PRÓLOGO
BIEN entrada la noche, yo seguía en las oficinas de la CBS, en el despacho de Dan Rather del noticiario 60 Minutes. Sujetaba el teléfono entre el hombro y la cabeza mientras esperaba hablar con Julia Callaghan, encargada del registro civil de Sydney, Nueva Gales del Sur, Australia. La musiquilla de fondo hizo que me sumiera en mis pensamientos y que, al tiempo que observaba el escritorio doble, intentara recordar cuándo había sido la última vez que lo había mandado pulir. «Debería llamar a Johnny, de Evening News, y pedirle que viniera», pensé. Miré la antigua máquina de escribir Royal que siempre había estado encima y todas las fotografías y baratijas que habían cruzado la calle el día de la mudanza. Sobre el tablero había una montaña de papeles. En su momento todos tuvieron su importancia, pero hacía tiempo que nadie los tocaba. Me di cuenta del montón de notas adhesivas con números de teléfono: Richard Leibner, agente; Leslie Moonves, presidente de CBS Corporation; Andrew Heyward, presidente de CBS News; Mary Mapes, la desafortunada productora del programa sobre el historial del presidente Bush en la Guardia Nacional. Y me pregunté si Rather los revisaría algún día. A un lado descubrí unas coloridas moscas de pesca junto a las que había una fotografía de Edward R. Murrow sacada en Londres durante la Segunda Guerra Mundial y, un poco más allá, un libro antiguo de Herodoto forrado en piel. Murrow y Herodoto, dos de los héroes de Dan. «¡Dios mío! ¿Por qué habrá pasado todo esto? ¿Por qué estamos aquí? ¿Por qué no se limitó a dimitir en vez de tener que soportar el dolor y la humillación de aceptar presentar 60 Minutes para luego no tener nada que hacer?».
Dan Rather podría haber ido directamente al panteón en el que reposan Edward R. Murrow, Charles Collingwood, Eric Severeid y otros legendarios periodistas de la radio y la televisión. Pero en vez de eso, había preferido trasladarse al otro lado de la calle y caer en el olvido. Fue un trayecto corto. Abandonó un edificio siendo el rey, para convertirse en un plebeyo en el de enfrente.
—¿Señorita Akhtar?
—¿Sí? —contesté.
—Lo siento, señorita Akhtar —dijo la voz con marcado acento australiano de Julia Callaghan—, pero me temo que no existe ningún documento que certifique su nacimiento en Sydney.
—¿Qué? —pregunté sin dar crédito a lo que acababa de oír—. ¿Cómo es posible?
Mi madre siempre me había contado que nací en el hospital Saint Margaret de Sydney. De hecho, de niña me encantaba escuchar la historia de cuando mi madre estaba en un cóctel con mi padre, con un vestido de color verde esmeralda y amarillo, y se dio cuenta de que había roto aguas y de que se ponía de parto. «Y entonces naciste tú, beti», me decía Zahra mientras yo sonreía abrazada a mi osito, con los ojos medio cerrados por el sueño. «¿Te dolió, umma?», le preguntaba cada vez que oía la historia. «Nada, hija mía —me tranquilizaba—. Tu parto fue el más fácil del mundo.»
—Hemos agotado todas las posibilidades —continuó Julia Callaghan—. Como sabe, llevamos seis meses con este caso y siento tener que comunicarle que hemos llegado a un callejón sin salida. No podemos probar que haya nacido en Sydney. De hecho, podría asegurar que en ningún lugar de Nueva Gales del Sur.
—¿No hay forma de volver a comprobarlo con el apellido de soltera de mi madre? —supliqué.
—Lo hemos revisado todo, con el apellido de casada de su madre y con el de soltera, y puedo afirmarle que no dio a luz en Australia en 1965.
—Puede que haya alguna errata en la inscripción o algún error en la fecha...
—Señorita Akhtar, sé que es una situación desagradable para usted, pero le aseguro que he cotejado más de una vez la información que me proporcionó sobre su madre y que he estudiado la década de 1960 a 1970 minuciosamente.
—¿Podría hablar con alguna otra persona? —insistí.
—Me temo que soy la única que puede ayudarla. La verdad es que no disponemos de demasiado personal y he trabajado a conciencia en su caso. Si se lo paso a mi superior, éste se limitará a devolvérmelo —explicó Julia Callaghan con amabilidad.