CAPÍTULO CINCO

 

QUINCE años más tarde, Laila Ajami, una joven libanesa considerada como unas de las mujeres más guapas de Beirut, tuvo una hija a la que llamó Zahra. Laila tenía más o menos la misma edad que Ajit Singh, el hijo de Anita y Jagatjit. Dos décadas más tarde, la forma en que la familia Ajami y la familia real de Kapurthala se unirían acarrearía más penas que alegrías, destruiría vidas y haría pedazos sueños y esperanzas. El 17 de octubre de 1941, día en que nació Zahra, todo el mundo aseguró que había heredado la belleza de su madre.

—¡Es preciosa! —exclamó la madre de Laila, Yamila, mientras la acunaba en sus brazos—. ¡Felicidades, hija! —dijo devolviéndosela a Laila, que estaba a punto de echarse a llorar.

—Mi niña preciosa —murmuró ésta antes de recostarse y de que la comadrona se llevara al bebé. Entonces, dejó que sus lágrimas cayeran y mojaran la empapada almohada.

—¿Laila? —preguntó su madre poniéndole cariñosamente la mano en el hombro—. ¿Laila? ¿Qué te pasa, cariño?

Pero nada podía consolarla. Cuanto más intentaba calmarla, más intensos se volvían los sollozos, llegando a rozar la histeria.

—¡No lo entiendes! —repetía una y otra vez—. ¡No lo entenderás nunca! —lloriqueó mientras se ponía en posición fetal.

—¿Qué le pasa, doctor Hasbany? —preguntó Yamila Al-Khalili volviéndose hacia éste.

—No se preocupe, señora. Son los sentimientos habituales después de un parto —la tranquilizó mientras se lavaba las manos y volvía a bajarse las mangas de la camisa—. Le daré algo para los nervios.

—Sí, y yo iré a buscar un poco de agua de rosas —dijo Yamila con el entrecejo fruncido por la preocupación—. Mais c’est très étrange! Vous êtes d’accord, docteur? —insistió antes de salir—. No le había pasado nunca. Los otros dos partos fueron diferentes —añadió refiriéndose a sus otras dos nietas.

—Au contraire, madame —la contradijo el doctor Hasbany sonriendo—. Es muy normal. La niña ha nacido sin problemas, pero Laila está muy sensible. Suele pasar.

—Ojalá tenga razón, doctor Hasbany. Voy a pedirle a la criada que traiga el agua —dijo antes de cerrar la puerta.

El doctor Hasbany rondaba los setenta años. Era un hombre amable y simpático que había sido el médico de la familia Al-Khalili durante décadas. Había traído al mundo a Laila en esa misma cama hacía más de veinticinco años y después la había ayudado en el parto de sus tres hijas. Había pocas cosas en esa familia que no supiera.

—¡Doctor Hasbany! ¡Ojalá me muriera! ¡No puedo más! ¡No soporto la pérdida de...!

—Venga, Laila, no seas egoísta. Tienes que recuperarte. Acabas de dar a luz a una preciosa hija y tienes otras dos de las que ocuparte.

—¿Y cómo podré seguir adelante sin él? —gimió Laila.

—Lo harás, todos lo hacemos —aseguró el médico con firmeza.

—Doctor Hasbany, por favor, no comente...

—Laila, te traje a este mundo y también a tus tres hijas. Puedes estar segura de que tu secreto está a salvo —aseguró apretándole una mano para tranquilizarla.

Laila lo miró, tenía la cara abotargada y sudorosa por el esfuerzo del parto y las lágrimas; los ojos rojos e hinchados, el pelo mojado y enmarañado, y el blanco camisón de lino empapado. A pesar de todo, Laila Al-Khalili, que entonces tenía veintiséis años, seguía siendo una mujer espectacularmente guapa.

—Gracias, doctor, estoy en deuda con usted.

—Ce n’est rien, mon enfant.

Yamila entró en la habitación seguida por una joven que llevaba una bandeja con vasos y una jarra fría de agua de rosas, en la que había puesto algunos pétalos. Encantada de que su hija pareciera más calmada, se inclinó hacia ella y empezó a hacerle mimos y a acariciarle el pelo.

—Ahora duerme, hija mía. Cuando te despiertes lo verás todo de otra forma.

Yamila fue a despedir al médico y cuando volvió se sentó en silencio junto a Laila hasta que ésta se durmió, exhausta. Miró la cara de su hija y pensó en lo joven e inocente que parecía. Todavía se acordaba de cuando era niña, de lo que la habían mimado y por todo lo que habían pasado con ella. Hizo un gesto a la criada para que abriera las ventanas. Cuando la brisa del Mediterráneo le refrescó la cara, empezó a recordar tiempos pasados. Las ondulantes cortinas blancas, los muebles, la amplia cama, la parte para sentarse, nada había cambiado mucho desde que su hija Laila había nacido allí mismo en enero de 1914.

Cuatro años antes de su nacimiento, Yamila se había casado en Beirut con Mohammad Al-Khalili. La familia Said y los Al-Khalili tenían mucha relación y siempre habían pensado que sus hijos acabarían casándose. Los padres musulmanes laicos de Mohammad formaban parte de una familia trabajadora de clase media de Sidón, al sur de Beirut. Yamila procedía de una empobrecida familia cristiana maronita de la cercana Tiro, que aseguraba ser descendiente de la familia Maan, llegada al Líbano en el siglo XII para luchar contra los cristianos. Como las dos familias eran amigas, las diferencias religiosas jamás fueron un obstáculo en sus relaciones.

Mohammad Al-Khalili ganó mucho dinero gracias al auge comercial que experimentó el Líbano al finalizar la Primera Guerra Mundial. Yamila y él se convirtieron en una de las parejas más ricas e importantes de Beirut. Llevaban años intentando tener familia, así que cuando Yamila se quedó embarazada, su alegría fue inmensa. Al enterarse de que no podría volver a dar a luz, su hija se convirtió en el centro de sus vidas y de sus mimos. A pesar de todo, también se quedaba al cuidado de las diferentes niñeras que tuvo, ya que Mohammad tenía que viajar a menudo y Yamila solía acompañarle.

Laila Al-Khalili había sido, al igual que su hija recién nacida, Zahra, una niña de una belleza excepcional. Creció hasta convertirse en una angelical niña, después en una encantadora adolescente y más tarde en una espectacular joven. Tenía unos almendrados ojos verdes, labios carnosos y sensuales, amplia y cautivadora sonrisa que mostraba unos dientes perfectos y una piel de porcelana, coronada por una espesa mata de pelo color castaño oscuro. Su voluptuosa figura hipnotizaba a los hombres. Creció acostumbrada a tener a todos y todo lo que quería, sin esfuerzo alguno.

En 1930 Beirut empezaba a ser la París de Oriente Próximo: cosmopolita, elegante y rica, tanto en historia como en cultura. También se había convertido en un próspero centro financiero que atraía riquezas, dinero y negocios de todo el mundo, aunque en especial de Europa. Debido a su procedencia y al tipo de negocio al que se dedicaba Mohammad, los Al-Khalili se movían en diferentes círculos sociales y, desde muy joven, Laila tuvo relación con distintos tipos de culturas y actividades, lo que le confirió una sofisticada pátina que ocultaba su inocencia provinciana.

A pesar de que sus padres la matricularon en el moderno Lycée Français, los estudios nunca se le dieron bien. Su pasatiempo favorito era sentarse frente al espejo para contemplarse. En cuanto su cuerpo se desarrolló, pasó del pequeño espejo de su cómoda al de cuerpo entero del baño. Cuando tenía unos trece años se dio cuenta de que atraía a los hombres y rápidamente aprendió a sacarle partido. En aquellos tiempos sus padres pasaban más tiempo fuera que en casa, así que la tenía a su entera disposición. Se había ordenado a los criados que le dieran todo lo que pidiera. A esa edad empezó a beber vino y champán, y, poco después, probó por primera vez un narguile en cuya cazuela ponía tabaco afrutado con melaza y perfumado con aceites aromáticos. Ese tipo de pipa se ofrecía habitualmente como digestivo a los invitados de distintas edades y de ambos sexos después de la cena. Añadir opio o hachís era opcional, pero Laila pronto determinó que los opiáceos eran imprescindibles.

Por muy escandalizadas que estuvieran las niñeras por su conducta, ninguna decía nada a sus padres por miedo a las historias que Laila pudiera inventar como represalia y que sin duda las llevaría a perder su empleo. Al contrario, para congraciarse con ella, empezaron a enseñarle el arte de dar placer al hombre con el que algún día se casaría. Todavía no le habían elegido ninguno, pero lo normal era que las jóvenes iniciaran su educación en esas cuestiones a temprana edad, ya que seguía siendo habitual que los padres casaran a sus hijas poco después de que fueran capaces de engendrar un hijo.

El día que Laila acompañó a sus padres a la embajada francesa el Día de la Bastilla, tenía casi quince años y era una joven deslumbrante. El embajador y su mujer habían organizado un cóctel en los jardines de su residencia con vistas al Mediterráneo y después una cena al aire libre. Laila había decidido que ya iba siendo hora de perder la virginidad y aquella noche encontró un candidato ansioso por cumplir su deseo en el hijo del embajador francés, que tenía veinticinco años y estaba de visita en Beirut mientras su mujer, embarazada de su segundo hijo, lo esperaba en París. El hecho de que estuviera casado no le importó en absoluto, ya que únicamente lo veía como un interesante experimento y no quería dar comienzo a una engorrosa aventura.

Llevaba un vestido largo de chiffon estilo griego, de talle alto y marcado escote. La combinación del ribete de satén y el ondulante chiffon, junto con el tableado y los plisados, resaltaban a la perfección su figura aún en ciernes. El tono verdoso combinaba con su tez y suavizaba el verde de sus ojos hasta convertirlo en avellana. Su doncella, Lina, le había hecho un peinado alto del que caía una cascada de rizos sujeta con una peineta de nácar. Llevaba un brazalete con forma de serpiente y unas anchas pulseras de oro. Parecía una auténtica diosa griega.

Cuando entró en los lujosos jardines de la embajada francesa acompañada por sus padres, todo el mundo se volvió para mirarla. Mientras bajaba el sendero bordeado de rosales en cuyo extremo esperaban el embajador francés, su esposa y su hijo para recibir a los invitados, se oyeron murmullos de admiración.

—Monsieur Al-Khalili... et Madame! Vous êtes ravissante ce soir! —exclamó Pierre de Maupin mientras se inclinaba para besar la mano de Yamila Al-Khalili. Mohammad Al-Khalili hizo lo propio con la esposa del embajador—. Van acompañados de una auténtica joya —la alabó el embajador mientras lanzaba una elogiosa mirada a Laila—. Mademoiselle, vous êtes comme un rêve —confesó al tiempo que le besaba la mano, retrasando quizá demasiado el momento de apartar los labios.

—Éste es nuestro hijo —intervino Antoinette de Maupin sin dejar de mirar a su marido.

—Jean François de Maupin —se presentó el joven entrechocando los talones mientras besaba la mano de Yamila, antes de estrechar la de Mohammad—. Enchanté de faire votre conaissance.

—Y ésta es nuestra hija —dijo Yamila.

—Je suis très heureuse de vous connaître —murmuró Laila. François no consiguió articular palabra y se limitó a mirarla mientras la acompañaba al jardín.

—Mademoiselle Al-Khalili —consiguió balbucir finalmente—, sólo estaré unos días en Beirut, pero...

—¿Le gusta lo que ha visto? —lo interrumpió Laila al tiempo que olía la rosa que acababa de ofrecerle.

—Me encanta Beirut, mademoiselle. El casco antiguo es muy pintoresco y...

—Muy bien, monsieur, veré si puedo reservarle algo de tiempo para que disfrute de las maravillas de Beirut.

—Me encantaría, mademoiselle. Me pongo en sus manos —aseguró Jean François lanzándole una elocuente mirada.

—¿Vamos a cenar? —propuso Laila. La seducción del guapo y rubio aristócrata francés estaba siendo demasiado fácil. Tenía que frenarlo un poco antes de que sus padres empezaran a preocuparse por la embarazada esposa ausente e interfirieran en sus planes.

De hecho, la madre de Jean François echaba pestes a su amiga, Valerie de la Sadliere, sobre el obvio interés que su hijo demostraba por la adolescente Al-Khalili.

—Por la forma en que se comporta con esa golfilla, uno pensaría que es soltero y sin compromiso.

—Antoinette, te preocupas demasiado —la calmó Valerie—. Sólo están flirteando. No hay nada malo en ello, ¿no te parece?

—Sea lo que sea, no tiene por qué hacerlo delante de todo el mundo —replicó Antoinette exasperada.

—Cálmate, todos sabemos cómo es Laila Al-Khalili. ¡Por Dios! Esa chica flirtearía con cualquiera, incluso con hombres lo suficientemente mayores como para ser su padre. Yo que tú no me preocuparía —la tranquilizó.

Antoinette hizo un tardío intento por cambiar a los Al-Khalili de la mesa principal a la que iban a sentarse su marido, su prendado hijo y ella, pero Jean François ya se las había ingeniado para ocupar con Laila una mesa para dos, en un extremo del jardín. Allí pasaron la velada, ajenos a las miradas y comentarios del resto de invitados, dedicados a mirarse tiernamente a los ojos.

—¿Cuándo volveré a verte? —preguntó Jean François mientras servían el café y los petits macarons.

—¿Te gustaría dar un paseo en barco por el Mediterráneo? —sugirió Laila.

—¿Mañana?

Laila negó con la cabeza.

—Ve al puerto deportivo dentro de dos días, a las diez de la mañana, y busca el Laila. Te recogeré allí —propuso antes de levantarse de la mesa y alejarse sin volver la vista atrás.

Al día siguiente, Mohammad y Yamila salieron de viaje hacia Estambul. En cuanto se fueron, Laila dio órdenes para que prepararan el yate.

—Lina, asegúrate de que haya suficiente champán y caviar a bordo —pidió a su doncella.

La mañana de la cita, Laila fue al puerto deportivo con Lina y vio a Jean François, que llevaba esperando una hora. Su ansiedad le molestó. Le gustaban los desafíos y ése estaba resultando no estar a la altura. Pero como estaba dispuesta a perder la virginidad con ese hombre, decidió hacer la vista gorda. Le permitió ayudarla a subir a bordo y, mientras Lina los instalaba, dio órdenes al capitán para que zarpara y se dirigiera hacia el norte, bordeando la costa hasta el golfo de Chekka, para poder disfrutar de un litoral especialmente atractivo.

Conforme avanzaba la mañana y bebían champán, Jean François se puso cada vez más amoroso y no parecía esperar otra cosa que consumar su deseo de poseerla allí mismo, en el yate. Pero Laila tenía otros planes. Había organizado aquella excursión en barco únicamente para abrirle el apetito por lo que le reservaba.

—¿Puedo acompañarte a casa? —preguntó Jean François cuando llegaron al puerto al caer la tarde.

—Gracias, pero voy con Lina. No correré ningún peligro —contestó Laila con una deliberada interpretación errónea de sus intenciones.

—Sí, claro —aceptó visiblemente decepcionado.

Laila se compadeció de él.

—¿Te gustaría cenar conmigo, monsieur De Maupin? —propuso después de que éste hubiera hecho una reverencia para despedirse y le hubiera cogido la mano para besársela deteniendo en ella los labios.

—Sin duda —respondió con voz ronca, lo que consiguió que Laila tuviera que reprimir una sonrisa.

—Bueno, entonces ven a casa a las nueve. —Retiró la mano sin más y entró en el coche que la esperaba para llevarla junto a Lina a la residencia de los Al-Khalili.

Le encantaba teatralizar y estaba decidida a utilizar al máximo sus dotes en aquel trascendental acontecimiento de su vida. Así que cuando Jean François llegó a la gran puerta de hierro de la mansión a las nueve en punto fue conducido por un criado por el fragante jardín hasta llegar a dos tramos de escaleras, tras las que recorrió lo que le pareció un interminable pasillo. Finalmente se encontró en una habitación con una piscina de agua cristalina, en la que habían arrojado pétalos de rosa. Había suntuosos cojines por todas partes y una suave brisa soplaba a través de las cortinas de chiffon dorado de la más fina seda. Una embriagadora mezcla de aromas a canela, clavo, jazmín y lila flotaba en el ambiente. «Parece una escena sacada de un antiguo harén», pensó Jean François mientras esperaba a su anfitriona.

Laila apareció por fin cubierta de pies a cabeza en chiffon de color negro. Se puso delante de él sin decir palabra y se quitó el velo lentamente. Jean François contuvo el aliento. A la luz de las velas, su largo y castaño pelo parecía jaspeado en oro. Tenía la piel empolvada de color moca. Se había perfilado los ojos con abundante kohl y se había puesto una máscara de tono verde dorado en las pestañas, que resaltaba el color de sus ojos.

Mientras Jean François intentaba recobrar la calma, Laila le sirvió vino antes de recostarse sobre los cojines y mirarlo de forma incitante por encima de su copa. Había preparado un narguile y le invitó a compartirlo. El tabaco los relajó y después hicieron el amor suavemente; Jean François no sabía que era virgen y así lo había deseado Laila.

Jean François volvió a la embajada francesa al amanecer y soñó con ella. A partir de entonces se tuvo que conformar con sus sueños. Laila declinó cortés, pero firmemente, sus posteriores invitaciones e intentos de verla antes de regresar a París. Había cumplido.

Laila empezó a preferir a extranjeros mayores y ricos, con menos potenciales complicaciones —funcionarios de alto rango en visita oficial y hombres de negocios adinerados— y, con el tiempo, sus conquistas llegaron a incluir al embajador francés que sucedió al padre de Jean François. Aquellos escarceos no pasaban inadvertidos. El ambiente social beirutí aún era reducido y, en especial las mujeres que se sentían amenazadas por ella, no aprobaban su libertino comportamiento y su falta de respeto por el estado marital de sus parejas.

Los padres de Laila, que pasaban largas temporadas ausentes, tardaron un tiempo en enterarse de los cotilleos, pero cuando finalmente se enteraron, Mohammad exigió a Yamila que hablara con su hija y averiguara qué estaba pasando. Ninguno de los dos creía que lo que habían oído acerca de su adorada hija fuera verdad.

Yamila llamó a la puerta del cuarto de su hija. Abrió Lina, la doncella con la que más relación tenía.

—¿Dónde está Laila?

—Se está vistiendo, señora.

—Lina —la llamó Laila desde el cuarto de baño. Ésta se quedó paralizada y miró a Yamila antes de contestar. Entonces la puerta del baño se abrió de golpe—. ¡Lina! ¡Cuando te llamo quiero que vengas enseguida! ¿Qué te pasa? ¿Estás sorda o qué?

Laila se calló al ver a su madre.

—Estaba hablando conmigo —la disculpó Yamila con voz calmada.

—Pero la necesito, mamá. Tiene que acabar de peinarme. Voy a salir y llego tarde.

—¿Dónde vas? Tu padre y yo acabamos de volver y esperábamos cenar contigo.

—No puedo, tengo que ir a una fiesta. Podemos comer mañana. Esta semana estoy muy ocupada.

—¿Qué está pasando, hija mía? Se oyen muchos rumores y estamos preocupados por ti.

—Mamá, ya sabes lo que le gusta hablar a la gente. Fuiste tú la que me dijiste que siempre buscarían algo que decir, porque me tienen celos.

—Sí, Laila, pero los chismorreos también pueden hacerte daño. Hemos oído que vas a demasiadas fiestas en las que corre el champán y que fumas en narguile.

—Mamá, todo el mundo lo hace. En el zoco todos tiene un té y una pipa en la mano.

—Laila, ésos son hombres del zoco y tú eres Laila Al-Khalili. ¿Quieres compararte con ellos?

—¡Pues claro que no lo estoy haciendo! —replicó mirando con insolencia a su madre—. Simplemente estoy intentando explicarte que en este rincón del mundo el narguile forma parte de nuestra cultura y que no deberías escandalizarte tanto.

—¡Ya basta! No voy a discutir contigo. ¡Tienes que dejar de hacerlo!

—Muy bien, lo dejaré —aseguró Laila encogiéndose de hombros para dar a entender que ésa no era su intención en absoluto.

—Hay que organizarte una boda conveniente y las buenas familias retirarán sus propuestas si continúas comportándote de esa forma —aseguró Yamila con un tono que había pasado a ser suplicante.

Laila se alejó de ella.

—¿No podríamos hablar de todo esto mañana? —sugirió por encima del hombro mientras se dirigía de nuevo al baño—. ¡Vaya! Ahora tendré que volver a peinarme.

Aquéllas fueron las últimas palabras que oyó Yamila antes de que cerrara la puerta de golpe.

—¿Y bien? —preguntó Mohammad cuando se reunió con ella en el salón, donde había estado yendo de un lado al otro con un vaso de vino en la mano.

—Ya sabes que tu hija es muy tozuda...

—Lo sé —replicó impaciente—. ¿Qué pasa? ¿Cómo es posible que tenga tan mala reputación? La hemos educado bien. Le hemos dado todo lo que quería. Hemos confiado en ella cuando nos íbamos...

—Mohammad, escúchame —lo interrumpió—. ¿Por qué no nos la llevamos en el próximo viaje? No ha salido nunca de Beirut. Esta ciudad es su único mundo y se cree el centro. Pero en el extranjero hay muchas chicas guapas y bien vestidas. Entonces se dará cuenta de que no es la única y que debería tener más cuidado con su reputación.

—¿Y si nos sale el tiro por la culata?

—¿Qué podemos perder?

Mohammad no encontró respuesta.

Así que, como regalo por su decimoséptimo cumpleaños, Laila acompañó a sus padres a París. Alquilaron un apartamento elegantemente amueblado en una bocacalle de la avenida Kebler durante seis semanas. Como de costumbre, Mohammad y Yamila le permitieron todos sus caprichos. Cenaron en Maxim’s y en la Tour d’Argent, compraron todo lo que le gustó en Chanel, Dior y Madame Gres, y gastaron una fortuna en Guerlain y Hermes, en un último intento por sobornar a su hija. Y, mientras permanecieron en París, funcionó.

Pero cuando regresaron a Beirut a comienzos de la temporada social de otoño, Laila olvidó enseguida todas las promesas que había hecho y volvió a las andadas. De hecho, su reputación empeoró aún más, ya que sus aventuras empezaron a ser más numerosas y sus conquistas de mayor alcurnia.

Un día que sus padres estaban de viaje, Laila decidió dar un paseo por el zoco, en el casco antiguo de la ciudad. Buscaba alguna baratija como regalo sorpresa para uno de sus amantes. Los ojos de los vendedores no dejaban de seguirla mientras iba de un puesto a otro. Por una vez, absorta como estaba en su búsqueda, no se dio cuenta de que era el centro de atención hasta que oyó una voz que se dirigía a ella.

—Una joven guapa como tú no debería andar sola por el zoco.

Era una voz autoritaria, a la vez que sensual, con cierto acento inglés. Laila se volvió, pero aquel hombre estaba en la sombra. Se puso la mano encima de los ojos y se acercó a la penumbra para poder verlo. No era alto, pero sí lo suficiente como para que tuviera que levantar la vista. Tenía los ojos de color ámbar, pelo castaño claro peinado hacia atrás, con un mechón que le caía sobre el ojo izquierdo, y piel clara, pero bronceada. Llevaba una camisa blanca de lino abierta y Laila se fijó en la gota de sudor que se deslizaba de su cuello al pecho. El hombre sacó un pañuelo de su pantalón color caqui y se la secó sin dejar de mirarla.

—Se lo agradezco, pero no se preocupe, conozco bien el zoco.

—No me cabe duda, pero no deja de ser un zoco en el Levante —replicó muy serio.

—Bueno, entonces a lo mejor le gustaría acompañarme para que me sienta más segura —sugirió con tono insinuante.

—Ya lo he hecho, sin que me viera.

Laila sonrió. Se dio la vuelta y empezó a andar, pero con paso lento, invitándolo a que la siguiera. ¿Quién era? Había visto hombres más guapos que él en su vida y era mucho más joven que los que solían gustarle, pero tenía algo que le atraía.

Mientras paseaban juntos empezaron a hablar con toda naturalidad, a elegir objetos y a comentar sus virtudes. Laila se detuvo en uno de los puestos en el que había narguiles hechos a mano y oyó que su acompañante hablaba en árabe con el vendedor, aunque no consiguió entender lo que decía. Como no estaba interesada en comprar ninguno, siguieron andando hasta que aquel desconocido propuso tomar un té con menta.

—Me encantaría, pero he quedado para comer —replicó Laila. Era verdad.

—¿Qué te parece mañana?

—Sí, mañana me parece bien.

—¿Quedamos aquí, frente al salón de té, a esta misma hora?

—Sí —contestó sonriendo.

—Muy bien, estaré encantado de volver a verte —se despidió haciendo una reverencia.

Laila volvió a sonreír y echó a andar.

—No te acuerdas de mí, ¿verdad? —oyó que decía a sus espaldas. Se volvió, pero ya había desaparecido. Notó que el corazón le latía con fuerza y que en lo único que podía pensar era en volver a verlo. Estuvo a punto de salir corriendo en su busca para decirle que había cambiado de planes y que podía quedarse. Pero no lo hizo. ¿Cómo se llamaría? ¿Por qué tendría que acordarse de él?

Lo recordó mientras volvía a casa en coche. Iba al liceo, era un par de años mayor que ella. Alguna vez lo había sorprendido mirándola desde lejos, pero jamás habían hablado. En aquellos tiempos no le había dado importancia porque le sobraban atenciones por parte de otros chicos. ¿Por qué se había comportado con tanto distanciamiento?

Al día siguiente, Laila Al-Khalili, la glamourosa y solicitada chica más sexy de Beirut, se enamoró por primera vez, mientras tomaba una taza de té.

Aatish Tasser era un joven sirio nacido en Damasco y los orígenes de su familia se remontaban al tiempo de las Cruzadas. Estaba en Beirut documentándose para escribir una novela histórica sobre sus antepasados. Era un hombre sencillo, pero inteligente, además de pobre. Había alquilado un apartamento tan pequeño encima de una tienda del zoco que sólo cabía una cama, una mesa y una silla. Sin embargo, disfrutaba de una vista espectacular de la playa y el Mediterráneo. A Laila le encantaba contemplar la puesta de sol desde la ventana y ver cómo cambiaba el color del cielo, de azul intenso a turquesa, turmalina, violeta, morado e índigo, hasta convertirse en un profundo y oscuro negro azulado.

A pesar de que Aatish estaba loco por Laila, se mostraba reacio a formar parte de su vida social, a acompañarla a fiestas que le parecían frívolas —conversaciones insustanciales con demasiadas copas encima— o a aceptar el decadente comportamiento de algunos de sus amigos. Laila no lo animó a conocer a su círculo íntimo. No es que estuviera avergonzada de él, todo lo contrario, lo adoraba, sino que se daba perfecta cuenta de que no encajaría. También sabía que a sus padres no les gustaría como posible pretendiente, así que mantuvo en secreto su relación. No le resultó difícil, ya que cuando empezó a verlo más a menudo su interés por la vida social de Beirut disminuyó drásticamente. Su cortejo era de lo más sencillo: Aatish le compraba un helado y un té con menta, en vez de champán y caviar; daban paseos por la playa, la llevaba al cine, mantenían conversaciones sobre su libro y su vida, y él la sondeaba con intención de saber quién era realmente. Laila se sentía hechizada porque un hombre la tomara en serio, y no uno cualquiera, sino un escritor respetado, alguien interesado en algo más que su belleza física, que no podía ofrecerle las mismas prebendas materiales con las que le atosigaban otros pretendientes y que, sin embargo, no se sentía inferior por no poder hacerlo.

Era la primera vez en su vida que tenía relación con otra religión. Ninguno de sus padres era religioso y había crecido sin observar formalmente la fe. Aatish era musulmán creyente y le enseñó que la fe era una cualidad importante, la fe en uno mismo y en los demás.

—Así pues ¿la fe significa que confías plenamente en mí cuando voy muy arreglada y espectacular a las fiestas? —se burló en una ocasión.

—Por supuesto —respondió Aatish convencido.

—¿Y cómo puedes estar seguro de que te soy fiel? Sobre todo ahora que me conoces y estás al tanto de mis muchas aventuras, casi tantas como dice la gente —insistió medio en serio. Había sido absolutamente sincera con él y le alivió observar que no la había juzgado, sino que se había limitado a escucharla, a aceptarla y a quererla.

—Si enjaulas a un pájaro siempre intentará escapar, pero si lo dejas volar con libertad hay muchas probabilidades de que vuelva a ti por voluntad propia.

Le habló del islam y le describió la belleza y tolerancia inherente en su religión, omitiendo el fanatismo que habían introducido los sultanes y los turcos durante los siglos XIV y xv. Laila pensó que abrazar las creencias de Aatish la acercaría más a él y empezó a leer el Corán. También dejó de beber y de fumar el narguile, al menos, delante de él. Y no porque se lo hubiera pedido, sino porque quería hacerlo por él.

—Si te apetece tomar una copa de champán de vez en cuando, no renuncies por mí, amor mío —la animó una vez.

—No, quiero hacerlo por ti.

—No, cariño, si lo haces ha de ser por ti, no por mí. No me importa que te emborraches todas las noches, te seguiré queriendo igual. Hazlo porque te sientas bien en tu interior, no por agradarme a mí.

Laila entendía lo que quería decirle, pero aún así lo hizo por él. Empezaba a sentir respeto, admiración y pasión por él.

Cuando de vez en cuando salía con sus amigos tomaba alguna copa o fumaba un narguile, pero cuando estaba con él no necesitaba hacerlo. Así comenzó la escisión entre su vida pública y su vida privada, una escisión que con el tiempo caracterizaría su vida.

Cuando hizo el amor por primera vez con Aatish, éste le entregó un regalo, un pequeño pomo para guardar kohl en el que había grabados unos antiguos jeroglíficos. Lo había comprado en el zoco el día que se había tropezado con ella, con la esperanza de poder regalárselo algún día. Fue aquello lo que no consiguió oír cuando Aatish hablaba con el vendedor. Cuando abrió la cajita en la que estaba guardado, se le saltaron las lágrimas.

—Amor mío, no tenía intención de hacerte llorar, sino de hacerte feliz —aseguró mientras la consolaba en sus brazos.

Pero Laila siguió llorando en su hombro porque en ese momento tan temprano de su relación, supo que lo quería. También sabía que sus padres jamás le dejarían unirse a él, algo que había alejado de su mente tanto como había podido en las semanas que llevaban juntos.

Cuando se quedó sin lágrimas, abrió el cierre de la cadena de platino que llevaba al cuello, quitó un colgante de diamantes, y colgó el pomo para kohl. Aatish le ayudó a cerrarlo mientras ella se apartaba el largo, castaño y brillante pelo. Fue al pequeño espejo que había en el cuarto de baño para ver qué tal le quedaba y Aatish la siguió. Observó su reflejo ruborizada, con los ojos brillantes y el pelo suelto, y tocó suavemente el colgante con forma de pentáculo.

—Es muy bonito, muchas gracias —aseguró sintiendo que las lágrimas volvían a agolparse en sus ojos.

—Eres tú la que lo haces bonito —la corrigió mientras la contemplaba en el espejo y la rodeaba con sus brazos. Los dos sonrieron alegres ante su entrelazado reflejo y grabaron aquel momento en su memoria.

Durante aquellas primeras semanas la vida en casa era igual que siempre. Mohammad Al-Khalili seguía prosperando y había conseguido unos lucrativos contratos para reconstruir ciertos tramos del canal de Suez. Estaba concentrado en su trabajo y no en su díscola hija, y Yamila se alegraba de su evidente mejora en humor y comportamiento. Pero una noche en la que Mohammad y Yamila estaban a punto de irse de una fiesta, Mohammad salió a llamar al chófer y oyó una conversación que lo trastornaría todo.

—¿Sabes cómo ha conseguido Al-Khalili esos contratos? —dijo una voz al tiempo que Mohammad se escondía en una hornacina para poder seguir escuchando sin ser visto—. Gracias a su hija.

—Sí, parece estar muy bien relacionada en los lugares adecuados —aseguró entre risitas otra voz—. No me extraña que le dé tanta libertad y la deje salir sin carabina. Según me han contado, se lo hizo con el embajador francés y con el inglés.

—¿A la vez?

—Eso es lo que he oído.

Mohammad se quedó de piedra cuando los hombres se echaron a reír. Después se alejó, pues no quería que lo vieran. Era un serio y honrado ciudadano, y, sin embargo, la gente hablaba de su hija como si fuera una puta y lo ridiculizaban por inducirla a serlo. Eso no podía seguir así. Estaba tan enfadado que ni siquiera fue capaz de articular palabra de camino a casa, a pesar de que Yamila le preguntó en varias ocasiones qué le ocurría.

—¿Dónde está mi hija? —gritó a los criados en cuanto abrió la puerta.

—Deje que lo averigüe, señor. Preguntaré a las doncellas de mademoiselle —dijo el mayordomo.

Mohammad se sirvió un gran vaso de whisky y esperó en silencio junto a Yamila.

—Mohammad, ¿qué pasa? ¿Dímelo, por favor? —se atrevió a preguntar finalmente Yamila.

—Por si no lo sabes, toda la ciudad habla de nuestra hija como si fuera una puta y, según dicen, yo hago de proxeneta para favorecer mis negocios. Eso es lo que he oído cuando salíamos de la fiesta.

—No puede ser verdad —exclamó Yamila horrorizada—. Lo que pasa es que es muy guapa y la gente tiene celos de que todo el mundo le preste atención, pero...

—¡Déjalo, Yamila! Ya he oído demasiadas veces tus excusas. ¡Se acabó!

—Monsieur, mademoiselle no está en casa. Está en una fiesta en el hotel Ambassador —le informó el mayordomo, que acababa de volver.

—¡Envía un chófer a recogerla ahora mismo! —ordenó.

El mayordomo asintió y se fue.

Laila no estaba en el hotel Ambassador, sino con Aatish. Pensando que sus padres no volverían hasta las dos o las tres de la mañana, había decidido cenar con su amante antes de salir a la una para poder estar en la cama antes de que llegaran a casa. La pareja acababa de hacer el amor cuando se oyó un tímido golpe en la puerta.

—¿Quién es? —preguntó Aatish.

—Soy Lina, señor. Estoy buscando a mademoiselle, es muy importante que vuelva a casa.

—¿Qué pasa, Lina?

—Mademoiselle, su padre ha vuelto temprano con su madre y está muy enfadado. Ha preguntado que dónde estaba y el mayordomo le ha dicho que en el hotel Ambassador con unos amigos.

—¿Ha enviado un chófer para recogerme?

—Sí, pero no se preocupe. Tengo un taxi esperando. Nos llevará al hotel y desde allí podremos volver con el chófer —sugirió Lina.

—¡Eres un cielo! —dijo Laila, pero después se calló—. ¿Y qué hago? Jamás habría ido al Ambassador vestida así.

—He dejado un vestido en la parte de atrás de la casa, cerca de las habitaciones de los criados. Si no le importa, puede cambiarse en mi habitación antes de entrar.

—¿Qué haría sin ti, Lina? —preguntó Laila aliviada.

—Tenemos que darnos prisa —la acució mientras corrían por el zoco hacia el taxi.

Un poco más tarde, vestida y compuesta, entró en el salón en el que estaban sus padres, fingiendo estar enfadada.

—Papá, la fiesta era fantástica, ¿por qué me has hecho volver? —preguntó quitándose los guantes de terciopelo y arrojándolos a una silla. Miró de reojo a su madre para ver si la expresión de su cara denotaba lo que estaba pasando.

—¿Qué fiesta? No me habías dicho nada —le espetó Mohammad con una voz tan suave que Laila supo que estaba muy enfadado.

—Bueno, no había nada que contar. Era en el Ambassador...

—¿Y qué embajador era, Laila? —preguntó con sorna.

—¿De qué me estás hablando?

—Te he preguntado que qué embajador...

—Ya te he oído. Era el hotel, papá —lo interrumpió confusa.

—Bueno, según lo que he oído, has estado con el francés y con el inglés a la vez, además de con otros más.

—¿Cómo puedes creer esas estupideces? ¡Es totalmente ridículo! —exclamó visiblemente desconcertada.

—Sea verdad o mentira no voy a permitir que se hable de mi hija de esa forma. A partir de ahora no volverás a salir de esta casa sin acompañamiento. Y te casarás en cuanto tu madre y yo te encontremos un marido conveniente.

—Pero papá... —empezó a protestar.

—¡Vete a tu habitación! ¡Sal de mi vista!

Cuando a la semana siguiente Mohammad y Yamila fueron a El Cairo, nada pudo impedir que Laila siguiera viendo a Aatish o que asistiese a la fiesta de cumpleaños del embajador inglés, al que ni siquiera conocía. Aquella fiesta en 1934 fue una noche trascendental en su vida, ya que, en ella, el padre de Zahra, Kamal Ajami, vio por primera vez a la mujer que se convertiría en su esposa.

Kamal Ajami era un palestino nacido en Biblos en 1908, en el seno de una familia en la que habían nacido cuarenta y tres niños. Su padre, Khaldun Ajami, tuvo seis esposas en total, cuatro al mismo tiempo, de acuerdo con la tradición musulmana. Khaldun se casó con su última mujer cuando tenía setenta y nueve años, y su joven esposa, Hanan, hija del ulema local, dieciséis.

El padre de Hanan estaba desesperado por casarla y Khaldun, aburrido, empezaba a sentirse viejo. Así que un día que un grupo de hombres, entre los que se encontraban Khaldun y el ulema, estaban tomándose un té con menta y fumando una hookah, el ulema le sugirió que para aliviar su aburrimiento y volver a sentirse joven, lo que necesitaba era casarse con una joven virgen, también añadió que su hija era guapa y estaba disponible. Hanan no era realmente guapa. De haberlo sido la habrían casado el primer día que tuvo la regla. Aunque tampoco era fea, simplemente era sencilla y callada, y no tenía la misma chispa que sus hermanas.

Un año después de casarse con un hombre lo suficientemente mayor como para ser su abuelo, tuvo un hijo, Kamal, y un año más tarde a su hermano Khalil.

Kamal Ajami había sido el cuadragésimo segundo hijo de Khaldun. Cuando llegó a Beirut en 1927 no tenía mucho dinero, pero era joven, entusiasta y estaba lleno de energía. Enseguida se dio cuenta de que mientras Biblos era un centro de comercio, Beirut era la capital de la banca del mundo árabe y empezaba a conocerse como la Suiza de Oriente Próximo por su poder financiero. Kamal olvidó el comercio y decidió ser banquero. Los franceses seguían teniendo una importante presencia en Líbano y Siria, así que consiguió un cargo medio en el Banco de Siria y Líbano, una empresa privada francesa, e utilizó su puesto para empezar a hacerse un nombre en la sociedad beirutí.

Cuando lo invitaron a la fiesta de cumpleaños del embajador británico se sintió afortunado y pensó aprovechar la ocasión para hacer cuantos contactos influyentes pudiera. Pero sus planes cambiaron en cuanto vio a Laila Al-Khalili. No tanto por el hecho de que fuera guapa, que lo era sin duda, sino porque tenía cierta presencia, un aura de autosuficiencia. Llevaba un traje negro de satén que parecía que lo hubieran cosido con ella dentro. No tenía tirantes y la falda tenía un corte en la parte delantera que le permitía andar. Sobre el ajustado vestido se había puesto un echarpe de chiffon estilo imperio, un toque de recato y elegancia. Llevaba una estola de visón y unos pequeños pendientes de diamantes. Ninguno de esos detalles escapó a la mirada de Kamal.

Después de observar que hablaba y conversaba con varios hombres, reunió el suficiente valor como para presentarse.

—¿Me permite la audacia de decirle que me ha cautivado tan total y absolutamente con su deslumbrante belleza que no he podido quitarle los ojos de encima en toda la noche? —dijo sin hacer una pausa. Después, preocupado por haber hablado demasiado, añadió—: No se ofenda, por favor, pero realmente pienso que es la mujer más hermosa que he visto en mi vida.

Kamal era un hombre razonablemente apuesto. También parecía educado y sus piropos eran honrados y sinceros, tanto, que Laila se sonrojó.

—Gracias —se limitó a decir antes de olvidarse de él por completo.

Pero Kamal no la olvidó. Además de quedar fascinado por su belleza y su intrigante aire de indiferencia, enseguida se enteró de que su familia era una de las más importantes de Beirut. Si se convertía en su familia política, sin duda entraría a formar parte de la flor y nata de la sociedad beirutí. También había oído decir que Laila era muy testaruda y promiscua, pero, en vista del resto de ventajas que ofrecía su emparejamiento, decidió obviar esos defectos. No tardó en escribir a Mohammad para pedirle una entrevista.

Pocos días después, Laila volvía a casa después de pasar una tierna tarde despidiéndose de Aatish, ya que esa misma noche emprendía uno de sus viajes para documentarse, y se encontró a sus padres sentados en el salón con Kamal Ajami, al que prácticamente no reconoció. Enseguida supuso que había ido para pedirla en matrimonio, y no se equivocó.

Había llegado a las cinco en punto. Le habían ofrecido té y mezze, entremeses. Se había esmerado por ir bien vestido y se había inventado toda una historia sobre su pasado en la que no llegaba a mentir, pero exageraba cada uno de los detalles. Habló en francés y les explicó que su padre era un famoso ingeniero de Biblos, que él había estudiado Asuntos Internacionales, Económicas y Banca en la Universidad Americana de El Cairo, que en ese momento trabajaba en el Banco de Siria y del Líbano, y que su cargo estaba sólo por debajo del vicepresidente. Fue tan convincente que los Al-Khalili aceptaron con entusiasmo su propuesta y se fijó la fecha de la boda.

Cuando su madre le comunicó la noticia, Laila explotó. Sabía que sus padres querían casarla y que deseaban unirla con alguna de las mejores familias del Líbano, sin importarles lo que ella pensara, pero no los había tomado en serio cuando le dijeron que sería pronto. Aatish y Laila esperaban la publicación del libro antes de confesar a los padres de ella el amor que sentían el uno por el otro. Laila sabía que si declaraba su amor por un hombre que no estaba a la altura de las expectativas sociales de sus padres y se negaba a casarse con uno que sí lo hacía, había muchas posibilidades de que la desheredaran, pero estaba dispuesta a correr el riesgo. Tenía que estar con Aatish. Era así de sencillo.

—Pensaba que estarías encantada —replicó Yamila poco convencida—. Tienes que entenderlo. Ya es hora de que sientes la cabeza. Tus locuras son la comidilla de todo Beirut y todos esos rumores afectan a la reputación de tu padre, por no hablar de tus oportunidades de encontrar una buena pareja.

—¡Los negocios de mi padre me importan un pito! —gritó Laila sin dejar de ir de un lado al otro de la habitación.

—Pues deberían importarte, no te olvides de que son los que pagan tus caprichos.

—¡Me da igual! ¡Prefiero vivir en una choza y vestir con harapos!

—Venga, Laila —replicó Yamila riéndose—. Sé que no es verdad. Te encanta el lujo.

—¿Por qué le importa a mi padre lo que hago?

—Porque cuando la gente habla mal de ti, eso repercute en él como padre y como hombre. No se lo merece. Además, ya tienes veinte años y hace tiempo que deberías haberte casado —sentenció su madre con firmeza.

—¡Pero yo no quiero casarme con Kamal Ajami! ¡No me gusta! —replicó gritando.

—Nos ha contado que tuvisteis una agradable conversación en la fiesta del embajador británico. Además, ¿por qué no te gusta? Es guapo, proviene de una respetable familia de Biblos y tiene por delante una prometedora carrera en el banco. Cuidará bien de ti.

—Pero, madre, si ni siquiera lo conozco.

—Yo tampoco conocía muy bien a tu padre cuando me casé con él. Nuestras familias tenían mucha relación, eso es verdad, pero no lo conocí realmente hasta que nos casamos.

—Pero yo quiero casarme con alguien a quien quiera y ése no es Kamal Ajami.

—Aprenderás a hacerlo, Laila. Se acabaron las discusiones. Tu padre ha decidido que te casarás con él y no va a tolerar objeción alguna.

—Pero, madre... Estoy enamorada de otra persona —confesó a la desesperada.

Yamila, que ya estaba en la puerta, se dio la vuelta. Supuso que tenía alguna relación con un hombre casado.

—Acaba lo que tengas con él, sea quien sea. Te vas a casar con Kamal Ajami. —No le interesaba saber de quién estaba enamorada. En su opinión, su hija era una desagradecida por todo lo que habían hecho por ella y casarse con un banquero serio era lo que necesitaba para enmendar su reputación de niña malcriada. Cuanto antes, mejor.

—¡No pienso hacerlo! —gritó, pero Yamila ya había salido de la habitación.

Laila estaba frenética. Tenía que haber alguna escapatoria. Siempre había encontrado la forma de librarse de lo que no quería hacer. Pero, para poder pensar, primero tenía que calmarse y localizar a Aatish inmediatamente, algo que no le sería fácil.

Aatish estaba de camino a Turquía, donde pasaría unas semanas documentándose y después había planeado ir a ver a su familia a Siria. Tardaría cuatro meses en volver a Beirut, para entonces sería finales de primavera. Además de investigar para su libro, dos revistas estadounidenses, Time y Life, le habían encargado que escribiera varios reportajes. Laila creía que iba a llamarla desde el primer sitio en el que se detuviera, pero los días pasaban y no había podido hablar con él. Lo que sí había hecho era enviarle telegramas en los que le decía cuánto la amaba y cuánto la echaba de menos, le pedía que no se preocupara y le aseguraba que se pondría en contacto con ella en cuanto llegara a Estambul.

Laila llamaba al hotel Saint Sophia de Estambul todos los días con la esperanza de que Aatish hubiera llegado, pero siempre obtenía la misma respuesta, prometían hacerle llegar su mensaje al señor Tasser. Incluso llamó a su casa en Damasco y habló con su madre, aunque con cierta reserva. No era el mejor momento para conocerla.

—¿Así que eres la mujer que le ha robado el corazón a mi hijo? —le preguntó Aziza Tasser con cariño.

—¿Le ha llamado? ¿Sabe dónde está o cómo puedo ponerme en contacto con él? —preguntó Laila.

—Nos ha enviado varios telegramas, cariño, pero no sé dónde está exactamente. Supongo que nos llamará cuando llegue a Estambul. Quizá deberías dejarle un mensaje en el hotel —sugirió.

—Ya lo he hecho.

—Ya sé que el amor es impaciente, querida, pero ten paciencia, tienes toda la vida por delante.

«¡No la tengo!», pensó. No sabía cómo, ni si debía comentarle la situación en la que se encontraba, así que prefirió guardar silencio.

—Todo lo que está escrito, sucederá —la tranquilizó, y Laila no supo qué decir.

En ese momento, Aatish había llegado a las afueras de Estambul y había acampado en una excavación arqueológica. Su plan consistía en recorrer la misma ruta que hizo la segunda cruzada en 1100, pero había tenido que renunciar a su empeño debido a problemas burocráticos que habían retrasado su regreso a Damasco y, por ende, su posterior viaje a Beirut. Como había agotado el tiempo para escribir los reportajes para las revistas, decidió redactarlos y enviarlos a los editores antes de volver a su trabajo de investigación. A los pocos días de llegar a la excavación llamó al hotel Saint Sophia para preguntar si había mensajes para él y se enteró de que Laila había preguntado por él varias veces. Al desconocer el motivo, había recorrido varios kilómetros hasta encontrar un teléfono desde el que llamarla. Contestó Yamila Al-Khalili.

—¡Ah, sí, Aatish! ¡Claro que me acuerdo de ti! Ibas al colegio con Laila. ¿Qué tal estás?

—Bien, muchas gracias, señora Al-Khalili. En este momento estoy cerca de Estambul y me he enterado de que Laila me ha llamado.

—¿Ah, sí? No me ha comentado nada. No sabía que seguíais en contacto.

—Bueno, nos tropezamos hace un tiempo —improvisó con cautela.

—Ah, eso lo explica todo. Lo siento, pero no está. Ha ido de compras. Ya le diré que has llamado.

—Gracias. ¿Podría decirle que donde estoy no hay manera de contactar conmigo, pero que la llamaré yo más adelante?

Yamila colgó el teléfono intrigada y se preguntó por qué lo habría llamado su hija. Por lo que recordaba, era imposible que fuera su pretendiente, así que no sospechó nada, sólo se quedó sorprendida.

Más tarde, durante la cena, mencionó de pasada que la había llamado, pero que donde estaba no se le podía localizar. Laila no dijo nada, pero se levantó de la mesa y subió a su habitación.

—¿Qué le pasa? —preguntó Mohammad Al-Khalili. Yamila se encogió de hombros. En ese mismo momento Laila estaba sujeta al borde de la bañera intentando suprimir la frustración y la cólera que deseaba liberar. ¿Por qué había ido de compras precisamente esa tarde? ¿Sospechaba su madre que había algo entre ellos?

A la mañana siguiente decidió ir a Estambul a buscarlo. No tenía ni idea de cómo ir y mucho menos qué haría cuando estuviera allí. Pero al final no consiguió pasar de la puerta de casa. Mohammad Al-Khalili estaba resuelto a imponer su voluntad y, para asegurarse de que su hija se casaría con Kamal Ajami, había ordenado que no saliera sin acompañante y que no la dejaran sola en ningún momento. Sus protestas sólo consiguieron adelantar la fecha de la boda, lo que provocó una infundada especulación en los círculos sociales de Beirut sobre la posibilidad de que estuviera embarazada. Laila estaba cada vez más abatida. Dándose por vencida, recurrió al narguile sin parar y a pedirle a Lina que pusiera más y más hachís en la mezcla de tabaco.

Aatish intentó llamarla varias veces más, pues era lo único que podía hacer en las circunstancias en las que se encontraba, pero siempre respondía alguno de los criados y éstos tenían órdenes estrictas de no permitir que la señorita hablara con nadie que no estuviera dentro de un limitado grupo de amigos y familiares. Temeroso de que abrieran y leyeran sus cartas, le envió telegramas, pero Laila nunca los recibió. El mayordomo llevaba el correo a Mohammad, que tiraba a la basura y sin abrir toda la correspondencia destinada a su hija.

Mientras Aatish, que no sabía lo que estaba pasando en Beirut, se concentró en acabar los reportajes y continuar su investigación, su amada Laila fue obligada a casarse con Kamal Ajami en una ceremonia organizada a toda prisa, aunque no por ello sencilla, a la que asistió todo el que se preciaba de ser alguien en Beirut. Mohammad cubrió todo el jardín con una colorida tienda tradicional árabe y colocó unas hermosas alfombras persas sobre el césped. Se acomodaron sofás bajos y grandes cojines de seda en un lado, lo que permitía suficiente espacio para que los invitados se relacionaran. Unas linternas de colores emitían un suave resplandor y los arbustos de jazmín y mogra inundaban el ambiente con su exótica fragancia. En un extremo del jardín se sirvió un espectacular bufé preparado por el cocinero de la casa y un ejército de ayudantes y criados. También se pusieron unas mesas redondas cubiertas con sedas doradas y color azafrán, para los que quisieran disfrutar de la comida sentados. Antes de la cena, otro ejército de criados ofreció a los invitados bandejas con entremeses y bebidas, como complemento del bar que se había instalado en el porche. La temperatura era perfecta para la fiesta al aire libre que comenzó al anochecer, cuando los músicos empezaron a tocar.

Mohammad y Yamila permanecieron cerca de la entrada del jardín para saludar personalmente a cuantas personas pudieran de los dos mil invitados que acudieron al banquete. La ceremonia se había celebrado unas horas antes en presencia de los ulemas, Mohammad, Yamila y unos pocos amigos íntimos. Cuando acabó, Laila y Kamal se cambiaron de ropa y Laila llegó al banquete en un palanquín llevado en hombros por cuatro hombres de la familia. Kamal llegó después en un Rolls Royce, vestido con una chaqueta larga, pantalones y una capa tejida con hilo de oro. Se sentó frente a Laila, separados por una cortina de seda roja.

Cuando la abrieron y la pareja pudo verse una vez convertidos en marido y mujer, se repartieron copas de champán y se dio paso a la celebración mientras las mujeres de la familia Al-Khalili proferían ululatos. Kamal y Laila se levantaron y fueron a sentarse para recibir los parabienes y regalos de los invitados.

La única forma en que Laila consiguió soportar todo aquello fue estando completamente colocada, tanto como para creer que se estaba casando con Aatish en vez de con Kamal. Tuvo los ojos vidriosos durante toda la fiesta, pero nadie se dio cuenta.

Al día siguiente, Yamila colgó con orgullo las sábanas manchadas de sangre en el balcón del dormitorio en el que los recién casados habían pasado la noche. Nadie supo a ciencia cierta si eran verdaderas o falsas, pero aquello ayudó a acallar los rumores de su posible embarazo.

Tras los necesarios meses después del viaje de novios a París, pagado por Mohammad Al-Khalili, Laila tuvo su primera hija, una niña a la que pusieron el nombre de Aisha y que era el vivo retrato de su padre; después, en 1938, una segunda, Hafsah. Entonces fue cuando la alta sociedad de Beirut se abrió realmente a Laila Al-Khalili, que había adoptado el apellido Ajami, ya que por fin parecía haber regresado al camino de la decencia.

Aatish Tasser llegó a Damasco a mediados de abril de 1934, sin saber que Laila se había casado. Sus padres le dieron una calurosa bienvenida. Al igual que Laila, era hijo único y lo adoraban.

—Lo que más me apetece es darme un buen baño —susurró mientras abrazaba a su madre. Aziza Tasser dio órdenes para que llenaran la bañera con agua fresca del pozo, a la que añadió sales y pétalos de rosa. Mientras miraba el casco viejo desde la bañera, pensó en Laila. Le extrañó que no hubiera podido ponerse en contacto con ella y que no hubiese contestado a los telegramas que le había enviado desde Estambul. Empezó a preguntarse si después de su partida habría echado de menos la vida que llevaba antes de ser amantes, en la que era el centro de atención en todas las fiestas, y si hacía bien alejándola de aquel mundo para que formara parte del suyo. Pero, cuando estaba con él no era la célebre Laila, vestida y acicalada a la perfección. Para él estaba mucho más guapa cuando no se arreglaba, sin la ropa, las joyas y el maquillaje.

Tras permanecer un buen rato en el agua, se reunió con sus padres en el jardín trasero de la casa del siglo XV que tenían en la parte antigua de la ciudad. Quiso esperar un poco antes de llamar a Laila, ligeramente temeroso de lo que pudiera oír. Los tres hicieron una tardía comida bajo un amplio toldo que les protegía del caluroso sol primaveral. Aziza Tasser había preparado un festín para su hijo.

—¡Umma, esto es una maravilla! Me siento como si fuera un rey —dijo muy agradecido al contemplar la mesa llena de mezze, los entremeses que le había preparado su madre con tanto cariño. Había hummus, babaganoush, hojas de parra y de col rellenas, kibbeh frito, ensalada de rúcula, cebolla y rábanos, berenjenas fritas, labneh con eneldo, una gran cesta con pan casero, olivas, cebollas en vinagre y anacardos tostados.

—Me alegra que te guste. Después hay cordero asado —Aziza sonrió cuando el joven criado empezó a pasar las grandes bandejas con los entremeses.

—¡Guau! —exclamó Aatish.

—También he preparado tu pastel de sémola preferido —añadió Aziza.

—Muchas gracias, umma —dijo Aatish inclinándose por encima de la mesa para abrazarla.

—¿Qué tal el libro? —preguntó su padre, Omar, mientras untaba pan en algunos de aquellos manjares.

—Muy bien, ubba. He conseguido mucha información en la excavación de las afueras de Estambul.

Cuando empezó a hablar de sus descubrimientos, su madre lo interrumpió de repente.

—Quería decírtelo antes, pero se me ha olvidado. Laila llamó hace unas semanas. Parecía un poco enfadada.

—Sí —dijo Aatish ruborizándose al oírla pronunciar ese nombre—. También llamó al hotel de Estambul. No conseguí hablar con ella, pero pensaba intentarlo de nuevo después de comer.

—Tenía una voz muy bonita —comentó Aziza.

Aatish se echó a reír.

—Es muy bonita, umma. Es verdaderamente guapa.

—¿De quién estáis hablando? —intervino Omar entre bocado y bocado.

—De nadie que conozcas —respondió Aziza dándole una palmadita en la mano.

—¿Por qué en esta casa no me cuenta nadie nada? —insistió Omar.

—Estamos hablando de una chica que conozco. Se llama Laila Al-Khalili —le informó Aatish.

—Ah, ya sé, la guapa chica libanesa que acaba de casarse.

A Aziza se le cayó la comida que tenía en la mano y Aatish miró fijamente a su padre.

—¿De qué estás hablando, Omar? ¿De dónde te has sacado eso? —preguntó Aziza.

—Ha salido en los periódicos. No hace mucho. Hablan de la fiesta, del vestido que llevaba y de todos los detalles que suelen incluir en esas columnas de sociedad.

—¿Me disculpas, umma? —preguntó Aatish en voz baja.

—Claro, hijo.

—Me voy a mi habitación, necesito tumbarme.

—¿Qué he dicho? ¿Qué le pasa? —preguntó Omar cuando Aatish se fue.

—Nada, Omar. Sólo tiene el corazón roto —contestó Aziza apenada.

—¿A qué te refieres con «corazón roto»? ¿Un corazón roto por qué? ¿Quién le ha roto el corazón? —inquirió Omar inquieto.

—Omar, ¿cómo puedes estar tan ciego? —le reprendió cariñosamente su mujer.

En el piso de arriba, Aatish estaba sentado en la cama y se miraba las manos. No sabía qué pensar ni qué hacer. No podía creer lo que acababa de oír. ¿Su amada Laila casada? Imposible. Cuando se fue le quería y él la quería a ella, e iban a pasar el resto de su vida juntos. ¿Qué había pasado? ¿Era por eso por lo que había intentado hablar con él? Una lágrima cayó en su mano. A esa solitaria lágrima siguió otra y otra, y, sin darse cuenta, empezó a llorar. Se tumbó en la cama y se acurrucó para abrazarse las rodillas. Cuando se recuperó era ya de noche. Seguía sin poder creer que Laila, su Laila, se hubiera casado con otro. «Sólo es una pesadilla —se dijo a sí mismo—. Luego me despertaré en el apartamento encima del zoco y la tendré entre mis brazos.»

Pero cuando el día dio paso a la noche y, con el tiempo, él mismo leyó el relato de la boda, tuvo que aceptar que Laila se había ido. «Pero ¿por qué? —se repetía una y otra vez—. Creía que íbamos a casarnos, que estábamos esperando a que acabara el libro. ¿Fue el dinero? ¿El poder? ¿Qué te apartó de mí?» Aatish no dejaba de atormentarse con esas preguntas y les daba vueltas una y otra vez en su mente, sin lograr encontrar respuesta.

Permaneció en Damasco con el corazón destrozado y decidió no ir a buscarla, pues la amaba demasiado como para ponerla en un compromiso estando casada con otro hombre. Se convenció de que la posibilidad de vivir juntos no había existido nunca realmente y de que la única forma de actuar con honradez era mantenerse lejos de ella.

Escribió a su casero en Beirut y le comunicó que estaba en Siria y que no sabía cuándo volvería. Aquel comerciante era buena persona y le contestó por carta para decirle que no se preocupara, que no le importaba que el apartamento estuviera vacío, que estaría siempre a su disposición. También dudó sobre si sería adecuado hablarle de todas las notas que había encontrado al otro lado de la puerta o de las veces que Lina había ido al zoco para obtener información sobre él y poder trasmitírsela a su señorita. Él también se había enterado por los periódicos de que Laila se había casado. Sabía que Aatish y ella tenían una aventura, pero jamás se lo había comentado a nadie. Su política era «tener la fiesta en paz» y prefirió guardarse para él lo que sabía.

Laila no volvió a ver a Aatish en seis años. No supo nada de él ni se lo encontró en Beirut. A pesar de que ansiaba poder hablar con él, era una mujer casada y, además, él tampoco se había puesto en contacto con ella. Aquella aventura había acabado de verdad. Privada de su compañía y desconsolada, se resignó a su nueva vida.