CAPÍTULO DOS

 

«INTENTO reírme de ello

disimularlo con mentiras

lo intento

y me río

mientras oculto las lágrimas

porque los chicos no lloran

los chicos no lloran.»

La voz de Robert Smith, cantante de The Cure, atronaba en mis auriculares mientras yo repetía la letra de la canción y cambiaba la palabra «chicos» por «chicas».

—Las chicas no lloran, las chicas no lloran.

Tenía quince años y estaba en mi habitación, en la casa de Londres de tía Hafsah. Tumbada en la cama, escuchaba música en un walkman, el pequeño magnetofón con auriculares que acababa de salir al mercado. Le había suplicado a mi tía que me comprara uno y ésta, complaciente, había acabado por ceder y me lo había regalado por mi cumpleaños.

Como era obvio, no oí que llamaban a la puerta y me sobresalté al notar una mano en el hombro. Era mi madre, Zahra.

—¿Qué quieres?

—Maha, he llamado y...

—¿Por qué has entrado así?

—Beti, he llamado, pero no me has oído.

—Claro, tengo el walkman puesto.

—¿Qué es eso? ¿Por qué lo llaman así?

—¿No lo sabes? Es que no te enteras de nada.

Me daba perfecta cuenta de que mi madre estaba desesperada porque la dejara entrar en mi vida, pero había decidido no hacerlo. Zahra estaba convencida de que si dejaba pasar el tiempo repararía el daño que me había causado siete años atrás, un día que nunca podré olvidar. Mis padres me hicieron creer que nos íbamos a Londres de vacaciones y, sin ni siquiera avisarme, me dejaron en la Bedales School, un internado para niñas. Mientras lloraba, herida y asustada, ellos regresaron a Karachi. Por lo que a mí se refería, mi madre, la única persona en la que había confiado, me había traicionado. Y en aquel momento decidí no perdonarla nunca.

—¿Qué quieres? ¿Por qué has venido a Londres?

—El director del Gulf Bank ha organizado una cena esta noche. Tu padre trabaja para ellos y es importante que acudamos.

—Estupendo, venís para una cena, pero no tenéis tiempo para verme bailar en Delhi...

—Eso no es justo, Maha. Sabes que siempre le hemos ocultado a tu padre que bailas. ¿Cómo iba a pedirle que fuéramos a verte?

—Por si lo has olvidado, madre, te recuerdo que llevo tres años actuando y no entiendo por qué no has venido a verme, sin él me refiero. No me importa que no venga, pero tú podrías haberlo hecho si hubieras querido. Karachi no está tan lejos de Delhi.

—Ya conoces a tu padre, jamás me dejaría ir sola. Puede que cuando nos mudemos a Kuwait...

—Pues va siendo hora de que le pierdas el miedo y te enfrentes a él. No hace otra cosa que insultarte y decirte que eres tonta e ignorante. ¿Por qué no le pagas con la misma moneda? Estamos en 1980 no en 1880. Si realmente quisieras venir a verme bailar, encontrarías la forma de hacerlo.

Zahra suspiró resignada.

—Te prometo que un día iré.

—Ya, en mi próxima reencarnación. He visto cómo te arrodillas delante de él para cortarle las uñas de las manos y de los pies. ¡Qué asco! ¿Cómo puedes humillarte tanto? Y mientras tanto él ahí, sentado sobre la toalla como si fuera el rey del mundo. Te trata como a una esclava.

Zahra no hizo caso de mi diatriba.

—Maha, tu padre quiere que vengas con nosotros a la cena de esta noche.

—¿Qué? —pregunté sorprendida, mientras me quitaba los auriculares—. ¿Para qué demonios quiere que vaya?

—Quiere presentarnos a su nuevo jefe.

—¿Por qué? ¿Por qué tengo que conocerlo?

—Porque el jeque Ibrahim Al-Mansour quiere vernos a todos.

—No lo entiendo. ¿Un árabe gordo quiere conocer a toda la familia Akhtar? ¡Estupendo! ¡Fantástico!

—¡Maha, por favor! ¡Un poco de respeto! ¡Ya sé que no lo tienes, pero al menos, disimula!

—¿Respeto a quién? ¿A él? ¿Al árabe gordo para el que trabaja?

—Quiero que estés lista a las siete.

—¡Ni hablar! ¡No pienso ir! Me voy al cine a ver la última película de La Guerra de las Galaxias.

—¡Ya basta! Lo quieras o no, sigo siendo tu madre. Al cine puedes ir otro día, esta noche vamos a ir a cenar a casa del jeque Ibrahim Al-Mansour.

—¿Y Jehan? ¿También va?

—Tu hermana no se encuentra bien —mintió Zahra.

—¿Y qué le pasa a la pobrecita? ¿Se ha roto una uña?

—Maha... Quiero que estés lista a las siete —dijo Zahra mientras se dirigía a la puerta. Antes de salir se dio la vuelta—. Y, por favor, ponte un vestido y péinate.

Le saqué la lengua cuando se alejaba y volví a ponerme los auriculares.

Boys Don’t Cry estaba acabando, el siguiente tema era Killing an Arab. Me hizo gracia la coincidencia.

Cuando acabó la canción miré el reloj. Era mediodía. «Tengo tiempo. Queréis que vaya a una cena sin decirme por qué, excepto que se trata de un asunto familiar en el que mi hermana no va a estar presente... ¡Ja! ¡Os vais a enterar!» Me puse una cazadora vaquera y cogí el metro hasta King’s Road.

A las siete menos cuarto alguien llamó a la puerta de mi habitación.

—¿Dónde estás, Maha? —Era la voz de mi tía Hafsah.

—En el baño, voy enseguida.

Un minuto después, cuando salí, mi tía se quedó tan pasmada con mi aspecto que fue incapaz de articular palabra.

En King’s Road me había cortado mi larga melena castaña oscura al estilo de Robert Smith, el cantante de The Cure. Llevaba un peinado tipo mohawk, tan cardado que parecía un nido de pájaro. Me había perfilado los ojos con un lápiz de color negro hasta parecer un mapache y me había pintado los labios con carmín rojo sangre. Llevaba una abaya de Hafsah tipo caftán, larga y negra.

—¿Qué tal estoy, tía? ¿Te parezco lo suficientemente presentable para una cena familiar en casa del jeque Ibrahim Al-Mansour?

—Ven al cuarto de baño, ahora mismo —me ordenó Hafsah con voz amenazadoramente baja.

—Pero tía, ¿no tengo aspecto de buena chica musulmana? Si hasta me he puesto uno de tus caftanes.

Hafsah me cogió del brazo y me arrastró hasta el cuarto de baño. Teníamos exactamente seis minutos antes de que aparecieran mis padres.

—Límpiate ese maquillaje —me conminó.

Mientras lo hacía, buscó otro caftán en el armario de su cuarto. Cuando volvió al baño, mis ojos seguían teniendo restos de pintura y mis labios todavía estaban demasiado rojos.

—Vuelve a lavarte la cara con aceite de oliva.

—¿Qué?

—¡Haz lo que te digo!

El maquillaje desapareció por completo y mi piel volvió a estar limpia y radiante. El aceite había conseguido que hasta me brillaran las largas pestañas negras.

Sonó el timbre.

—¡Que Alá nos ayude! —exclamó Hafsah mientras me metía la cabeza bajo el grifo para quitar la laca y la gomina.

—Ya hablaremos de esto mañana. Ahora péinate y ponte un pañuelo de gasa en la cabeza.

—¡Ni hablar! —protesté.

—Ya lo creo que lo harás, o te daré una paliza que no vas a olvidar. Y me da igual lo que diga tu padre.

Hafsah se vertió un poco de aceite de oliva en las manos y lo aplicó en mi pelo aún mojado. Me secó la cabeza con una toalla, me peinó la melena hacia atrás y me puso una goma. Me recogió los mechones que caían sobre la cara, me colocó un pañuelo negro en la cabeza sin apretarlo y lo sujetó al caftán.

A las siete y cinco, mi tía y yo bajamos al salón, donde mi tío Farhan había recibido a mis padres.

—¡Maha, estás preciosa! —exclamó Zahra aliviada.

No dije nada, ni tampoco mi padre, y todos se levantaron para marcharnos.

Mi padre, Anwar Akhtar, mi madre y yo llegamos a las siete y media en punto a la casa en Mayfair del jeque Ibrahim Al-Mansour, jefe de Anwar.

—¡Buenas tardes, Anwar! Bienvenido a nuestro hogar —lo saludó al tiempo que le daba un abrazo y le besaba en las mejillas—. Ésta debe de ser tu esposa.

—Sí, es Zahra, mi mujer.

Zahra sonrió educadamente al jeque.

—Y ésta es mi hija de quince años, Maha.

—Alá te ha bendecido con una hermosa mujer y una hermosa hija.

Miré al resto de invitados que había en la casa. Todos iban muy arreglados, en especial las mujeres. La mayoría de los hombres eran árabes y vestían el thawb tradicional, una camisa larga de algodón, bajo el bisht, una especie de túnica, y un sencillo tocado blanco o keffiyeh sujeto con un agal, un cordel de color negro. Era capaz de adivinar de qué país venía cada una de las mujeres sólo con ver sus vestidos. Las que llevaban ropa europea eran libanesas, las que iban cubiertas de pies a cabeza eran saudíes y las mujeres de la región del golfo de Oriente Medio, vestían más o menos como yo, excepto que bajo los largos y negros caftanes seguro que llevaban ropa y lencería de Chanel, Dior o Givenchy.

Sirvieron las bebidas en un amplio salón de techo alto exageradamente recargado, una auténtica cacofonía de dorados, sedas y brocados. Las mujeres estaban en un extremo de la habitación y los hombres en el otro. Me senté al lado de mi madre, con un vaso de zumo de granada. Estaba callada y sombría, perdida en mis cosas. Cuando algunas de las mujeres intentaron hablar conmigo, me limité a sonreír y a bajar la vista. Enseguida empezaron a cuchichear sobre lo perfecta que sería como esposa de sus hijos.

No me fijé en el grupo de hombres que formaba un corro alrededor de mi padre y del jeque Ibrahim Al-Mansour, y que hablaban entusiasmados mientras me dirigían alguna mirada furtiva, ni tampoco presté atención a que mi madre hacía lo propio con ellos. Antes de cenar, Anwar hizo un gesto para que Zahra y yo nos reuniéramos con él, el jeque y otros tres hombres en un saloncito anexo.

—Maha, éstos son mis hijos Karim, Abdullah y Mohammad —dijo el jeque.

Los miré directamente a los ojos y, cuando estaba a punto de acercarme para estrecharles la mano, mi madre me sujetó por el hombro y me retuvo con firmeza.

—Quédate aquí conmigo y compórtate, por favor. Hazme caso esta vez —me susurró Zahra.

La miré extrañada, pero obedecí. Me hubiese gustado preguntarle por qué nos habían elegido para esa íntima reunión masculina cuando en la habitación de al lado había más de cincuenta personas.

—Bueno, Anwar, ¿te parece bien que tomemos una copa aquí antes de cenar? —preguntó el jeque.

—Por supuesto, señor —contestó éste servilmente.

Zahra y Khadija, esposa del jeque, que acababa de entrar, estaban sentadas en un sofá, mientras que Anwar y el jeque estaban en otro, Abdullah y Mohammad en un tercero, y Karim y yo en un cuarto. Todos los presentes nos lanzaban subrepticias miradas.

Cuando Anwar y el jeque empezaron a discutir de negocios, Zahra trabó una conversación trivial con Khadija. Para entonces, Abdullah y Mohammad me miraban sin ningún pudor.

Decidí romper mi silencio.

—Así pues, Karim... Te llamas Karim, ¿verdad?

—Sí.

—¿A qué te dedicas?

—Soy el primogénito.

—¿Y eso que significa?

Karim me miró sin entender.

—Te lo preguntaré de otra forma, ¿qué supone ser el primogénito?

—Quiere decir que puedo hacer lo que quiera.

—¿Vas a la universidad?

—Bueno, mi padre quería que fuera a Oxford o a Cambridge, pero era muy difícil entrar.

—¿Y qué hiciste al acabar el colegio?

—Seguir a mi padre a todas partes.

—¿Vas a ser banquero como él?

—No creo. Mi padre es el presidente del banco porque mi tío es el emir de Kuwait.

—Ya veo.

No tenía nada más que hablar con Karim Al-Mansour. No cabía duda de que era un diletante desprovisto de aspiraciones, capacidad o deseo de conseguir algo por sí mismo. Por suerte, no tenía necesidad de hacerlo, formaba parte de la familia que gobernaba uno de los países petrolíferos más ricos del golfo de Arabia.

Lo miré con mayor detenimiento. «¡Jesús! ¡Es feo hasta decir basta!» Era bajo, gordo, llevaba gafas de culo de vaso y tenía dientes prominentes. No podía verle el pelo porque lo llevaba tapado con un keffiyeh blanco. Al igual que la mayoría de hombres árabes, lucía barba y bigote.

De nuevo intenté iniciar una conversación.

—¿Qué haces en tu tiempo libre, Karim? ¿Te gusta leer? ¿Viajar?

—Sí, me gusta mucho viajar. Me parece muy interesante lo de ir a otros países y ciudades.

«Por fin», pensé.

—Y cuando vas a esos países, ¿te gusta conocer su historia, su idioma y su cultura?

—Sí, claro, me encanta ir a los mejores hoteles y de compras. —No dije nada—. De los idiomas no tengo que preocuparme, siempre viajo con un intérprete.

Para el resto de las personas que había en la habitación, parecíamos llevarnos muy bien. Yo estaba sentada en el borde del sofá y era la viva imagen de una chica musulmana bien educada, mientras que Karim estaba recostado, seguro de sí mismo, con las piernas cruzadas, una mano en el respaldo y la otra en el brazo del sofá. No dejaba de mirarme. Por el contrario, yo procuraba por todos los medios evitar que nuestras miradas se cruzasen, me parecía repulsivo. En vez de ello, tenía la vista puesta en mis manos cruzadas.

Me esforcé cuanto pude en comportarme de manera civilizada con Karim, ajena a las decisiones que se estaban tomando acerca de mi futuro.

—Es muy guapa —dijo la madre de Karim a Zahra.

—Gracias, Khadija —contestó ésta mirándome—. Sí, está saliendo bastante bien de esa etapa tan extraña.

—Me gusta que se vista a la manera tradicional. En los tiempos que corren hay demasiadas chicas árabes que insisten en vestirse según la moda occidental. Tienes suerte de que se sienta apegada a sus raíces culturales. ¿Es religiosa?

—Creo que el Ramadán ha sido muy duro para ella porque ha estado interna en un colegio, pero siempre celebramos juntas el Eid-ul-Fitr y el Eid-ul-Adha.

—¿Ha hecho el Hajj?

—Todavía no, pero hace unos años, de vuelta a casa desde Delhi, nos detuvimos en Yeddah porque yo quería hacer la Umrah, y ella me acompañó.

—Buena chica —dijo Khadija sonriendo de forma aprobatoria.

Zahra miró a su marido, que seguía hablando con el jeque. Éste asentía y al mismo tiempo se acariciaba la barba sin apartar la vista de mí.

—Bueno, Anwar, tienes una hija encantadora. Será una estupenda primera esposa para mi hijo. Parece sana y lo suficientemente fuerte como para tener muchos hijos.

—Jeque Ibrahim, le aseguro que no encontrará a nadie como Maha. Hará muy feliz a su hijo.

El jeque seguía acariciándose la barba, algo que siempre hacía cuando estaba sumido en sus pensamientos.

—Anwar, sólo hay una cosa que me preocupa... —Anwar Akhtar esperó inquieto el final de la frase—. ¿Cuánto tiempo ha estado estudiando en Occidente?

—Su alteza, a pesar de que ha pasado algunos años en un internado aquí, en Bedales, le aseguro que la hemos vigilado de cerca y sabe perfectamente cuáles son sus raíces; tiene muy presente su herencia cultural y las tradiciones en su vida cotidiana. La religión es muy importante para ella. Ayuna durante el Ramadán, incluso cuando está en el colegio.

El jeque parecía complacido. Por supuesto no sabía que prácticamente todo lo que le había dicho Anwar era mentira.

—¿Pero no crees que el haber crecido y estudiado en Occidente le habrá influido de forma negativa y con ideas erróneas sobre cómo ser una buena esposa?

Anwar intentaba dar con la respuesta adecuada. La mayoría de la gente se quedaba gratamente impresionada cuando les decía que yo era la mejor de mi clase en Bedales. Por primera vez, mi talento se volvía en su contra.

—Por ejemplo, ¿sabría aceptar el que Karim tomara otra esposa?

—Excelencia, es una chica muy flexible. Entiende muy bien nuestra cultura. No olvide que es libanesa.

—Sí, claro. No me acordaba de que tu mujer es libanesa. Imagino que le habrá enseñado todo lo relacionado con el mundo árabe. Bueno, eso me deja más tranquilo.

Anwar Akhtar suspiró aliviado. Estaba hecho. Había cerrado un trato con el jeque Ibrahim: como señal de buena voluntad y para consolidar su entrada en el Gulf Bank, me casaría con el primogénito del jeque. Anwar Akhtar y el jeque habían acordado la cantidad de dinero, casas en Kuwait, Londres y París, coches, criados, joyas y otros bienes materiales que me serían entregados, así como los que correspondían a mi familia. El jeque Ibrahim me había comprado para su hijo. El resto, incluida la ceremonia, era pura pompa y circunstancia.

«¡Cielos! —pensé—. ¡Vaya lío con Karim y su familia! Era tan joven y tan rebelde. No tenía ni idea de nada, aunque creía saberlo todo. Me pregunto qué habría pensado entonces si alguien me hubiese dicho entonces que trabajaría con The Cure o que me convertiría en una de las chicas Rather. O lo que habría contestado si alguien me hubiera asegurado que rompería con las tradiciones de mi familia, resuelta a hacer lo que me dictaba el corazón, mi destino.»

Cuando desperté de mi ensueño eran las cuatro de la mañana. Dougall me miró con cara somnolienta.

—¿Qué hago? —le pregunté antes de coger el teléfono—. Tía Hafsah, tengo que hablar con mi madre. ¿Cuándo puedo ir a Beirut.

Hafsah hizo todo lo posible por retrasar aquel viaje y aún tardé varias semanas en llegar a Beirut.