23
Tres jinetes recorrían lentamente la calle principal de Stratford: Valentine Whitelaw, seguido por Simon, que estiraba el cuello en busca de una silueta familiar, y el turco, cerrando la marcha. Ante la escuela detuvieron a un niño que llegaba tarde, pero nunca había oído nombrar a Maire Lester.
En cambio, una mujer que cruzaba la calle con un cesto de pan reconoció ese nombre y les dio datos en abundancia. Su locuacidad se cortó bruscamente cuando le preguntaron si algún forastero se había hospedado con Maire Lester en la granja de su hermana.
Mientras continuaban hacia el Sur, en la dirección indicada, Simon comentó, ceñudo:
—No sabía nada de ellos, ¿eh?
—Eso no quiere decir que no estén allí, Simon.
Pero también a Valentine le parecía difícil que esa mujer ignorara la existencia de los niños, estando tan informada sobre los asuntos ajenos.
—Quizá Maire los esté ocultando por si las autoridades los buscan — especuló el joven, azuzando a su cabalgadura para no retrasarse.
Por fin tuvieron la granja a la vista.
—Creo que va a llover, tío — murmuró Simon, innecesariamente, pues Valentine estaba observando las nubes desde hacía media hora.
Una estrecha senda los llevó hasta el patio de la granja. Parecía desierta, pero Simon pronto descubrió que no lo estaba. Acababa de desmontar y se adelantaba hacia la puerta de la casa, listo para golpear hasta que acudiera alguien, cuando un cerdo pasó por ella, chillando como loco, y huyó al patio. Simon cayó hacia atrás, en posición muy poco digna. Mientras intentaba levantarse, una mujer salió también, agitando una escoba, y lo confundió con el bandido que acababa de hacer un desastre en su cocina.
—¡Por Dios! ¿Quién es usted y qué hace aquí? — preguntó la mujer, indignada. Era alta y huesuda, pero de sonrisa fácil. Al mirar con más atención al joven que recibiera el escobazo, exclamó—: Caramba, señor Simon, ¿qué hace ahí a cuatro patas?
El muchacho emitió un resoplido muy similar a los del cerdo y se irguió con toda la dignidad que permitían las circunstancias.
—Venimos en busca de Lily Christian, Tristram y Dulcie. ¿Están aquí?
La mujer lo miró atónita.
—¿Aquí? ¿Cómo van a estar aquí? — En eso vio a los otros dos visitantes. — Caramba, ¿no es usted el capitán?
—Sí. Maire Lester, ¿verdad?
—Oh, me recuerda — exclamó ella complacida. Pero de inmediato frunció el entrecejo y repitió incrédula—: ¿La señorita Lily y los pequeños, aquí?
Simon, incapaz de disimular su desencanto, golpeó con el puño el marco de la puerta, barbotando:
—¡Huyeron de Highcross!
—Conque huyeron — murmuró la mujer, pensativa—. Apostaría a que Hartwell Barclay tuvo algo que ver con eso. Siempre estaba buscando a la señorita. Disimulaba, pero a mí no me engañó. ¿Por qué cree que me echó? Siempre manoseándola. Y tampoco sé cómo fue que el señorito se cayera del tejado, ni qué estaba haciendo allá arriba. Y después la señorita me escribió que habían encontrado una ventana abierta en la alcoba de Dulcie; la pobrecita casi murió a consecuencia del frío. Supongo que el viejo Hartwell Barclay quería eliminar a los herederos para quedarse con Highcross.
Oh, sí, no pongan esa cara de sorpresa. Es capaz de asesinar. Y como todo eso falló, apuesto a que trató de meterse en la cama de la señorita para casarse con ella. Siendo la niña tan bonita y heredera de una fortuna... ¡Y lo nervioso que se ponía cuando el señor Simon iba a visitarla!
—¡Te lo dije, tío Valentine! — exclamó Simon, aunque ruborizado ante la insinuación de la niñera.
—Y ustedes pensaron que vendrían aquí, ¿eh? — adivinó Maire Lester—. Tal vez tengan razón. Quizá aparezcan pronto.
—Lo dudo — respondió Simon, desilusionado—. No se sabe nada de ellos desde la primavera.
—¿Tanto tiempo, Dios mío? ¿Y por qué no los han buscado antes? — acusó la mujer, furiosa, en la actitud de toda niñera que regaña a sus pupilos.
—Los he descuidado — dijo Valentine brevemente.
Si le había preocupado saber que los niños viajaban solos por el campo, sin más protección que la de los Odell, la noticia de que habían corrido peligro aun estando en Highcross lo llenaba de angustia y remordimientos. Siempre ausente, siempre de viaje, los había dejado a merced de Hartwell Barclay.
El turco, que lo observaba, reconoció el fulgor de sus ojos y sonrió, previendo lo que continuaría. Su mano comenzó a acariciar el puño de la cimitarra mientras que él imaginaba el destino de Hartwell Barclay.
—Pobrecitos queridos, tan desamparados, hambrientos, tal vez heridos... Oh, con la gente que viaja por los caminos, en estos tiempos cualquier cristiano decente tiene motivos para temer. ¡Y mis pobres niños solos por esos caminos de Dios!
—No estaban solos, sino con Farley y Fairfax — la tranquilizó Simon—, además de la criada.
Maire Lester quedó boquiabierta. Por fin logró exclamar:
—¡Bueno, cosa nunca vista! ¡Los Odell! ¡Esos cabeza huecas! Y esa Tillie, que no sabe usar el seso para nada.
Simon Whitelaw miró a su tío, preocupado por la charla de la mujer.
—Bueno — dijo Valentine—, si los niños no están aquí y usted no los ha visto, sólo nos queda volver a Highcross y enfrentar un poco más duramente a Barclay. Tal vez sepa más de lo que nos ha dicho.
—Iré con ustedes — decidió la mujer—. Esta granja nunca me ha gustado. Me entiendo mejor con los niños que con los animales.
—Sería mejor que se quedara — aconsejó Valentine—, al menos mientras no sepamos dónde están ellos. Tal vez vengan hacia aquí. Nosotros inspeccionaremos los caminos y las aldeas entre esta población y Highcross. Tal vez hayan tenido algún accidente.
—Muy bien, señor, pero no me quedo nada tranquila. Sólo espero que vengan aquí.
—Si los ve, dígales que los estamos buscando y que no tienen por qué preocuparse. Hartwell Barclay no ha muerto — dijo Valentine, mientras se preparaba para montar—. Además, desde ahora en adelante no tendrá responsabilidad alguna como tutor. Yo me encargaré de él.
—Se lo diré, sí. Y ustedes no dejen de hacerme saber si los encuentran — pidió ella, estudiándolo sagazmente, con la esperanza de que diera a Barclay su merecido y algo más.
—Cuando los niños vuelvan a Highcross, como corresponde, la enviaré a buscar, Maire Lester. Gracias por su información. El capitán la saludó con la cabeza.
—Ha sido un placer. Oh, creo que va a llover. Y el invierno no está lejos. Pensar que los niños están desamparados... — balbuceó la niñera, afligida—. ¿Piensan pasar la noche en Stratford y volver hacia Highcross por la mañana, por el mismo camino?
—No, no parecen haber venido por la ruta del norte. Preguntamos en todas las aldeas y en ninguna los habían visto. Tal vez pasemos por Oxfordshire y Buckinghamshire esta vez.
—Sí, es posible que hayan ido por allí. Ustedes podrían tomar el atajo que corta el camino principal entre Burford y Minster Lovell. Pero hay tanto terreno a cubrir... — agregó ella, desalentada.
—Tal vez lleve tiempo, pero los hallaremos — prometió el capitán.
Maire Lester siguió de pie junto a la casa, mientras los tres jinetes desaparecían por el camino, aunque había comenzado a caer una leve llovizna.
—¿Falta mucho, Lily? — preguntó Dulcie, estremecida, observando las sombras que se cerraban desde las laderas boscosas.
—Parece que llevamos años viajando por este valle — comentó Fairfax, que caminaba junto al carro, empujando las ruedas cuando caían en huellas demasiado profundas—. Y no estoy seguro de que tenga ganas de ver a nadie. Podrían ser ladrones. O guardianes que los buscan. Así que hoy no tendremos venado para cenar.
Tristram suspiró, pensando en una gruesa chuleta de venado sobre un asador.
—¿Hay lobos en estos bosques, Lily? — preguntó Dulcie, levantando los pies, por las dudas.
—Creo que anoche oí un aullido — dijo Tristram, imitando a un lobo, a pesar de la muda advertencia de su hermana mayor.
La pequeña lanzó un chillido de miedo y Bufón trató de esconderse tras la voluminosa silueta de Tillie.
—Ahora que lo menciona, señorito Tristram — comentó Fairfax—, creo que anoche alguien o algo anduvo merodeando por nuestro campamento.
—Algún cerdo salvaje — dijo el hermano, mientras observaba el tinte verdoso de Tillie—. ¿Te sientes mal, Tillie?
—Está descompuesta por los movimientos del carro — adivinó Tristram, con aire conocedor — Es igual que un barco.
Pero a quien observaba era a su hermana. Estaba muy silenciosa desde la muerte de Romney Lee. Por las noches la oía sollozar, cuando creía que los demás dormían, y por la mañana se levantaba con voz de resfriada.
—Si no te hubieras equivocado de camino cuando pasamos por Cirencester, ya estaríamos en Stratford, se quejó Farley.
—Y si tú no te hubieras quedado dormido habrías podido avisarme ¿no? — contratacó el hermano.
—¡Cualquier idiota sabe hacia dónde queda el Este! ¡Ibas hacia el Este, Fairfax, no hacia el Norte!
—No importa — los aplacó Lily—. Sólo perdimos un par de horas. Ya vamos en dirección correcta otra vez. Y si, como dijo ese granjero, este atajo nos lleva al camino principal, acabaremos ganando tiempo.
—Pero no me gusta estar tan lejos del camino, señorita Lily — comentó Fairfax, preocupado—. Si nos pasara algún accidente en este camino desolado, nadie se enteraría.
—Uno de nosotros podría caminar hasta la aldea más próxima — sugirió Farley—. ¿Qué te tiene preocupado?
El hermano echó una mirada intranquila a Lily, que cabalgaba algo más adelante.
—No me gusta la forma en que los rufianes miran a la señorita en el camino — dijo, encogiéndose de hombros—. Es demasiado bonita, Farley, y en nuestra compañía nadie pensará que es una dama respetable.
—Sí, tienes razón. ¿Dices que oíste algo en la maleza, anoche?
—Alguien merodeaba por allí. Y desde hace días tengo la sensación de que alguien nos observa, igual que el señorito Tristram.
—¿Quién? Aquí nadie nos conoce, Fairfax. Son tus nervios. Es que no comes bien.
—Eso es cierto. Y supongo que, entre los dos, podemos enfrentar a cualquiera que busque problemas con nosotros.
—Parece que va a llover — observó Tillie, mirando las nubes—. Ojalá encontremos algún refugio para pasar la noche. Ya es tarde. Deberíamos parar — sugirió, más verde que nunca.
—Sólo un poco más, Tillie — dijo Farley—. Busque un árbol grande, señorito Tristram, donde podamos protegernos. Encenderemos fuego y trataremos de conseguir una liebre o una trucha gorda para la cena. Que sea un árbol bien apartado del camino, señorito Tristram, para estar bien tranquilos.
Sólo Fairfax comprendió que su hermano quería mantener al grupo invisible a cualquiera que pasara por el camino.
Valentine Whitelaw miró en derredor. Nada. Adelante se extendía el camino. Hacia atrás, también el camino. Del atajo, nada. Si habían seguido correctamente las indicaciones de Maire Lester, hubieran debido ver el viejo molino de viento tres kilómetros más atrás. Se les había pasado por alto.
—Creo que hemos dejado al atajo atrás, tío — dijo Simon—. No veo ningún molino. Ahora perderemos horas para volver a Cirencester.
—No hay otro remedio, a menos que volvamos a Stratford y pidamos instrucciones otra vez.
El sobrino señaló a un joven de dieciocho o diecinueve años, que se acercaba por el camino ensimismado.
—¿Por qué no le preguntas? — sugirió—. Parece de esta zona.
—Buenos días, caballeros — los saludó el joven—. Bella mañana, después de la tormenta.
—Buenos días tenga usted. Nos dijeron que había un atajo que llevaba al camino de Oxford. Somos forasteros. Nos indicaron que buscáramos un viejo molino de viento. ¿Conoce usted ese camino?
—El atajo que usted menciona, señor, está un kilómetro y medio más atrás. Es comprensible que no lo vieran, pues lo oculta un barranco lleno de hierbas y florecillas silvestres. En cuanto al molino, la hiedra lo cubre hasta tal punto que parece un cedro. — El joven sonrió—. Dicen que dejó de cantar con sus aspas por tristeza, cuando un corzo herido miró su sombra. Como voy en esa dirección, será un placer indicárselo.
—Gracias. Es usted muy amable, señor — murmuró Valentine.
—Me llamó Will. William Shakespeare.
Hechas las presentaciones, la conversación continuó mientras el joven los guiaba por la ruta, interesado en las aventuras del capitán por el Nuevo Mundo, con los ojos encendidos de sueños aún no cumplidos.
—Tal vez algún día usted pueda viajar al Nuevo Mundo y lo vea todo personalmente — dijo Valentine, sonriendo ante su interés.
—Oh, lo dudo, señor, pues voy a casarme dentro de dos meses. Difícilmente me aleje mucho de Stratford; hasta es probable que nunca llegue a Londres. Allí está el molino — anunció William Shakespeare, señalando una silueta abultada entre los árboles—. Ha sido un placer, señores. Que Dios los bendiga.
Valentine Whitelaw se despidió amistosamente de él, antes de poner a su caballo ante la cuesta cubierta de hierbas hacia el molino.
—¿No tienes hambre, Dulcie? — preguntó Lily, preocupada, tocando la frente de su hermanita.
La pequeña estornudó un par de veces, pero sonrió.
—Tengo un hambre espantosa — dijo—. ¿No íbamos a comer conejo anoche?
—Farley no encontró ninguno — explicó Lily, tratando de disimular su propio desaliento al recordar la rodaja de pan viejo y el pequeño trozo de queso que habían debido compartir como cena. Pero hoy tendremos más suerte, te lo prometo.
Brillaba el sol. Farley se había adelantado con Tristram, para ver si el camino era transitable. La lluvia fría, durante la noche, no les había levantado el ánimo al apagarles el fuego, obligándolos a refugiarse bajo la carreta.
—Bufón no tiene hambre. Se ha llenado la panza con frambuesas y nueces que recogió — comentó Dulcie, con envidia.
Fairfax, después de cargar la carreta, se había alejado para explorar, dejando a Tillie sentada en un espacio libre. De pronto se oyó un relincho. Lily levantó la vista, sorprendida; Alegre, que pastaba atado de un árbol, estaba muy quieto, mirando entre las ramas. Volvió a relinchar. Después, al hacerse el silencio, siguió pastando.
Rafael, que estaba tendido a los pies de Dulcie, se incorporó con las orejas muy erguidas. Lily notó que tenía la piel del lomo erizada y gruñía en señal de advertencia.
—Fairfax, ¿eres tú? — preguntó, acercándose al bosquecillo—. ¿Quién anda allí? ¿Fairfax?
Pero no hubo respuesta.
—¡Oh, mira! — gritó Dulcie—. Allá vienen Tristram y Farley, con Fairfax también.
El niño se adelantó corriendo.
—¿A que no adivinas, Lily?
—Habéis visto el camino — arriesgó Lily, más animada.
—Bueno, no, pero encontramos una granja. Hay pollos y vacas. — Se me ocurrió que yo podría ir a ofrecerles esas cintas y esas bolsitas aromáticas que hizo usted para vender, señorita Lily.
Podríamos cambiarlas por comida. No creo que esa señora pueda ir con mucha frecuencia a la aldea más cercana — propuso Farley —.
Puedo llevar un par de cuchillos, también.
—¿Me dejas que te acompañe? — gritó Tristram—. Puedo hacer malabares para entretener a los niños mientras tú hablas con los padres.
—También se me ocurrió, señorita, que podríamos llevar esa marioneta del brujo, la que se salvó del incendio, para divertirlos. Así se hacen mejores negocios.
—La tengo en mi baúl — dijo Lily—. Iré a buscarla. ¿Y tú, Fairfax, quieres ir? — agregó, viendo al joven demasiado silencioso.
—Prefiero quedarme, señorita Lily, Mientras Farley va a la granja, yo trataré de pescar una trucha en el arroyo. La tendremos lista para cuando ellos vuelvan con el resto del desayuno.
Lily subió a la carreta para abrir el gran baúl. Hasta ella ascendió una aromática fragancia de rosas y espliego. Sus pensamientos volvieron a Romney Lee, a quien le gustaba contemplar su contenido cuando ella lo abría.
Su expresión complacida cambió al ver la marioneta. Era una criatura horrible; la perturbaba ese rostro de madera, los ojos desiguales.
—Veo que encontró al muy maldito — comentó Farley, sonriendo—. Yo me encargo de él. Espero que nos consiga un par de tartas.
Y se metió la marioneta bajo el brazo, junto con las cintas y las bolsitas.
—Ojalá traigas unas cuantas tartas, Farley — suspiró Tillie—. No sé qué voy a hacer si no como algo pronto.
—No te preocupes. Habrá tartas. ¡Vamos, Tristram!
Lily lo vio desaparecer entre los árboles y sonrió. Tillie seguía remendando los pantalones de Fairfax. De pronto su estómago hizo tanto ruido que Rafael huyó, asustado, para esconderse debajo de la carreta. Fairfax no pudo contener la risa.
—¿Por qué no buscas algunas frambuesas, Dulcie, para calmar el hambre mientras esperamos? — sugirió Lily—. Aquí tienes un cesto.
—¿No me acompañas? — invitó la pequeña.
—Ayer vi un estanque profundo. Aprovecharé para bañarme mientras tú juntas las frambuesas.
Bufón saltó a lomos de Rafael, decidido a no quedar atrás. Lily dejó que Dulcie corriera por el prado con los animales y entró en el bosquecillo.
Todo estaba tranquilo allí; hasta el arroyo parecía acallarse al verterse en el estanque. La joven buscó un sitio donde la ribera se inclinaba suavemente dentro del agua y se desvistió, quedando en camisa. Un momento después estaba enjabonándose, con el agua hasta los muslos.
Mientras se cepillaba la cabellera, se encontró mirando fijamente el agua, hipnotizada por los suaves círculos que parecían extenderse desde el centro. De pronto ahogó una exclamación. Detrás de ella se erguía una figura envuelta en un manto. Lentamente, imposibilitada para moverse, vio que un brazo descendía contra ella, armado de un grueso garrote. Lanzó un grito. De inmediato sintió un dolor paralizante en la sien, un segundo antes de que el estanque la tragara. El rostro de sir Raymond Valchamps se desvaneció ante sus ojos, remplazado por la mueca sonriente de la marioneta.
La marioneta brincaba, arrancando chillidos de alegría a los dos niños que disfrutaban del espectáculo. El menor, un bebé de brazos, lloraba, asustado por el muñeco.
Farley Odell frunció el entrecejo. La negociación sería difícil pues el granjero no parecía impresionado.
A una señal de Farley, Tristram comenzó a actuar con cajas de colores. Su agilidad arrancó al granjero un gesto de aprobación, mientras los niños suplicaban que les enseñara a hacerlo. Mientras tanto, Farley sacó las cintas de colores y las hizo ondular, tentadoras, ante los ojos de la mujer.
—Mira, Henry, ¿no son preciosas?
—Ya te compré una para Navidad.
Lentamente, Farley sacó varias bolsitas perfumadas. Cada una tenía un hermoso bordado, encajes en los bordes y cintas diminutas. Las movió de modo que el perfume llegara a la nariz del granjero.
—Imaginen estos saquitos perfumando sus ropas, las sábanas del lecho... Ah, cualquiera desearía estar allí toda la noche, con su mujer, mientras fuera llueve y sopla el viento.
—¿Henry?
El granjero, pensando en el próximo invierno, preguntó:
—¿Qué quiere por un par de ellas? Dinero no tengo, pero tal vez unos huevos y un poco de queso...
—¡Tengo el horno lleno de tartas!
Farley Odell fingió vacilar, pero guiñó un ojo a Tristram. El niño hizo otro tanto, sin dejar de jugar con las cajas de colores, arrojándolas cada vez más alto, para encanto de los dos niños. Estaba muy complacido con su desempeño. Fue, por lo tanto, una verdadera sorpresa que una de las cajas desapareciera súbitamente.
Tristram giró en redondo y quedó boquiabierto. Ante sí tenía a un hombre alto, que lo miraba con la caja en la mano.
—¡Capitán! ¡Viniste! ¡Yo sabía que no nos habías olvidado!
Y el niño, olvidado de su público, se arrojó en los brazos de Valentine Whitelaw.
—¿Cómo iba a olvidaros, muchacho? — dijo el capitán, extrañamente conmovido por esa bienvenida—. ¿Dónde están Lily y Dulcie? ¿Se encuentran bien? — preguntó.
Aún no podía creer en su suerte. Al acercarse a la granja para pedir indicaciones, había visto a Tristram haciendo malabares, despreocupadamente, como si no tuviera el menor problema.
Farley Odell no mostraba el mismo entusiasmo. Lo miraban como esperando explicaciones.
—Lily y Dulcie están en el campamento. Fairfax está con ellas. Va a pescar truchas para la comida. ¡Mustafá, Simon! ¿Ustedes también vinieron a buscarnos?
Simon aspiró profundamente; le parecía imposible haberlos encontrado.
—Os hemos estado buscando por todo el país, Tristram. — Todo va a salir bien. Ahora estoy seguro. ¡La sorpresa que se llevará Lily, capitán!
—¿Por qué no se la damos ahora mismo? — propuso Valentine—. Puedes montar conmigo.
Y puso a Tristram a la grupa de su caballo. Enseguida miró a Farley Odell, que seguía muy callado.
—Tenemos mucho que hablar, Odell — dijo.
—Quiero esas bolsitas — dijo el granjero, empecinado—. Podría darles una gallina y los huevos que haya puesto por dos de ellas.
Farley tragó saliva y reunió coraje.
—Sí, capitán, le debo algunas explicaciones. Pero antes tengo que encargarme de este negocio, porque todos tenemos hambre. El niño puede informarle de casi todo. Yo iré enseguida, capitán.
—Dejaré a Mustafá contigo; puedes ir en su grupa hasta el campamento — sugirió Valentine, para horror del joven.
—Oh, iré caminando.
—Nada de eso. No quiero que te pierdas.
Y el capitán volvió la espalda al agitado Farley, que pensaba en el desconcierto del pobre Fairfax al ver entrar a aquel hombre en el campamento.
Fairfax creyó, en un principio, que se trataba de campanas, debido a lo potente y repetido de los sonidos. Gradualmente comprendió que eran gritos provenientes del campamento.
Dejó caer la caña de pescar y corrió por entre los árboles, aplastando la maleza como un toro enloquecido. Cuando llegó a la carreta la encontró vacía. El caballo seguía pastando en la pradera, pero Tillie había desaparecido, junto con Dulcie, a quien quince minutos antes había visto recoger frambuesas a poca distancia de donde él pescaba. Tampoco la señorita Lily estaba allí.
Prestó atención un momento, pues los gritos habían cesado. Luego volvió a correr por el borde de la pradera, al oír los alaridos de Tillie, que pedía auxilio. En eso la vio salir del bosquecillo, trabajosamente, agitando los brazos.
—¡Oh, Fairfax, apúrate! ¡La señorita! ¡Creo que está muerta! Fairfax nunca había corrido tan velozmente. Tampoco había sentido nunca tanto miedo como cuando se detuvo bruscamente junto al estanque. Allí estaba Lily Christian, boca abajo en el agua. El pelo rojo flotaba alrededor de su cuerpo claro.
—¡Oh, no! ¡Oh, Dios mío! ¿Qué voy a hacer? — gritó, llenos de incredulidad sus ojos azules.
—¡Sálvala, Fairfax! ¡Tienes que hacer algo! — gritó Tillie, sacudiéndole el brazo.
—¡No sé nadar, Tillie!
Antes de que pudiera hacer nada, Dulcie saltó al charco. Su pequeña silueta flotó en el agua un instante. Luego desapareció. Tillie lanzó un alarido, pensando que la niñita se había ahogado, pero de pronto su cabeza morena reapareció cerca de Lily. Estaba empujando a su hermana para ponerla boca arriba.
Ante los ojos horrorizados de Fairfax y Tillie, ambas cabezas desaparecieron bajo la superficie. Fairfax miró a su alrededor y arrancó una rama larga. Antes de que la muchacha pudiera detenerlo, comenzó a caminar dentro del agua. Pero era profunda. Perdió pie y su cabeza desapareció también. Salió jadeando, en busca de aire, agitando locamente los brazos. Tillie tomó la punta de la rama, que había flotado hacia la costa, y le gritó que sujetara el otro extremo. Así pudo arrastrarlo hasta un sitio donde hiciera pie.
Rafael corría por la ribera. Sus frenéticos ladridos disimularon los pasos que se aproximaban velozmente. De pronto se oyó un chapoteo. Alguien nadaba en el estanque, seguido de un cuerpo más pequeño.
Fairfax, aún tosiendo y escupiendo, vio, asombrado, que el señorito Tristram sujetaba a su hermanita para arrastrarla hacia la orilla, nadando con la facilidad de un pez, aunque tenía un brazo en torno de los hombros de la niña. Fairfax, al tratar de ayudarlo, cayó de rodillas. De todos modos no hacía falta su auxilio: allí estaba Simon Whitelaw, metido en el agua hasta la cintura, tirando de Tristram y Dulcie. Fairfax suspiró de alivio al oír el suave llanto de la niña, mientras Simon Whitelaw la consolaba.
Valentine Whitelaw nadaba hacia la costa con Lily Christian. La cabellera roja flotaba alrededor de ella como un velo. Una vez que el capitán pudo hacer pie, salió caminando con la muchacha desmayada en los brazos.
La depositó suavemente en la hierba de la orilla, contemplando los muslos pálidos, esbeltos, los pechos redondeados que subían y bajaban desesperadamente, en tanto ella trataba de respirar. La puso boca abajo y le masajeó la espalda, haciéndole expulsar el agua de los pulmones. No pudo menos que reparar en aquella camisa empapada, adherida a todas las curvas de su cuerpo, que no dejaba nada librado a la imaginación. Aquello le sorprendió. Sus recuerdos le mostraban a Lily Christian como a una muchachita, en nada parecida a la mujer que tenía entre sus manos.
Viendo que respiraba mejor, acunó entre sus brazos el cuerpo laxo. Lentamente le apartó los mechones del rostro. Entonces con una exclamación de sorpresa, se encontró con la cara que plagaba sus sueños.
Las gruesas pestañas se apartaron por un instante. Los claros ojos verdes que lo miraron eran inconfundibles.
—¡Francisca! — susurró Valentine, incrédulo.
—¡Lily! ¡No puede haber muerto! Valentine, no puedes dejarla morir, ahora que la hemos hallado — suplicó Simon.