8

Era la víspera de Epifanía cuando Valentine Whitelaw llegó a Whiteswood. Coronando una ladera, a la distancia, doce fogatas ceremoniales ardían en círculo en torno a una más grande. En todo el condado, en la aldea, los campos y el bosquecillo, se estaba llevando a cabo la antigua ceremonia de bendecir una tierra generosa. Nobles y comunes por igual brindaban con bebida añeja.

Las armas de los Whitelaw estaban sumidas en la sombra. Los jinetes pasaron bajo el arco para entrar en el patio empedrado. Mientras desmontaban, un hombre anciano, con las mangas remangadas hasta el codo, salió corriendo de la caseta de vigilancia.

—¡Señor Valentine! ¡Qué alegría verlo! — gritó el anciano, al reconocer al intruso—. El señor y la señora se sentirán muy felices de tenerlo aquí otra vez.

—¿Están presentes sir William y lady Elspeth? Necesito hablar con ellos cuanto antes, en privado.

—Se fueron hace una hora para asistir a las festividades — le informó el guardián—. Pero es muy probable que vuelvan pronto. Ahora, ¿por qué no entra a la casa y se calienta ante el fuego, señor Valentine?

El joven, asaltado por sentimientos confusos, entró en Whiteswood. En la intimidad de la sala donde sir William atendía todo lo relativo a la propiedad, esperó el regreso de los dueños de la casa, paseándose ante el hogar encendido, inquieto. ¿Cómo decir a sir William que tal vez ya no fuera el amo de Whiteswood, que su matrimonio con Elspeth podía ser bígamo? ¿Y sus hijos, bastardos?

¿Cómo relatar la feliz noticia de que Basil bien podía estar vivo, sabiendo que con eso destruía la existencia del nuevo esposo? ¿Y Elspeth? Se había entregado a otro hombre creyendo muerto a Basil. Tenía con él dos hijos, varón y mujer; lo creía su esposo legal. ¿Y Simon? Había aprendido a considerar a sir William un segundo padre; entre ambos existía un profundo afecto.

Y el retorno de Basil a Whiteswood era casi seguro. Valentine recordó la irrupción de George Hargraves en la taberna con la asombrosa noticia.

Después de calmar al excitable George, Valentine le había sonsacado, poco a poco, la historia. En la Taberna del Diablo, su amigo había oído que alguien pedía ver a Whitelaw, diciendo que le habían indicado buscarlo allí. George, hombre curioso, no quiso darle la dirección del capitán, por si aquel hombre tenía alguna cuenta que arreglar; en cambio, se informó de lo que le impulsaba a buscar a Valentine.

Después de cierta resistencia, el hombre reveló que se llamaba Randall. Su hermano Joshua, contramaestre de Geoffrey Christian, acababa de volver a Londres, aunque se le creía muerto desde hacía siete años.

Al hundirse el Arion Joshua Randall y otros habían sido rescatados por los españoles. Tras vivir varios años casi como esclavo, primero en la casa de un hidalgo, después a bordo de un galeón, había sido liberado por filibusteros ingleses al sur de las Azores. Jemmy, dijo que su hermano estaba moribundo y que vivía muy preocupado por los pasajeros a quienes había abandonado en la costa.

Allí terminaba el relato de Jemmy Randall. Valentine acudió al alojamiento donde Joshua Randall agonizaba. Reconoció con trabajo al enflaquecido contramaestre del Arion.

—¿El joven señor Whitelaw? ¿No estoy soñando? — susurró el hombre, febril.

—Aquí estoy, maestro Randall — le aseguró Valentine, tomándole la mano temblorosa.

El calor de sus dedos pareció calmar al enfermo, que, entre lágrimas, le contó su historia.

—Y el capitán luchó hasta el fin. Maldecía sin cesar. Al principio me pareció que íbamos a ganar; pero el capitán estaba herido en el pecho y sangraba mucho. Murió antes de que los malditos pudieran hundir el barco.

—Su hermano dice que el capitán Christian envió a la costa a su esposa, a su hija y a Basil, ¿no? — interrogó suavemente el joven.

—Sí, así fue. Los envió con el joven Lawson; yo lo vi remar hasta la costa antes de que empezara el combate. Cuando el Arion naufragó, Eddie Lawson volvió a remo para tratar de rescatarnos. Era un buen muchacho. Pero los muy malditos lo hicieron volar. Pobre Eddie — murmuró el enfermo con voz gangosa—. Al principio pensé que doña Magdalena y la dulce señorita Lily estaban en el bote, porque así lo había planeado el capitán. Menos mal que el capitán no vio aquello.

—¿Qué era lo planeado?

—Que, si nos hundíamos, Lawson las llevara a remo hasta uno de los galeones. Como la señora era española, el capitán supuso que los enviarían a Santo Domingo sin hacerles daño. Pero se equivocó. Si las mujeres y sir Basil hubieran estado en ese bote, los habrían matado. Los españoles rescataron a algunos; ojalá me hubieran comido los tiburones, como al resto. De pronto, aferrando la camisa de Valentine, gritó:

—¡Fue una trampa, señor Whitelaw! ¡Nos estaban esperando antes de que llegáramos al golfo! ¡No pudimos contra ellos!

—Pero tú sobreviviste, Joshua. Los derrotaste. ¿Dibujaste algún mapa con la ubicación de esa isla?

—Sí, señor Whitelaw — afirmó Joshua, con una mirada de complicidad—. Me preocupaba que la pequeña señorita Lily quedara abandonada.

—Yo los voy a encontrar, Joshua. A doña Magdalena, a Lily y a mi hermano. Los traeré a casa — prometió Valentine al moribundo.

El enfermo se dejó caer en un sueño inquieto, pero con expresión satisfecha. El mapa estaba ya en poder del joven capitán, que se había ocupado de brindarle atención médica y dinero.

Un leño se derrumbó en el hogar, sobresaltándolo. Palpando el pergamino plegado contra su pecho, se preguntó qué hallaría en la isla marcada con una X en el mapa de Joshua Randall. En ese momento se abrió la puerta.

—¡Tío Valentine! — gritó Simon Whitelaw, al ver a aquel hombre alto y bronceado inmóvil junto al hogar—. ¡Estaba seguro de que vendrías!

—¡Simon! — exclamó Valentine, poniéndole las manos en los hombros—. Has crecido treinta centímetros desde la última vez que te vi.

Había sufrido un sobresalto al verlo. El muchachito era alto para su edad; los huesos le sobresalían por todas partes. El parecido con su padre era asombroso; debía de ser un recordatorio constante para Elspeth y sir William del hombre que lo engendrara.

—Querido Valentine — saludó lady Elspeth con cariño—, cuánto me alegro de verte otra vez. Oh, qué flaco estás. Tendremos que rellenarte un poco esos huesos. Pero me dice el mayordomo que no piensas quedarte.

—¿Cómo es esto, Valentine? — reclamó sir William enrojeciendo—. Whiteswood sigue siendo tu casa. Siempre quise que tú, tu hermana y tu tía os sintierais en libertad de habitarla a voluntad.

—Gracias, sir William. — Valentine se sentía más incómodo que nunca. Miró a Simon un momento antes de volverse hacia los mayores. — Tenemos que hablar. Sólo puedo quedarme esta noche, pero ya comprenderán el motivo de mi prisa.

Sir William interpretó correctamente la tensión que nublaba la frente del joven. En cuanto este hubo saludado a los dos hijitos de la pareja, Wilfred, de cinco años, y la pequeña Betsy, los tres pasaron al gran salón de la planta baja.

El fuego se había consumido mientras Valentine contaba a Elspeth y a sir William el extraño relato que se iniciara el día anterior. Por fin alargó las manos, sintiéndose impotente.

—No quería que lo supieran de otra boca que la mía. La noticia de que Basil puede estar con vida se extenderá por todo Londres. Sir William se levantó. De pronto se le veía anciano y derrotado, vacilante. Valentine disimuló su piedad por ese hombre, una hora antes tan lleno de felicidad.

—Sé que debes ir a buscarlos, Valentine. No puedes hacer otra cosa. Que sea la voluntad de Dios.

Y se retiró, sin decir otra palabra.

Elspeth levantó la cabeza, aún serena. Pero en los ojos se revelaba el tormento.

—Por siete años, Valentine, lo he creído muerto. Lo amé como a nadie más. Al principio me costó aceptar su muerte, pero volví a encontrar la felicidad y he llegado a amar profundamente a William. ¿Comprendes lo que digo?

—Sí.

—¿Cómo pueden mezclarse así la felicidad y la tristeza? Cuando dijiste que Basil podía estar con vida, mi felicidad no tuvo límites. Pero ahora comprendo que, si él vive, mi existencia con William y nuestros hijos ha terminado. ¿Qué vamos a hacer, Valentine?

Antes de que el joven pudiera responder, le alargó una mano. Él se la tomó y la ayudó a levantarse.

—Que Dios bendiga tu viaje, Valentine — dijo, serenamente.

Lo miró largo rato. Luego salió, como sir William, de aquella gran sala en donde Basil Whitelaw desempeñara, en otros tiempos, sus funciones de amo de la propiedad.

Highcross Court, hogar de la familia Christian desde hacía varias generaciones, parecía desierto, muy diferente a como él lo recordaba. En vida de Geoffrey Christian y Magdalena había estado lleno de luz y de risas.

—¿El señor lo espera? — preguntó el palafrenero dubitativo.

—Dígale que Valentine Whitelaw quiere verlo.

—Tendrá que esperar un buen rato, porque está posando para su retrato. Creo que iba a regalárselo a la Reina para Año Nuevo, pero no lo han invitado a la Corte.

Y el mozo, encogiéndose de hombros, le dejó el camino libre para volver a los establos, mientras estudiaba subrepticiamente a aquel hombre grandote, de sombrero raro.

El interior de la casa estaba frío y desierto. No había hogares encendidos. Una joven criada apareció cargada con dos cántaros de agua jabonosa. Al ver a los dos hombres lanzó un grito de susto y dejó caer los cántaros. El contenido estuvo a punto de mojar los elegantes zapatos del visitante.

—Por favor, señor, no diga al amo lo que he hecho — rogó—. Anoche me dejó sin cenar por volcar su vino. Si se entera de esto... Valentine sonrió.

—No ha pasado nada. Quisiera hablar con tu amo. ¿Dónde está?

—Oh, señor... en la galería — susurró la jovencita, señalando hacia arriba.

—Gracias. Busca a alguien para que te ayude a limpiar esto.

—Soy la única. El amo despidió a los demás; dijo que había demasiados holgazanes en la casa. Pero lo limpiaré enseguida. Al ver que el apuesto caballero comenzaba a subir la escalera, se atrevió a preguntar:

—¿Seguro que debe verlo, señor?

La sonrisa de Valentine no la tranquilizó; el señor tenía un carácter endiablado y no le gustaría ver a aquél hombre de turbante.

Los dos hombres que ocupaban el extremo de la galería no vieron aproximarse a los dos inesperados visitantes. Hartwell Barclay estaba de pie, con un brazo en jarra, mirando majestuosamente por la ventana.

—Oh, señor Barclay, este retrato será mi mejor obra — exclamó el pintor.

—Por el precio que te pago, tendrá que ser una obra maestra.

Valentine, aún ignorado, se detuvo a mirar el retrato. Tenía poco parecido con el modelo. Representaba a un dios griego, de perfil clásico, pierna musculosa e incuestionable masculinidad. Hartwell Barclay no tenía nada de clásico: nariz bulbosa, ojos muy juntos y papada, pelo descolorido y ralo, sin cintura debido a la gordura.

—Por Dios, tengo el cuello endurecido y me muero de hambre. Cualquiera diría que estás pintando un mural, por el tiempo que te lleva. ¡Basta por ahora! — se quejó Hartwell Barclay entre gruñidos de estómago.

—Me parece bien — concordó el artista, deseoso de mirar algo más agradable para variar—. Podría tomar una cerveza.

—Te has estado bebiendo toda la bodega desde hace meses. Y como yo me paso el día posando, mis sirvientes están de vacaciones. Me estás costando muy caro. Tal vez te deduzca todo esto cuando llegue el momento de pagar esta pintura. Recuérdalo cuando te sirvas la segunda porción de carne.

—Hartwell Barclay — lo saludó Valentine—, siempre generoso como anfitrión. No ha cambiado en nada.

—¿Qué... quién es? — preguntó Hartwell, sobresaltado, tratando de espiar entre las sombras.

—Valentine Whitelaw.

—¿Y quien diablos lo ha dejado entrar? Ya le he dicho que no tengo, ningún interés en esos malditos viajes. ¡Bah! ¡Buscar venganza contra los españoles por hundir el barco de mi primo! Me hicieron un favor. Ahora él ha muerto y yo soy el dueño de Highcross Court.

—Tal vez no — murmuró el visitante con suavidad.

—¿Qué? Está en mi casa. No puede hablarme en ese tono. ¿Y con quién ha venido? ¡Un extranjero pagano! ¡Fuera de mi casa los dos!

—No pienso quedarme.

—O se va ahora mismo o lo hago expulsar por los lacayos. ¿Dónde diablos están esos holgazanes? ¡Odell, Odell! — chilló—. Usted es igual que Geoffrey. Muy audaz, muy valiente, con mujeres a montones. Se reía de mí — agregó, furioso, ardiendo de celos contra su primo difunto—. Se casó con esa papista española sólo para privarme de mi legítima herencia. Pero yo reí último — graznó—. ¡Se hundieron todos juntos!

—Tal vez no — repitió Valentine con gran placer.

La cara de Barclay enrojeció más y más; en él iba creciendo la intranquilidad. Whitelaw no habría ido a Highcross a menos que...

—¿Qué quiere? — preguntó suspicaz.

—No quiero nada.

—¿Qué significa lo que está diciendo? ¡Quiero saber! Valentine sonrió.

—Pensé que le alegraría saber que Geoffrey Christian está muerto, efectivamente.

El hombre miró a Valentine como si lo creyera loco.

—Parece que las noticias llegan tarde. Lo sé desde hace siete años.

—Sí. Lo que no sabe es que Geoffrey Christian envió a su esposa con su hija y mi hermano a tierra, antes de que el Arion se hundiera.

Hartwell Barclay quedó sin aire, como por efectos de un golpe.

—¡Mentiras, mentiras! ¿Cómo se atreve a venir a decirme semejante cosa? ¡Odell Odell! — aulló, histérico, mirando hacia abajo.

Por fin, con un grito de rabia, salió desde detrás de su propio retrato para enfrentarse a su torturador.

—¡Esa ramera española y su cría no pueden estar con vida! ¡Imposible! ¡Highcross es mío! — barbotó, golpeando el suelo con los pies como para pisotear esa posibilidad.

Valentine le echó una mirada y le volvió la espalda, asqueado.

—Piensa ir a rescatarlos, ¿no? ¡Maldito! ¡Odell! ¡Odell! Barclay, olvidando momentáneamente el miedo que le inspiraba Valentine, se lanzó contra aquel hombre, que se alejaba con tanto desprecio.

—¡Deben estar muertas! ¡Por Dios, han pasado siete años! ¡Están muertas! ¡Muertas, dije! No encontrará tampoco a su hermano. ¡Le digo que murieron todos! No pierda tiempo ni dinero en ir a buscarlos. Si no va le daré una buena recompensa. Soy rico, ¡mucho más rico que usted! Podría invertir en uno de sus viajes. ¡No hallará a nadie allá!

Valentine y el turco iban ya por la mitad de la escalera. Los dos lacayos, los hermanos Odell, iban a subir, pero divisaron el brillo en los ojos de Mustafá y decidieron que no valía la pena morir por el amo.

—¡No los dejen salir! — gritaba Hartwell Barclay frenético.

Los criados no eran tan tontos. Mientras retrocedían por el vestíbulo, tumbaron de un puntapié uno de los cántaros de agua y levantaron en vilo a la fregona, para refugiarse con ella en las cocinas, muy sonrientes.

Valentine se volvió desde la puerta, a tiempo para ver que el amo resbalaba en el suelo mojado y aterrizaba sobre el carnoso trasero. Sonreía levemente al montar. Pero mientras se alejaba de allí no pudo dejar de recordar las palabras de Barclay: "Murieron todos, murieron todos... ".

Espero que tengas razón y que la niña de Christian haya muerto — juró Raymond Valchamps, mientras se paseaba, nervioso.

—Siete años es mucho tiempo — replicó el hombre, de pie junto a la ventana, de espaldas a la habitación.

—¡Maldito sea! ¿Quién hubiera pensado que las enviaría a tierra? Si esa criatura contó a Whitelaw lo que vio en Santo Domingo, estamos viviendo de tiempo prestado desde hace siete años. ¿Crees que Pedro sabía esto?

—No me extrañaría que lo supiera desde el principio — respondió el otro, tras una pausa.

—Pudo decírnoslo. Habríamos ido a tierra para asegurarnos de que murieran. Si esa niña vive es una amenaza para nosotros.

—¿Y en qué isla la desembarcaron? Había incontables islotes en esa zona. No las habrías encontrado nunca. Ese desafortunado incidente debió quedar en el pasado.

—¿En qué pasado? Isabel todavía está viva. ¿Te has olvidado de la verdadera fe, de las persecuciones? Ojalá hubiera otra matanza de San Bartolomé — musitó Valchamps, angustiado.

El otro suspiró.

—No creo que podamos triunfar con el derramamiento de sangre.

—¡No hay otro modo! ¿Todavía piensas que Isabel puede casarse con un católico? Oh, es astuta; está jugando a esa posibilidad desde que Felipe II empezó a cortejarla, pensando agregar Inglaterra a su imperio por ese matrimonio. Pero ella lo engañó y sigue haciéndolo. Siempre nos dicen que debemos esperar. ¿A qué tanto miedo de derramar un poco de sangre inglesa?

—Una rebelión podría costarnos muy cara si ascendiera al poder la gente inadecuada — observó el otro, tratando de calmarlo—. Aunque viéramos restaurada en nuestra tierra la verdadera fe, no deseo que los españoles invadan Inglaterra.

—Pero mientras estamos cruzados de brazos Isabel sigue en el trono. ¡No lo olvides!

—No olvides tú, mi acalorado amigo — comentó el hombre de la ventana, compasivo—, que tenemos la suerte de estar vivos. Otros han ido al cadalso. Tal vez estemos destinados a prestar ayuda a quienes portarán nuestras armas, a servir de apoyo a sus esfuerzos.

—Hablas con mucha elocuencia. No has sufrido nada en estos años. Tienes riquezas, poder... No quieres perderlos, ¿verdad? Bueno, entonces reza porque Valentine Whitelaw no encuentre a nadie vivo en esa isla, porque tú y yo podemos perder la cabeza.

Terminaba ya enero. El Madrigal estaba anclado en el puerto de Plymouth, cargando provisiones, mientras su capitán viajaba hacia el Oeste, hasta la salvaje costa de Cornwall.

Su sangre se aceleró al divisar la aldea pesquera. Al otro lado de la bahía, junto a un arroyo que serpenteaba por el fértil valle, estaba Ravindzara, así rebautizada con un término comercial empleado por los comerciantes de Madagascar, desde donde Valentine había traído su primer cargamento, con cuya ganancia había reabierto la casa de su madre, demasiado tiempo vacía.

Su madre, la última de apellido Polgannis, la había heredado del abuelo. Hasta que se construyó la mansión de la familia Penmorley, había sido la casa más grande de la zona, así como los Polgannis la familia más influyente.

El capitán se detuvo en los límites de la propiedad. A pesar del temprano crepúsculo se podía ver el armazón de andamios de la fachada sur, donde estaban agregando un frontispicio. Algún día habría dos alas nuevas, al Este y al Oeste, conectadas por una larga galería. Aún era modesta, en comparación con sus proyectos para el futuro; el Madrigal tendría que retornar de muchos viajes provechosos antes de que fuera posible iniciar la construcción.

Pero bastaba con que Ravindzara fuera suya. Tenía un techo sobre su cabeza; su tía y su hermana, un hogar al que consideraban propio.

Valentine ignoró el llamador de bronce y entró sin anunciarse. Un par de criadas estaban tendiendo la larga mesa de banquetes; había más de dos cubiertos, como si las mujeres de la casa estuvieran preparadas para recibirlo en cualquier momento.

—¿Quién dejó la puerta sin cerrojo? — Se quejó un lacayo, al sentir la ráfaga helada entre las piernas.

—¡Es el señor! — exclamó una de las criadas.

Valentine saludó a los criados y preguntó por su tía y su prima. De inmediato entró, a la sala llamando:

—¡Tía Quinta! ¡Artemis!

De inmediato se detuvo, sorprendido.

—¡Valentine! — exclamaron a coro las mujeres de la casa al verlo vacilar en el umbral.

Quinta, mujer alta y delgada, de pelo oscuro, que promediaba la cincuentena, se apresuró a abrazarlo. Era atractiva, aunque algo excéntrica; modificaba la ropa moderna para convertirla en prendas exóticas. Artemis se acercó renqueando y él la envolvió en sus brazos.

—¿Estás bien? — preguntó él, mirándola a los ojos.

Eran de un azul más claro que el suyo. La cabellera era tan negra como la del hermano: luchaba por escapar de la trenza que ella había enroscado como una corona a su cabeza.

—¿Cómo no voy a estar bien, sabiendo que Basil vive? — respondió ella, radiante de felicidad—. Oh, Valentine, ya nos hemos enterado.

Hasta ese momento, el caballero que disfrutaba del calor del hogar había permanecido sentado. Por fin se levantó y saludó a su anfitrión con un gesto de cabeza.

—La semana pasada, al venir de Londres, vine a presentar mis respetos a las señoras, suponiendo que tú ya las habías informado. Al saber que aún no habías llegado a casa, no quise dejarlas sin compartir con ellas la alentadora nueva — explicó sir Rodger Penmorley.

Valentine saludó con serenidad a su vecino. Luego notó, por primera vez, a la encantadora joven que había permanecido sentada a su lado.

—¡Honoria!

—Valentine — saludó ella, con cierta altanería, casta y hermosa junto al fuego, todo lo que una joven bien criada debe ser.

—Hemos insistido desvergonzadamente para que el pobre Rodger nos cuente cuanto sabe sobre Basil — confió Artemis, ruborizada—. Si no tuvieras que hacerte otra vez a la mar para rescatar a Basil, me sentiría tan feliz... No creo que pueda comer ni dormir mientras tú y Basil no regreséis.

—Parece que nuestras plegarias han tenido respuesta — agregó Quinta—. Pero ya es hora de cenar.

Rodger intentó protestar, pues, a pesar de la aparente cordialidad, había una larga rivalidad entre las dos familias, sobre todo entre los dos hijos menores, la más reciente de las cuales había sido por la mano de Cordelia Howard.

—Insisto en que cenen con nosotros — dijo Valentine—. Excúsenme unos minutos mientras me cambio. Estoy lleno de barro.

—Claro, el viaje es largo desde Londres — reconoció sir Rodger.

—En realidad, vine sólo desde Plymouth. El Madrigal está anclado allí por cuestiones de negocios.

—Ah, sí. Creo que sir Humphrey Gilbert es uno de tus patrocinadores, ¿verdad? Si necesitas... Bueno, tal vez en otra oportunidad.

Valentine había dado unos pocos pasos por el corredor cuando su tía se apresuró a alcanzarlo.

—Querido, no quiero demorarte, pero quisiera saber cómo han tomado la noticia Elspeth y sir William. No podía preguntarlo frente a sir Rodger y Honoria.

—Hubiera preferido enfrentarme a mil cañones en vez de decirles eso — reconoció Valentine.

—Una situación difícil, querido. ¿Y Simon?

—No lo sabe. Por si...

—¿Por si Basil no sobrevivió? — completó Quinta—. No sería justo hacerle concebir esperanzas y que todo terminara en nada. — La tía, después de expresar los más grandes temores de Valentine, suspiró. — Ojalá hubiera podido ocultárselo a Artemis. Adoraba a Basil, que era como un padre para ella. Quedaría destrozada si... Pero no quiero pensar en eso. Basil tiene que estar vivo. Y ahora ya te he demorado mucho; has de estar muerto de hambre. Querido, recuerda, por tu propio bien, que cuanto encuentres en esa isla es el destino.

Temía que él no aceptara la verdad cuando la descubriera, allá lejos. Valentine se demoró un momento junto a las ventanas, con la vista perdida en la oscuridad, escuchando el inquieto rumor del mar, que nunca le había parecido tan triste.