CAPÍTULO QUINCE
COGÍ un avión a Sevilla la semana del día de Acción de Gracias de 2003.
Un amigo de Nueva York había avisado a Juan Polvillo de que lo llamaría.
Pero en vez de eso, fui a verlo a su estudio de Triana en cuanto llegué. Le expliqué que era amiga de José Molina, en un español muy básico.
—¡Ah! Tú eres la que baila como una gitana. Bueno, ya veremos. Venga Maha, empezamos con el nivel básico.
Llevábamos una hora de clase, cuando Juan concedió un descanso a sus alumnos y me llevó aparte.
—¿Tienes sangre gitana? ¿Dónde has aprendido flamenco?
—No, soy india y era bailarina profesional de kathak.
—¿Pero dónde aprendiste flamenco?
—Fui a algunas clases en Nueva York...
—Perdona que te interrumpa chiquilla, pero este estudio está lleno de gente que dice que aprendió en Nueva York. ¿Tú dónde lo hiciste?
—Juan, no sé a qué te refieres. Sólo sigo el ritmo.
—¿Cuentas?
—¿Contar? ¿El qué?
—Ya sabes, uno, dos, tres, cuatro, cinco...
—No sé cómo contar cuando bailo, Juan. Lo siento.
—¿Y cómo lo haces? ¿Cómo puedes bailar esto?
—Porque canto un ritmo mentalmente. Así me enseñaron en la danza kathak.
Juan fue a hablar con sus músicos mientras me quedaba junto a una ventana.
—Maha, espera fuera hasta que acabe la clase.
Esperé a que todos los estudiantes salieran, intrigada por saber por qué me habría separado.
—Entra, Maha. Ahora te voy a dar un ritmo con palmas y después quiero que lo lleves con los pies, ¿me explico?
Asentí y me preparé.
Juan Polvillo probó conmigo durante una hora los principales palos del flamenco: seguiriya, martinete, tientos, tarantos, tango, caña, bambera, tangos de Málaga, soleá...
Y los bailé todos. Cometí algún error, pero en general conseguí seguirlo.
Cuando acabó la hora, los músicos vinieron a saludarme y Juan me dio un abrazo.
—Lo llevas en la sangre. Cuando Dios te toca, te toca —aseguró encogiéndose de hombros.
Al volver al pequeño apartamento en el que pasaba la noche me pregunté si realmente era algo natural en mí. ¿Había ocurrido algo mágico hace tanto tiempo con aquella mujer y el deseo que había pedido en la Alhambra? Fuera lo que fuese, me acosté con la sensación de que algo apasionante iba a ocurrir en mi vida.
En los diez días de clases particulares con Juan Polvillo aprendí más que en los dos años y medio con distintos profesores en Nueva York. Aprendí español pronto y a moverme sin dificultad por el centro de Sevilla. Me asombraba lo fácil que me resultó adaptarme a la ciudad y lo a gusto que me sentía en ella. Al principio lo achaqué al baile, a que volvía a estar en contacto con lo que amaba, pero había algo más, algo que no sabía exactamente qué era.
En el avión de vuelta a Nueva York tras mi estancia en Sevilla, me sentí abatida. No acababa de entender aquella tristeza. Al fin y al cabo volvía a casa, a estar con Duncan y Dougall, a mi trabajo. Pero me di cuenta de que echaba de menos Sevilla, añoraba la ciudad, la gente, el ambiente, los nuevos amigos que había hecho, Juan y la forma de vida de aquel lugar.
Le expliqué a Duncan mis días en Sevilla con todo lujo de detalles.
—Ya veo que te ha gustado de verdad. Hacía mucho tiempo que no te veía tan contenta. Tienes que seguir bailando.
Según avanzaba el año 2003, los viajes a Sevilla eran cada vez más frecuentes. Todos los momentos que tenía libres, tres días, una semana o durante las vacaciones, cogía un avión y volaba a España. Duncan me ayudó y me apoyó en todo lo que pudo porque veía cuánto significaba para mí y que cada vez era más feliz.
—¿Seguro que no te importa? —le pregunté al volver de un viaje.
—Mira, si quieres que te sea sincero, me gustaría que pasaras más tiempo aquí, por supuesto, pero para ti es importante y quiero que lo hagas. Necesitas decidir qué harás cuando Rather deje el programa y si lo que quieres ser es bailaora de flamenco, es mejor que lo hagas ahora o lo lamentarás el resto de tu vida. Yo también viajo mucho a Londres, así que no pasa nada.
Duncan tenía razón. La gente empezaba a hablar del fin de Rather y supuse que, al estar tan unida a él, cuando abandonara su puesto yo tendría que marcharme.
También sabía que para dominar el flamenco tenía que vivir en Sevilla. Tenía que estar en su cuna, observar la forma en que caminaba, hablaba y gesticulaba la gente, y sus expresiones. Y Sevilla, una ciudad que no es famosa por abrirse a los extranjeros, me recibía con los brazos abiertos.
Bailar con Juan me había devuelto las ganas de vivir. Juntos nos reíamos, trabajábamos, discutíamos, nos gritábamos, nos tirábamos cosas, salíamos echando pestes del estudio, bebíamos demasiado (a veces con su compañero Jesús), llorábamos, nos peleábamos y después hacíamos las paces. Juan también me animó a que recordara alguno de los ritmos indios, que transformábamos juntos en ritmos flamencos y, con algún que otro arreglo, todo parecía funcionar.
Durante la primavera de 2004, Bill Bragin, encargado del Joe’s Pub del Teatro Público de Nueva York, en el centro de Manhattan, me pidió que actuara allí el otoño siguiente. Me había visto bailar en el Taparia Madrid. Aquella propuesta me entusiasmó tanto que acepté sin pensar en que era un año de elecciones y que tendría que dar prioridad a mi trabajo, con lo que mis actuaciones tuvieron que aplazarse hasta mayo de 2005.
Mis preferencias habían cambiado. Las convenciones políticas de 2004 me parecieron aburridas. En un pequeño estudio del Madison Square Garden, donde se celebraba la convención republicana, practicaba siempre que podía. Finalmente acabó la convención y pude volver a Sevilla durante la semana del día de Acción de Gracias.
Todas las idas y venidas entre Nueva York y Sevilla, y el hacer juegos malabares con lo que se habían convertido en tres vidas distintas empezaron a pasarme factura.
Estaba entusiasmada, aunque agotada. Pero en vez de reducir mi actividad empecé a investigar las semejanzas entre la danza kathak y el flamenco, y consulté libros, mapas, documentos e Internet. Justo después de las Navidades de 2004 conseguí las pruebas que demostraban que los gitanos de Andalucía procedían de las regiones del Rajastán y el Punjab de la India. Habían emigrado hacia el oeste con los ejércitos persas que habían derrotado a los indios en los siglos X y XI. Tras un largo viaje llegaron a Andalucía a mediados del siglo XIV, lo que explicaba la semejanza entre la danza kathak y el flamenco.
Encantada con mi descubrimiento, se lo conté a un amigo mientras tomábamos una copa en Sevilla y, gracias a ello, me invitaron a pronunciar un ciclo de conferencias en la Universidad de Sevilla durante el verano de 2005.
—No afirmo que todo el flamenco provenga del kathak y del norte de la India —dije a los estudiantes que acudieron a la primera conferencia—. Sólo estoy señalando que una de las raíces del flamenco parece provenir del norte de la India, que es de donde proceden los rom, o los gitanos. Cuando abandonaron la India se llevaron consigo la música, los bailes y las canciones del país. Conforme iban viajando, iban aumentando ese núcleo original, y para cuando llegaron a Andalucía habían confeccionado este rico tapiz de música que contiene elementos de todos los países en los que estuvieron.
El ciclo de conferencias, titulado «Kathak ¿un antepasado del flamenco?» tuvo un gran éxito y sentí que había cumplido parte del deseo de Maharaji antes de morir. Había podido demostrar el viaje del kathak al flamenco. Lo que faltaba era ponerlo en escena.
El 9 de marzo de 2005 se solicitó a Dan Rather que abandonara su puesto en Evening News y lo destinaron a 60 Minutes II, que fue cancelado seis semanas después, aunque insistió en seguir en el programa original, 60 Minutes Sunday, hasta el final de su contrato, en noviembre de 2006.
Le había prometido a Dan que me mantendría a su lado hasta el final de Evening News. Había ideado y planificado una elegante y digna salida para él, pero, por desgracia, las cosas no salieron como imaginé. Después del Día del Trabajo de 2004, sesenta días antes de las elecciones presidenciales, Rather apareció en el programa 60 Minutes II y presentó un informe manipulado sobre el servicio de George W. Bush en la Guardia Nacional. La violenta reacción contra CBS News y Rather comenzó al día siguiente de la emisión del programa y, sin embargo, Dan insistió en defender la veracidad de aquel informe durante dos semanas, hasta que le obligaron a disculparse públicamente. Fueron unos días difíciles para CBS News. Varias personas fueron despedidas y se presionó a Rather para que abandonara el programa antes de lo estipulado. No lo despidieron. Fue peor, la cadena CBS lo degradó sumariamente y lo desacreditó, lo condenaron al olvido y al abandono.
En medio de todo aquello a Duncan le ofrecieron un trabajo que implicaba que tenía que vivir en Londres.
—¿Qué vamos a hacer? —le pregunté al borde de las lágrimas.
—En este momento estás en una situación muy incierta. ¿Por qué no nos tomamos las cosas tal como se vayan presentando?
—¿Y qué quiere decir eso?
—Que iré a Londres. Tengo que aceptar ese trabajo. Aquí no tengo muchas oportunidades y de alguna forma hemos de vivir. Estaré en Londres, puedes venir allí desde Sevilla siempre que puedas. Después, cuando sepas lo que quieres hacer, tomaremos una decisión entre todos: tú, yo y Dougall.
—Duncan, creo que sé lo que quiero hacer, pero me da miedo dar ese paso.
—No te precipites. Tómate el tiempo que necesites.
Asentí.
—Hemos pasado un tiempo estupendo en esta ciudad, los dos. Ha llegado el momento de hacer otra cosa.
Me eché en sus brazos y rompí a llorar. Era el final de una era y el comienzo de otra.
Mientras organizaba la oficina de Rather en 60 Minutes me di cuenta de que mi pasaporte británico caducaba en junio. Rellené todos los formularios necesarios y los envié a la embajada británica en Washington.
Unas semanas después recibí una carta de la embajada en la que me comunicaban que habían recibido mi solicitud, pero que debido a una serie de leyes aprobadas tras el 11 de septiembre, todas las personas que no tuvieran en Gran Bretaña su residencia oficial, que en mi caso había sido durante veinte años, necesitaban presentar una partida de nacimiento.
No recordaba haber visto nunca la mía y llamé a tía Hafsah a Londres. Mi tío Farhan contestó y me explicó que Hafsah estaba en Beirut.
—¿Y por qué está allí?
—Tu madre está en Beirut.
—¿A qué te refieres con eso? ¿Por qué no está en Karachi?
—Está muy enferma.
—¿Está enferma?
—No quería ser yo el que te diera la noticia, pero le han diagnosticado cáncer. No pueden hacer más por ella. Quería volver a su antigua casa en Beirut y la abrimos para que pudiera alojarse allí.
Me detuve en mitad de Park Avenue. Sujetaba mi Blackberry, pero no oía nada. Tenía la mente en blanco. Lo único que recordaba era el dolor y la pena en los ojos de mi madre y las constantes críticas de mi padre. No conseguía acordarme de cómo era la cara de mi madre cuando sonreía. Di la vuelta y me fui a casa.
Tuve que intentarlo varias veces hasta que conseguí establecer una llamada con la casa de mi madre en Beirut. Cuando por fin lo hice, respondió mi tía.
—Tía Hafsah —la saludé con voz entrecortada.
—Hola, Maha. Has hablado con Farhan, ¿verdad?
—Sí, ¿qué tal está?
—Está bien. Incluso me atrevería a decir que bastante animada.
—¿Por qué no la has llevado a Londres? Hay un montón de tratamientos y terapias nuevos.
—Los hemos probado todos. Estuvo unos cuantos meses en Londres con nosotros.
—¿Por qué no me lo dijisteis? ¿Por qué no me llamó nadie? Tienes el número de mi móvil. Sabes que puedes ponerte en contacto conmigo cuando quieras.
—Nos lo prohibió. No quería preocuparte. Dijo que no quería ser una carga para ti.
—¡Por el amor de Dios, tía Hafsah, eso es ridículo! He pasado mucho tiempo en Sevilla. No me habría costado nada acercarme a Londres.
—No sé qué decirte. Fue rotunda. Mira, acabamos de llegar a Beirut. ¿Por qué no vienes a verla después de que la instale? Estoy segura de que le encantará.
—De acuerdo, tía, pero prométeme que me llamarás o me enviarás un correo electrónico para decirme qué tal evoluciona todo.
Pensé que no era el mejor momento para preguntarle a mi tía o a mi madre por una partida de nacimiento. «En cualquier caso, no puede ser muy difícil de conseguir. Seguro que hay un registro civil en Nueva Gales del Sur. Umma me dijo que había nacido en el hospital Saint Margaret cuando vivían en Darling’s Point, en Sydney.»
Empecé mi investigación con aquellos pocos datos. Primero lo intenté en el hospital, pero había sufrido un incendio en 1975 y se había perdido mucha documentación. Después en el registro civil, donde se mostraron muy atentos, pero era necesario rellenar solicitudes, pagar por cada una de ellas y, con la diferencia horaria entre Nueva York y Sydney, o incluso entre Sevilla y Sydney, todo se estaba alargando demasiado. Envié correos electrónicos, llamé y escribí cartas a todo el que pude encontrar en las oficinas del registro civil de Sydney y de Nueva Gales del Sur, hasta llegar a un total de 242 cartas y 565 correos electrónicos, además de las llamadas telefónicas. También había escrito a la embajada británica para informarles de lo que estaba sucediendo con mi partida de nacimiento.
Rather se fue de vacaciones durante el verano de 2005, así que pude pasar todo ese tiempo en Sevilla para dar mis conferencias y bailar con Juan. Mantuve contacto telefónico semanal con mi tía, que me informó de que mi madre estaba todavía muy débil y que era mejor aplazar el viaje.
Un sofocante día de agosto, Juan me dijo que quería hablar conmigo de algo. Después de la clase fuimos al bar de la esquina, cerca del estudio de baile. La Taberna Gitana llevaba allí tanto tiempo como pudiera recordar cualquiera que viviera en Triana. Nos sentamos y Juan pidió una cerveza fría para él y una copa de vino blanco para mí.
—Me han pedido que dé comienzo a la temporada 2005 - 2006 con tres noches en el Teatro Central, a partir del 1 de septiembre.
—¡Enhorabuena Juan! —exclamé levantando la copa para brindar.
—Como sabes, hay muchas bailarinas españolas con las que trabajo en la compañía y que Mercedes es la solista.
Asentí y le dejé continuar.
—Esta vez quiero hacer algo diferente. Quiero que la solista haga un número, después cuatro chicas que hagan otro de grupo y finalmente un dueto con la solista. ¿Qué te parece? Antes de que contestes, quiero que seas la bailarina solista.
Me quedé petrificada. No sabía dónde mirar. Juan se levantó y me dio un abrazo.
—Para mí será un honor bailar contigo —aseguró con voz tranquilizadora.
Estaba abrumada. Me acababa de ofrecer una segunda oportunidad para volver al camino que había abandonado hacía más de veinte años. Y en aquel momento supe que era lo que más deseaba hacer en el mundo.
Al día siguiente Juan anunció que yo sería la solista. Cuando miré a mi alrededor vi más de una expresión avinagrada, alguna celosa y otras de envidia. Pero Juan había tomado una determinación.
Después me enteré de que muchas de las chicas españolas habían protestado porque se diera esa oportunidad a una que no lo era. Las que creían que merecían el puesto de solista criticaron duramente mi forma de bailar y mi aspecto.
Desde entonces no tuvimos ni un solo momento libre hasta el día de la primera actuación. Juan bailaría una cantiña, yo un martinete seguido de una seguiriya, las cuatro chicas interpretarían unos tangos y después, Juan y yo acabaríamos con unos espectaculares tarantos.
Estaba nerviosa. Era el comienzo de mi nueva carrera profesional, mi debut como bailaora de flamenco en Sevilla, y también la primera vez en veintidós años que pisaría el escenario de un gran teatro.
Sabía que Maharaji estaba conmigo. «Cuando salgas a escena quiero que atrapes la atención del público durante los cinco primeros segundos y no la sueltes hasta el final. Utiliza tus ojos. Tus ojos tienen el poder de la luna.»
¿Qué había querido decir con eso? Entonces, me acordé:
«Maha, la luna tiene poder para mover los océanos, puede convertir mares tempestuosos en calmados lagos, y calmados lagos en turbulentas y peligrosas aguas. Tus ojos y la expresión de tu cara pueden hacer lo mismo con tu baile. Puedes pasar de ser una tigresa a una gacela, de salvaje a mansa, de demonio a ángel».
Me pregunté si seguiría teniendo ese poder.
Entre bastidores, el camerino estaba abarrotado. Había volantes con un arco iris de colores y telas por todas partes, una auténtica profusión de flores, peinetas, mantones, maquillaje, zapatos, uñas postizas, zapatos de taconeo y olor penetrante a colonia española. Había tensión en el ambiente y la mal ventilada habitación estaba llena de humo de tabaco y de roncos cotilleos femeninos, sobre todo acerca de la «extranjera». Guardaba silencio en un rincón. Estaba casi lista. Había elegido un vestido rojo con volantes escondidos en los pliegues del drapeado. Era un diseño antiguo, pero me había gustado desde el momento en el que me lo probé en el taller de la modista. Me agaché para ponerme los zapatos y me di cuenta de que no me había puesto una tirita en una uña que se me había roto. De pronto, mientras buscaba una en el bolso, la habitación enmudeció y levanté la vista. Las chicas habían dejado lo que estaban haciendo y me miraban. Y sin apenas darme cuenta, todas abandonaron corriendo la habitación y me quedé sola. Sorprendida cogí uno de los zapatos y oí un ruido en su interior.
Alguien había puesto cristales rotos.
Aquella noche bailé con otro par de zapatos. Bailé en memoria de Maharaji y Zahra. Bailé con una furia y pasión que no sabía que poseía. La energía me subía desde los pies e inundaba todo mi cuerpo y mi alma. Fue algo primario, antiguo y, sin embargo, hermoso. Mi cara reflejó todos los matices de la letra.
El público presenció cólera, pena, dolor, abandono y anhelo, incluso lágrimas. Aquella noche, más tarde, Juan me dijo que lo que había oído como un remoto estruendo eran unos atronadores aplausos y gritos de «¡Olé!» por parte del público.
A finales de 2005 recibí una carta del director del registro civil de Nueva Gales del Sur en la que me comunicaban que habían agotado todos sus recursos. Habían comprobado todos los nacimientos de 1955 a 1975. Incluso habían logrado localizar las actas de nacimiento del hospital Saint Margaret, pero nadie con el nombre de soltera o de casada de mi madre había dado a luz a un niño o una niña en todo Sydney o en Nueva Gales del Sur.
En ese momento tuve la certeza de que tendría que hablar con mi madre, y descolgué el teléfono de la oficina.
—Tía Hafsah, tengo que hablar con mi madre. Llegaré a Beirut el sábado.
Mi tía procuró que desistiera de la idea.
—¿Por qué? —pregunté cuando Hafsah me dijo que esperara un poco más—. No lo entiendo. Por un lado me dices que mi madre está muy mal y por otro que no puedo ir a Beirut. ¿Qué está pasando?
—Nada —contestó mi tía exasperada. Ya no sabía qué decirle. Tarde o temprano la verdad saldría a relucir y después de cuarenta años de guardar el secreto, estaba cansada. También se había enterado hacía poco tiempo de que había muchas posibilidades de que ella y su hermana no tuvieran el mismo padre. Tras la muerte de Laila había encontrado su diario y éste acababa diciendo que había hecho el amor apasionadamente con Aatish antes de que se fuera de viaje de investigación. La fecha le hizo sospechar si ese hombre, que en el diario aparecía como «el amor de mi vida», no sería el verdadero padre de Zahra. ¿Debería preguntar a su hermana acerca de sus especulaciones sin tener pruebas? A aquella preocupación se había añadido la de que si Maha aparecía en Beirut, también se descubriría la historia de Ajit.
—Tía Hafsah. Tía Hafsah, ¿estás ahí?
—Sí, hija, aquí estoy.
—Tengo otra razón para ir. Estoy intentando renovar mi pasaporte británico. Resulta que han cambiado los requisitos y necesito mi partida de nacimiento. ¿Sabes dónde puede estar? He intentado conseguir una, pero no he podido.
«¡Alá nos proteja!», pensó Hafsah. El castillo de naipes estaba a punto de derrumbarse.
—Por favor, tía Hafsah. ¿Sabes dónde está? Si no la encuentro, la embajada británica de Washington no me renovará el pasaporte.
—Debe de estar en la casa de Londres —sugirió Hafsah tras hacer una pausa.
Tenía la intuición de que mi tía estaba intentando ganar tiempo. Pero ¿por qué?
—Aunque la verdad es que, en este momento, no recuerdo bien dónde puede estar —continuó Hafsah.
—Muy bien, entonces quiero ir a Beirut para hablar con umma.
—Ven si quieres, pero con lo del asesinato de Hariri, las cosas están un poco tensas por aquí.
—Tía, las cosas llevan tensas en el Líbano desde la década de los setenta y eso no va a cambiar. Voy para allí.