18
Sir Raymond Valchamps era, desde hacía algunos años, un hombre satisfecho. La Reina, agradecida, creía deberle la vida y lo había nombrado Caballero. El continuaba gozando de los favores de Isabel, a cuya generosidad debía una gran propiedad, una casa en Londres y tierras fértiles en las Midlands, más cotizadas licencias de exportación, que le daban ventaja sobre otros cortesanos.
Por fin, la casa familiar de Buckinghamshire era suya. Había heredado una fortuna de su abuela y su hermana Eliza estaba casada con el noble y adinerado Thomas Sandrick.
Y muy pronto se casaría con la mujer más hermosa de toda Inglaterra: Cordelia Howard. Había vencido a Valentine Whitelaw mientras el capitán navegaba en los mares en busca de oro español; se llevaría una desagradable sorpresa al retornar a Inglaterra.
—¿No tienes demasiado calor, querida? — inquirió, solícito, a la mujer que caminaba a su lado.
—En absoluto, amor mío — fue la respuesta de Cordelia Howard, en tanto se desviaba para esquivar un humeante montón de estiércol—. ¡Oh, Raymond, no miras dónde pisas! Acabas de arruinar tu zapato.
Sir Raymond Valchamps bajó la vista a su fina zapatilla de seda, untada con una sustancia asquerosa. El disgusto remplazó a la satisfacción en su agradable rostro.
—¡Maldición! ¿Qué otra cosa puede ocurrir cuando uno se mezcla con la chusma?
Cordelia miró con asco el calzado maloliente.
—No te preocupes. Nos iremos de la feria antes del anochecer, pues lady Elspeth y sir William Davies nos esperan a cenar. ¿No lo habrás olvidado? Debo prepararme con tiempo, pues es una gran fiesta. La casa que inauguran es magnífica, según dicen.
—No me he olvidado, pero me consideraré muy afortunado si puedo salir de aquí sin perder la bolsa ni la cabeza.
—¿No puedes hacer algo con ese maldito zapato? — le recordó Cordelia, viendo que había estado a punto de resbalar.
Sir Raymond echó una mirada en torno.
—En cuanto encuentre un sitio donde sentarme, haré que Prescott lo limpie — dijo, para fastidio de su criado.
En eso, Cordelia reconoció a un caballero de baja estatura que caminaba entre la multitud, con una gran sonrisa, acompañado por varios señores bien vestidos.
—Caramba, ¿no es aquel George Hargraves? ¿Y quién es el que lo acompaña?
—¿Cuál? — inquirió sir Raymond, siguiendo la dirección de su mirada—. Parecen sir Charles Denning y Thomas Sandrick.
—No, no me refería a ellos. ¡Sí, es él! Ya me parecía — exclamó ella, mirando con ojos encendidos al hombre alto y de aspecto audaz, que tanto le recordaba a Valentine Whitelaw.
—Me sorprende, querida, que te dignes mirarlo — comentó su prometido con acritud.
Acababa de reconocer al caballero. Había llegado a la Corte y se estaba convirtiendo rápidamente en el favorito de Isabel. Parecía divertirla con su descaro, pero en cuanto diera un paso en falso se vería desterrado del círculo.
—Se llama Walter Raleigh, ¿verdad? — preguntó Cordelia, sin parar mientes en el enojo de sir Raymond—. ¡Vaya, qué buen mozo!
—Pretende llegar a sir Walter Raleigh, pero todo quedará en deseos, si de mí depende.
—Dicen que es muy ingenioso.
—Para quien pueda comprender lo que dice. Estos hombres del Oeste tienen un acento más farfullante que los mismos paganos de Escocia.
—A mí nunca me costó comprender lo que decía Valentine, que también vive en el Oeste — comentó ella, con una lenta sonrisa—. Parece que los de esa zona son muy altos y morenos. Me fascinan.
—A mi modo de ver, ni Whitelaw ni Raleigh son muy inteligentes. Creo, con toda modestia, que hiciste bien en preferirme al capitán. En un mes te habría matado de aburrimiento.
Cordelia Howard se ruborizó, quizá por primera vez en su vida. La verdad era que Valentine Whitelaw no había vuelto a proponerle el matrimonio desde su primer rechazo, y de eso hacía más de tres años. Como los amores continuaban, no menos apasionados, Cordelia había cometido el error de pensar que podía cambiar de opinión cuando quisiera. Empero, después de su visita a Ravindzara, la relación entre ambos había cambiado notablemente. Ella, en su orgullo, no se había dado cuenta de que no debía criticar la casa de la que Valentine estaba tan orgulloso y en la que deseaba instalarla como dueña y señora. Como nunca tuvo una palabra amable para con la mansión, los sirvientes ni su amada costa, él había comenzado a verla de otro modo: como una mujer vengativa y codiciosa, que sólo pensaba en sí. Y Cordelia tuvo que enfrentarse a la desagradable idea de que el capitán ya no deseaba casarse con ella; peor aun: ya no la amaba.
Fue una temporada difícil para la hermosa Cordelia Howard, a quien nunca le habían faltado admiradores y pretendientes. De pronto se encontraba con que sólo Raymond Valchamps seguía aspirando a su mano. No solo había perdido a Valentine Whitelaw, sino que sir Rodger Penmorley los había sorprendido a todos casándose con la hermana del capitán, una coja a la que ella ni siquiera tenía en cuenta como rival. De todos modos, Valchamps era todo lo que se podía desear; pero a veces, por la noche, recordaba un par de cálidos ojos del color de las turquesas.
—Este Walter Raleigh es muy atractivo. Dicen que Isabel le está tomando mucho cariño, ¿no, querido? — preguntó, con expresión inocente—. Temo que, en adelante, deberás esforzarte en hacerte notar, sobre todo si vas a casarte conmigo. Ella exige una devoción absoluta de sus cortesanos, y Raleigh no tiene compromisos.
Sir Raymond se encogió de hombros.
—Oh — predijo ella—, crees que ella cambiará de opinión cuando se case con el duque de Alençon.
Para su sorpresa, el caballero soltó un improperio en voz baja.
—No se casará con él — dijo disgustado—. Nos lo ha hecho creer como a tontos, pero ha sido sólo una treta para evitar que los franceses y los españoles se aliaran contra ella.
Pensaba en todas las oportunidades que había dejado pasar sin liberar a Inglaterra de Isabel, con la esperanza de que la boda con Alençon sirviera para el mismo propósito. Había estado recibiendo dinero del embajador francés durante varios años, a fin de apoyar la causa de Alençon en la corte inglesa. Eran muchos los que se oponían a una alianza con un príncipe católico y, en ese tiempo, la popularidad de la Reina había decaído mucho, al punto de producirse un atentado contra su vida. Lástima que el atacante fallara el tiro.
—Tenemos que saludarlos — decía Cordelia mientras apretaba el paso en esa dirección.
—No pienso saludar a nadie, ni siquiera a George Hargraves, con esto en el zapato — declaró él—. Te esperaré en ese puesto.
"Maldita multitud", pensó, mientras buscaba un asiento. Dio una moneda a su criado y lo despidió. En la manga sentía la rigidez de la carta cifrada: era el verdadero motivo de que se apartara de Cordelia y no quisiera encontrarse con los otros. Hacía menos de media hora que le habían entregado la clave. Cuando llegara el momento debido, entregaría el documento secreto a un mensajero, que a su vez lo pasaría a un agente, quien tenía acceso a María Estuardo. Raymond Valchamps sintió un escalofrío al pensar que la mano del Santo Padre había tocado ese papel. A veces, a pesar de las ventajas de que disfrutaba como favorito de Isabel, sentía el deseo de desempeñar un juego más activo en la conspiración contra la Reina.
A principios de ese año, en París, se había puesto en contacto con ingleses católicos exiliados y con agentes de María Estuardo; así se había enterado de que existía un plan para invadir Inglaterra, con el apoyo del Papa y de Felipe II. Si resultaba elegido para descargar el golpe contra Isabel, podría hacerlo con la conciencia tranquila, pues se le había prometido una dispensa papal.
Sir Raymond Valchamps suspiró, mirando con curiosidad a su alrededor mientras se preguntaba cuándo llegaría su contacto. ¿Quién sería el mensajero esta vez? Bien podía serle un perfecto desconocido; no haría sino chocar accidentalmente con él y susurrarle el santo y seña; entonces sir Raymond le entregaría la clave y seguiría su camino. Mientras esperaba, ociosamente, prestó atención al espectáculo que acababa de comenzar en el escenario.
Allí se estaba desarrollando la representación de una leyenda. Un tiro de caballos blancos llevó un carruaje de coral al escenario. Llevaba las riendas un personaje llamado Dulce Rosa, que se dirigió a su compañero llamándolo "príncipe Basil”. En un viaje de gran importancia, habían descubierto una conspiración para asesinar a Isabel, reina de la Isla Neblinosa. Mientras intentaban retornar a Inglaterra, habían caído bajo el hechizo del brujo del Norte, que fingía ser un amigo, pero les había enviado una tormenta, dejándolos como náufragos en una extraña isla donde estaban destinados a pasar el resto de sus días.
Pero Lily, reina de las Islas Indias, les otorgó a cada uno un deseo. Y en el carruaje de coral, llevados por los caballos salvajes, volarían por el cielo hasta la Isla Neblinosa. La silueta oscura de un sacerdote apareció entre las palmeras amenazadoras.
Lo ayudaba un jinni emplumado. Hubo una batalla; el príncipe y Dulce Rosa cayeron prisioneros.
En el segundo acto, el decorado representaba un místico reino bajo el mar. El rey Neptuno convocó a su ejército de delfines, tortugas y monstruos marinos. Los conducía el bravo conde Tristram. Una sirena, temerosa por la suerte del príncipe Basil y Dulce Rosa, fue en busca de ayuda.
En el tercer acto, el escenario representaba un océano con la isla como fondo entre neblinas. Por ese mar navegaba un galeón de velas doradas, con la cruz roja de San Jorge. El capitán, gallardo, intervino en la batalla y hundió al buque español, que desapareció del escenario, entre las aclamaciones de la multitud.
El sacerdote estaba escondido tras una palmera, pero un jaguar saltó desde la espesura y aterrizó sobre él. Un jinni atacó al príncipe Basil y Dulce Rosa, pero el caballero logró desatarse y entabló una lucha con él.
Mientras sir Raymond observaba el escenario como hipnotizado, el títere emplumado perdió su máscara, dejando al descubierto una cara horrible que arrancó una exclamación de sorpresa al público. El jinni no era una criatura salvaje del Nuevo Mundo, después de todo, sino el malvado brujo del Norte, con un ojo azul y el otro pardo. Sir Raymond, sin parpadear, vio que el príncipe Basil decapitaba al brujo, para alegría de la multitud.
En la escena foral, Isabel, muy elegante y de peluca roja, nombraba Caballero al capitán del barco y le concedía permiso para casarse con la reina de las Islas Indias en presencia del príncipe Basil, Dulce Rosa y el conde Tristram. La cabeza del brujo, con sus ojos diferentes y su pelo descolorido, estaba clavada en un remedo de la Puerta de los Traidores.
Sir Raymond se abrió paso entre la multitud, sin reparar en que una mujer, al verle los ojos, se había desmayado con un grito de miedo. Pasó ciegamente juntó al hombre de sombrero azul y pluma roja, que llevaba diez minutos tratando de acercarse a él.
El caballero no hubiera podido decir cómo llegó a la parte trasera del puesto. Allí vio que un hombre alto, vestido con un chaleco verde, ayudaba a bajar de la plataforma a una niña de poca edad, un muchachito de diez años, moreno y riente, y por fin, a una muchacha.
Lily Christian.
Sir Raymond tuvo que apoyarse contra el flanco del puesto. La hija de Geoffrey Christian parecía perseguirlo, tal como si el padre hubiera vuelto desde el sepulcro en busca de venganza.
"¿Por qué, por qué?", se preguntó, contemplando a aquella hermosa joven pelirroja. Recordaba muy bien aquellos ojos verdes, que lo miraron con curiosidad en el patio de una casa, en Santo Domingo. Hasta ese momento se había permitido olvidar que esa mujer era una amenaza. Ella nunca había dicho nada; parecía tenerle miedo, aunque sólo él sabía por qué. Hasta la muchachita misma ignoraba la verdad, al parecer. ¡Qué tonto había sido al dejarse convencer de que ella no representaba peligro alguno!
Tragó saliva, con el labio cubierto de sudor frío. Si algún conocido suyo presenciara ese espectáculo...
—La última representación del día. Todo salió bien. Lily Francisca — la felicitó Romney Lee—. Odell, creo que deberías practicar más con los caballos; estuviste a punto de enredar los cables.
—Quisiera verte en mi lugar — barbotó Farley—. Bien que te embolsas parte de nuestras ganancias.
Romney sonrió.
—¿Crees que vendría tanta gente si no fuera por mi jarabe de pico?
—¡Farley, Romney, por favor! — intervino Lily, interponiéndose. Farley dijo:
—Iré a ver cómo le ha ido a mi hermano con la lucha.
—Cierra antes el puesto — indicó Romney mientras tomaba a Lily del codo.
—Lo haré yo protestó Lily, viendo que Farley henchía el torso—. Puedes acompañarlo, Farley, pero no te demores o te quedarás sin cenar.
—Otra vez pastel de carne, Lily — se quejó el niño.
—No tengo tiempo ni dinero para hacer otra cosa, querido. Es rico y alimenticio.
—Pero frío.
Mientras Farley, Tillie y Tristram se alejaban, Romney Lee la estudió pensativamente.
—Eres demasiado generosa, Lily. Te he visto dar tu parte de comida a esa mujer. Estás demasiado delgada. Los Odell se aprovechan de ti.
—Me siento responsable por ellos. Siempre han sido leales a mi familia, y Tillie va a tener un bebé. Necesita alimentarse bien explicó ella, mientras volvía a subir a la plataforma.
—¿Adónde vas?
—Quiero sacar la marioneta del brujo. Es el más difícil, lo decapitamos varias veces al día — dijo Lily, descolgando el títere.
Apartó la vista de aquellos ojos sin vida y volvió a bajar apresuradamente.
—Me recuerda a una persona que nunca me gustó. Romney alargó la mano para sujetarla por si perdía pie.
—Cuidado. No quiero perder a mi mejor titiritera.
—¿Qué puede pasarme, si no me pierdes de vista?
Romney rió mientras echaba candado a las puertas de la cabina.
—No hago sino proteger mi propiedad. Hay demasiados pillos vagabundeando por esta feria.
—Oh, cuento con Rafael — le recordó Lily.
—¿Ese? — preguntó el joven, mirando al perrazo montado por el mono—. Feroz como un cordero. No hace más que comerse tu comida.
—¡Es mi perro guardián! — gritó Dulcie, furiosa—. ¡Rafael es valiente!
Y se apartó de ellos para acercarse a Tillie.
—Creo que ni ella ni su perro me tienen simpatía — rió Romney.
—Nada de eso. Pero no comprende tus bromas.
—Sólo me interesa no perder la simpatía de la hermana mayor. ¿Vas a montar otra vez a Alegre? No deberías salir sola, Lily. — El caballo necesita ejercicio. Lo haré correr un rato por la costa. Además, nadie puede alcanzarnos — lo tranquilizó ella, sonriente.
Sus siluetas se perdieron en la multitud tornándose invisibles para sir Raymond Valchamps, que seguía allí, solo, observándolos.
Lord Burghley contempló los papeles desparramados sobre la mesa. "Algunas cosas nunca cambian", pensó, con cierta tristeza, moviendo el pie gotoso para aliviar el dolor.
Volvió su atención al documento desplegado ante él, que resultaba de especial interés. Se refería a don Pedro Enrique Villasandro, capitán del Estrella del Alba; al parecer, el capitán había estado haciendo averiguaciones sobre el paradero de Valentine Whitelaw. Lord Burghley frunció el entrecejo; el audaz inglés se había convertido en un verdadero azote para los españoles desde que supo el papel desempeñado por ese español en la muerte de su hermano.
Una leve sonrisa cruzó el rostro envejecido de William Cecil al recordar a su amigo. Nunca se había sentido del todo satisfecho con las explicaciones sobre su muerte, tal vez porque se sentía culpable por haberle encomendado aquella misión. Con frecuencia se preguntaba si sir Basil no habría descubierto algo importante en Santo Domingo. De cualquier modo, ¿de qué podía servirles esa información diez años después? ¿A qué preocuparse?
Se oyó un golpecito en la puerta. Hizo pasar al hombre que esperaba desde hacía casi una hora.
—¿Y bien?
—No se puso en contacto.
Lord Burghley arqueó una ceja incrédulo.
—¿No se le pasó la clave?
—No, milord. No perdí de vista a ese hombre del sombrero azul. En una oportunidad pareció a punto de establecer contacto, pero nadie se le acercó. Hubo un alboroto en uno de los puestos por el desmayo de una mujer, pero no lo perdí de vista. Nadie le hizo siquiera una señal. Lo siento, milord.
Lord Burghley sacudió la cabeza.
—No comprendo. Sé que había una misiva del Papa para María Estuardo. Bueno, tal vez mañana. ¿Ha dejado a ese hombre bajo vigilancia?
—Lo seguí hasta la residencia del embajador. A los pocos minutos se retiró. Fue a su alojamiento del muelle, donde tengo apostado a un hombre. Si sale no dejarán de informarme.
—Hagan que vigilen constantemente la residencia del embajador español. Quiero saber quiénes entran, de día o de noche. ¿Ha puesto a algún agente tras ese sacerdote que llegó subrepticiamente al país, hace dos días?
—Sí. Va hacia el Norte.
—Muy bien. Manténgame informado.
Poco a poco se estaba cerrando la red. Pronto la tendrían bien llena. Serían muchos los que compartirían la muerte de los traidores. William Cecil, complacido, reunió cuidadosamente los despachos, las claves y las listas de nombres involucrados.
Valentine Whitelaw, desde la cubierta del Madrigal, recorría con la vista el horizonte de la ciudad. Levantó la vista hacia los palos de la nave. Las velas estaban recogidas y así permanecerían hasta el momento de poner proa hacia Ravindzara. No volvería a alejarse de Inglaterra mientras Artemis no hubiera dado a luz, pues le había prometido estar cerca cuando llegara el momento. Sacudiendo la cabeza, se dijo que su sobrino sería un Penmorley. No tenía nada contra sir Rodger, mientras Artemis fuera feliz.
—Caramba — murmuró de pronto, contemplando la costa con los ojos entrecerrados—, ¿ves lo que yo veo, Mustafá, o me engañan las neblinas? ¿Es una mujer mortal o una nereida enviada para encantar a los marinos cansados?
El turco siguió la mirada de su capitán hasta la ribera.
A horcajadas sobre un caballo blanco, galopaba por la costa la mujer más hermosa que ninguno de los dos hubiera visto nunca. Vestía de terciopelo verde y llevaba la cabellera roja suelta al viento, en inocente abandono. Sólo una vez pareció detenerse, como si buscara un barco determinado entre los navíos amontonados.
—¿Quién será? — murmuró el capitán—. Va hacia la feria. ¡Qué extraño! Esta tarde he estado allí, pero no la he visto. Mañana, después de saludar a Isabel y a ciertas personas, volveré a la feria para buscarla.
Los muros del salón de banquetes estaban cubiertos de pinturas y tapices. Una mesa larga exhibía una prodigiosa cantidad de bandejas cargadas de exquisiteces, mientras un sexteto tocaba en un extremo, llenando el ambiente de música.
—Los jardines todavía no están del todo terminados, pero en la primavera próxima serán encantadores aseguraba lady Elspeth a uno de sus invitados—. ¿Un naranjal? Oh, es un buen consejo. Gracias, sir Charles Denning.
Recorrió el salón con una mirada orgullosa. Amaba a Whiteswood, pero ya era parte del pasado. Allí había iniciado su vida matrimonial con Basil. Ahora, Simon era el dueño de aquella mansión. En Riverhurst pasaría ella sus días con William y sus hijos.
La anfitriona estudió a sus invitados, para ver si se divertían. Varias parejas jóvenes bailaban. Otros, más tranquilos, volvían a las mesas, donde se estaban sirviendo los postres y vinos dulces.
—Es una pena que Simon no haya venido — dijo sir William, frunciendo el entrecejo.
Lady Elspeth le dio unas palmadas en el brazo.
—Ahora es el amo de Whiteswood y tiene muchas responsabilidades.
—Todavía es un muchacho.
—Pero se está haciendo un hombre, William. No creo que viva solo allí mucho tiempo. ¿Recuerdas lo mucho que habló de Lily Christian después de visitar a los Whiteswood, el invierno pasado?
El caballero pareció pasmado. Al fin decidió:
—Bueno, si tiene que enamorarse, supongo que Lily Christian será una buena esposa. No tengo objeciones. ¿Y tú?
—Nada tengo que decir si mi hijo está realmente enamorado. Pero apruebo esa elección. Tendremos que invitar a Lily y a sus hermanos a visitarnos.
—¿Cuándo vuelve Valentine de su último viaje? — En cualquier momento. ¿Por qué?
—Estaba mirando a Cordelia Howard, que ha bailado mucho con Raleigh, y recordé que eran am... Bueno, me preguntaba si estaría enterado del compromiso de Cordelia con sir Raymond. Siempre pensé que ella se casaría con Valentine.
—Por lo que me dijo Artemis, todo terminó tras la visita de Cordelia a Ravindzara.
—Hablando de Artemis, me sorprende ver aquí a sir Rodger, cuando ella está esperando un hijo.
—Creo que ha venido a recibir a Quinta, que vuelve de Escocia, para acompañarla a Cornwall.
George Hargraves y Thomas Sandrick se acercaban conversando.
—Sin ánimo de ofenderte, Thomas, desde que Eliza se casó contigo se parece cada vez más a su hermano. ¡Qué lengua más afilada!
—Es una tigresa, al menos en lo que se refiere a mí y a nuestro hijito — respondió Thomas, muy seriamente—. Y a propósito — agregó, observando el escandaloso coqueteo de Cordelia Howard con Walter Raleigh—, ¿dónde está mi cuñado, sir Raymond?
—Probablemente salió a rumiar su ira. Estaba fulminando a ese hombre con los ojos.
Cuando lady Elspeth volvió al salón, tras una ausencia de sólo quince minutos, miró a su alrededor extrañada.
—Parece que nos han abandonado, Eliza — comentó a la joven que se le acercaba—. Ni tu esposo, ni el mío, ni los caballeros con quienes estábamos conversando.
—Mi futura cuñada parece muy entretenida — observó la joven señora, con sorpresa.
Lady Elspeth estudió por un momento a Cordelia y a Walter Raleigh. Era de esperar que sir Raymond no estuviera haciendo lo mismo. Pero al buscarlo con la mirada descubrió que tampoco él estaba en el salón.
—Bueno, has tardado bastante. La luna casi se ha puesto — fue el saludo de Valchamps a su amigo.
—Me demoraron. No podía salir antes sin provocar comentarios — replicó el hombre, cuyo rostro quedaba oculto por la sombra—. ¿Por qué querías verme? ¿Qué pasa? Te he notado nervioso toda la noche.
—Estamos en un grave aprieto, amigo mío.
—¿Qué ha pasado?
—Hoy fui a la feria. Debía entregar una carta cifrada del Papa a un mensajero que la haría llegar a María Estuardo.
—Lo sé. No te atraparon, ¿verdad? — inquirió el otro, lo bastante preocupado como para levantar la voz.
—Si me hubieran atrapado no estaría aquí. Pero si tanto te preocupas, aquí tienes la carta. Entrégala tú. Tengo cosas más importantes que hacer.
—¡Por Dios! ¿Todavía la tienes? ¿Y la traes aquí, con tanta gente alrededor? ¡Estás loco!
—Loco no. Estoy desesperado, amigo mío. Harías bien en imitarme. Hoy he presenciado un espectáculo asombroso. Una obra de títeres.
El hombre oculto en las sombras carraspeó.
—¿Para hablarme de una obra de títeres me hiciste venir?
—Sí. Lamento que te la hayas perdido. ¿Quieres que te cuente la historia de los caballos blancos y el brujo malo?
—Vamos, Raymond, ¿un espectáculo para niños? Vuelvo a la casa.
—Oh, por favor, sígueme la corriente algunos minutos. Quiero hablarte de un brujo malo, que tenía un ojo azul y uno pardo, y que planeaba asesinar a Isabel, reina de la Isla Neblinosa. El príncipe Basil, náufrago en una isla del Oeste, debe rescatarla con la ayuda de tres personas: Lily, Dulce Rosa y Tristram. ¿No te suenan conocidos esos nombres? Corresponden a los tres niños que ahora viajan como vagabundos, presentando un espectáculo de marionetas ante todo el mundo. Ah, ya no ríes, ¿eh? Si alguna otra persona ha visto esa obra y relacionado a ese brujo con nosotros, todos nuestros planes no sirven de nada.
—¿Por qué hablas de "nosotros"?
—Claro: piensas que, como yo soy el más fácil de recordar, tú estás a salvo. Recuerda esto: si me arrestaran y no declaro, me torturarán. Y entonces les daré tu nombre con el mayor placer. Si yo muero como traidor, lo mismo pasará contigo, amigo mío — advirtió sir Raymond al hombre silencioso.
—Hablas de ese espectáculo como si ya no existiera. ¿Ya no ofrece peligro?
—Me encargué de eso. Pero ahora debo encargarme de Lily Christian. Mientras ella viva correremos peligro. Por Dios, Basil parece decidido a vengar su muerte, ¿verdad? — Sir Raymond rió amargamente. — Es obvio. Como no podía contar lo que sabía a la Reina, entretuvo a los críos con una leyenda de traición y venganza. ¡Maldito sea!
—¿Y por qué ahora, después de tanto tiempo? ¿Qué hace Lily Christian entre vagabundos? La creía en Highcross. ¿Por qué no está allí? ¿Y qué vamos a hacer?
—Me alegro de que, por fin, te preocupes por esto. Pero en realidad no tienes interés. Eres demasiado blando, amigo. Yo me encargaré de esta amenaza. Por qué no está en Highcross es algo que no nos concierne. Sólo importa que está aquí, a mi alcance, y que esta vez no puedo fallar. Muy pronto Lily Christian habrá muerto. Ahora nadie puede salvarla.
Aún no había asomado la primera luz cuando Simon Whitelaw puso su caballo al galope en el camino. En su prisa por llegar a Highcross Court, lanzó toda cautela a los vientos.
Lily, Dulcie y Tristram se sorprenderían al verlo tan pronto. Les diría que, encontrándose en las cercanías, había decidido pasar a saludarlos.
Mientras pasaban las millas, soñando con Lily Christian, ensayó la excusa hasta que surgió de su boca con naturalidad. Esa sería una visita inolvidable.