19
—Qué desastre — murmuró Tristram, moviendo los escombros con el pie—. No queda nada. ¿Qué vamos a hacer, Lily? — inquirió, contemplando el puesto destruido.
Durante la noche, el incendio había dejado sólo cenizas y algunos trozos de madera chamuscada, antes de apagarse solo.
—¿Se quemó todo? — preguntó Dulcie, con los ojos llenos de lágrimas—. Todos nuestros títeres han muerto, Lily. Pobre príncipe Basil, que era mi favorito... — Y de pronto agregó, recordando la cabaña incendiada con Basil en el interior. — Es como en la isla.
La hermana carraspeó.
—¿Lily?
—No sé, Tristram.
Estaba cansada de tomar decisiones. Destruido el puesto de marionetas, no tenían modo de ganarse la vida en la feria. Las monedas que juntaban en el desfile previo se compartían con toda la banda; no alcanzarían siquiera para la comida.
—Me gustaría saber cómo se inició el incendio, para empezar — clamó Farley, mirando las caras hostiles que lo rodeaban. — Falta de cuidado, tal vez — comentó alguien. — Es lo que merecen.
—¿O tal vez lo que alguien cree que merecemos? — acusó Farley—. Supongo que muchos nos tienen envidia. Les hemos mostrado cómo se gana dinero.
—Ojalá lo hubiéramos incendiado mucho antes.
—¿Quién ha dicho eso? ¡Sal y repítelo frente a frente, cobarde! — gritó Fairfax, ante el grupo súbitamente silencioso.
Alguien reunió coraje para replicar, aunque sin adelantarse:
—Nadie dice que la hayamos incendiado nosotros.
—Con acusarnos mutuamente no ganaremos nada — intervino Romney Lee—. Pudo ser una chispa de los fuegos artificiales. No es la primera vez que ocurre. Y bien, no habrá función de marionetas durante un par de semanas, hasta que fabriquemos títeres nuevos.
—¿Y qué hacemos mientras tanto? — inquirió Farley, nada convencido por la explicación—. ¿Morirnos de hambre?
—Buena oportunidad para que cierta gente se vaya.
—Podrían irse de la feria antes de que les pasara algo peor.
—No olvidéis lo que predijo la vieja María — intervino Navarre, adelantándose, complacida por el creciente descontento.
—¡Es cierto! Ha estado prediciendo tragedias desde que Romney Lee los trajo.
—Dijo que nos cuidáramos de las llamas o habría muertes. — Tú eres el responsable, Rom.
Romney se burló:
—La vieja María ha estado prediciendo desgracias desde hace años. Siempre lo hace cuando no se cumplen otros vaticinios. Nos mantiene asustados hasta de nuestra propia sombra para que creamos en ella y le llenemos las manos de plata.
—Estás buscando problemas, Romney Lee.
—¿Y tienes sangre gitana? Tu madre ha de estar retorciéndose en la tumba.
—Es la muchacha que lo ha engañado — los instó Navarre—. ¿Por qué no preguntas a la vieja qué ha visto?
—No me importa lo que crea ver. — El brillo de los ojos azules de Romney hizo que Navarre se acercara a su tío. — Yo digo que ellos se quedan.
—¿Y quién manda aquí, Romney Lee? — inquirió Silver Jones—. Siempre he sido yo con el consejo de ancianos. Y creo que Navarre tiene razón. No seas tonto, muchacho. Ésa trae mala suerte. Se le ve en los ojos — agregó, persignándose al recibir una mirada de Lily.
—Nunca hemos ganado tanto como desde que Lily Francisca desfila a caballo. Y el número de marionetas atrae mucho público a los puestos vecinos. No seas tonto, Silver Jones. Ve y discútelo con el consejo. Después podréis venir a decirme que los eche.
—Sí, tiene razón, Silver.
—¡La echaron de su aldea por ser bruja! ¡Lo tiene hechizado! — chilló Navarre.
—Y Navarre está enojada porque Rom se entretiene en otra parte.
—¡Basta! — aulló Silver Jones—. La feria empieza dentro de una hora. Hay que organizar el desfile y preparar los puestos. ¡Todo el mundo a trabajar, holgazanes! Esta noche se reunirá el consejo. Tendrás la posibilidad de hablar ante nosotros, Rom. Luego votaremos para ver qué se hace con Lily Francisca y los otros. — Y agregó, asestando una bofetada a Navarre:
—¡Nada de mirarme así, tú!
La muchacha, limpiándose la sangre del labio con el dorso de la mano, se acercó a Lily.
—Harías bien en no separarte de tus amigos. Nadie sabe qué accidentes pueden ocurrir de noche si andas por donde no corresponde.
Lily se acercó a Romney Lee, diciendo:
—Lo siento, Rom. Deberíamos hacer lo que dicen. Este no es nuestro lugar. Ahora que no tenemos las marionetas no podemos seguir viajando con el grupo. Cuando llegue a casa de Maire Lester venderé los bueyes y te enviaré la mitad, por tu ayuda. La vieja María tiene razón: traemos mala suerte.
—No digas eso, Lily Francisca. Ni se te ocurra abandonar la feria. ¿No eres feliz aquí?
—Sí, pero esto no puede seguir. He tratado de fingir que no había problemas, pero no olvido que abandonamos a Barclay muerto en la casa. Las autoridades aún nos buscan, Rom. Tal vez sea hora de enfrentarlas y decir la verdad — dijo Lily, aunque no le gustaba la idea de defenderse ante las gentes de East Highford.
—¡No! Sé de esto mucho más que tú, Lily Francisca. No tienes la menor oportunidad con los aldeanos. Ya te han juzgado y condenado. No te acerques a Highcross.
—Por esta vez, estoy de acuerdo con él, señorita Lily — concordó Farley—. Ni siquiera sus parientes encumbrados podrían salvarla. Ni tendría tiempo de enterarlos.
Romney Lee miró a Farley Odell con respeto, hasta con gratitud.
—¿No puedes quedarte en la feria un poco más, siquiera hasta el invierno, Lily Francisca? Mientras hacemos marionetas nuevas, Fairfax seguirá luchando.
—Y yo puedo hacer malabarismo — intervino Tristram.
—Yo podría hacer tortas, de canela — ofreció Tillie—. Pero no creo estar en condiciones de caminar por la feria para venderlas.
—¡Rafael y yo las venderemos! — gritó Dulcie, entusiasmada—. Yo iré bailando con mi pandereta, como en el desfile. Romney Lee sonrió, satisfecho.
—Sí, eso atraerá clientela. Uniremos el perro a un carrito cargado con las tortas y adornado con flores, cintas, lo que fuere. El mono y el papagayo también irán en el carro. Pero ¿quién venderá la mercadería mientras Dulce Rosa baila? ¿Lily?
—¿Qué remedio me queda? — respondió ella, riendo, más animada.
—¿Y yo? — inquirió Farley, agresivo, pues ese gitano hacía siempre las cosas según su voluntad.
Por primera vez, Romney respondió sin sarcasmo.
—Puedes pasearte entre el público contando cuentos para atraer gente. Dejarás el final para cuando llegues a los diversos puestos, por supuesto. Y yo me encargaré de que los otros contribuyan por tus esfuerzos. En ese momento, por primera vez, reparó en algo que Lily tenía en las manos.
—¿Qué es eso?
—El brujo — respondió ella, mostrando la única marioneta que había sobrevivido al incendio. Los ojos desiguales la miraron malévolos. Aunque era sólo un títere inofensivo, Lily se estremeció—. No sé por qué, pero de todas las marionetas es la que menos me gustaba.
—Bueno, una menos para rehacer.
Y Romney Lee les indicó, por señas, que lo siguieran. Mientras se alejaban echó una mirada a los restos chamuscados del puesto. Frunció levemente el entrecejo, él también tenía sospechas con respecto al origen del incendio.
Simon Whitelaw, con una enorme sonrisa, detuvo su caballo en el patio de Highcross. Había allí varios caballos y un cochecito con una vieja yegua entre las varas. No pertenecían a los establos de la casa. El muchacho desmontó, preguntándose quiénes estaban de visita; parecían haber recorrido muy poca distancia, pues los caballos apenas sudaban.
Subió los peldaños, intrigado, y llamó con fuerza a las grandes puertas. Lo intentó de nuevo, sin obtener respuesta. Iba a alejarse cuando la puerta se abrió, mostrando la cara de un desconocido.
—¿Sí? — dijo el severo lacayo, altanero, como si no creyera que ese joven polvoriento tuviera nada que hacer allí.
—Soy Simon Whitelaw.
El hombre siguió mirándolo, impávido.
—¿Sí?
—He venido a visitar a mi hermana, Dulcie, y a Lily y Tristram Christian. Por favor, infórmeles de mi presencia — indicó el muchacho, abandonando sus intentos de mostrarse caballeresco, pues no había dejado de percibir la extraña expresión del hombre al oír el nombre de Lily—. ¿Y bien?
El lacayo abrió la puerta un poco más para permitirle la entrada.
—¿Quiere esperar aquí, señor? — propuso, señalando vagamente el banco de roble contra la pared.
Simon abrió la boca para protestar, pero el hombre ya había desaparecido apresuradamente por la escalera. El muchacho arrojó su sombrero hacia el banco, decidido a no sentarse allí como niñito bueno, y fue a sentarse en un peldaño de la escalera. Ese vestíbulo estaba demasiado silencioso; ni siquiera se oía ladrar a Rafael. De pronto se incorporó de un salto, asustando a una criada que acababa de aparecer.
—Oh, perdone, señor. No sabía que había alguien aquí.
—¿Quién eres? — preguntó Simon—. ¿Qué ha sido de Tillie?
—Oh, se fue, señor, hace cuatro o cinco meses, con los otros.
—¿Qué otros? ¿Quién se ha ido?
Aquella pregunta pareció inquietar a la muchacha aún más.
—Oh, bueno, la señorita y los otros. Los niños. Los Odell y Tillie. Yo no estaba aquí cuando ocurrió el accidente, pero dicen que fue horrible. ¡Vaya, si la cocinera todavía tiene pesadillas! ¡Pero señor, espere! ¡No puede ir arriba!
Simon Whitelaw, a grandes pasos, llegó al final de la escalera sin pérdida de tiempo. Muy pronto estuvo a las puertas de la sala grande, donde esperaba encontrar al amo de Highcross con sus visitantes. Estuviera o no dispuesto a recibirlo, el muchacho necesitaba explicaciones.
La puerta de la cámara estaba algo entreabierta. Se detuvo un instante, escuchando la conversación que se desarrollaba en el interior, con una expresión incrédula en el rostro.
—A mi parecer, la prudencia indica que se presenten cargos contra esta Lily Christian. Tengo alguna experiencia en juicios contra brujas y puedo asegurar que, según todas las pruebas, parece estar en sociedad con el diablo. Unas pocas horas de interrogatorio me bastarán para hacerle confesar que ha practicado la brujería bajo este techo. Naturalmente, espero su cooperación, señor Martindale, como alguacil. Su nombre se tornará conocido en todo el condado, tal vez en toda Inglaterra. En cuanto a usted, doctor Wolton, su testimonio será vital, como médico de la familia.
Simon Whitelaw se acercó más y abrió un poco la puerta. El lacayo estaba dentro, esperando la oportunidad para hablar. Le bloqueaba parcialmente la vista, pero se veía allí a un hombre regordete y pomposo, de vestimenta oscura; dos mujeres estaban sentadas ante él como en la iglesia. Dos caballeros, cerca de la ventana, asentían constantemente.
—Puedo atestiguar, por cierto, que le oí decir extraños encantamientos mientras tenía fiebre, hace un año.
—Y yo, por supuesto, he investigado muchos sucesos extraños — confirmó el alguacil—, desde que Lily Christian y sus hermanos llegaron a Highcross.
—Oh, reverendo Buxby — suspiró la más joven de las mujeres, mirando al párroco con total fascinación—, me dan miedo los embrujos que usted ha descrito. Y fue ella, por supuesto, la que me hizo caer y fracturarme la pierna. Y el pobre Hartwell...
—Bueno, bueno, Mary Ann, tranquilízate — aconsejó la señora Fordham a su hija — o te desmayarás por falta de aliento.
—¿Acaso no tiene ayudantes? — insistió el párroco—. ¿Ese caballo que sólo se deja montar por ella? ¿Esas criaturas salvajes del Nuevo Mundo? ¿Y cómo se explica la facilidad con que escapó aquella noche? Saltó sobre el lomo de su ayudante y desapareció en el cielo, entre relámpagos y truenos. Desde entonces no se ha oído una palabra de ellos, ningún mortal los ha visto. Para confundirnos llegó a enviar sus instrumentos de Satán a burlarse de nosotros, en nuestra propia iglesia. De eso todos somos testigos.
¿Y acaso no flota en el agua? ¿No hemos oído todas las brujerías que canta a su príncipe de las tinieblas? — Plegó las manos ante sí, con la vista fija en el médico. — Usted ha examinado a Lily Christian. Por casualidad, ¿no recuerda haber visto la marca del demonio en su persona? Eso sería, en verdad, prueba irrefutable de su culpabilidad.
—Bueno... — El médico hizo una pausa pensativo. — No recuerdo haber visto nada de eso. Tendría que examinarla otra vez.
—Por supuesto, doctor. Las brujas son muy astutas cuando se trata de ocultar esas marcas. Pero Lily Christian no podrá negar sus pecados cuando yo le aplique la persuasión necesaria. Son pocos los que pueden soportar mucho tiempo con la cabeza fuertemente atada o con alfileres clavados en el cuerpo. A menos que sean brujos, por supuesto, pues entonces no siente dolor. ¡Antes de que yo termine la veré arder junto con sus hermanos!
—¡Cómo se atreve! — gritó Simon Whitelaw, irrumpiendo en el salón.
Sus ocupantes se llevaron tal sobresalto que Mary Ann Fordham lanzó un alarido y quedó sollozando histéricamente, creyendo verse ante el mismo demonio. Hasta el reverendo Buxby tuvo un momento de espanto, creyendo que había llegado demasiado lejos en sus exhortaciones.
—¡Oh, señor, debo protestar! — balbuceó el ofendido lacayo, levantándose del suelo, pues el hombro de ese rudo caballerito lo había despatarrado allí.
Simon Whitelaw, sin prestarle la menor atención, enfrentó a los otros presentes, totalmente indignado. Su mirada se fijó en un hombre, particularmente.
—¡Y usted, señor, tendrá mucho que explicar! ¡Tenemos que hablar seriamente, Hartwell Barclay!
Barclay, sentado en un sillón junto al fuego, con la pierna rígida y apoyada en un banquillo, abrió la boca para hablar, pero pareció quedarse sin palabras.
Simon descargó entonces su iracunda indignación contra el reverendo Buxby y los dos caballeros. Su voz fría e imperiosa sonaba como un eco lejano de Basil Whitelaw al presentar en tribunales un caso que pensaba rechazar totalmente.
—Antes de que inicien esa caza de brujas, les aconsejo que recuerden muy bien con quién están tratando. Esa niña inocente a la que pretenden quemar es, casualmente, hermana mía, hija de sir Basil Whitelaw, que fue consejero de confianza de Isabel Tudor y viejo amigo de William Cecil, lord Burghley. Mi padrastro, sir William Davies, desempeña un papel muy elevado en la Corte. Mi tía que adora a Dulcie, es lady Artemis Penmorley, esposa de uno de los hombres más ricos e influyentes de Inglaterra. Valentine Whitelaw, mi tío, no carece de influencia propia, pues Isabel lo cuenta entre sus favoritos y sus hazañas como corsario son bien conocidas. Nunca ha tenido problemas al enfrentarse con los enemigos de su Reina. La supuesta bruja de la que hablan ha sido recibida en la Corte por Isabel. Hasta se habla de que la Reina quiere que sea una de sus damas. Su Majestad se mostraría muy disgustada si oyera las calumnias que ustedes están divulgando. Entre los ardientes admiradores de Lily Christian se cuentan Thomas Sandrick, sir Christopher Hatton y Philip Sidney, que elevarían elocuentes voces para defenderla. De modo que, antes de llevar más allá de esta sala esa caza de brujas, recuerden que van a enfrentarse a gente poderosa.
La voz de Simon temblaba de rabia y miedo, pero no tenía por qué preocuparse: sus argumentos habían resultado muy efectivos. Hartwell Barclay recobró, por fin, la voz. Extendiendo las manos en un ademán suplicante, con cara de confundida inocencia, balbuceó:
—Oh, por favor, usted ha comprendido mal. He estado tratando de explicar al buen reverendo y al alguacil, que sólo quieren defenderme, que no existió tal intento de asesinato. Buen Dios, no. La cocinera es una mujer excitable; al entrar en la alcoba de Lily me vio inconsciente en esa tina y se confundió.
La expresión de Simon Whitelaw lo obligó a continuar:
—Oh, sí, claro, usted se pregunta qué hacía yo en la alcoba de la querida niña. Bueno, es una historia larga.
—Tengo tiempo de sobra, señor Barclay — dijo el joven, suavemente.
—Sí, bueno... La niña es propensa a las pesadillas. Sólo fui a ver si estaba bien. Permítame recordarle, joven, que soy su tutor. Al entrar a la alcoba (que, por desgracia, estaba ocupada en ese momento por la pequeña Dulcie y la criada, no podría decir por qué), me encontré en un verdadero alboroto. Esa tonta muchacha creyó que la iba a atacar y empezó a gritar como una loca. Entonces el perro me atacó. Al huir, tratando de salvarme, tropecé con la tina, me quebré un tobillo y quedé inconsciente. Todavía no sé dónde estaba Lily, mientras tanto, pero tengo entendido que la cocinera la vio allí al entrar y supuso que me habían hecho algo malo. Naturalmente, al recobrar la conciencia expliqué a las autoridades que todo era un trágico malentendido. Al día siguiente todo estaba aclarado. — Rió, tratando de restar importancia a las cosas. — Pero Lily, pobre querida, había huido con los Odell y esta tonta de Tillie. Ahora bien, estas buenas personas, profundamente preocupadas por mí, no creyeron mis explicaciones. Sospechaban de Lily, que es una joven muy excéntrica, como usted admitirá, y pensaron que yo sólo trataba de proteger a mis pupilos. Por eso siguen investigando lo que ocurrió esa noche e interrogan a todos. Pero, tal como yo iba a decir cuando usted entró tan súbitamente, insisto en que todo esto se deje como estaba. ¿Está de acuerdo, reverendo Buxby? ¿Usted, doctor Wolton? ¿Alguacil? No quiero oír una palabra más sobre este asunto, y estoy seguro de que ustedes están de acuerdo.
—¡Por supuesto! Ha sido un lamentable error.
—Naturalmente. No hará falta presentar cargos y no hay órdenes de arresto.
Sólo el reverendo Buxby guardó un ominoso silencio, probablemente porque se había quedado sin aliento. La señora Fordham suspiró.
—Pobre niña, qué tragedia. Si hubiera acudido a mí, que soy como una madre para ella...
—¡Pero mamá! — sollozó la hija—. ¿No dijiste que, si quitábamos a Lily Christian de en medio, yo sería la señora de...?
—¡Qué tonterías, criatura! Estás perturbada otra vez. No sé que voy a hacer contigo.
Simon Whitelaw no había apartado la vista de Hartwell Barclay, que se secaba la transpiración con un gran pañuelo.
—¿Cuándo ocurrió todo esto?
—Bueno, no hace mucho — respondió el hombre.
—¿Conque no hace mucho? — repitió Simon cortés—. Me parece que cinco meses es mucho tiempo, considerando que sus pupilos han desaparecido, señor Barclay. Realmente me sorprende que no haya tenido tiempo de informar a mi familia de esta situación.
El interrogado se aclaró la garganta.
—Estuve muy enfermo a raíz del accidente. Esperaba que volvieran sin necesidad de inquietar a su familia. Ni siquiera quiero pensar lo que puede haber sido de ellos, pobrecitos, solos y sin protección por esos caminos...
—Haga entonces que este buen reverendo rece por usted, señor, por sí mismo y por estas buenas gentes. Si algo les ha ocurrido a mi hermanita, a Lily o a Tristram, todos ustedes desearán haber muerto esa noche.
Y Simon Whitelaw, girando en redondo, abandonó la sala. Su caballo aún estaba donde él lo había dejado. Al montar vio que un palafrenero de aspecto malhumorado cruzaba el patio.
—Me imaginé que no iba a tardar mucho en salir — fue su saludo.
Simon lo miró fijamente disgustado.
—Qué perceptivo.
—Bueno, no sé qué es eso, pero sé que no soy tonto y que puedo contarle muchas cosas, si me retribuye con algún dinero. Uno tiene que pensar en el futuro.
—Ajá.
—Oh, yo siempre veo quiénes entran en esta casa, quiénes van y vienen.
—Usted es Hollings, ¿no? ¿Qué puede decirme de esa noche y de la mañana siguiente al supuesto asesinato de Hartwell Barclay? — preguntó Simon, mientras sacaba una bolsita de cuero del bolsillo y la sopesaba en la mano.
Hollings sonrió, humedeciéndose los labios agrietados. Después de echar una mirada conspiratoria alrededor, dijo:
—Un caballero tan inteligente como usted no creerá esa historia de que la señorita Lily tuvo una pesadilla y él quiso tranquilizarla, ¿no? El señor ha estado tratando de metérsele en la cama desde que ella vino a esta casa. Sobre todo en los últimos tiempos, cuando se puso tan bonita. Había que ver cómo la miraba. Apostaría a que, si la señorita apareciera, podría decir cosas muy distintas de las que él cuenta.
—¿Y dónde se podría encontrar a Lily Christian? — preguntó Simon, balanceando la bolsa ante la nariz del hombre.
—Supongo que ella y los otros han buscado dónde esconderse, pensando que los perseguirían por asesinar al señor. Lo más probable es que hayan ido a casa de Maire Lester. Era la única, aparte de usted y su familia, que se interesaba por ellos tres.
—¡Por supuesto! — musitó el joven—. Lily sabía que tío Valentine estaba navegando, tía Artemis en Cornwall, inmovilizada por su embarazo, y tía Quinta en Escocia. Pero, ¿por qué no acudió a mí? ¡Oh, claro! Le comenté que iba a viajar por Europa. No sabía que había cambiado de planes. ¡Maldición!
—Ejem, señor... ¿No se olvida de algo? — le recordó Hollings, viendo que aún tenía la bolsa apretada en el puño.
—¿Dónde vive Maire Lester? — preguntó aún Simon, sin entregar la bolsa.
—Bueno, eso no lo sé. Pero tenía una hermana viuda en el Norte.
—¿Dónde?
—En Warwickshire, si no me equivoco.
—¿En qué aldea?
—Ah, eso es mucho preguntar.
—Vamos, haga un esfuerzo — insistió Simon, echando algunas monedas en la palma de su mano.
—Y tenía una sobrina en Coventry. ¿Cómo se llamaba la aldea? Algo de on-Avon.
—¿Stratford-upon-Avon?
—¡Oh, sí, señor! ¡Qué sagaz es usted!
—Toma esto, te lo mereces. Y gracias — dijo el joven entregándole la bolsa entera.
—Sé que pasaron por el molino, porque Romney Lee, el cuñado del molinero, vino a preguntar qué había pasado. Cuando se enteró de que el señor, por desgracia, estaba bien, dijo que había visto a la señorita Christian y a los otros, camino de Londres, pasando por el molino. Todos los aldeanos fueron hacia allí, pero no los encontraron en la ruta.
Simon Whitelaw inició la marcha hacia Londres ceñudo. Deseaba que Valentine Whitelaw estuviera ya en Inglaterra. El sabría cómo tratar a esas personas que habían hecho huir a Lily, Tristram y Dulcie. El encontraría a Lily.