiera me parecían de verdad.

Tuve la sensación de que habían transcurrido muchas horas antes de que la casa se quedara de nuevo vacía. Mi tía y yo nos sentamos en el salón, que estaba lleno de papel de regalo, estuches de joyas de terciopelo rojo y azul marino, y un montón de obsequios abiertos.

—No puedo, tía. No puedo llevar esa vida con ese tipo de gente. Si esto es lo que hacen y así es como se comportan, no podré soportarlo, de verdad.

—Maha, sólo es el principio...

—Por eso mismo. A eso me refiero. ¡Es sólo el principio! ¿Me ves viviendo así? ¿De verdad?

—Ven, Maha.

«No voy a llorar», me dije mientras me acercaba a mi tía. No se dio cuenta, pero apretaba los puños con tanta fuerza que las uñas se me estaban clavando en la piel. Me senté en el suelo frente a Hafsah, que me apartó con cariño el pelo de la cara.

«No voy a llorar», me decía una y otra vez, pero cuando tía Hafsah me levantó la barbilla para mirarme a los ojos, las lágrimas hicieron acto de presencia. No dije nada. Hafsah me abrazó y me acunó dulcemente mientras me acariciaba el pelo.

—Todo saldrá bien, Maha, ya lo verás. Todo sucede por alguna razón, beti y todo se solucionará de la forma que quieras, créeme.

Durante una fracción de segundo mi mente se transportó a cuando tenía siete años y estaba haciendo la prueba ante Krishna Maharaji. En aquella ocasión me había sentido igual de abrumada y por mucho que había intentado contener las lágrimas, también las había derramado en silencio. Entonces fue mi madre la que me aseguró que todo saldría bien.

«¿Por qué no está a mi lado? ¿Por qué no es ella la que me abraza?», pensé mientras me dejaba consolar por mi tía.

Después de aquel día no volví a ver a mi novio en muchos meses. Siempre estaba entre París, Londres, Milán y Kuwait. Y yo estaba muy ocupada con los exámenes finales de enseñanza secundaria, estudiando para la prueba de acceso a Oxford y Cambridge, y preparando la coreografía de una nueva obra con Krishna Maharaji.

Una cálida tarde de verano, después del tremendo esfuerzo que había hecho en Kathak Kendra, —se había ido la luz y tuve que bailar sin ventiladores, hube incluso de cambiarme cuatro veces de ropa a lo largo del día de todo lo que había sudado—, estaba descansando en casa de «tía» Nilofer. Me alegré de poder disponer de la casa para mí sola. Nilofer y Mahesh Bharany disfrutaban de la temporada de verano en Simla y me habían dejado al cargo de Laxmi, la doncella.

Me refrescaba con un vaso de limonada en el jardín, cuando apareció Laxmi.

—Maha bibi, aap ka fone hai...

«¿Quién demonios me llamará», pensé mientras entraba en la casa.

—¿Dígame?

—¿Maha? —preguntó una voz masculina.

—Sí, soy yo.

—¿Qué tal estás?

—¿Con quién hablo?

—Soy Karim.

—¿Qué Karim?

—Karim Al-Mansour, tu novio.

«¡Maldita sea!», me reprendí a mí misma. Me había olvidado por completo de él, del compromiso y de cualquier cosa que tuviera relación con aquello. Estaba tan enfrascada en la danza y tan feliz en Delhi, a pesar del calor y el monzón, que Londres y todo lo que había ocurrido allí eran ya un vago recuerdo.

—Sí, claro... Lo siento. La doncella acaba de despertarme, estaba echando una siesta.

—¿Qué tal estás?

—Bien.

—Estupendo. ¿Vas de compras?

—No.

—¿Lo pasas bien?

—Sí, esto es muy bonito.

—Pues me han dicho que hace mucho calor y mucha humedad, y que estáis en temporada de monzón.

—Sí, pero a mí me gusta.

—Estoy en mi yate en Montecarlo y vamos a Mallorca.

—Me alegro por ti.

—Me encanta el yate nuevo. Es mucho más grande, mucho más cómodo, hay más tripulación...

«¡Por favor, que pare ya! Este tío es subnormal!»

—Bueno, sólo te llamaba porque estamos a 15 de junio y llevamos un mes prometidos. Quería desearte un feliz aniversario.

Oí unas risitas femeninas de fondo y que alguien pedía más champán.

—Muchas gracias, querido novio, te deseo lo mismo —aseguré cargando mis palabras con una buena dosis de sarcasmo.

—Con un poco de suerte estaré de vuelta en Londres en otoño y podremos vernos allí.

—Gracias por llamar, Karim.

—Me alegro de oírte... —Y colgué antes de que pudiera acabar la frase.

El verano transcurrió sin grandes cambios. Hacía grandes progresos con Maharaji en la obra que ensayábamos y, sin darme cuenta, llegó septiembre y mi regreso a Londres.

—¿Cuándo volveré a verte, mi pequeña maharaní? —me preguntó el maestro el último día.

—Guru sahib, volveré en diciembre y después en marzo, durante las vacaciones de Semana Santa y también en verano.

—No te olvides de nada.

—Guruji, ¿he olvidado alguna vez algo de lo que me habéis enseñado?

Krishna Maharaji se echó a reír y meneó la cabeza.

—Puede que algunos pasos...

Aterricé en Heathrow y volví directamente a Bedales. No levanté los ojos de los libros hasta la prueba de acceso a Oxbridge, en noviembre de 1980. A pesar de no haber acabado todos los exámenes del bachillerato superior, quería quitarme de en medio la prueba de la universidad cuanto antes. Fui aceptada en el Saint Catherine’s College de Cambridge para el curso que comenzaba en septiembre de 1982.

—Karim te ha enviado un brazalete de Cartier y sus padres un collar de diamantes de Van Cleef —me comunicó mi tía cuando me llamó para felicitarme.

—¿Qué se supone que debo hacer?

—No te alteres.

Volví a Delhi durante las vacaciones de Navidad y enseguida llegó la Semana Santa de 1981 y me reencontré de nuevo con mi querido guruji. Durante todo ese tiempo no tuve noticias de Karim, aunque mi tía iba informándome de todas las joyas que me enviaba. No me interesaban en absoluto. Estaba demasiado concentrada en el proyecto que coreografiaba junto a Maharaji.

Empezamos a trabajar en él en el verano de 1980. Era una obra cuyo embrión había sido mi viaje a Andalucía. Mi entusiasmo por el flamenco inspiró al maestro para hacer algo a gran escala con su compañía. Se trataba de un viaje artístico a través del tiempo, que combinaría música, danza y canciones. Comenzaría con los kathakars de los templos de la India y terminaría en las cuevas del Sacromonte en Andalucía, un encuentro de las dos culturas que mostraría la forma en que la más antigua influyó en la más moderna.

El primer aniversario de mi compromiso con Karim Al-Mansour fue el 15 de mayo de 1981. El jeque Ibrahim quería ofrecer una suntuosa fiesta en su palacio de Kuwait, pero uno de sus hermanos había fallecido a principios de ese mes y como el desierto era demasiado caluroso en esa época del año, pensó que era más acertado suspenderla.

Respondí a la llamada de Karim ante la insistencia de mi tía, que me colocó el teléfono en la oreja a pesar de todas mis protestas. Nos deseamos un feliz aniversario y Karim me envió más joyas. Cuando llegó el estuche y lo abrí era un collar de diamantes amarillos, con anillo, pendientes y brazalete a juego.

—La verdad es que es muy bonito, tía.

Hafsah me miró para cerciorarse de si hablaba en serio.

—¿Qué has dicho?

—Que es muy bonito. Me gusta porque es muy sencillo y no horrible y de mal gusto como el resto.

—Puede que las otras joyas lo sean, pero las piedras preciosas valen miles, si no cientos de miles de libras —comentó Hafsah pensando en si cabría la remota posibilidad de que cambiara de opinión respecto a la boda con Karim.

—¿Te lo vas a poner?

—Bueno, a lo mejor me lo pruebo —dejé entrever sonriéndole.

—Estás guapísima —aseguró Hafsah después de ayudarme a ponérmelo.

—A quién crees que me parezco, ¿a mi madre o a mi padre? —pregunté mirándome en el espejo.

Hafsah no supo qué decir. Tengo los ojos de mi madre, pero soy la viva imagen de Ajit.

—Eres muy guapa, Maha y eres tú misma.

—Pero ¿a quién me parezco?

La salvó el teléfono, que empezó a sonar. Era Zahra que quería desearme un feliz aniversario.

Antes de coger el auricular que me ofrecía tía Hafsah dije en voz lo suficientemente alta como para que mi madre lo oyera:

—No se acuerda de mi cumpleaños, pero sí del día que me vendió al mercader de camellos.

—Feliz aniversario, Maha.

—Gracias.

—¿Qué tal está Karim?

—No tengo ni idea.

—¿No lo has visto?

—No.

Hafsah, que siempre actuaba de árbitro, me quitó el teléfono, pues estaba claro que no teníamos demasiado que decirnos.

En noviembre de 1981 el invierno castigaba Londres. Había acabado los exámenes de bachillerato superior y estaba pasando el fin de semana con mis tíos antes de marcharme a Delhi, cuando Karim llamó diciendo que estaba en la ciudad y que le gustaría pasar para tomar un café.

Hafsah tiró la casa por la ventana para organizar la recepción. Cuando llegó, lo saludó efusivamente y se sentó con él hasta que aparecí. Me comporté de forma encantadora.

«¡Caray! —pensó Hafsah—. ¡Menuda actuación!»

—Querido prometido, cómo me alegro de verte después de tanto tiempo.

—Estás guapísima —me saludó cogiéndome las manos y dándome un beso en cada mejilla—. Pero ¿dónde está el anillo? ¿Por qué no lo llevas puesto?

—Lo siento, Karim. He llegado tarde a casa, me lo he quitado en el baño y después he olvidado volver a ponérmelo.

Karim parecía alicaído.

—Ahora mismo voy a buscarlo.

Subí deprisa a la habitación de mi tía, abrí la caja fuerte, saqué el anillo y me lo coloqué en el dedo. Era la primera vez que me lo ponía desde que me lo había regalado hacía dieciocho meses.

—¿Has estado viajando mucho, Karim? —pregunté a mi regreso en un intento por mantener una conversación civilizada.

Hafsah se retiró para dejarnos solos, aunque permaneció cerca de la puerta por si era necesario intervenir.

—Sí, ahora que mi padre ha comprado un avión es muy fácil, ya no tengo que preocuparme por las compañías aéreas. ¿Y tú, has estado haciendo compras para la boda? ¿Has elegido las joyas que quieres llevar? ¿Y el vestido? Ya sabes que puedes elegir al diseñador que quieras...

—La verdad es que no, odio ir de compras y no me importan nada las joyas, como puedes ver.

—¿Y qué otras cosas has estado haciendo? Las mujeres que conozco se pasan la vida de compras con el dinero de sus padres o de sus maridos —continuó Karim.

—He estado en Delhi trabajando en una nueva coreografía con mi gurú, Krishna Maharaji.

—¿Qué?

—Soy bailarina de kathak, llevo bailando desde los siete años y empecé a hacerlo de forma profesional hace cuatro.

—¿Cómo? ¿Por eso vas a Delhi tan a menudo? ¿Sales a un escenario y bailas delante de la gente?

—Sí, Karim, es lo que hacen los artistas y los intérpretes.

—Creía que ibas allí a ver a tus parientes —dijo con voz entrecortada—. Bailar delante de la gente es a lo que se dedican las prostitutas en los burdeles.

No daba crédito a mis oídos, pero mi voz no se alteró.

—Si supieras algo del kathak, te habrías enterado de que es una antigua expresión artística que nació como danza religiosa en los templos de la India y después evolucionó hasta convertirse en una hermosa mezcla de música, poesía y baile bajo los auspicios de los emperadores musulmanes de la India. —Me di cuenta de que no se enteraba de nada y cambié de tema—. Me presenté a los exámenes de Oxbridge en diciembre y me aceptaron en Saint Catherine’s en febrero, así que empezaré en Cambridge en septiembre del año que viene. He elegido Historia. También he acabado todos los exámenes de bachiller superior con muy buenas notas.

—Pero, Maha, ¿para qué haces todo eso? Es una pérdida de tiempo. Cuando estemos casados lo único que tendrás que hacer es darme hijos y criarlos —aseguró Karim, que estaba realmente sorprendido.

En ese momento fue cuando perdí los estribos.

—¿Quién cojones te crees que eres? ¡Toma, imbécil hijo de puta! —grité tirándole el anillo—. Llévatelo y cómprate una esclava en el mercado o, mejor, cómprate un camello. Y mírale bien los dientes, que seguramente los tendrá tan sucios y asquerosos como los tuyos, ¡inútil! ¡Das pena! ¡Fuera de mi vista! ¡No me casaría contigo ni por todo el oro del mundo!

Me abalancé sobre él, lo saqué a empujones de la habitación y le di una patada en el culo que le hizo perder el equilibrio. Karim cayó al suelo y se le ladeó el keffiyeh. Se puso de pie como pudo y corrió hacia la puerta perseguido por mí, que no dejaba de lanzarle insultos a voz en cuello, hasta que consiguió subir al coche y salir de allí.

Volví a la casa y miré a mi tía. Muy a su pesar, Hafsah se echó a reír, me contagié de su risa y las dos continuamos así hasta que se nos cayeron las lágrimas.

—Le he dado en el culo con todas mis fuerzas —dije, y las dos volvimos a reír a carcajadas, a pesar de saber que nuestras risas serían efímeras.

Las repercusiones fueron nefastas. Al día siguiente Anwar Akhtar llamó por teléfono y me repudió. Lo había deshonrado y humillado, me había comportado como una ignorante mujer de la calle, lo había desacreditado y avergonzado.

—Ya no te reconozco como miembro de esta familia. No volveré a hablarte ni a mirarte a la cara nunca más.

Aquél fue el final de mi relación con Anwar Akhtar. Tenía quince años.

Tras la debacle de la ruptura de mi compromiso, tenía por delante nueve meses antes de empezar en Cambridge, así que en diciembre de 1981 volví a Delhi. En abril de 1982 había acabado la coreografía de mi nueva obra y buscaba nombres para ella con mi maestro.

Un día, durante los ensayos en Kathak Kendra, de repente Maharaji empezó a tener problemas para respirar.

Dejé de bailar.

—¿Estás bien, guruji?

—Maha, meri jaan, no puedo respirar... Tengo un horrible dolor en el pecho.

Avisé a gritos al chaprassi para que pidiera una ambulancia y llamara a los médicos que había en un hospital cercano.

—Guruji, ya vienen, la ayuda está de camino. Resiste, resiste, cógeme la mano, no te vayas por favor.

Los ojos se me llenaron de lágrimas. Lo tenía entre mis brazos. Noté que el corazón se le aceleraba, pero no sabía que se le había roto la aorta y se estaba ahogando en su propia sangre conforme ésta entraba en la cavidad corporal.

—Maha, meri beti, mi estrella —balbució sin soltarme la mano.

—No hables, por favor, guruji. Guarda las fuerzas —supliqué conteniendo las lágrimas, aunque notaba que se iba.

—Prométeme que acabarás la obra —me pidió con dificultad.

—Te lo juro, Maharaji, la acabaré —aseguré sin dejar de temblar.

—Sé feliz. Eres mi pequeña maharaní. Te cuidaré siempre desde el lugar al que me dirijo...

—¡Maharaji! ¡Maharaji! ¡No! ¡Por favor! No puedes irte, no queda nadie, por favor, no puedes dejarme sola —gemí antes de desplomarme sobre su pecho.

Krishna Maharaji recibió todos los rituales de enterramiento de los brahmanes hindúes y yo misma esparcí sus cenizas en el Ganges. Vestida con un sencillo sari de algodón, encendí una velita, la coloqué sobre una flor de loto y dejé que se alejara con la corriente del gran río, uno de los símbolos imperecederos de la antigua civilización.

—Tu gurú cuida de ti —aseguró uno de los sacerdotes del templo.

—¿Cómo puede hacerlo, pandit? Se ha ido.

El sacerdote meneó la cabeza y sonrió.

—Nahin mahaji —respondió con amabilidad—, siempre estará contigo. Ahora ya lo está. Está en tu corazón.

Después de aquello, no volví a bailar kathak y pasó un cuarto de siglo antes de que volviera a ponerme unos ghungroos.