CAPÍTULO TRECE

 

TRABAJÉ para Chris Parry y la Fiction Records durante los siguientes seis años. Robert Smith, cantante de The Cure, y yo congeniamos desde el primer momento. Yo era escandalosa y dinámica y él pausado y reservado. Me impresionó que nunca sacrificara su música para hacerla comercial y si por casualidad escribía una canción que lo era, lo hacía con tanta ironía que si no te enterabas de que le estaba tomando el pelo a los grupos más moñas, no eras un auténtico fan de The Cure. Salí de gira con ellos por todo el mundo, encargada de la publicidad en casi todas las actuaciones importantes. La del Madison Square Garden de Nueva York fue la que mayor orgullo me produjo. Llegar hasta allí no había resultado fácil y el que se agotaran las entradas fue uno de los mayores éxitos de Robert Smith.

Sin embargo, al cabo de seis años, viajar constantemente me había agotado. Estaba malhumorada e irritable. Quería estabilidad en mi vida, pasar más de cuatro días seguidos en un mismo sitio, algo imposible cuando se está de gira con un grupo. The Cure también necesitaba una temporada de descanso, así que pensé que era un buen momento para dedicarme a otra cosa.

Nueva York se había convertido en mi hogar. Dejé mi estudio en la calle 56 con la Segunda y me mudé al West Village, donde alquilé un pequeño apartamento en la esquina de las calles Jane y Hudson. Pero como apenas estaba en casa, no había llegado a decorarlo y no acababa de sentirlo mío, además, el casero era bastante desagradable, así que, cuando se acabó el contrato me fui a un pequeño dúplex de la calle 20 con la Novena, en Chelsea, en una casa de piedra rojiza recién restaurada. Tenía mucha luz, una cocina pequeña, cuarto de estar, un espacioso dormitorio con claraboya y, lo mejor de lo mejor en Nueva York, lavadora y secadora.

Lo decoré con un presupuesto muy reducido, pero era mi casa y me sentía orgullosa de ella. Cuando acabé de darle los últimos toques me senté en medio del cuarto de estar y miré ilusionada a mi alrededor. Pero mi alegría duró poco, porque enseguida me vino a la cabeza algo inevitable: «¿Y ahora qué voy a hacer?».

Después de haber trabajado sin descanso para uno de los mejores artistas de aquel tiempo, sentí que mi trabajo en el negocio de la música había terminado. Me lo había pasado en grande, pero también me había dado cuenta de que las directoras de publicidad de otros sellos discográficos eran mujeres de cierta edad que seguían vistiendo minifaldas y poniéndose en el pelo más laca y gomina que los componentes de los grupos a los que acompañaban. Y tenía claro que no quería convertirme en una de ellas. Además, necesitaba hacer algo nuevo, algo que no hubiera hecho antes, algo de lo que no supiera nada.

Mientras esperaba a ver si salía algo conocí a Tim y Nina Zagat, que habían puesto en marcha la guía de restaurantes Zagat. Trabajar para ellos como relaciones públicas me permitió conocer algunos de los mejores chefs y restaurantes de Nueva York y aprender del nuevo mundo que giraba alrededor de la comida, el vino y todo tipo de condimentos exóticos. En aquellos tiempos la cocina de fusión era lo último y todos los jefes de cocina buscaban nuevas formas de cocinar con cilantro, papaya e incluso con ingredientes tan sencillos como la cebolla.

Pasado un tiempo, un sábado de otoño sonó el teléfono. Era Sherry, una amiga de Elektra Records, que me invitaba a una fiesta improvisada aquella misma tarde.

El nuevo apartamento de mi amiga resultó ser un fabuloso loft en Tribeca, la nueva y elegante zona de Manhattan. El edificio, en tiempos una antigua fábrica de máquinas de coser, tenía cuatro pisos transformados en apartamentos. Sherry ocupaba el último y disfrutaba de una amplia terraza y una espectacular vista del centro de Manhattan, el distrito financiero y el World Trade Centre.

En cuanto salí a la terraza reconocí casi a todo el mundo, de mis tiempos en el mundo de la música.

—¿Pam? —pregunté acercándome a una mujer que estaba junto a la barandilla mirando la ciudad—. ¿Pam Haslam?

—¡Caray! ¿Dónde te habías metido? —exclamó ésta al darse la vuelta.

—Aquí y allá.

—¿Qué estás haciendo, Maha? ¿Sigues con Parry y esos siniestros amigos tuyos?

—No, seguimos siendo amigos, pero me cansé de estar de gira a todas horas. Robert también pensó que necesitaban un descanso.

—¿Y qué haces?

—He estado trabajando para los Zagat...

—¡Ah!, la guía de restaurantes. Me encanta. No podría vivir sin ella.

—Sí, está muy bien. He tenido que conocer ese mundo. Estoy aprendiendo un montón sobre cosas como el cebollino que Daniel Boulud cultiva personalmente, de la forma más ecológica imaginable en su huerto de Martha’s Vineyard, y que corta a diario su mayordomo para enviarlos en avión aquí y poder rociarlos como aderezo sobre el salmón asado, que también ha llegado volando ese mismo día desde los rincones más norteños de Escocia...

Pam se echó a reír al oír aquella descripción, con el mejor acento de internado inglés, del maître del Boulud, el restaurante de moda en ese momento.

—¿Te diviertes?

—Sí —aseguré volviéndome para disfrutar de la vista.

—¿Y por qué tengo la sensación de que no te acaba de gustar?

—Porque por mucho que adore a Tim y a Nina, y es la verdad, tengo ganas de hacer algo.

—¿Quieres que te mire alguna cosa?

—¿Como qué?

—Es curioso, acabo de hablar con mi antiguo jefe, George Schweitzer, vicepresidente primero de la CBS.

—¿Te refieres a la cadena de televisión?

—Pues sí.

—No sabía que habías trabajado allí.

—Sí, lo hice, pero en la sección de radio. En cualquier caso, George me ha dicho que buscan a alguien. No sé para qué, pero puedo llamarlo.

—Venga, Pam, ya sabes cómo son esas cadenas de televisión. Funcionan como el negocio de la música. Contratan a gente de dentro o simplemente los cambian de puesto.

—Mira, hacer una llamada no cuesta nada.

—Lo siento, no quería parecerte negativa. Te lo agradeceré mucho.

Una semana después estaba sentada frente a George Schweitzer, en Black Rock, sede de la CBS en Nueva York.

—Pam te ha puesto por las nubes, y tu currículo es impresionante.

—Gracias, señor Schweitzer.

—Llámame George, por favor. El caso es que no tengo ninguna vacante en espectáculos, que es el puesto para el que pareces estar mejor cualificada, así que no sé qué puedo hacer por ti.

Se quedó callado mirando mi currículo y después me lanzó una mirada interrogante por encima de las gafas.

—¿Sabes algo de noticias?

Me quedé perpleja.

—No sé muy bien a qué se refiere.

—¿Sabes algo del mundo de las noticias?

—No estoy muy segura de cómo será el mundillo de las noticias, pero si se refiere a noticias en general, sí. Me mantengo informada de lo que pasa en el mundo.

—¿Sabes quién es Dan Rather?

—Sí.

—¿Qué sabes de él?

—Bueno, sé que es el presentador...

—Conductor.

—Perdón, es que en Inglaterra las personas que salen en los noticiarios se llaman presentadores.

—No importa, continúa.

—Es el conductor de las noticias que se emiten a las seis y media.

—¿Las has visto alguna vez?

—Cuando estoy en casa sí, pero a esas horas es muy raro que esté.

Acababa de demostrarle por qué las noticias en televisión tenían problemas. Los horarios y las costumbres habían cambiado. La gente trabajaba más horas. Los tiempos en los que el padre de familia llegaba a casa a las cinco y media, se tomaba un martini y después toda la familia se reunía alrededor de la televisión para ver a Walter Cronkite, habían dejado de existir.

—¿Cuándo viniste a este país?

—Hace diez años.

—Así que no llegaste a ver a Walter Cronkite.

—No, pero en Inglaterra sabíamos quién era.

—Mira, no sé si esto funcionará, pero el encargado de relaciones públicas del departamento de noticias está buscando un relaciones públicas para Evening News, ya sabrás que ahora Connie Chung también forma parte de ese programa.

Me parecía haber leído en algún sitio que, para incrementar la audiencia, la CBS había decidido cambiar el formato de su emisión estrella y contratar a una mujer, con la esperanza de atraer a un mayor público femenino y hacer más atractivo el programa.

—Sí, me enteré del cambio, lo leí este verano. Si la memoria no me falla salió una foto de Dan Rather dándole un beso de bienvenida a la señorita Chung en la portada del New York Times.

Schweitzer se quedó impresionado.

Al igual que Tom Goodman, el hombre de Schweitzer a cargo del departamento de noticias.

—Buenos días, soy Dan Rather —se presentó el hombre que acababa de entrar por la puerta—. Encantado de conocerla —aseguró dándome un fuerte apretón de manos. Siempre me había gustado la gente que miraba a los ojos y estrechaba la mano debidamente.

—¿La señorita Akhtar? ¿Se pronuncia así?

—Sí, señor.

—He mirado su currículo y ciertamente tiene una formación extraordinaria. A juzgar por su historial, debe de ser muy inteligente.

—Gracias, señor.

—Dígame, señorita Akhtar, si tiene más experiencia en espectáculos, ¿por qué quiere trabajar en un noticiario? ¿Por qué no continúa en la actividad que mejor conoce?

Sabía que me haría esa pregunta, y había pasado varios días haciendo acopio de información acerca de Rather, de lo que estaba sucediendo en los medios de comunicación y de qué cambios se estaban produciendo en el segmento de las noticias. También me había dado cuenta de que si quería aprender sobre cómo presentar noticias, Rather era la persona más indicada. Trabajar para él sería un honor. Era de los pocos que quedaban de la vieja guardia y nadie parecía poder sustituirle.

—Señor Rather, quizá pueda parecer que no tengo el historial necesario para este trabajo, pero en cierta forma sí que lo tengo. Leí el discurso que pronunció en Miami ante la Asociación de Directores de Radio y Televisión, y estoy de acuerdo con usted: en la actualidad las noticias y el espectáculo están tan íntimamente relacionados que dentro de unos años será difícil distinguirlos.

Hizo una pausa pues no sabía muy bien cómo interpretar la cara que había puesto Dan Rather.

—¿Continúo, señor?

—Por favor —dijo recostándose en la silla. Se había aflojado el nudo de la corbata, desabrochado el primer botón de la camisa y remangado.

—No puedo presentarle una licenciatura en periodismo, señor Rather, pero lo que sí puedo ofrecerle es una perspectiva diferente, una visión paralela de cómo tratar las relaciones públicas. Puedo aportar mi sentido común y la capacidad de pensar con rapidez. Siempre he tenido que rendir al máximo y he conseguido salir bien parada. Me gusta que me sorprendan y aprender cosas nuevas, porque suponen un desafío y es ese desafío el que consigue que me levante de la cama por las mañanas. Soy una persona muy curiosa. Curiosa prácticamente por todo, excepto asignaturas como Matemáticas, Física o Química. Mi mente no funciona por ese camino.

—¿Qué cree que aprenderá en CBS News?

—No estoy segura. —Hice una pausa y después decidí arriesgarme—. Ya se lo diré.

El 10 de enero de 1994 empecé a trabajar en CBS News como representante de prensa de Evening News with Dan Rather and Connie Chang, pero enseguida supe que tendría que aliarme con uno de los dos y elegí a Rather.

No era fácil llegar a él. Llevaba puesta una coraza tan gruesa que era prácticamente impenetrable y lo único que dejaba ver era el personaje. Si había un Dan de verdad detrás de aquella máscara, no tenía ni idea de quién era.

En un principio me dieron un rincón sin ventanas en la oficina de prensa de la sexta planta del CBS News Broadcast Centre, en la calle 57 oeste. Empecé por conocer a los analistas de medios, establecer una buena relación con ellos y preparar un plan mediático para Rather.

La primera vez que salí en los periódicos fue en relación con lo que Rather opinaba acerca de no poder aparecer en pantalla con una noticia impactante porque la CBS había decidido mantener la habitual telenovela.

«Está hasta la gónadas, aseguró la representante de Rather, Maha Akhtar.» La cita se publicó en Usa Today, Associated Press, New York Daily News, New York Post, LA Times, Chicago Tribune y muchos otros periódicos, y nadie en la CBS me lo perdonó.

—CBS News, Maha Akhtar —contesté al teléfono al día siguiente.

—¿Qué demonios quiere decir «hasta las gónadas»? —gruñó una voz masculina.

—¿Con quién hablo, por favor?

—Soy Arnot Walker. Hago para Peter Jennings lo mismo que tú para Rather. Tenemos que vernos.

Quedamos y nos hicimos tan amigos que la relación entre Rather y Jennings mejoró mucho. Cuando Arnot murió de sida el 28 de septiembre de 1998, yo le sujetaba la mano derecha y Peter Jennings la izquierda. Su muerte dejó un profundo vacío en mi vida y nadie ha podido reemplazarlo en mi corazón.

Por otro lado, la relación entre Rather y Chung era poco menos que cáustica. Las llamadas de la prensa que yo recibía relacionadas con Evening News eran para pedir comentarios de Rather y las atendía de buen grado. Connie tenía su propia encargada de prensa, que se ocupaba del programa Eye to Eye with Connie Chung, pero a ella nunca la citaban en relación con Evening News, y eso la ponía furiosa.

Un día Connie me detuvo en medio de la sala de prensa. Llevaba un cigarrillo en la mano y unos tacones de doce centímetros, pero aún quedaba muy por debajo de la altura de mis ojos.

—Hola, Connie —la saludé respetuosamente.

—Hola, Maya...

—Me llamo Maha.

—Lo que sea. ¿Por qué todos los comentarios sobre Evening News los hace Rather y yo no recibo ni una sola llamada?

—Connie, los periodistas siempre preguntan por él.

—Bueno, pues es un programa con dos presentadores. ¿Te enteras?

Connie había alzado la voz para que todo el mundo la oyera y se dio la vuelta para comprobarlo: los periodistas de la sección nacional, internacional y de Evening News se habían quedado en silencio.

—Ahora escúchame bien, Maya o como te llames, quiero que me citen en los periódicos cuando hablen de Evening News. ¿Te ha quedado claro?

Dicho lo cual se dio la vuelta y se fue con paso inestable a su oficina.

Me quedé en medio de la sala de prensa. Sentí que todo el mundo me miraba y después, de repente, volvieron a oírse los ruidos habituales y cada uno se ocupó de sus asuntos. La escena de Connie fumando y gritando a la nueva en medio de la sala de prensa corrió de boca en boca por todo el edificio.

A principios de 1995, la relación entre Rather y Chung empeoró. La prensa especulaba sobre cuál de los dos sería el primero del que se libraría la CBS y no paraban de llamarme para preguntarme qué estaba pasando, pero yo todavía no había entrado en el sanctasanctórum de Rather y me resultaba difícil enterarme. Sólo llevaba un año trabajando para él.

El 19 de abril de 1995 se produjo el ataque al edificio federal Murrah de Oklahoma mientras Rather estaba de vacaciones en Austin, Texas. Andrew Heyward, productor ejecutivo de Evening News, envió inmediatamente a Connie para que cubriera la noticia. Al mismo tiempo, Rather pensó que aunque estuviera de vacaciones, como estaba muy cerca del suceso, los ejecutivos de CBS News querrían que informara en directo sobre el ataque. Llegó allí por su cuenta y se encontró a Connie. A la noticia de la bomba en el edificio federal hubo que añadir la de Connie intentando pisarle el terreno a Rather, ya que siempre había sido éste el que había acudido a cubrir las noticias más importantes, mientras Connie se quedaba en el estudio.

Mi teléfono no dejaba de sonar. Sospeché que Rather saldría vencedor en aquel asunto y, efectivamente, Connie tuvo que volver a Nueva York a causa de una desacertada entrevista a uno de los bomberos, que había provocado una avalancha de llamadas a la sección nacional de CBS News por parte de teleespectadores que aseguraban preferir a Rather en el lugar de los hechos. Fue el momento en el que Connie se dio cuenta de que la iban a despedir. En un último intento a la desesperada concedió una entrevista en exclusiva a Bill Carter, del New York Times, en la que, quejumbrosa e inmadura, habló de la forma en que la CBS News estaba negociando su inmediata salida del programa.

En ese momento mantenía una reunión con Rather, ya de vuelta.

—Muy bien, señorita Akhtar, ¿cómo vamos a enfocar este tema?

Esbocé un plan: ofrecería una reunión informativa a los analistas de medios más importantes, en la que les hablaría con sinceridad y franqueza.

—Cuénteles la verdad, señor Rather. De esa forma no intentarán averiguar nada más. Si se anda con rodeos no pararán hasta llegar al fondo de lo que sea. Le recomiendo que haga lo correcto y se muestre cortés y afable.

Rather asintió, estaba de acuerdo.

—Y, señor Rather, deberíamos organizarla antes de que CBS News y la oficina de prensa puedan actuar. De esa forma les llevará la delantera, en vez de tener que reaccionar y verse en un aprieto.

—¿Dónde la hacemos?

—Bueno, si le parece bien podemos invitarlos a desayunar a mi casa.

—Estupendo.

Trabajé durante todo el fin de semana para organizar el desayuno con los medios. Informé a Rather y llamé a los periodistas, y, por la razón que fuera, la mayoría de noticias que se publicaron sobre aquella reunión mostraron su apoyo a Rather.

El lunes por la mañana, Tom Goodman, mi jefe, me llamó la atención.

—Mira, la próxima vez que organices un desayuno con los periodistas y Rather, me lo dices, ¿vale? ¿Tenías que ponerte por encima de todos nosotros y presentar a Rather solo, en vez de como miembro de un equipo?

—Tom, sólo hacía mi trabajo. Me contrataste para que fuera la representante de prensa de Evening News y de Dan Rather y, que yo sepa, eso es lo que he hecho. Tu problema es Connie, soluciónalo con ella.

La vida con Dan Rather era como vivir en medio de un huracán. Noticias, crisis y sucesos giraban a su alrededor, lo que significaba que yo también estaba en el centro de todas esas noticias, crisis y sucesos, y me convertí en la calma en mitad de la tormenta.

Durante el largo fin de semana del Día del Trabajo de 1997, estaba tomando el sol en casa de unos amigos en Sag Harbour, Long Island, cuando empezó a sonar el teléfono.

«¡Vaya hombre! Ahora que me estaba quedando dormida», pensé.

—¿Maha?

—Sí.

—Soy Michael George, de la sección nacional.

Se me heló la sangre, eso sólo quería decir que se había producido una gran noticia.

—La princesa Diana ha muerto en un accidente automovilístico en París.

—¿Qué? —grité.

—¿Sabes dónde está Dan? Lo necesitamos en el plató.

—Está en el norte, pescando.

—¿Puedes localizarlo?

—Lo intentaré.

—Vale, espera, Andrew Heyward quiere hablar contigo.

«¿Por qué querrá hablar conmigo el presidente del departamento de noticias?», pensé mientras esperaba a que me pasaran con él.

—Hola, soy Andrew.

—Hola.

—Mira, siento molestarte, ya sé que es el Día del Trabajo, pero Sandy Genelius está de vacaciones en Europa y necesito ayuda para salir del lío que tenemos aquí. ¿Cuánto tardarías en llegar?

—Estoy en Sag Harbour, puedo salir en quince minutos y llegar en un par de horas. ¿Qué pasa?

—Cuando murió Diana no aparecimos en antena. Hemos quedado fatal y la prensa nos va a despellejar. Las otras cadenas sí que lo hicieron y ha habido una amplia cobertura por cable.

—¿Y por qué no lo emitimos?

—Porque cuando la noticia llegó por teletipo, Lane no la creyó. Pensó que era una broma.

Lane Venardos era el vicepresidente de la sección de noticias graves y sucesos especiales. Era el encargado de comprobar la veracidad de las noticias y aconsejar a Andrew si la cadena debía interrumpir su programación y aparecer en antena, ya fuera en directo o no.

—¡Dios mío! Llegaré lo antes posible.

—Y encuentra a Rather.

—Sí, Andrew, haré todo lo que pueda.

En los siguientes quince minutos conseguí llamar a una pensión cercana a la casa de Dan en Catskills, que sabía que estaba muy cerca del río donde solía pescar, y suplicarles que enviaran a alguien para localizarlo. Mientras esperaba me puse unos vaqueros y una camiseta encima del bañador y con el teléfono conectado al fax alquilé un helicóptero y un coche para que lo llevaran al edificio de la CBS sin perder tiempo.

—Hola, ¿con quién hablo, por favor?

—Hola, Dan, soy Maha. Siento tener que molestarle, pero acabo de recibir una llamada del estudio. La princesa Diana ha muerto en un accidente automovilístico y necesitan que aparezca en directo.

—¿Quién ha cubierto la noticia?

—Al principio no la cubrimos. Lane pensó que se trataba de una broma. Han enviado a alguien, pero le necesitan a usted.

Dan se quedó callado, lo que significaba que estaba muy enfadado.

—¿Dónde está Andrew?

—En su oficina, acabo de hablar por teléfono con él.

—¿Qué extensión tiene?

—La 7825.

—Muy bien, ¿cuál es el plan?

—He alquilado un helicóptero, le llevará al helipuerto de la calle 30, donde le esperará un coche para conducirle al edificio de la CBS. Yo voy para allí en cuanto cuelgue.

—¿Qué me...?

—Su traje de raya diplomática gris marengo está en el armario de la oficina. También tiene una camisa blanca limpia y, en estas circunstancias, creo que lo más indicado es una corbata oscura.

—¿Tengo alguna?

—Sí señor. Hay una de rayas azules colgada junto a su roja preferida.

—¿Qué haría sin ti, Maha?

—Seguiría haciéndolo igual de bien, señor Rather.

La crisis de la princesa Diana me dividió entre dos maestros; por un lado tenía que asegurarme de que Dan Rather recibía la atención que merecía y por otro aconsejar y ayudar a Andrew Heyward durante los días en los que la prensa machacó a CBS News por no estar en antena con una de las mayores noticias de todo el año.

—¿Qué crees que debería decir? —me preguntó Andrew nada más llegar.

—Bueno, creo que debería mantenerse lo más próximo a la verdad que pueda. No acuse a nadie, entone un mea culpa.

Es lo que hizo y al cabo de unas semanas el furor fue apaciguándose.

Rather fue a Londres a cubrir el funeral de la princesa. Y yo me alegré de tener un par de días libres en la oficina para ponerme al día con el papeleo. Pero cuando Dan hacía las maletas para volver, se enteró de que había muerto la Madre Teresa.

El teléfono no tardó en sonar.

—Soy Dan, necesito ir de Londres a Calcuta, organízalo desde allí.

Rather empezó a exigirme más en lo relativo a mantener su imagen pública. Como ya no podía confiar en los índices de audiencia, pues iban en descenso, sugerí que podría conceder entrevistas en las revistas en las que todavía no había aparecido y recalqué lo importante que era mantener el contacto con los periodistas, incluso si no tenía nada que contarles.

—Dan, se trata de relaciones públicas contra publicidad —le recordaba siempre—. La publicidad es buena y ver tu nombre en los periódicos, sobre todo si es un buen artículo, sienta de maravilla, aunque no deja de ser algo efímero. Lo que cuenta son las relaciones.

Durante la crisis Clinton-Lewinsky, organicé con cuidado una noticia de primera plana para el New York Magazine. El periodista, Marshall Sella, seguiría a Rather de Nueva York a Washington mientras éste cubría la noticia sobre Monica Lewinsky, la impugnación contra el presidente Clinton y su discurso ante el Congreso. Tal y como había imaginado, aquella noticia mostró a un Rather en plena forma.

Con el paso del tiempo me dediqué en exclusiva a la vida pública de Rather. Me convertí en su persona de confianza para prácticamente todo. A mí me gustaban las sorpresas, las fechas límite y la posibilidad de que pasara algo inesperado cada vez que me levantaba por la mañana. Mi creatividad y mi talento para la improvisación se veían incentivados por la imprevisible vida que llevaba Rather y sus repentinas peticiones, y no por el ritmo que impusiera un músico de tabla. Hice el cambio del lado derecho de mi cerebro al izquierdo y me convertí en una persona práctica y segura, que vivía en un mundo gobernado por los hechos. Era una «chica Rather» tan enfrascada en mi vida en CBS News que me olvidé por completo de mi pasado.

Aproveché que desde el trabajo podía llamar a cualquier parte del mundo para intentar hablar con mi madre en Karachi, pero siempre contestaba Anwar Akhtar y, al oír mi voz, colgaba. Las únicas noticias que recibía de ella eran a través de mis tíos, pero poco a poco también fui perdiendo el contacto con ellos. Por irónico que parezca, en mi deseo por ser independiente me había creado una identidad tan íntimamente relacionada con Dan Rather que había dejado de saber quién era cuando no estaba con él.

Un apacible y cálido mes agosto me sentía exhausta y, como Dan estaba de vacaciones, decidí tomarme un par de semanas libres. Mi amigo Michael Bagley me había invitado a su casa de Montauk en repetidas ocasiones y tuve la sensación de que llevaba años posponiéndolo. Michael acababa de cumplir los cincuenta y era uno de los mejores decoradores de Nueva York. Pero lo gracioso era que le paraban por la calle para pedirle un autógrafo, porque lo confundían con George Clooney.

—Cariño, tienes una pinta horrorosa —dijo Michael cuando me recogió en la estación de tren.

—Muchas gracias, guapo. Sin embargo, tú estás mejor que nunca.

—Yo me cuido.

—Y yo también.

—No, querida, tú no lo haces. Trabajas veinticuatro horas diarias siete días a la semana para ese presentador loco, y toda tu vida gira alrededor de él.

—Mira, Michael, si empiezas a reñirme me vuelvo a casa.

—Tranquila, cariño, no te enfades conmigo. Te quiero. Eres mi amiga. Una amiga a la que no veo ¿hace cuantos putos años?

—Vale, lo que quieras. Escucharé lo que tengas que decirme, pero no me sermonees desde el púlpito.

Por la tarde, mientras tomábamos una copa de champán deleitándonos con la puesta de sol en el Atlántico, Michael me dijo:

—Sabes, tengo la solución a tus problemas.

—¿Y cuál es? —pregunté enarcando una ceja.

—Necesitas un hombre.

—¡Jesús, María y José! —exclamé, aunque en el fondo pensé que podría estar en lo cierto.

Pasé dos maravillosas semanas en los Hamptons sin ningún tipo de responsabilidad, volvimos juntos en coche a Nueva York y Michael me dejó en casa. Me sentía casi la misma de antes.

—Gracias, Michael. Creo que vuelvo a tener la cabeza en su sitio.

—De nada, cariño. ¿Qué haces el jueves?

—De momento nada, ¿por qué?

—Voy a organizar una cena elegante, así que no me falles.

—Cuenta conmigo.

—Ponte algo provocativo y sexy. Y, ¡por Dios!, no se te ocurra venir con el uniforme de camarera que sueles llevar.

—A mí me gusta ese traje negro.

—No te olvides. Nos vemos en casa.

Michael me llamó el jueves para confirmar que iría.

—Cariño, ha habido un pequeño cambio de planes. Tendremos que cenar fuera porque María está mala y no ha podido preparar nada.

—No pasa nada, ¿dónde quedamos?

—En Le Madri, en la calle 17. Hace años que no voy y me han dicho que acaban de contratar a un chef siciliano lo suficientemente bueno como para comer sus platos.

—Michael, querido, tengo que dejarte. ¿A qué hora?

—¿Las nueve es muy tarde para ti?

—No, me parece perfecto. Así tendré tiempo para arreglarme.

Como de costumbre, el trabajo me entretuvo y no tuve tiempo de cambiarme, pero sí llegué puntual.

—Hola, preciosa —me saludó Michael. Se levantó cuando me vio acercarme a la mesa y me presentó a su nuevo novio.

Llevaba mi segundo filthy martini cuando vi por el rabillo del ojo que alguien se aproximaba a nosotros. «Me encanta tener amigos gay, pero ¿por qué todos los tíos guapos tienen que ser homosexuales?»

—Hola, siento llegar tarde. He tenido una llamada de última hora.

—Maha, querida, éste es mi buen amigo Duncan Macaulay.

—Encantada de conocerle —dije con toda sinceridad.

Durante aquella cena me reí como no lo hacía en meses. Michael nos contó un montón de cotilleos sobre los restaurantes que había decorado y el mordaz ingenio escocés de Duncan me pareció divertidísimo.

—¿Has estado alguna vez en las Tierras Altas? —se interesó éste.

—No, no creo que mi ADN soporte el frío.

Antes de irse, Duncan me preguntó si podría llamarme la semana siguiente. Para entonces ya me había dado cuenta de que no todos los hombres guapos eran homosexuales.

—Estaré encantada —acepté con una amplia sonrisa. Michael sonrió de oreja a oreja al comprobar el resultado de su conjura.

Mi vida cambió en cuanto empecé a salir con Duncan. No tenía más remedio si quería mantener el equilibrio entre él y Rather.

Duncan Macaulay era un auténtico escocés del noroeste de las Tierras Altas, de los de falda y espada ancha, y bebedor de whisky de malta solo. Era financiero inmobiliario y había pasado muchos años en Oriente Próximo y la India, por lo que me entendía mejor que la mayoría de personas. En febrero de 2000, un año y medio después de que empezáramos a salir, y después de tomarse tres whiskys, Duncan me preguntó si quería vivir con él.

Acepté y en la primavera de 2000 nos mudamos a una casa de piedra rojiza del siglo XIX en Carnegie Hill, en el elegante Upper East Side de Manhattan. Poco después, Dougall Macaulay, un wheaten terrier, pasó a formar parte de la familia e incorporó toda una nueva personalidad en nuestro hogar.

Duncan y yo nos volvimos a mudar al apartamento que compramos en un edificio de preguerra, a dos manzanas de donde vivíamos.

Todo parecía perfecto. Pero, aun así, en mi subconsciente sabía que faltaba una pieza del rompecabezas. Fuera lo que fuese aún no era el momento de que apareciera.

Entonces, de repente, tuve un aviso.