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Enero de 1578. Londres.

Palacio de Whitehall, corte de Isabel I.

Las antorchas encendidas arrojaban una luz parpadeante sobre los coloridos tapices y los retratos reales que adornaban los muros del Gran Salón. Músicos y cantantes, bufones, malabaristas y cómicos se disputaban la atención de patrocinadores y cortesanos influyentes. Estos miembros privilegiados de la Corte se entretenían con chismes, juegos de azar, coqueteos, amores serios, empresas comerciales y políticas, mientras esperaban a su Reina.

La mesa del banquete había quedado vacía cuando una fanfarria de trompetas y tambores anunció la entrada de Isabel desde su cámara privada, donde había cenado con unos pocos favoritos. Entró en el salón, resplandeciente con un vestido francés bordado en oro y perlas; un abanico de plumas acompañaba, con sus movimientos, sus volátiles cambios de humor. Rodeada de sus damas de compañía y un grupo de favoritos, dignatarios y oficiales, avanzó tranquilamente entre la multitud. Sus leales súbditos se arrodillaban a su paso, esperando una palabra amable, una broma, tal vez hasta el otorgamiento de un favor real.

Una dama, de belleza excepcional y atuendo más lujoso que el de la misma Reina, recibió una mirada descontenta y un pellizco de castigo, pues a Isabel no le gustaba la competencia. Pero un bufón ingenioso fue premiado por una sonrisa, y la Reina festejó sus trucos con una carcajada sincera.

Después de bailar algunas piezas, Isabel reunió a varias personas para escuchar sus peticiones. Desde la atestada galería que daba al salón, los menos afortunados contemplaban la escena con mucho respeto.

Un joven gallardo, que pronto atraería la atención de su Reina, conversaba con otros caballeros cerca de una ventana, donde contaban con cierta intimidad en medio de aquel barullo. Su pelo negro era ondeado y espeso; un mechón rebelde se enroscaba contra el único pendiente de oro que llevaba en la oreja izquierda. Llevaba barba, según la moda, negra como su pelo y pulcramente recortada, destacando la línea fuerte del mentón. De vez en cuando, con una soltura que hubiera parecido arrogante en alguien menos seguro de sí, acercaba a su nariz una bolsita de hierbas aromáticas. Era, por cierto, un perfil noble y patricio. Pero cuando Valentine Whitelaw sonreía, su boca suavizaba las líneas duras y mostraba dientes parejos, relucientes de buena salud. Sin embargo, los ojos eran su rasgo más notable: de párpados gruesos e iris de color turquesa, estaban bordeados de largas pestañas negras.

Era más alto que sus compañeros; el sobrio corte de su ropa destacaba a la perfección la amplitud de sus hombros y la estrechez de cintura y caderas, atrayendo la mirada envidiosa de caballeros menos dotados hacia los músculos de sus pantorrillas, que no requerían triquiñuelas del sastre para realzar la forma masculina.

Su interlocutor de la derecha, hombre bastante pequeño y elegantemente vestido, se vio empujado por varias personas que pasaron apresuradamente, conversando, sin reparar en él.

—Caramba, caramba, caramba — murmuró el ofendido personaje—, esto parece un mercado. Ante la aproximación de otro grupo, tomó la precaución de dar un paso atrás. — Valentine, ya sabes dónde encontrar a mi familia si muero en este tumulto. Se horrorizarán al saberlo; tendrás que explicarles las circunstancias de mi prematura muerte.

Valentine Whitelaw sonrió ante aquella cháchara.

—¿Por qué?

—Podrían escandalizarse pensando que, en vez de estar en la Corte he muerto mientras arreaba cerdos en el mercado.

Su expresión era tan seria que cualquiera, salvo sus buenos amigos, habrían tomado por auténtica su preocupación.

—Creo que equivocaste tu carrera, George — comentó Thomas Sandrick, otro elegante caballero del grupo—. En vez de dedicarte a la ley, debiste ser bufón de la Corte. Así llamarías la atención de Isabel, que quizá te diera un título nobiliario. En ese momento, al ver que el sombrío Walsingham miraba en su dirección, agregó:

—Sin embargo, no creo que Walsingham, ahora sir Francis, haya conseguido su título haciendo bufonadas.

—Demasiado serio para mi gusto. Por eso me veré obligado a rechazar cualquier ofrecimiento de la Reina. Uno pierde de inmediato el sentido del humor.

Y George se dobló en dos con una carcajada. Valentine Whitelaw le clavó una mirada curiosa.

—En verdad, George, me parece que la vida en la Corte ha afectado a tu personalidad. Antes eras tan jovial...

—Ah, Valentine, ojalá no viajaras tanto. Nunca me divierto tanto cuando no estás. Eres tan difícil de hacer reír que, cuando lo haces, estoy seguro de haber dicho algo muy gracioso. Me obligas a aguzar el ingenio. Bueno — agregó—, ha de ser cosa de familia; Basil tampoco era muy alegre.

Valentine Whitelaw guardó silencio un momento.

—No, pero no carecía de sentido del humor. Ojalá estuviera aquí. Aún le costaba creer que Basil se hubiera perdido en el mar, junto con Geoffrey Christian y su familia, además de todos los marineros del Arion.

—¿Cuánto tiempo hace que desapareció? — preguntó sir Charles, viejo enemigo de los hermanos Whitelaw.

—Hace ya siete años que Basil se hizo a la mar con Geoffrey Christian a bordo del Arion.

—No puede ser — exclamó el caballero, sacudiendo la cabeza gris—. Me parece que casi ayer estuve cenando con él y lady Elspeth en Whiteswood. Todavía voy a la casa, pero sin el bueno de Basil no es lo mismo. Claro, no reprocho a lady Elspeth que se haya vuelto a casar; tenía un hijo que criar y todavía es una mujer muy hermosa. Supongo que tú tampoco vas con tanta frecuencia, ahora que ya no es la casa de tu familia. ¡Hermosa mansión! Comprendo que sir William no tenga prisa en construir una propia.

—Aunque Elspeth haya vuelto a casarse, Simon sigue siendo un Whitelaw; cuando llegue a la mayoría de edad heredará Whiteswood. Y el aprecio que siento por ella no ha disminuido por su casamiento con sir William, que trata a Simon como si fuera su propio hijo. Como yo paso mucho tiempo en alta mar, es un alivio saber que Elspeth y Simon tienen quien se ocupe de ellos.

—En realidad — declaró sir Charles—, no comprendo por qué Basil se embarcó en ese viaje a las Indias, Cuando no le gustaba moverse de su casa. Aun siendo tan amigo de Christian, no comprendo. ¿Nunca te dijo a qué iba?

—No — respondió Valentine.

—No conocí muy bien a Christian, pero me extraña que atacara así a los españoles, con su propia familia a bordo — comentó el caballero, pues la opinión pública había condenado la descabellada actuación de Geoffrey.

—Estoy seguro de que no lo hizo — afirmó Whitelaw—. No era capaz de arriesgar a Magdalena, a su hija y a Basil.

—¿No dijeron los testigos que los barcos ingleses tuvieron que disparar contra el Arion en defensa propia? Valentine apretó los labios.

—Sólo tenemos la palabra del embajador español y de los capitanes que probablemente disfrutaron enviando a Geoffrey al fondo del mar. Sir Charles miró con pena a su joven amigo.

—Temo que nadie sabe exactamente qué ocurrió ese día, Valentine.

—Algún día lo descubriré — replicó el otro suavemente—. Debo al menos eso a Christian y a mi hermano.

Sir Charles tosió, incómodo, y cambió de tema.

—Lamento haber perdido la última empresa de Drake. Dicen que necesitaba inversores, pero es tarde para eso, pues ya se ha hecho a la mar. Si alguna vez necesitas capitales, Valentine, no tienes más que avisarme. Cuenta con una buena suma de mi parte. Aunque me parece antinatural ir a ver el otro extremo del mundo, como Drake.

—Caramba — comentó George—, ¡y yo que no puedo andar tranquilo siquiera por Londres! Todavía no me convenzo de que el mundo sea redondo — añadió con un guiño.

—A propósito — inquirió sir Charles súbitamente—, ¿de dónde sacaste ese sirviente, Valentine? Confieso que me pone un poco nervioso. Aposté con Roeburton a que es eunuco.

—¡Por Dios, no lo sospechaba! — exclamó George, asombrado, echando una mirada inquisitiva al robusto Henry Roeburton, que estaba a tres metros de allí.

—¡Henry no, maldición! — protestó sir Charles, exasperado, ante la cara inocente de George—. ¡El sirviente!

—Ah, el turco. Casi no habla. ¿No le habrán cortado la lengua, como hacen los sultanes para que sus sirvientes no revelen secretos de la corte?

—No me explico por qué lo has tomado a tu servicio — agregó sir Charles.

—No tuve mucha oportunidad de oponerme — comentó Valentine, recordando la primera vez que vio a ese hombre, defendiendo la vida contra seis asesinos armados, en un bazar de Alejandría.

El turco había sido soldado a las órdenes del gran Ali Pachá. Se llamaba Mustafá y se había enamorado de una esclava del sultán, pero el pachá, a pesar de su ofrecimiento de pagar por ella una suma exorbitante en oro, la vendió a un jeque de África del Norte. Después de dar muerte al pachá, el turco siguió a la muchacha hasta Egipto, donde descubrió que ella se había arrojado al mar desde el navío. El turco, enloquecido, asoló la embarcación, matando al hijo favorito del jeque y a varios guardias enviados por este para proteger a su nueva concubina. El ataque contra el turco, en el bazar, había sido una retribución.

Valentine, que detestaba ver a un hombre en desventaja en una lucha, cualquiera que fuese el motivo, había acudido en su ayuda muy a tiempo junto con varios miembros de su tripulación. Terminada la pelea, llevó al herido a su barco, donde lo hizo atender. El turco no tenía dónde ir y juró que, puesto que debía su vida a Valentine, lo serviría lealmente hasta la muerte. Así se convirtió en camarero, ayuda de cámara y, como muchos descubrieron a su pesar, en protector de Valentine Whitelaw. Ni siquiera este hubiera podido contar las veces en que la espada de Mustafá había desviado de él un golpe fatal.

—Caramba, ella viene hacia aquí — dijo Thomas Sandrick, súbitamente, con expresión de enorme respeto.

—¿Quién? ¿Isabel? — exclamó George, dejándose caer sobre una rodilla anticipadamente.

—No, Eliza Valchamps — corrigió Thomas Sandrick, reverente, mientras regalaba sus ojos a la adorable aparición que se acercaba.

George Hargraves se puso tan rojo como el traje de la bella. Se levantó apresuradamente, sin atreverse a mirar a nadie. Pero no tenía por qué preocuparse, pues los ojos de todos, incluso los de Valentine Whitelaw, estaban fijos en la incomparable hermosura de la mujer que acompañaba a Eliza Valchamps.

Las pupilas negras de Cordelia Howard centellaron divertidas.

—Temo la ira de Isabel si sorprende a un caballero de rodillas ante otra mujer. Por favor, no lo olvide, George. Sir Charles, Thomas — saludó cortésmente.

Pero cuando se volvió hacia Valentine Whitelaw sus ojos relucían con un brillo desacostumbrado.

—Cordelia — murmuró él.

—No sabía que había retornado de su último viaje — comentó ella con un mohín—. Nunca sé dónde ha ido ni para qué. ¿Conoce a la pequeña Eliza Valchamps? Prima lejana mía y hermana menor de Raymond Valchamps. Hay otras cinco; la familia está casi en bancarrota después de haberlas casado. — Su risa provocó un doloroso rubor en las pálidas mejillas de Eliza. — Por eso es que la joven está en Londres. Debemos buscarle esposo, lo cual no será fácil, considerando que su dote es muy escasa y... bueno.

Cordelia calló el resto, pues, si bien Eliza tenía lindos ojos y un perfil delicado, junto al pelo renegrido y los ojos oscuros de su prima quedaba reducida a la insignificancia. Sin embargo, sus ojos grises y su cabellera clara parecían ser bastante para Thomas Sandrick, que no quitaba los ojos de ella. Cordelia no pasó eso por alto, ni tampoco el momentáneo rubor de Eliza. Tal vez su tarea no fuera tan difícil como imaginaba. Tanto Thomas Sandrick como la prima eran católicos; él contaba con fortuna y heredaría un título y vastas propiedades. Se las compondría para que el compromiso se anunciara antes de que Eliza volviera a su casa. Y conseguiría de Raymond Valchamps una buena recompensa por sus esfuerzos; el caballero, como cuñado de Sandrick, pronto vería más pesada su bolsa; ella se encargaría de alivianársela.

—Mi querido Raymond — lo saludó, viéndolo en un grupo cercano.

El caballero se inquietó ante tal efusividad. Conocía demasiado bien a su hermosa prima como para sentirse halagado: Cordelia nunca daba puntada sin hilo.

—Cordelia, exquisita como siempre. Oh, Whitelaw, creo que debo felicitarlo.

—¿Por qué? — inquirió Valentine, arqueando una ceja, pues Valchamps nunca se había contado entre sus amigos.

—Dicen que su última presa ha sido un galeón cargado con la plata y el oro de Felipe II. ¿Qué dirá cuando sepa que el tesoro está en un bolsillo inglés y no en el suyo?

—Pedirá a Valentine que financie a los mercenarios de Alba en Países Bajos — bramó George.

El resto de su comentario se perdió en la carcajada general.

—Lo más probable es que Isabel le otorgue un título de nobleza — agregó Raymond Valchamps, sin poder disimular su envidia.

George Hargraves sonrió levemente. Era bien sabido que los dos hombres rivalizaban, desde hacía tiempo, por los favores de la hermosa y huidiza Cordelia Howard. Y por la seductora expresión con que la joven miraba a Valentine, este parecía ser el vencedor, al menos por un tiempo, pues Cordelia no se distinguía por su constancia.

—Sir Valentine Whitelaw... Suena bien — comentó George—. Empero, considerando lo peligrosa que suele ser la vida en la Corte, Valentine tiene más posibilidades de ser nombrado caballero si se queda en Londres para defender las espaldas a sus amigos. ¿No está de acuerdo, Valchamps? Porque creo que usted se ha visto envuelto en muchas escaramuzas últimamente — agregó, pues sentía poca simpatía por ese hombre.

Por un momento, Raymond, en silencio, posó la mirada en él. Como de costumbre, logró inquietarlo, pues era difícil sostenerle la mirada por mucho tiempo. Con una sonrisa que no llegó a sus ojos, uno azul, el otro pardo, dijo:

—No recuerdo, Hargraves. Supongo que es otra de sus bromas. — Estudió la corta figura de George con gesto insultante. — Uno no sabe si tomarlo en serio o no. Debería recomendárselo a Isabel como bufón para que nos entretenga hasta que llegue otro idiota. Me ofrezco a pagar los cascabeles de su gorro.

George Hargraves iba a borrar con el guante esa sonrisa burlona cuando, antes de que pudiera retarlo a duelo, alguien lo contuvo poniéndole una mano en el brazo.

—Sé prudente, amigo — le aconsejó Valentine—. No vale la pena. Si pierdes, yo tendré que desafiar a Valchamps y, tras su muerte, Eliza tendrá que vestir luto, igual que Cordelia, con lo cual el amigo Thomas y otros muchos admiradores te odiarán por el inconveniente.

George cambió su enojo por una carcajada. Por desgracia, Raymond Valchamps no vio nada divertido en el comentario de Valentine. Lo miró a los burlones ojos, pero estos no cedieron, para incomodidad suya. Iba a echar mano de la espada cuando oyó, a su espalda una voz autoritaria.

—¡Muerte de Cristo, nada de reyertas en mi palacio! — juró Isabel, utilizando su frase favorita—. Si ustedes dos, caballeros, tienen cuentas que ajustar, hay un patio allí fuera. Pero ¡cuidado! No voy a agradecer a ninguno de ustedes el haberme privado de la compañía del otro.

Con un gesto desenvuelto, indicó a sus súbditos arrodillados que se levantaran y sonrió, satisfecha de haber puesto orden en la inminente pelea. Ambos eran tan apuestos que le costó seguir mostrándose enojada. Prefería coquetear con ellos en vez de expulsarlos.

—Mi vagabundo capitán, apenas acabamos de darle la bienvenida y ya una tormenta amenaza llevárnoslo otra vez — dijo, con un chisporroteo en los ojos, saludando a Valentine Whitelaw.

—Su presencia, señora, es como el sol entre las nubes.

"Tan joven, tan libre", pensó ella, con tristeza. Y volvió su atención a Raymond Valchamps, el de la belleza clásica y aspecto de fauno, por el cual ella lo apodaba el sátiro.

—Supongo que la disputa era por una mujer, si mi sátiro estaba implicado.

—En verdad, no, señora — respondió Valchamps, seriamente—. Era por George Hargraves.

—¡Muerte de Cristo! — barbotó Isabel. Sus flacos hombros se estremecieron de risa al ver la atónita expresión de George—. Por mi fe, los nombraré caballeros a los tres por divertirme tanto, siempre que no los haga ejecutar por tanta impudicia.

—No es el modo en que me gustaría morir por mi Reina — musitó Raymond, mientras notaba, satisfecho, que ella lucía su regalo de Año Nuevo, junto con la esmeralda que le obsequió Whitelaw.

"Esta ramera no merece ninguna de las dos cosas" pensó, mientras fingía mirarla con adoración. "Ha pasado otro año y sigue gobernando Inglaterra. Pero pronto... ".