CAPÍTULO CATORCE

 

EL 16 de marzo de 2001, estábamos de sobremesa después de haber comido en John’s Pizza cuando noté que no podía respirar. Intenté hablar, pero sólo conseguí jadear.

—¿Qué te pasa, Maha?

—No lo sé, no puedo respirar —dije con voz ahogada intentando inspirar con fuerza.

Me llevé la mano al pecho y noté que el corazón me latía a toda velocidad. También tuve la extraña sensación de que el estómago se me llenaba de líquido. Los ojos se me pusieron vidriosos y empecé a sudar tanto que parecía que acababa de salir de la ducha.

La gente empezó a mirarme, me había puesto tan blanca como el mantel.

—¡Llame a una ambulancia! —pidió Duncan al camarero.

Para ese momento todos los presentes en el restaurante intentaban ayudar.

Estaba a punto de desmayarme.

—Maha, por favor, mantente despierta —repetía una y otra vez Duncan mientras la ambulancia iba a toda velocidad camino del hospital.

Miré a la enfermera, que meneaba la cabeza.

—Se está inundando muy deprisa. Es de los fuertes. Si no tienen un quirófano preparado, la perderemos.

—¿No puede hacer algo? ¿No puede avisar que vamos de camino?

—Mire, si el cirujano que esté en el quirófano esta noche consigue estabilizarla, tendrá suerte, pero tengo que ser sincero con usted, el noventa por ciento de los casos no llega al hospital.

Aquellas palabras tuvieron un efecto devastador en Duncan.

Yo intentaba decir algo:

—Jude, Harry, Dougall...

Duncan sabía que estaba diciéndole que si no lo conseguían, cuidara del koala de peluche, del osito y del perro.

Duncan, el duro, estoico y adusto escocés, se echó a llorar. Me adoraba, pero como era un montañés y, por naturaleza, hombre de pocas palabras, jamás me decía que me quería. Sabía que yo conocía sus sentimientos, pero era la única que pronunciaba esa frase tan especial.

Cuando llegamos al quirófano, Duncan tuvo que esperar. Deseaba decirme que me quería, pero con aquel caos no tuvo oportunidad. Se me llevaron enseguida. Tenía los ojos prácticamente cerrados y lo único que veía eran luces brillantes y hombres con máscaras.

Aquella noche tuve suerte. El doctor Jeffrey Gold estaba de guardia y me salvó la vida. Había sufrido un aneurisma de la aorta torácica. La operación duró casi dieciocho horas y pasé tres días con respiración asistida en la Unidad de Cuidados Intensivos, después de los cuales Rather fue a verme y consiguió que se armara un gran revuelo entre las enfermeras.

Pero no podía quedarme quieta. Al cabo de dos días de recuperación pedí que me enviaran a casa y, una vez allí, estaba deseando volver a trabajar.

Antes de hacerlo, fui a visitar al doctor Gold.

—No sé qué decirle aparte de darle las gracias por salvarme la vida.

—Es mi trabajo —adujo quitándose las gafas—. Jovencita, debe considerarse muy afortunada. Para cuando llegó a quirófano le quedaban menos de cuatro minutos de vida. Se estaba ahogando en su propia sangre; la sección de la aorta era tan grande que tenía la cavidad corporal casi inundada por completo.

Cuando salí de la oficina del médico pensé en mi amado Krishna Maharaji, al que había apartado de mi memoria durante diecinueve años. Yo había salvado la vida, pero él no.

Ya fuera por el viento que soplaba entre los cerezos en flor de Central Park o por una voz en mi interior, creí oír cómo Maharaji me decía: «Todavía no has cumplido la promesa que me hiciste».

Al pasar por el estanque de Central Park durante el paseo con Dougall me eché a llorar. Lloraba porque había bloqueado de forma intencionada los recuerdos de mi maestro y la promesa que le había hecho cuando lo vi morir. Había decidido empezar una nueva vida, la mía propia, y al hacerlo había borrado el pasado. Me había convertido en otra persona.

Creía que mientras estuviera al lado de Rather sería invencible. No se me había ocurrido pensar que la vida pudiera ser tan frágil, vulnerable y efímera, como evidentemente era. Llevaba cuatro placas de metal que me sujetaban el esternón, habían tenido que cortármelo para llegar a la aorta. Miré la cicatriz que tenía en el pecho y la forma irregular en que se soldaría el hueso. Algo que me recordaría siempre que hay que vivir la vida al máximo y que nada se puede dar por hecho.

Me senté en la hierba, abracé a mi wheaten terrier y lloré desconsoladamente mientras Dougall lamía pacientemente mis lágrimas saladas.

Después sobrevino el 11 de septiembre de 2001 y Nueva York y Estados Unidos no volvieron a ser lo mismo. Rather estaba en antena dieciséis horas diarias. De hecho, todo el mundo, incluso yo misma, permanecimos en el edificio de la CBS durante dos días sin ir a casa. Era una de las mayores noticias de la primera década del nuevo milenio y estuve codo con codo con Dan a todas horas y, cuanto más se entregaba él, más me entregaba yo. Dan se crecía con las noticias importantes. Cuando estaba en directo era genial. Lo miraba y pensaba que había nacido para trabajar en televisión y que sería recordado como uno de los mejores en el panteón de los periodistas de radio y televisión.

Después de aquellas dieciséis horas en directo volvió a su despacho y me miró. Me puse en pie y le dije:

—Me siento muy honrada de trabajar con usted, señor, siempre lo he estado y siempre lo estaré.

Dan me abrazó por primera vez en ocho años. Fue un gesto humano y espontáneo, un fugaz atisbo de Dan, del hombre que se escondía bajo el personaje «Dan Rather».

A finales de octubre de 2001, ordenando las cajas en el sótano de casa, encontré el cofre de cuero repujado que mi padre había comprado a regañadientes en Granada. En el interior seguían las flores secas que había recogido en los jardines de la Alhambra. Hacía años que no las veía.

Aquel cofre me trajo recuerdos de la dueña de la pensión que me había llevado a ver flamenco. «¿Cómo se llamaba? ¿Y qué fue lo que me dijo aquella noche?» Los recuerdos reprimidos de toda una vida empezaron a aflorar.

Maharaji fue la primera persona de la que me acordé. De algo que le dijo a mi madre en la prueba que me hizo en 1972. Un simple comentario. Yo tenía siete años. Las imágenes empezaron a poblar mi mente, imágenes de baile, de estar sentada con él mientras me contaba la historia del kathak, de la coreografía en la que habíamos trabajado, de su muerte y de la última imagen, la de la ofrenda de la flor de loto después de esparcir sus cenizas.

Cogí el cofre olvidando lo que había ido a buscar. Me devané los sesos tratando de recordar qué me había dicho Maharaji. Significaba mucho para mí. «¿Por qué no puedo recordarlo? Odio tener que llamar a umma para preguntarle, porque es posible que conteste mi padre.»

Había hablado con mi madre alguna que otra vez en los últimos años y, a pesar de todos mis recelos, deseé tanto que me ayudara a recordar que cogí el teléfono y la llamé. Por suerte, en aquella ocasión contestó ella.

—¡Maha, cariño! ¿Qué tal estás? ¿Qué tal Duncan?

—Todos estamos estupendamente. Por cierto, umma, ¿te acuerdas de lo que te dijo Maharaji el día que me llevaste a hacer la prueba?

—Por Dios, Maha, eso debió de ser hace unos treinta años.

—Por favor, umma, es importante. Creo que era algo relacionado con la luna.

—Ah, sí. No llegué a entenderlo. Dijo que tenías la luna en los ojos.

—¡Eso es! Muchas gracias.

Una semana después de encontrar el cofre, estaba en el hotel Gansevoort, en un cóctel que ofrecía mi buen amigo Richard David Story, jefe de redacción de la revista Departures, esperando a que apareciera Duncan. Había acabado mi primera copa de vino e iba de camino del bar a buscar una segunda cuando un anciano y bien vestido caballero, que estaba junto a la barra, se dio la vuelta, me vio y me preguntó si quería que me pidiera algo.

—Muchas gracias —dije asintiendo con una gran sonrisa.

—Me alegra poder hacer un favor a una encantadora joven —aseguró con gran cortesía. Entablamos conversación y de repente me preguntó—: ¿Es bailarina?

Me quedé tan desconcertada que tardé en contestar.

—He de confesar que hace casi veinte años que no me hacían esa pregunta.

—Imposible.

—La verdad es que fui bailarina, pero lo dejé hace mucho tiempo.

—Me encanta la danza. ¿Cuál era su especialidad?

—El kathak, la danza clásica...

—Del norte de la India —acabó la frase por mí—. Soy un gran fan del kathak. Una vez vi a un fabuloso bailarín, se llamaba Krishna Maharaji y jamás olvidaré su actuación.

Tomé un buen trago de vino y continué la conversación.

—Fue mi profesor.

—Bueno, querida, si fue su alumna, debe de ser muy buena, porque por lo que me contaron unos amigos suyos jamás admitía alumnos en los que no creyera. Es muy afortunada de haber podido estudiar con él.

En ese momento vi que Duncan acababa de entrar y que me estaba buscando.

—¿Me disculpa un momento? Acaba de llegar mi media naranja. No se vaya, por favor.

—No se preocupe, ha sido un placer —repuso el caballero antes de estrecharme la mano—. Si me permite decirle algo más antes de que se vaya, estudie flamenco, estoy seguro de que le gustará. Si no me equivoco, a Krishna Maharaji le encantaba. Me dijeron que antes de morir estaba trabajando en un proyecto con uno de sus estudiantes en el que se unían los dos estilos de baile.

Tragué saliva, acababa de describir mi proyecto.

—Esto... Por favor, no se vaya, vuelvo enseguida.

Fui corriendo a saludar a Duncan, que hablaba con alguien sobre el tráfico y lo difícil que era encontrar un taxi cuando llueve.

—Ahora vuelvo, voy a por una copa —se despidió para atender a Maha.

Me di la vuelta, pero el caballero había desaparecido.

Nunca supe quién era ni volví a verlo, pero su conversación tuvo un indudable efecto en mí y me hizo pensar en serio sobre la promesa que había hecho a mi maestro diecinueve años atrás, la promesa de que finalizaría aquella coreografía como fuera.

Acababa de encontrar la pieza que faltaba en lo que creía era una vida perfecta en Nueva York: la danza, a la que había amado más que a nada en el mundo. Había sido mi vida, mi pasión, mi oxígeno y mi libertad. Los años que pasé con Maharaji habían sido los años en que me había formado y sus enseñanzas me habían proporcionado los medios para ser la mujer que era.

Poco después empecé a buscar profesores y estudiantes de kathak en Nueva York. Era un grupo muy reducido en el mundo de la danza, pero decidí ponerme los ghungroos de nuevo. El resultado no fue el esperado. Un tiempo más tarde, alrededor del día de Acción de Gracias de 2001, hice mi primera incursión en la escena flamenca de Nueva York. Me quedé sorprendida de los pocos profesores que había. Probé unas clases, pero no eran muy buenas, el estudio estaba sucio y no sólo ninguno de los profesores era español, sino que hacía décadas que no viajaban a España para ver cuáles eran las tendencias en ese momento. A pesar de todo, y por falta de alternativas, continué yendo a clases de flamenco en Nueva York.

La primavera había llegado y las terrazas estaban llenas. Había quedado con unos amigos en un pequeño bar de tapas, en la calle 77 con la Segunda, que se llamaba Taparia Madrid, cuando el dueño, un brasileño llamado Max, se me acercó y me preguntó si era bailaora de flamenco. Me había visto bailar la semana anterior, cuando una pareja de baile de mi clase me había invitado a subir a escena con ellos en el mismo local.

—Es muy buena —aseguró Max.

—Muchas gracias, de momento sólo soy una estudiante más —repliqué con timidez.

—Pues a mí me parece que lo hace muy bien. Quiero ofrecer espectáculos de flamenco. No puedo pagar mucho, pero si le interesa puedo ofrecerle dos noches a la semana a cien dólares cada una.

Me quedé con la boca abierta.

—¿Quiere pagarme por bailar aquí?

—Sí, ésa es la idea.

Y de esa forma tan inesperada fue como empecé mi carrera profesional en el flamenco. Para mi gran sorpresa, cada noche que bailaba, el reducido bar de tapas de cuarenta plazas estaba lleno y algunos periodistas empezaron a escribir sobre mi espectáculo. Descubrí que me encantaba volver a pisar un escenario y volvieron a mi recuerdo las enseñanzas de mi maestro sobre cómo actuar.

En la CBS News empezó a correr el rumor de que actuaba un par de noches al mes y la gente, sorprendida, se alegraba por mí. Muchos de mis compañeros me felicitaron por mi actividad extra laboral. Todo el mundo que iba a verme repetía, incluidos amigos de otras cadenas. Peter Jennings, Paula Zahn, Morley Safer, Mike Wallace, Jim Murphy, productor ejecutivo de CBS News with Dan Rather e incluso Andrew Heyward, presidente de CBS News, pasaron por allí. Una noche apareció la actriz Linda Fiorentino, al igual que Antonio Banderas cuando estuvo actuando en Broadway. Directores de revistas y editoriales, agentes y representantes, cada vez que actuaba, Taparia Madrid se convertía en el local de moda de la gente del mundo de los medios de comunicación de Nueva York.

Sabía que Rather no tardaría en enterarse. Aquello ocurrió el día en el que Peter Jennings me lanzó rosas al final de una de mis actuaciones, algo que, por supuesto, apareció en la página seis del New York Post.

Dan me llamó un domingo de junio de 2002.

—¿Por qué tengo que enterarme de tus actividades fuera del trabajo por los periódicos?

—Sólo es un hobby. Lo hago en mi tiempo libre y no en horas de oficina.

—Intenta verlo desde mi punto de vista. Al parecer todo el mundo en la CBS sabe que bailas y, por lo que he oído, todos te han visto. Sin embargo yo tengo que enterarme por la página seis del New York Post.

—Lo siento, pero creía que no le interesaría.

—Lo que quieras. ¿Qué es ese baile flamingo?

—No es flamingo, sino flamenco.

—¿Lo haces en un bar de topless?

Me pareció no entenderle bien.

—Perdone, no le comprendo.

—Que si ese baile lo haces en un bar de topless. ¿Qué se supone que haces? ¿Te deslizas por un poste?

—Dan, ¿cree realmente que soy una bailarina de topless?

—Bueno, eso es lo que dice el artículo que he leído —protestó indignado.

—¿Lo ha leído de verdad? —Me di cuenta de cuál era el problema. Como de costumbre no había estado nunca en un sitio así—. Bailo en un bar de tapas, no de topless. Dan, en español tapas significa aperitivo. No me pongo pegatinas en los pezones ni me visto como el pájaro rosa.

El presentador más famoso de Estados Unidos se quedó callado.

—Dan, créame por favor. Bailo flamenco, un baile que procede de España, y actúo completamente vestida. El restaurante se llama Taparia Madrid y está en la 77 con la Segunda Avenida.

—¿Todavía sigues queriendo trabajar en la CBS?

—Pues claro, que tenga un pasatiempo no significa que no pueda trabajar en CBS News. Usted también tiene un hobby, le gusta pescar. El mío es el flamenco.

Lo intenté por última vez.

—Usted nació para salir en televisión. Hace mucho tiempo, en un lugar muy lejano, alguien me dijo que yo había nacido para bailar. Usted realizó su sueño, deje que yo realice el mío.

Por desgracia, Rather no lo entendió nunca. Después de aquella conversación apenas me dirigió la palabra en tres semanas. Pero ya no me importaba. Que no hiciera ningún esfuerzo por entender que aquello me apasionaba y que, además, en ningún momento interfería con mi trabajo, no me gustó y empecé a pensar que no me valoraba.

Al cabo de un año, en otoño de 2003, Duncan y yo disfrutábamos de una copa de vino antes de cenar.

—Macaulay, me apetece ir a España. Llevo más de dos años con los profesores de aquí y creo que necesito algo mejor.

—Pues vete, y ¡olé! —dijo Duncan sin dudarlo un segundo mientras levantaba su copa para brindar.