25
Desde la cubierta del Madrigal, la isla parecía recoger pacíficamente el sol del atardecer. Unas nubecitas blancas pendían sobre las pequeñas colinas de pinos y palmeras, no muy cambiadas desde que Lily las vio por última vez. La centelleante medialuna de arena formada por la bahía permanecía intacta, con excepción de la espuma que el oleaje extendía en su serena superficie.
Lily se volvió hacia la cubierta superior, donde Valentine Whitelaw estudiaba la isla y la bahía. El pareció sentir su mirada, pues de pronto le echó un vistazo. Luego, como si una sombra le cruzara los ojos, los apartó.
—¡Arriar las velas, muchachos! — ordenó.
—Siempre soñé con ver esta isla — comentó Simon Whitelaw, acercándose a ella—, pero nunca pude imaginarla del todo.
—A veces pienso que es mágica. Nos hechizó en cuanto pusimos un pie en la costa. Nos protegió de todo peligro, nos dio agua y comida, nos hizo felices. Y de pronto, como casi todos los hechizos, mostró su lado cruel. Tal vez porque quebramos el encantamiento al recibir a unos desconocidos, tal vez porque robamos al mar su botín de carne y oro — comentó Lily, refiriéndose a los cuerpos y a los tesoros que habían sacado del oleaje.
El muchacho percibió la seriedad de su voz y la miró con expresión curiosa.
—¿De veras lo crees? Me parece difícil que mi padre pensara así. Era un hombre muy práctico.
Lily sonrió, recordando los paseos de Basil por la arena, orgulloso como un pavo real con su capa de plumas, y el amor que había compartido con su madre. Él también había conocido ese encantamiento.
—Hay algo que me gustaría saber, Lily — dijo Simon, tratando de recuperar su atención—, si Valentine no hubiera aceptado traerte, ¿le habrías ocultado la ubicación de la cueva?
Ella miró a su alrededor y le hizo señas de que agachara la cabeza para poder decirle al oído:
—No, pero ese es un secreto entre los dos.
Y le puso un dedo contra los labios para sellárselos.
Simon le atrapó la mano y agitó un dedo amonestador ante ella.
—Yo no hubiera tenido el coraje de hacer eso. Se me habrían doblado las rodillas, porque a Valentine no le gusta que desafíen su autoridad.
—A mí me gustan los desafíos. Habría subido a bordo antes de que se hiciera a la mar de cualquier manera — agregó ella, con una chispa en los ojos.
—Caramba, ojalá yo tuviera tanto valor, Lily. Valentine jura que te pareces mucho a tu padre, y creo que tiene razón. Yo, por el contrario, soy demasiado cauto por naturaleza, igual que papá.
—Oh, no seas tan duro contigo mismo, Simon. Te enfrentaste a Barclay y a mis acusadores con mucho valor, fuiste a buscarnos y hasta defendiste mi derecho de acompañarlos.
Si Lily había tenido que esforzarse para convencer a Valentine de que le permitiera acompañarlo, a Simon le había resultado aún más difícil persuadir a lady Elspeth y a sir William.
—Preferiría ir con tu bendición y la de sir William, madre, pero iré de cualquier modo. Ahora ya no rindo cuentas a nadie de mis actos. Ya he pedido permiso a Valentine, pero dice que se avendrá a lo que tú decidas.
Por fin, lady Elspeth y sir William dieron su bendición al joven; hasta fueron a despedirlo al puerto de Londres. Valentine había invitado a sus amigos de confianza a acompañarlos, pero tanto Thomas Sandrick como George Hargraves y sir Charles Denning rehusaron, por un motivo u otro. Sir Rodger Penmorley y Quinta Whitelaw los acompañarían hasta Ravindzara, con Tristram y Dulcie, mientras Fairfax, Farley y Tillie Odell viajaban hacia Whiteswood, donde Simon Whitelaw los había invitado a quedarse hasta que ajustaran cuentas con Hartwell Barclay.
Ravindzara había sufrido una transformación sorprendente en los tres años transcurridos desde la última visita de Lily. Ellos entraron desde el mar, por un parque, siguiendo una arboleda recién plantada. Los jardines en distintos niveles rodeaban la casa de flores perfumadas y coloridas. El ala oeste y el nuevo frontispicio estaban casi terminados. Según les dijo el orgulloso amo de la casa, al año siguiente se iniciaría la obra en el ala este.
Al entrar en el vestíbulo, en cambio, Lily sintió que volvía al hogar. Allí había pocos cambios, exceptuando los muebles agregados y las coloridas alfombras turcas. Los criados estaban tendiendo la mesa y encendiendo el fuego en el hogar. Pero el placer de la joven se evaporó rápidamente al ver a Honoria Penmorley de pie ante la gran escalera de piedra; esperaba para saludarlos, como si ya fuera la señora de la casa. Se adelantó con una sonrisa complaciente, vestida con su discreción y su buen gusto de costumbre. Con aire de mártir, aseguró que debía ir a Ravindzara constantemente en ausencia de Quinta, pues los criados y los obreros jamás hacían bien las cosas si no se les supervisaba. Las miradas agrias de los sirvientes revelaban que la mujer exageraba su celo. Hasta Quinta arqueó una ceja al ver que Honoria reprendía a una criada por haber volcado unas gotas de cerveza.
Al recordar la escena, Lily sonrió, divertida por el resquemor que había visto en la cara de Honoria al ver a quienes acompañaban a Valentine. Sus ojos de almendra la estudiaron un largo instante, algo intrigados, mientras ella le sostenía la mirada con orgullo.
Recordó también a Tristram y a Dulcie, junto a los animales, saludándolos vigorosamente con los brazos hasta perderlos de vista, vigilados por Quinta, Artemis y sir Rodger. Sin embargo, la imagen más vívida era la de Honoria, que se había vuelto para contemplar Ravindzara con una sonrisa misteriosa.
Se habían hecho a la mar sin más demora. El viaje transcurrió sin inconvenientes. Más adelante, Lily se diría que esa misma falta de inconvenientes era extraña. Pero mientras la proa del Madrigal avanzaba hacia las Indias, Lily sintió que era su destino retornar a aquel lugar.
La mirada de Lily, irresistiblemente, se desvió hacia el capitán. Se había quitado la chaqueta y su camisa nívea estaba abierta, revelando un pecho amplio. Las calvas le moldeaban la musculatura de caderas y muslos. El pelo negro había crecido mucho durante el viaje. Él se quitaba constantemente de la cara los mechones que el viento agitaba. El aro dorado relucía contra la melena; no era de extrañar que los españoles le consideraran poco más que un pirata.
Los labios de Lily se estremecieron al pensar en la indiferencia que le había demostrado durante el viaje. Aún estaba enojado por haber sido forzado a llevarla consigo. No buscaba su compañía ni su conversación. A veces, la joven se preguntaba si no había soñado aquel abrazo, aquel beso apasionado que la había dejado sin aliento, robándole parte de su inocencia virginal.
Nunca había vuelto a hablar de aquel día en la feria. Era como si aquello no hubiera ocurrido. Al parecer, al descubrir que Francisca era Lily había perdido interés. Sin embargo, para ella...
—Estás enamorada de él, ¿verdad? — dijo Simon.
No era una pregunta, en realidad, porque en los ojos de la muchacha se leía la verdad en cuanto miraba al capitán.
Lily pareció sobresaltarse. Por un momento pensó negarlo, pero se encogió de hombros.
—Siempre lo amé, Simon. Él no lo sabe ni me corresponde. Nunca sabrá lo mucho que lo amo — admitió.
No se dio cuenta de la intensidad con que había hablado hasta que su compañero le tomó la mano y se la llevó a los labios, antes de sujetarla a su brazo en un gesto de camaradería.
—Hasta temo haber perdido su amistad, Simon. Me desprecia — agregó ella, con voz ronca.
Apartó la mirada del capitán. De nada servía soñar, sobre todo considerando que Honoria Penmorley esperaba en Ravindzara el retorno de Valentine.
—En tu lugar no desesperaría, Lily. Comienzo a creer que las cosas siempre suceden como es mejor para nosotros, aunque en ese momento todo nos parezca perdido y la felicidad se nos antoje imposible — dijo Simon, con una sonrisa agridulce y extrañamente adulta.
El joven sabía la verdad, aunque Lily y Valentine no la sospecharan. Los había observado durante todo el viaje, como buen observador. Veía las miradas cargadas de significado que intercambiaban, tanto abierta como subrepticiamente. Y sospechaba lo que Lily no creía: que Valentine luchaba contra sus propios sentimientos. Había visto la expresión tierna de sus ojos cuando la miraba, sin rastros de cariño paternal. Pero también sabía que Valentine estaba ciego al profundo amor de Lily.
Miró de soslayo aquel bello rostro y suspiró. Sus esperanzas estaban perdidas, pero habían sido sólo sueños que él guardaría en secreto. A menos que quisiera perder a Lily para siempre, junto con el afecto de su tío, tendría que contentarse con el papel de amigo.
—¿Me crees, Lily? No pretendo ser omnisciente, pero estoy convencido de que la suerte te sonríe. No podría ser de otro modo, siendo tú tan adorable.
Lily lo sorprendió dándole un beso en la mejilla, con dulzura fraternal.
Para Valentine Whitelaw, que los observaba desde la cubierta superior, ambos parecían jóvenes enamorados. Sintió unos celos súbitos y devoradores contra Simon, su propio sobrino. Le enloquecía ver que él la besara y la acariciara. Si Lily le había parecido hermosa en la feria y en la posada, ahora la conocía mucho mejor y se descubría profunda, irresistiblemente enamorado. Aquella atracción superaba ampliamente el deseo físico que había experimentado por la supuesta Francisca. Lily Christian demostraba una humildad, una bondad de sentimientos que no se encontraban con frecuencia en las mujeres hermosas. Era, además, inteligente, animosa y tesonera. Desdeñaba todo artificio; sin embargo, era una seductora nata. Lo había sacudido con su inocente lascivia.
El viento se arremolinaba en torno a su silueta, dotando de vida propia a los mechones de pelo suelto, moldeándole el vestido a las piernas. Al dejar atrás el frío del Atlántico Norte, había remplazado el terciopelo por sedas y descartado las voluminosas enaguas, la rigidez del corsé. Sólo ella, con su espíritu indómito, era capaz de aventar la prudencia y las costumbres a fin de sentirse cómoda. Todo en Lily lo fascinaba. Pero no era para él. Se sentía demasiado maduro y cínico para una persona tan joven e inocente. Aun si ella hubiera aceptado ser su esposa, ¿cómo haría para abandonarla y pasar meses en el mar, una vez que la hubiera poseído?
Y el mar era parte de su vida. Amar a Lily sólo le traería dolores. Sería fácil seducirla, pero no podría hacerla feliz.
Sin embargo, se sentía responsable de ella. Él la había rescatado de esa isla; era la hija de su amigo Geoffrey. Y si tenía que cederla a otro hombre, al menos Simon era uno de los suyos. Podía ejercer cierta influencia sobre ambos, ocuparse de que ella no sufriera ningún daño. Valentine se pasó una mano temblorosa por el pelo; no soportaba imaginar a otro hombre con Lily.
Se obligó a apartarla de sus pensamientos para ocuparse de la tarea que tenía ante sí. Ya tendría tiempo para pensar en el futuro de esa muchacha cuando volvieran a Inglaterra.
—¡Duro con esas sogas, muchachos! — ordenó, con más aspereza que de costumbre—. ¡Preparaos para bajar el bote!
Lily y Simon estaban riendo y no lo oyeron acercarse.
—Si podéis dejar de acariciaros un rato — les dijo bruscamente, con los brazos cruzados contra el pecho—, tal vez estemos en la costa antes de que se haga de noche.
No se le pasó por alto el rubor culpable que tiñó las mejillas de la muchacha. Lo interpretó mal, pensando que su sobrino no había perdido tiempo en susurrarle palabras de amor.
—Disculpa, Valentine — comenzó Simon, desconcertado, pues apenas era mediodía—. Nos reíamos de esa marsop...
El capitán cortó en seco las exclamaciones del joven, arrebatado por los celos.
—Y en adelante — dijo, sarcástico—, tened la decencia de no manosearos en presencia de mi tripulación. Cuando volvamos a Inglaterra me encargaré de anunciar el compromiso. Entonces podréis hacer el amor en las arboledas o delante de todo el mundo. Pero a bordo de mi barco sed discretos. Y usted, señorita Christian, podría ponerse una enagua. Sería muy saludable para la moral de este barco.
Simon Whitelaw miró fijamente a su tío, atónito ante ese inmerecido ataque. Lily, con una mirada de desafío respondió:
—Como usted mande, mi capitán.
Pero Simon vio que le temblaban los labios por esa dura crítica. Sin decir una palabra más, ella giró en redondo y desapareció bajo cubierta.
—Siempre pensé que tú no te equivocabas nunca, tío — comentó el joven, con los ojos nublados por el resentimiento—. Tal vez sepas mucho de mares y de barcos. Pero de mujeres no sabes un bledo.
Antes de que Valentine pudiera intentar una explicación o una disculpa, su sobrino se había acercado a la barandilla, listo para descender al bote.
Valentine comenzaba a sentirse como un tonto. Para colmo, sorprendió fija sobre sí la mirada afligida del turco, que parecía temer por la salud mental de su capitán. Para aumentar su malhumor, Lily apareció en cubierta pocos minutos después y siguió a Simon hasta el bote, desplegando a los ojos de todos los finos volantes de sus enaguas.
—¡A los remos! — ordenó el timonel, una vez que tuvo al capitán listo.
—Señor Blackstone, no olvide sus órdenes. Vigile bien.
—Sí, señor — respondió el primer piloto, un joven agradable, que se acercaba a los treinta años.
A medida que se acercaban a la costa, a Simon Whitelaw le era cada vez más difícil quedarse quieto. En una oportunidad su tío debió contenerlo poniéndole una mano sobre el hombro para evitar que cayera al agua.
Su entusiasmo era comprensible. Lily misma sentía correr escalofríos por su cuerpo, al reconocer la curva de arena, el promontorio rocoso, la apacible ensenada donde jugara en otros tiempos.
Uno de los remeros saltó del bote con una soga en la mano, y otros dos lo imitaron para tirar de la embarcación hasta la playa.
Lily miró a su alrededor, extrañada. Aquello era muy familiar, pero lo veía diferente. Sumida en sus pensamientos, se sobresaltó al sentir que dos brazos fuertes la levantaban en vilo. Valentine la llevó alzada hasta la playa.
—No quiero que te mojes esa enagua — murmuró, antes de dejarla en tierra.
Lily se acomodó las ropas y echó a andar hacia el promontorio. Miró hacia atrás una sola vez; el capitán repartía órdenes; después de poner a un hombre de guardia junto al bote, él y el resto de la tripulación echaron a andar tras ella.
—¡Eh, Lily, espera! — pidió Simon, apretando el paso para alcanzarla.
—Qué hombre insufrible — murmuró ella, sin arriesgarse a mirar otra vez, pues una sombra se acercaba a largos pasos.
—¿Vamos primero a las tumbas? — inquirió el muchacho, tratando de absorber cuanto veía—. Me parece mentira estar realmente aquí, como lo soñé tantas veces.
Lily sonrió, tomándolo de la mano.
—¿Ves ese árbol? — dijo, señalando una copa que se alzaba sobre las demás—. Están allí abajo, Simon.
El joven no perdió de vista aquel pino alto. A medio camino, los pasos de Lily se hicieron más lentos. Por fin se detuvo, preocupada, ante la densa maleza de la selva.
Valentine también se detuvo, observándola cuidadosamente.
—Todo ha cambiado — exclamó ella horrorizada—. Apenas reconozco algunas cosas. Creo que aquí había una palmera alta. Y allí debería estar el sendero que llevaba a nuestra choza y al estanque. No se ven rastros de él. — Las hierbas se elevaban hasta su cintura, entretejidas como un muro viviente. — Me siento forastera aquí — agregó ella, algo estremecida, sintiendo que el hechizo había desaparecido.
—Es lo que yo temía. Llevas más de tres años lejos de aquí. La vegetación ha alterado todo lo que recordabas. Además, las tormentas sucesivas lo cambian todo. Hasta la forma de la bahía no es exactamente la misma.
—Pero la cueva aún estará allá — afirmó Lily, echando a andar hacia el promontorio—. Y ya veo el pino.
—¿Dijiste que la cueva era parte de un acantilado? ¿Estaba en este promontorio?
—No, estaba detrás de la ensenada, entre los barrancos que se alejan hacia el lado opuesto de la isla — respondió Lily, mientras aceptaba la mano extendida de Simon para subir el terraplén y cruzar la maleza.
—Recuerdo haber cruzado este promontorio. ¿No fue aquí donde el turco se encontró con vosotros la primera vez?
Mustafá dijo algo ininteligible en su propio idioma.
—Tristram solía montar guardia bajo ese pino. Los restos del naufragio... — comentó Lily de pronto—. No los he visto.
—Las tormentas han de haberlos arrastrado hacia el mar en mil fragmentos — aseguró Valentine, apartando una rama espinosa para abrirles paso—. El mar siempre reclama lo suyo.
En la ensenada, más protegida de los vientos y el oleaje, todo estaba más o menos igual. Simon apretó el paso hacia el pino alto.
—¡Espera, Simon! — gritó Valentine, demasiado tarde.
Temía que las tormentas hubieran socavado la tierra debajo del pino. No quería que el muchacho encontrara profanada la tumba de su padre. Pero sólo pudo sujetar a Lily, que corría tras él.
—Por favor, suéltame — exclamó ella sorprendida.
—Lily, nadie ha cuidado esas tumbas: no quiero que veas algo desagradable — explicó él, con la suavidad de antes.
Lily permaneció inmóvil un segundo. Luego asintió.
—Gracias — dijo simplemente—. Pero tarde o temprano tendré que enfrentarme a lo que sea.
El capitán sonrió.
—Olvidaba que eres hija de Geoffrey Christian. Digna hija suya. Él hubiera estado orgulloso de ti, Lily.
La muchacha levantó la vista, sorprendida.
—Gracias, Valentine — repitió, esa vez como si el nombre fuera una caricia.
Ambos continuaron la marcha hacia donde se erguía la solitaria figura de Simon.
Las prístinas cruces, milagrosamente, habían sobrevivido, ocultas a medias por verdes hierbas y plantas exuberantes. Simon tenía la cabeza inclinada y lloraba en silencio. Lily se acercó y le rodeó la cintura con un brazo. El imitó su gesto y ambos contemplaron en silencio aquellas cruces.
Valentine, con un suspiro, los dejó a solas con su dolor y se retiró con los otros a la playa.
—Nunca creí que volvería a esta isla — dijo un viejo marinero, mirando a su alrededor con cierto nerviosismo. — ¿No has visto huellas junto a los árboles?
—No. ¿Dónde?
—Por allí. Vaya a saber qué monstruo las hizo.
El capitán estudiaba los acantilados a distancia. No distinguía nada que se ajustara a la descripción hecha por Lily de la entrada a la cueva. Sintió el calor del mediodía sobre la espalda y levantó la vista. Había que encontrar la cueva y rescatar el diario antes de la puesta de sol, antes de que el tiempo empeorara, pues se estaban cerrando nubes hacia el Sur.
No oyó los pasos de Lily hasta tenerla junto a sí. Simon estaba aún al lado del pino, arrodillado junto a la tumba de su padre.
—¿Crees poder encontrar dónde está el sendero que lleva a la cueva? — preguntó él, sorprendiéndose tanto como Lily por la aspereza de su voz.
La muchacha se mordió los labios. Con la mano sobre los ojos para protegerlos del sol y para disimular su pánico, estudió aquella confusa masa de polvo y roca.
—Todo ha cambiado mucho — murmuró, azorada, pensando en la arrogancia con que se había declarado capaz de conducirlo hasta allí.
—No te apresures, Lily — aconsejó el capitán, percibiendo su vacilación.
Por fin ella confesó.
—No sé dónde está.
—Escucha, abriremos un camino por allí y caminaremos por el promontorio hacia los barrancos. Tal vez quede parte del camino. Creo que comenzarás a recordar detalles olvidados. Si no estuvieras aquí, las explicaciones que tú y Tristram me disteis no servirían de nada.
—Te he fallado. Qué tonta fui al creer que me bastaría poner el pie en la isla para entrar en esa cueva y traerte el diario.
—No, Lily, no me has fallado. Yo no esperaba que fuera tan fácil, querida — aseguró él, abriéndose paso por entre la maleza que le bloqueaba el camino.
Lily frunció el entrecejo, pero lo siguió.
—Estabas decidido a traerme, ¿verdad? — inquirió, humillada al pensar que él se había fingido derrotado—. No sabía que Tristram te había dado los datos.
Valentine le estudió el rostro, no menos tormentoso que el cielo oscurecido del Sur.
—Querida mía, te seguí el juego, pero según mis reglas. No me gusta perder — dijo, sin remordimientos.
—¡Hiciste trampa! — lo acusó ella, enrojeciendo.
—No podía arriesgarme a llegar hasta aquí y no hallar la cueva. Y me pareció que estarías más segura a bordo que en cualquier otra parte. Sir Raymond es un hombre muy vengativo y puede tener cómplices muy influyentes. Si el diario no prueba su culpabilidad, tú serás nuestro único testigo contra él.
Lily trató de contener las lágrimas. Valentine sólo se interesaba por ella en su condición de testigo importante.
—Un juego. Todo esto es sólo un juego para ti — dijo amargamente rechazando la mano que se ofrecía a ayudarla.
—Tal vez, querida — aceptó él con expresión extraña—. Pero se trata de un juego de vida o muerte. No lo olvides.
Lily apartó la vista para no enfrentarse a sus ojos. Fue entonces cuando vio el árbol grotesco y retorcido, en torno del cual se curvaba el sendero, para seguir luego por el promontorio hasta acercarse peligrosamente a un barranco escarpado. Desde allí partían dos caminos: uno hacia la cueva, el otro hacia arriba.
—Seguimos por aquí — dijo, indicando una huella pedregosa que parecía perderse en la nada.
—¿Estás segura? — preguntó Simon, que los había alcanzado—. Allí hay otro camino.
—No; ese sólo lleva a la playa del lado opuesto. Ahora sé dónde está la cueva. Tened cuidado: el sendero está muy cerca del abismo — advirtió.
—Guíanos — indicó Valentine, ya seguro de encontrar la cueva.
Lily, percibiendo su confianza, echó a andar por el estrecho camino sin vacilar. Ya cerca del punto más alto, pareció desaparecer súbitamente. Los marinos se detuvieron en seco, pensando que podían caer al mar, que sonaba demasiado cerca, si no retrocedían hasta la playa.
Pero Valentine, que la seguía a un paso, se adelantó entre dos rocas. La senda se estrechaba aún más; Por fin quedaron directamente delante del acantilado, donde sólo crecía un pino torcido. El borde estaba demasiado cerca. No había por dónde seguir.
Lily no pudo contener una sonrisa ante su expresión desalentada. Pensaba que ella se había equivocado, después de todo.
La tenía delante, bajo su mirada, pero Lily, increíblemente, dio un paso detrás del pino y desapareció en la roca sólida del acantilado.
—¡Dios mío! ¿Adónde ha ido? — exclamó Simon, que acababa de llegar y sólo encontraba a su tío.
Pero Valentine Whitelaw, con una gran sonrisa, desapareció detrás del árbol.
Sintió que lo envolvía el aire fresco. Estaba de pie en la entrada, acostumbrando los ojos a la oscuridad. Por fin distinguió un rayo de luz que penetraba por una apertura iluminando la cueva como si fuera una vela.
Parpadeó levemente. Lily estaba en el extremo opuesto observándolo. Junto a ella había un cofre de madera. Se oía el ruido del mar, que fluía hacia la caverna con la marea. A pesar de la escasa luz, Valentine distinguió el destello del agua en el fondo inclinado.
—¿Cómo diablos pudo Basil meter ese cofre aquí? — preguntó, pues no habría sido fácil tarea para dos hombres, mucho menos para uno solo.
Lily rió suavemente, despertando extraños ecos en la cueva.
—Lo desarmó y lo trajo por partes. Después volvió a armarlo. Tardamos semanas en traer el tesoro — dijo, mientras lo abría para poner al descubierto su asombroso contenido.
—Ah, Basil — murmuró el capitán.
Simon y los otros entraban detrás de él.
—¡Qué lugar increíble! — susurró el muchacho, sobrecogido por aquella bóveda rocosa.
—¡Mirad! ¡Es una fortuna! — gritó un marinero, distinguiendo el brillo inconfundible del oro y la plata.
—¡Perlas, esmeraldas! ¡Dios, esta es más grande que un huevo!
—¡Oh, mirad esta cadena de oro!
Pero Valentine Whitelaw no les prestaba atención. Acababa de hallar el diario.
Francisco Esteban Villasandro esperaba, nervioso, sin saber de dónde sacaría coraje para llevar a cabo las órdenes de su padre. Don Pedro lo había puesto al mando del grupo que operaría en tierra, pero también había enviado a uno de sus oficiales para que lo aconsejara, pues el joven aún debía demostrar su hombría según las inflexibles normas de su padre.
Al menos estaba en tierra firme y había podido mantener la comida en el estómago durante toda la noche. Allí, bajo las estrellas había logrado cierta paz, cierto valor para decir a su padre que no deseaba capitanear ninguno de sus galeones. Quería dedicarse al sacerdocio, entregar su vida a la Iglesia. No era soldado, por mucho que su padre lo deseara.
Al retornar a Madrid diría a su padre que deseaba ingresar en un seminario. Había pasado muchas horas en angustiosas cavilaciones antes de comunicar su decisión a su confesor y a su complacida madre. Iba a decírselo a don Pedro cuando este recibió un mensaje importante del Rey. Dos días después requirió la presencia de su hijo a bordo del Estrella del Alba, que se haría a la mar hacia las Indias, con una pequeña flota, para liberar a España de un odiado enemigo.
Francisco sólo sabía que su padre pensaba tender una trampa a cierto corsario inglés a quien llamaban El Tigre. Si era tan temible como el otro hereje, ese Drake, sería un honor compartir la gloria de acabar con él...
Apretó la pesada cruz de plata, consolándose con su contacto. Si lo aceptaban para el sacerdocio, llevaría la palabra de Dios a los paganos de Inglaterra. Importaba poco que esos herejes ardieran en la hoguera o se ahogaran en el mar. Todo era parte de la voluntad divina.
Desde allí podía ver el palo mayor del Estrella del Alba, anclado más allá de los arrecifes, pero no los otros galeones, listos para desplegar sus velas en cuanto se diera la orden.
Diego Calderón lo estaba observando. Francisco se obligó a aspirar profundamente para calmar su agitado corazón y se enfrentó a él con dignidad.
Calderón saludó con respeto al hijo de su capitán. El muchacho parecía poca cosa, pero se veía dispuesto a llevar a cabo las órdenes de don Pedro. Hasta había hablado con autoridad al enviar a un explorador al otro lado de la isla al amanecer. Informaría a su capitán que el joven no los desilusionaba.
El hombre se rascó la cabeza, dejándose varios mechones grises de punta. El explorador ya hubiera debido estar de regreso para informarles si la nave de El Tigre estaba o no anclada al otro lado de la isla. Él tenía que enviar noticias a don Pedro para que planeara la estrategia. Si todo se llevaba a cabo según lo acordado previamente, el grupo de desembarco se dividiría en dos en cuanto supiera que había llegado la nave de los ingleses. Luego cruzarían la isla para cortarles la retirada, pues don Pedro, por entonces, habría rodeado la isla con su flota de galeones armados, impidiendo la huida de El Tigre hacia el mar. Pero, ¿dónde estaba el explorador?
El joven Francisco Villasandro debía de estar pensando lo mismo, pues preguntó, mirando entre los árboles:
—¿A qué distancia de aquí está...?
En ese momento lo interrumpió un grito, entre los árboles.
—¡El Tigre! ¡El Tigre está aquí! ¡Lo he visto! Su nave está anclada frente a la playa — gritó el explorador, casi tropezando con sus propios pies en su prisa por dar la noticia.
Lily caminaba por la arena, esquivando el oleaje que iba subiendo por la playa al caer la tarde. Se detuvo a mirar hacia el promontorio lejano. Nadie se había dado cuenta de que ella se alejaba. La tripulación estaba ocupada cargando el bote. Varias horas antes, tras el descubrimiento de la cueva y el tesoro, Valentine había enviado a la mitad de los marineros a la embarcación que descansaba en la bahía para llevarla hasta la ensenada, donde quedaría anclada en los bajíos, a fin de que fuera más fácil alejarse con el peso del tesoro.
Lily se detuvo algunos minutos bajo el pino alto, observando los cambios de luz con el descenso del sol hacia el horizonte. Había olvidado lo calurosa que solía ser la isla. Obedeciendo a un impulso, se quitó los zapatos y las medias para mover los dedos en la arena caliente. Volvían en tropel los recuerdos de otros tiempos...
Al fin se levantó, quitándose la arena de las faldas. Se recogió la parte delantera de la falda y la enagua para sujetar el dobladillo bajo el corsé, dejando las piernas desnudas hasta el muslo para vadear los bajíos.
Simon se aproximaba desde el promontorio con varios tripulantes cargados de barriles.
—¡Lily! — Los marineros siguieron caminando por la playa y desaparecieron tras el promontorio. — Vamos en busca de agua fresca. Valentine me pidió que te preguntara si puedes guiarnos hasta el estanque. ¿Crees poder recordar dónde está?
—Creo que puedo — dijo ella, algo herida por ese recordatorio de su primitiva confusión.
Echó a andar junto a Simon, apretando el paso para alcanzar a los marineros. Era mejor no decirles que el estanque era también abrevadero de muchos animales. Y había un animal, en especial, al que ella deseaba ver.
Volvió la cabeza, buscando con la mirada la alta silueta de Valentine. La sorprendió ver que un marinero caminaba detrás de ellos sin tratar de alcanzarlos.
—No está allí — dijo Simon, adivinando sus pensamientos—. Volvió al promontorio. Ha puesto un guardia allí. El que nos sigue debe vigilar desde el pino que usaba Tristram para lo mismo.
—Valentine es muy cauto.
—Por eso está con vida todavía. Ojalá me dejara leer ese diario. Después de todo, era de mi padre — dijo el muchacho, amoscado.
—Se porta de un modo muy extraño desde que lo leyó — fue el comentario de Lily, pues Valentine tampoco le había permitido a ella ver su interior y permanecía taciturno, pensativo.
Sin poder contener la curiosidad, Lily le había preguntado si se mencionaba allí el nombre de Raymond Valchamps como involucrado en una conspiración para asesinar a la Reina. Valentine Whitelaw había levantado la vista con un relampagueo peligroso en las pupilas, asintiendo sin decir nada.
Simon echó un vistazo a sus piernas, ruborizado.
—¿No quieres ponerte los zapatos, Lily? — aconsejó, con tacto, por no decirle que estaba llamando la atención.
Tres marineros que esperaban órdenes la estaban mirando con ojos dilatados. Para su desilusión, cuando Lily llegó a la playa, cerca de ellos, las faldas habían descendido discretamente. La muchacha reconoció dos palmeras tan juntas que parecían una sola; allí estaba el sendero que llevaba a la cabaña y al estanque.
—Por allí — dijo.
Los marineros se dedicaron inmediatamente a abrir una senda a través de la espesa vegetación. Su densidad sorprendió a Lily; al parecer, la isla, como el mar, había reclamado lo que le fue por un tiempo robado.
Si los tripulantes dudaban de la muchacha, pronto olvidaron sus temores al ver la choza delante, en un claro.
—Se ve que es hija de capitán — dijo uno de ellos, aliviado.
Pero para Lily aquella escena no representaba ningún alivio.
La cabaña que los cobijó tantos años era poco menos que un hueco entre las plantas trepadoras, con los frágiles muros derruidos y el tejado de paja hundido. Una palmera caída aplastaba los restos.
—Bueno... — murmuró Simon, con voz temblorosa, sin hallar palabras con las que describir la escena.
Lily asintió, comprendiendo.
Los marineros circundaron los restos de la choza y buscaron el camino hacia el estanque. Allí nada había cambiado. El agua burbujeaba desde las entrañas de la tierra, clara y fresca. La zona inmediata mostraba una espesa vegetación, sobre todo en la alta orilla opuesta.
Lily se arrodilló para beber el agua cristalina. Una vez calmada la sed, se sentó en el borde del estanque, contemplando el cielo despejado, el alma llena de ecos y voces. Simon la observaba, con el deseo de compartir sus pensamientos, pero no era posible.
—Lily, vamos a volver a la playa con estos barriles. Ya están llenos — dijo, con pocas ganas de interrumpir sus ensoñaciones.
—Adelantaos, Simon — respondió ella, con la mirada perdida en el agua—. No tardaré mucho.
—Está bien. — Después de todo, no sería Lily quien se perdiera en la isla. — Volveré después de hablar con Valentine, si no te molesta.
—Por el contrario. Recuerdo muchas anécdotas de Basil que tal vez quieras escuchar.
—Maravilloso — aseguró el joven, con una sonrisa de placer.
Los marineros ya estaban desapareciendo entre los árboles y él no tenía ningún deseo de caminar solo por aquella espesura.
Lily siguió sentada junto al estanque, aspirando profundamente aquel aire embriagador.
De pronto tuvo una tentación. Como Simon tardaría un poco en volver, podía quitarse las ropas ajustadas, tan incómodas contra la piel. Con rápida eficiencia, se quitó el corpiño y la falda, para trenzar luego su cabellera alrededor de la cabeza.
Acababa de acercarse a la orilla, en camisa y enagua, cuando oyó un roce en la vegetación cercana. No se veía nada allí, pero sintió que unos ojos la observaban.
—¿Choco? — llamó, suavemente, agregando el silbido con que solía llamarlo cuando era un cachorro.
Permaneció inmóvil escuchando. A la distancia pero acercándose se percibía el ruido de las ramitas quebradas y las ramas al moverse.
—¿Choco? — repitió, con más confianza—. ¡Choco!
Llevaba años preguntándose qué habría sido de él, si aún vivía, si los había echado de menos, recordando sus gritos junto a la choza, por las noches, como si añorara los tiempos en que había dormido acurrucado junto a ella.
Lily frunció el entrecejo desilusionada. Sólo había silencio. Con un suspiro, volvió la espalda a la selva y se sentó junto al estanque, balanceando las piernas en el agua cálida. Lentamente fue metiéndose en el agua, moviéndola apenas, con la enagua flotando a su alrededor.
Se sentía muy apacible al nadar en aquel estanque tibio, borrando el horror que había experimentado en la oportunidad anterior, al ver el rostro de Raymond Valchamps reflejado ante ella.
De pronto levantó la vista al cielo, sorprendida al oír un rumor de truenos. Recordó haber visto nubes hacia el sur, algo más temprano, pero habitualmente las tormentas tardaban varias horas en llegar a la costa.
A su pesar, comenzó a nadar hacia la costa; otros truenos, más cercanos aún, le hicieron comprender que no podía demorarse. De pronto quedó petrificada, con el agua golpeándole los muslos. El instinto le impidió moverse. Sus ojos se clavaron en los del gran felino, que la miraban desde las sombras, amenazadoramente intensificadas mientras ella nadaba.
"Choco", pensó, con el corazón palpitante. Ya no era su pequeño tigre salvaje. En esos tres años había madurado hasta convertirse en un jaguar de gran tamaño, pesado y musculoso, cuyas fibras revelaban una potencia desatada.
Lily siguió de pie en el agua, hipnotizada por aquellos ojos ambarinos, reducidos a ranuras. Hubiera podido acariciar ese hocico aterciopelado con sólo estirar la mano. El animal estaba agazapado, listo para lanzar el peso hacia adelante. Descubrió los largos colmillos agitando la cola con creciente irritación. Lily comprendió que estaba indeciso.
Permaneció así, enfrentada a la muerte. Sabía que era inútil nadar hacia lo más profundo, pues Choco sabía nadar.
Ante un nuevo rumor de truenos, Choco lanzó su grito áspero. Por suerte, la brisa le llevó el olor de la muchacha. Lily lo vio olfatear y se sintió agradecida por no haberse bañado con jabón y perfumes que pudieran disimular su propia esencia. Era de esperar que el jaguar la recordara. El hecho de que aún estaba viva parecía probar que sí.
Tan atentos estaban los dos, tan potentes eran los truenos, que ni Lily ni Choco notaron la llegada de los soldados españoles.
El grupo se acercaba al estanque, a paso lento y silencioso, cuando vieron a una muchacha hermosa, semidesnuda, de pie en el agua. Parecía temerosa de moverse. Era preciso capturarla para impedirle que advirtiera al inglés de la inminencia del ataque, pues seguramente los había visto pasar. De no ser por el susto habría gritado pidiendo ayuda.
Otro bramido ensordecedor quebró el silencio. La violencia fue tan súbita que Lily jamás recordaría con exactitud la secuencia de los hechos.
Cuando notó, por fin, la presencia de los soldados, era ya demasiado tarde para hacer nada, ni siquiera para gritar una advertencia, aunque no hubiera podido decir si en beneficio del jaguar o de los soldados. No tenía importancia: Choco percibió la proximidad del enemigo al mismo tiempo que la muchacha.
Los españoles, en cambio, no supieron qué era lo que brincaba desde las hierbas. Parecía algo proveniente del infierno. Un grito paralizante puso un escalofrío en la espalda de cada hombre: los colmillos y las garras que centellearon al pasar los dejaron rezando por su salvación.
Diego Calderón, que permanecía entre los árboles, con Francisco Villasandro, gritó a sus hombres:
—¿No veis que es sólo un tigre?
De todos modos, la confusión había dado a Lily el tiempo necesario para salir del estanque y correr hacia la playa con intenciones de prevenir a Valentine.
Ni siquiera había llegado a los restos de la choza sepultados bajo las enredaderas cuando algo la sujetó con fuerza, levantándola casi en vilo.
Lily Francisca Christian miró frente a frente a Francisco Esteban Villasandro, sin saber que era su primo. Sólo vio la cara de un desconocido joven y apuesto, de ojos pardos casi broncíneos, que se parecían extrañamente a los de Tristram. Tenía pelo negro y vestía como caballero, sin el uniforme ni el casco de los otros.
Francisco miró los ojos asustados de la mujer. Su belleza era abrumadora, pero lo sorprendió el color de su cabellera. Ese rojo oscuro era idéntico al de su hermana menor, la pequeña Magdalena, así llamada en honor de la querida hermana de su madre, perdida en el mar.
Francisco Villasandro parpadeó. Esa mujer le resultaba extrañamente familiar. Sus líneas puras la asemejaban a una virgen.
Lily se debatió para liberarse; sin embargo, no le temía como a los soldados.
Desde el otro lado de la choza se oyeron explosiones de pólvora. De pronto, Lily y Francisco se encontraron con el jaguar oscuro que volaba por los aires. Había saltado desde la palmera caída sobre las ruinas.
Francisco miró horrorizado a aquella bestia infernal. Pero no perdió el coraje, como en otros tiempos habría temido. Antes de que Lily pudiera reaccionar, la arrojó a un lado y se interpuso, protegiéndola de las garras y los terribles colmillos del jaguar, que aterrizó contra su pecho.
El gran felino estaba enfurecido por los soldados que lo perseguían y el acre olor de la pólvora. El bramar de los truenos, a lo lejos, era ensordecedor. Choco lanzó un rugido de cólera. Sus ojos dorados ardían de odio.
Francisco Villasandro sintió un dolor quemante al desgarrar las uñas la carne de su hombro hasta llegar al hueso. Percibió el aliento caliente del gato contra el cuello, pero su grito de agonía duró poco, pues las fauces del animal se cerraron sobre su yugular, seccionándola. Francisco, único hijo varón de don Pedro Enrique Villasandro, no sufrió más.
Lily se arrodilló junto al muerto, pasmada ante la sangre que manaba de su cuello y su hombro. Al levantar la vista vio sólo un destello oscuro que desaparecía entre los árboles. Sólo quedaron las sombras.
—¡Madre de Dios! — murmuró Diego Calderón, horrorizado, al ver al hijo de su capitán muerto en un charco de sangre.
Simon Whitelaw se miró el brazo, sorprendido, y tocó la sangre roja que brotaba de la herida. De no ser por una incómoda punzada, ni siquiera se habría dado cuenta de que acababa de recibir un disparo.
La había sentido un momento después de que el vigía apostado en el promontorio gritara su advertencia: una vela extraña asomaba en el horizonte. De inmediato les llegó el ruido inconfundible de los cañones, que los menos entendidos podían tomar por truenos.
Para Valentine Whitelaw, que vigilaba la carga del tesoro en el bote, aquello significaba que estaban disparando contra el Madrigal. Hubo una pausa. Sonrió levemente al oír que su barco respondía al fuego. Pero al oírse el primer disparo miró a su alrededor, más fastidiado que sorprendido, como si esperara a medias tal advertencia.
Mientras algunos tripulantes del Madrigal contestaban el fuego de los soldados que acababan de aparecer por el promontorio, manteniendo a raya a los atacantes, Valentine ordenó que sus hombres subieran al bote. Luego hizo señas al turco, que ya corría hacia él. Aunque sorprendido por las órdenes del capitán, Mustafá recogió el diario y el otro libro, encuadernado en cuero, que Valentine le entregaba. Después de guardarlos dentro de su caftán, escuchó con atención las rápidas palabras de Whitelaw. Por fin asintió con una inclinación de cabeza, pero fue con un gesto desaprobatorio que subió al bote para sentarse en la proa.
Sólo entonces notó Valentine que su sobrino estaba herido.
—¡Simon! — dijo sorprendido—. ¡Por Dios, muchacho, te alcanzaron!
Antes de que Simon pudiera protestar, lo levantó en vilo para ponerlo en el bote. Un par de marineros alargaron las manos para recibirlo.
—¡Encárgate de que lo atiendan cuando lleguen a bordo, Mustafá! Te lo encargo. ¡Y ahora remad malditos! ¡Que no os alcancen! — gritó, mientras empujaba el bote con todas sus fuerzas.
—¡Lily! — gritó Simon, tratando de girar en su asiento—. ¡Está en el estanque, Valentine! ¡La dejé sola! ¡Está en peligro! — Otro rugido ensordecedor le arrancó una mueca instintiva. — ¡No podemos dejarlos a los dos allí! ¡Deteneos, no los dejemos!
El muchacho, frenético, habría saltado al oleaje de no retenerlo los fuertes brazos del turco.
—¡Yo la buscaré, Simon! — aseguró Valentine, que ya corría por la costa.
Como sus hombres iban en el barco, no quedaba nadie que rechazara el fuego de los soldados que descendían del promontorio. Simon Whitelaw contempló la escena, indefenso, desde el bote que volaba hacia el Madrigal como llevado por una fuerza sobrehumana.
Valentine Whitelaw había llegado casi al promontorio que separaba la ensenada de la bahía. Un pequeño grupo de españoles descendía por la cuesta. Y entre ellos caminaba una muchacha, vestida sólo con su enagua y su camisa. Era Lily Christian.
A pesar de la espada que le punzaba la espalda, Valentine Whitelaw ayudó a Lily para que subiera al bote enviado por el Estrella del Alba. Reconocía bien al galeón. Los otros barcos que lo acompañaban habían partido en persecución del Madrigal. Tomó las manos frías de la muchacha; los españoles no los habían atado, sabiendo que los cautivos no tenían dónde ir.
—Lily Francisca, yo no quería que esto terminara así — dijo, sin saber que repetía las lamentaciones de otro enamorado, pronunciadas cuando Geoffrey Christian envió a su esposa y a su hija a tierra diez años antes.
—Te matarán, Valentine — dijo ella, con voz ronca.
—Lo sé. Pero para eso deben llevarme a España.
Su leve sonrisa hizo que uno de sus secuestradores se persignara, preocupado. Se decía que ese hombre tenía poderes mágicos. ¿Cómo, si no, había podido provocar tanta destrucción en el territorio?
—Están hablando de tu muerte, Valentine — advirtió ella, con dificultad—. Ni tú ni yo podemos esperar misericordia alguna. Este era el hijo del capitán — agregó, contemplando el cadáver envuelto en una lona que yacía en el fondo del bote—. Nos culpan de su muerte. Y lo mismo hará su capitán.
Ante eso la expresión de Whitelaw se tornó preocupada. ¿El hijo de don Pedro? Miró a Lily y comprendió que no había reconocido a ese muchacho como su primo. No sabía cómo había muerto ni por qué culpaban a Lily, pero no dudaba de que ambos pagarían por eso si llegaban a España. Pero tal vez jamás llegaran a destino pensó, contemplando el galeón de don Pedro. No temía morir; era algo a lo que se había enfrentado en cada combate. Pero Lily... Lily. Y temía que don Pedro tuviera buenos motivos para ordenar que la mataran. Ojo por ojo, diente por diente.
El bote había dejado atrás las rompientes y se acercaba a la ensenada. También al Estrella del Alba, anclado tras los arrecifes.
—¿Por qué se fue el Madrigal sin nosotros? — preguntó Lily, levantando la voz en su enojo.
Aquello atrajo la atención de un marinero, cuyos ojos se demoraron en la cabellera roja y los suaves pechos, impúdicamente descubiertos por la camisa fina. Valentine Whitelaw hubiera querido atravesarlo con su espada por mirarla como si fuera una prostituta. En realidad, si hubiera entendido de lo que hablaban habría sabido que se estaban refiriendo a ella como "la ramera pelirroja de El Tigre". Hasta imaginaban lo que sería de ella antes de llegar a España, donde seguramente la matarían como corresponde a las brujas.
—El Madrigal estaba en inferioridad de condiciones, Lily. Lo habrían hundido. Yo había dejado órdenes de que huyeran.
Valentine se maldecía interiormente por no haber sido más cauto. Aunque esperaba que se filtrara la noticia del viaje del Madrigal, no tenía idea de la verdadera identidad del traidor, ni de que todos sus movimientos habían sido informados por el enemigo desconocido.
Lily Christian miraba fijamente a Valentine. Lo amaba. Si él iba a morir, y del modo que esos hombres estaban describiendo, también ella recibiría con gusto la muerte, por dolorosa que fuera.
Al abrir los ojos vio que una marsopa jugaba en las aguas verdes azuladas. La contempló sin pensar algunos minutos; una tortuga grande pasó chapoteando y se sumergió en las aguas profundas buscando seguridad. De pronto el corazón de Lily echó a galopar, tan alterado por una idea que tuvo miedo de alertar a los soldados.
—¿Valentine?
Él le apretó la mano con más fuerza, pensando que la asustaba la proximidad del galeón.
—¿Confías en mí?
—¡Silencio! — gritó uno de los guardias.
Lily bajó la cabeza, sumisa, apretando los dedos a los de Valentine para advertirle que no hablara. No podía permitir que lo hirieran en ese momento.
—¿Confías en mí?
—Por supuesto — respondió él extrañado.
—Entonces salta del bote cuando yo lo haga. Debes seguirme, Valentine. Te guie hacia la cueva una vez y volveré a hacerlo. Te dije algo sobre ella, ¿recuerdas?
Valentine contempló aquella cabeza inclinada. Al menos, era preferible morir ahogado que en la hoguera. Y estarían juntos.
—Sí, confío en ti, Lily Francisca.
Al decirlo recordó su comentario sobre la cueva y rió suavemente, para inquietud de sus captores.
Lily mantenía la cabeza gacha, pero miraba al promontorio por el rabillo del ojo.
—Respira hondo. ¡Ya!
Y se puso de pie en el bote para saltar al agua.
Valentine la imitó, pero logró desequilibrar el bote antes de seguirla.
Los disparos los siguieron a las profundidades, pero balas y espadas flotaron sin hacerles daño. Los guardias, sorprendidos, los buscaban frenéticamente en el mar, esperando que emergieran, tratando de lograr puntería a pesar de los balanceos, listos para atravesarlos con las bayonetas en cuanto subieran a tomar aire.
Pero no emergieron. El bote permaneció en la misma posición durante casi media hora sin ver señales de los dos prisioneros. Remaron hasta la costa, revisaron la playa y ambos promontorios. No había rastros de ellos.
Ninguno se animaba a informar al capitán, don Pedro Villasandro, que los dos prisioneros se habían ahogado al intentar la huida. Y eso era lo más fácil, pues además debían comunicarle la muerte de su hijo.
Valentine Whitelaw siguió a Lily, que nadaba a gran profundidad. De pronto tuvo la fantástica idea de que ella era, en verdad, una sirena enviada para llevarlo a su muerte en un sepulcro de agua. Sentía los pulmones a punto de estallar, pero ella seguía nadando adelante, como si hubiera nacido en el mar, con la cabellera flotando a su alrededor de la misma forma que las algas flotan en el mar.
Él se quitó los zapatos, tratando de alcanzarla. Lily mantuvo la misma distancia, obligándolo a seguirla hasta donde sólo los peces, las tortugas y ella se atrevían a vagar.
Sintió un rugido grave en sus oídos y una quemazón en el pecho. Incrédulo, la vio desaparecer en un arrecife de coral. ¿Acaso tenía agallas?
Sin embargo, una vez dentro la encontró a su lado. Ella lo tomó de la mano. Valentine creyó que iba a desmayarse por falta de oxígeno, aunque el mar parecía súbitamente más claro. Ella ascendió, arrastrándolo consigo.
Un aire glorioso le llenó los pulmones. Por encima se veía el cielo azul y algunas nubes, rosadas por el crepúsculo. Volvió a aspirar profundamente.
Los ojos verdes lo miraron un segundo triunfantes; de inmediato, ella volvió a sumergirse, sin soltarle la mano. Esa vez lo condujo por un estrecho y oscuro corredor abierto en el arrecife de coral. Era de esperar que no condujera nuevamente al mar.
Ya desesperado por poder salir a tierra, sus pies tocaron la arena. Emergió junto a Lily, en una caverna formada de roca: la misma cueva en que había estado algo antes.
Resbalando más de una vez, salió del agua, tambaleante, con el brazo ceñido a los hombros esbeltos de Lily. Sólo al sentir que ella se tambaleaba bajo su peso notó que se estaba apoyando torpemente en la muchacha. Ambos cayeron al suelo arenoso de la cueva, pero fuera del alcance de la marea ascendente.
Así tendidos, respiraron agitadamente. Por fin la carcajada de Valentine llenó la caverna, sobresaltando a Lily. Era una risa jubilosa, llena de victoria.
Súbitamente se puso de lado y la besó con intensidad, robándole el aliento que acababa de recuperar.
—Gracias por salvarme la vida, mi gran amor — murmuró.
Luego se puso de pie y se acercó a la entrada de la cueva. Lily forcejeó para darse la vuelta y lo vio desaparecer por allí. Mientras hacía lo posible por calmar su pulso agitado, se descubrió sonriendo. Estaban vivos y él la había llamado "mi gran amor".
De pronto comenzó a temblar. Tenía mucho frío, más por efecto de las experiencias traumáticas que por la temperatura de la caverna. Entre el castañeteo de sus dientes, se sentó y apretó los brazos al cuerpo.
—Nos buscan en la ensenada. El Estrella del Alba sigue anclado más allá de los arrecifes. Al menos, aquí estamos a salvo — dijo Valentine, al entrar, sin recordar que ella podía reconocer el nombre del barco. Al verla acurrucada, murmuró, preocupado:
—¿Lily? Estás temblando.
Se arrodilló junto a ella y la tomó en sus brazos, para llevarla hasta un pálido rayo de sol, que se filtraba por la abertura. Le masajeó los brazos y las piernas para devolverle la circulación hasta que dejó de estremecerse. Pero al verle el rostro lo notó mojado de lágrimas.
—¡Ah, mi amor! — susurró, besándola en los ojos.
Lily, avergonzada, trató de desviar la cara, pero él la obligó a mirarlo. Sus ojos verdes estaban atormentados.
—¿Qué pasó en la isla, Lily? Esos soldados no te tocaron, ¿verdad? — preguntó, súbitamente horrorizado al recordar su desaliño.
—Ese joven español, el que murió, Valentine. Me salvó la vida.
Y dejó atónito a Valentine con su relato. Por fin se echó a llorar francamente, con el cuerpo sacudido por los sollozos. Él la acarició con manos suaves.
—Ese pobre hombre no me conocía, Valentine, pero dio su vida por mí. Era mi enemigo. ¿Por qué se sacrificó así?
El capitán la mantuvo abrazada hasta que la vio dormir; intranquila. El rayo de luz se fue borrando hasta que la cueva quedó en total oscuridad.
Con la barbilla apoyada en la cabeza de Lily, estrechándola contra su corazón, Valentine pensaba. Don Pedro Villasandro, que había traicionado a tantos, hasta a la hermana de su esposa, debía pagar un precio muy alto por sus pecados. Con diez años de retraso, la suerte le quitaba a su único hijo varón, en la misma isla en que dejara morir a Basil, a Magdalena y a una niña inocente. Para completar la amarga ironía, su hijo había sucumbido por salvar a la muchacha que él, años antes, condenara a muerte.
—Lily — murmuró, suave, acariciante.
Se acomodó contra el muro húmedo de la cueva y cerró los ojos.
—Ahora eres mía — susurró, antes de quedarse dormido.
Lily despertó sobresaltada. El ruido del mar contra la arena le había recordado, bruscamente, dónde estaba y por qué. Se estremeció, pero la tranquila respiración del hombre tendido a su lado la hizo relajarse. Su calor la había abrigado mientras dormían. La tenía sujeta por la cintura, con una rodilla entre las suyas, en una extraña intimidad compartida.
Ella se incorporó sobre un codo para mirarlo en detalle. Era hermoso. Tuvo que contener las ganas de tocarle la barba.
—Te amo, Valentine — susurró—. Habría muerto si te hubiera ocurrido algo malo.
Amanecía. Por fin no pudo resistir y le tocó la barba con la punta de un dedo.
Fue una sorpresa recibir un mordisco. Los ojos de turquesa la miraban con una audacia que ella no comprendió hasta verse inmovilizada bajo su cuerpo. Algo duro se apretó contra su cuerpo.
—Y yo te amo a ti — dijo al reparar en su sorpresa—. Cuando compartamos el lecho descubrirás que tengo el sueño ligero.
Lily, azorada, no supo qué decir. Él iba demasiado deprisa.
—Bésame, Lily. Como lo hiciste en la feria... ¿No? — murmuró él tocándole los labios con la lengua al notar que no había respuesta.
Lily sintió la garganta seca y abrió la boca para hablar, pero se encontró con sus labios. Recordó entonces el placer de aquella oportunidad y respondió al beso. Las manos de Valentine se movieron sobre su cuerpo, sorprendiéndola íntimamente. El debió percibir su confusión, pues interrumpió las caricias, aunque no el beso. Por fin murmuró:
—Lily, tú y yo nos pertenecemos mutuamente. Eres mi amor, mi único amor. Ahora que te he encontrado no volveré a perderte. Ya somos amigos, ¿verdad, mi amor? Ahora quiero ser tu amante.
Su voz era suave, grave, seductora. Los ojos de turquesa brillaban bajo los párpados entrecerrados. Valentine contempló el rostro pálido y los ojos verdes; adivinó el amor en ellos y el descubrimiento lo llenó de entusiasmo.
Lily estiró los brazos para echárselos al cuello y atraerlo hacia ella, murmurando:
—La isla no ha perdido su encantamiento.
Y se perdió en el abrazo de Valentine, fundiéndose con él, absorbiendo su fuerza y su calor. Algo le decía que sus padres y Basil hubieran aprobado, complacidos, la elección que estaba haciendo.
Las manos de Valentine se movieron con prontitud, sorprendiéndola por la destreza con que la desvestían, acariciándole la piel, aprendiendo su cuerpo con una intimidad de la que aun ella había sido ignorante hasta entonces.
Llegaron a la culminación al mismo tiempo. Los ojos verdes revelaron tanto placer sorprendido que él percibió el amor en su medida absoluta: la había complacido al tiempo que recibía el don definitivo de su cuerpo.
Al despertar, Lily encontró la cueva desierta. Se incorporó nerviosa, y sintió el aire frío contra la piel. Sólo entonces notó que estaba desnuda; la camisa con que Valentine la había cubierto estaba en el suelo. Estremecida, volvió a ponerse la camisa y la enagua. Al pensar en el amor que habían descubierto recibió con placer el leve dolor de aquella primera experiencia.
Salió cautelosamente de la cueva, parpadeando al recibir el fulgor del sol, y se irguió en el camino, mirando hacia el mar.
El galeón español había desaparecido. De pronto vio la silueta alta y esbelta de Valentine, que caminaba por la playa, deteniéndose de vez en cuando para mirar el mar. El corazón de la muchacha se detuvo por un momento, recordando que era su amante.
—¡Lily!
Lily respondió a su saludo y corrió para reunirse con él, siguiendo sus huellas en la arena. Sólo se detuvo a cortar dos flores fragantes y vistosas.
—¡El galeón se ha ido, Valentine!
—Lo sé. Lo esperaba. No tenían motivos para quedarse, si creían que nos habíamos ahogado en la ensenada.
—Si... si alguna vez volvemos a Inglaterra... — comenzó Lily, girando y coqueteando con las olas.
De pronto, al tropezar con su mirada ardiente, se sintió tímida.
—Querrás decir cuando volvamos a Inglaterra — corrigió él, abrazándola. Olía a mar su piel, y su cabellera tenía la fragancia de dos capullos entretejidos a los largos mechones. Le besó un hombro—. Hay una ensenada muy tranquila tras los acantilados, en Ravindzara, con una playa arenosa y aguas tan claras y cálidas como estas. Allí iremos con frecuencia, Lily Francisca. Al atardecer, cuando el cielo esté en llamas, nos tenderemos en una alfombra de seda para hacer el amor durante la noche. Nadie nos molestará, pues sabrán que el amo de Ravindzara y su bella esposa están allí, ausentes del mundo.
—Valentine, por favor, escúchame...
—No quiero escuchar — dijo él, acallando su protesta con un beso.
A pesar de sus intenciones, Lily no pudo evitar el responder salvajemente a sus caricias.
—Aquí no, Valentine.
—Aquí, sí. No hay nadie que nos vea.
—Tengo que decirte algo. No está bien que hagamos esto. Lo que pasó anoche... — Se sentía incómoda. — No tienes por qué casarte conmigo. Yo sé comprender. No soy el tipo de mujer que los hombres quieren por esposa. Tendrías que casarte con alguien como... como Honoria, que tiene todas las condiciones para ser buena esposa. Yo no soy adecuada. Mi vida ha sido muy extraña. Y no siempre actúo como corresponde a una persona civilizada, a pesar de lo que Basil trató de enseñarme.
—Con cualquier otra me aburriría, amor mío, mi único amor — murmuró él, riendo con suavidad—. Serás mi esposa. Acéptalo, querida. Nadie me quitará lo que es mío... Lily Francisca Christian.
—Pareces muy seguro de que volveremos a Inglaterra — logró decir ella, débilmente, cuando sus labios la dejaron respirar—. Ojalá tuviera la misma fe, Valentine, pero el Madrigal se ha ido y hasta es posible que... que...
Lily se interrumpió. No quería siquiera pensar en esa posibilidad, sobre todo sabiendo que Simon estaba a bordo.
—¿Fe? Sí, tengo fe en mis hombres — respondió él, con una sonrisa.
Su mirada recorrió el horizonte, casi con impaciencia, hasta que sintió la caricia audaz de Lily y comprendió que aún podían disfrutar de ese paraíso un rato más.
Sólo a primera hora del día siguiente pareció justificarse esa fe. Más allá de los arrecifes, enarbolada la cruz roja de San Jorge, estaba el Madrigal, saludando con un disparo de cañón a su capitán, que esperaba en la costa.