20
—¡Tortas de canela! ¡Tortas de canela recién sacadas del horno! — anunciaba la niñita, agitando una pandereta sobre la cabeza a la vez que giraba frente al alegre carrito tirado por un mastín.
Sus aros dorados, su collar de conchillas y el colorido ropaje le daban el aspecto de un ser exótico.
¡Ramilletes! ¡Ramilletes aromáticos!
—Baila, baila, Dulce Rosa — dijo un apuesto joven.
Sus hábiles dedos arrancaron una alegre melodía al laúd. La niñita danzaba, girando cada vez a mayor velocidad. Corrió en las puntas de sus zapatillas hasta el carrito. Volvió con una torta para él y tornó a girar entre la muchedumbre, con una brazada de flores. El trovador, mirando a hurtadillas a la bella joven que atendía el carrito, inició otra balada.
Al terminar, después de una profunda reverencia, se levantó para pasearse entre los presentes con el sombrero en la mano, recibiendo las monedas con sonrisas. Se oían alrededor los pregones de otros vendedores. El aroma de las carnes asadas y los guisos llenaba el aire.
—Hemos vendido todas las tortas, salvo esta, Lily — comentó Dulcie, mirando la última con hambre.
—Eso no es bueno para el negocio. Será mejor que la hagas desaparecer cuanto antes, Dulcie — aconsejó la hermana.
La niña, con velocidad de mago, no dejó de la torta más que unas migas alrededor de su mentón.
—¡Eh! — llamó Tristram, acercándose—. ¿Habéis vendido todas las tortas? ¡No quedó ni una! Y los ramilletes no se comen. ¿Estará rico el papagayo asado?
—¿No has comido nada en todo el día?
—Estaba muy ocupado haciendo malabares. La vieja María me dio un bollo cuando pasé por su puesto. Pero me miró con cara rara. Dice que vayas más tarde — agregó—. Quiere leerte las manos sin cobrarte, Lily. Lily quedó sorprendida, pues la vieja María nunca hacía nada gratuitamente, a menos que le conviniera. — Rafael tiene sed, Lily.
—¿Por qué no llevas a Dulcie y el carrito al campamento para que Tillie os dé de comer? Yo veré si puedo vender el resto de los ramos.
Recogió la canastilla y apretó el paso, pensando que, si podía venderlos, tal vez le alcanzara el dinero para comprar unos pichones asados. Sería una grata sorpresa para los otros.
No tenía por qué preocuparse. Apenas había comenzado a dar a conocer con grandes voces sus ramos, cuando se vio rodeada de varios jóvenes ansiosos de concentrar su atención, aunque para eso tuvieran que comprar flores.
Alguien la tomó por la cintura, como si tuviera todo el derecho del mundo. Lily giró en redondo, indignada, pero sonrió con alivio al encontrarse frente al rostro sonriente de Romney Lee.
—Me pareció mejor hacer saber a estos jóvenes galantes que pueden regodearse la vista contigo, pero nada más, si aprecian la vida — dijo.
A pesar del calor, la piel húmeda de Lily expelía un dulce aroma. Olía siempre como si acabara de frotarse con aceites perfumados. Su aliento era, invariablemente, fresco, sin la acritud de las bebidas o las fuertes especias.
—¿Rom? — inquirió ella, observando que el muchacho guardaba silencio y la observaba, preocupado.
—Disculpa, estaba soñando.
—Estás cansado. No puedes seguir ocupándote de nuestros problemas y de los tuyos al mismo tiempo.
Llenos los ojos de cálida amistad, lo tomó del brazo para caminar junto a él.
Romney Lee se sorprendió al experimentar un incómodo sobresalto. Llevaba mucho tiempo esperando esa intimidad entre ambos. Pero en aquel momento, el saber que le había mentido lo hacía sentir culpable. Eso era extraño para el muchacho, que había llegado a creerse carente de toda conciencia.
Apartó la vista, incapaz de enfrentarse a aquellos ojos claros. La había engañado. Ella, al ofrecerle su amistad, quizá más que eso, lo hacía sentirse como un verdadero ladrón. Había traicionado su confianza, pensando sólo en sí mismo, sin consideración por el miedo que debía sufrir ella, creyéndose responsable de una muerte.
Había sido muy fácil. Al romper el día, tras dejar a Lily y a su grupo ocultos tras el molino, había ido a la aldea para averiguar todo lo posible.
El palafrenero estaba en la taberna, contando la historia una y otra vez. Al volver a Highcross, con el médico y el alguacil, habían descubierto a Hartwell Barclay aullando y forcejeando para salir de la tina. Murmuraba constantemente que había sido un accidente, que no había pasado nada; parecía casi culpable. Después había caído en la inconsciencia o en el estupor, tal vez por la prodigiosa cantidad de licor consumido. Empero, como nadie había interrogado a Lily Christian y a los otros, las autoridades continuaban con la búsqueda.
Rom recordaba que había hecho un esfuerzo para no sonreír de satisfacción al volver al molino para decirles que debían abandonar la zona, pues la policía los buscaba por el asesinato de Barclay, y sugerirles que se unieran a su banda de vendedores y vagabundos. Más adelante trató de convencerse de que había actuado así por el bien de Lily y su familia, conociendo a Hartwell Barclay como lo conocía.
—No soy como él — murmuró suavemente, cerrando los ojos—. Yo no.
Echó un vistazo a Lily, lleno de remordimientos, pero ella no había captado sus palabras. Miraba hacia adelante, olvidada de cuanto la rodeaba. Miraba fijamente a un hombre entre la multitud, con una extraña expresión, a un tiempo anhelante y altanera, que extrañó a Romney. Pero lo que más lo asustó fue el deseo que, momentáneamente, revelaron sus ojos verdes al cruzarse con la audaz mirada de ese desconocido.
El muchacho estudió al caballero con creciente suspicacia y antipatía. Era de la nobleza, sin duda, a juzgar por la finura de sus ropas de montar. Pero no se trataba de un cortesano habituado a vivir entre lujos, pues su rostro estaba bronceado por el sol y se le veía musculoso, nervudo.
Miraba a Lily fijamente, sin vacilar. Romney Lee experimentó un súbito miedo.
Ella lo conocía.
Lily sintió que el corazón, enloquecido, le dificultaba la respiración. Trató de recobrar el aliento, entreabriendo los labios, sin apartar la vista de Valentine Whitelaw. No podía creer en sus propios ojos y sus propias sensaciones la asustaban. Había esperado descubrir, al verlo nuevamente, que su ciega adoración juvenil por él hubiera pasado, pero era más fuerte que nunca. Sobre todo cuando los ojos entornados del capitán se fijaron en los de ella.
Nunca, hasta entonces, la había mirado con tal ardor. A Cordelia, a Honoria, sí, pero no a Lily Christian. Ahora la acariciaba con los ojos, como si en verdad la encontrara hermosa. Por un momento creyó que el mundo giraba vertiginosamente a su alrededor.
Ni siquiera se le ocurrió la posibilidad de que él no la hubiera reconocido.
—Valentine — murmuró.
Sus labios se curvaron en una sonrisa tan gentil, tan amorosa, que un hombre, al pasar, olvidó mirar dónde pisaba y embistió a una mujer, cargada con una pértiga de la que pendían dos cántaros llenos de cerveza. Uno de los cántaros golpeó al hombre en la espalda y lo despidió contra otro transeúnte. El sorprendido caballero, que estaba pagando unas tartas, se vio arrojado al suelo. Su bolsa voló hacia la multitud.
—¡Eh! ¡Ven aquí! ¡Me robó la bolsa! — gritó el hombre, viendo que un muchachito harapiento corría por entre el gentío, perseguido por varios de sus sirvientes.
Romney Lee maldijo por lo bajo, pues acababa de reconocer al jovencito como integrante de su banda. Su madre trabajaba como fregona o lavandera, cuando podía, cosa que no ocurría con frecuencia. Era preciso alcanzar al muchachito antes que la multitud, para que no lo ahorcaran. Y si escapaba era posible que los multaran a todos o les clausuraran los puestos, pues el asaltado era un miembro importante de la ciudad.
Lily había desaparecido. La buscó a su alrededor, sorprendido, pero no estaba allí. Mientras se perdía entre el gentío echó una mirada hacia el caballero alto, que tan extrañamente había mirado a Lily. Pero estaba conversando con otra mujer, una dama muy hermosa.
Era, sin duda, una belleza de pelo negro, elegantemente peinada y vestida, aunque su escote era demasiado provocativo. Rom vio que el hombre le besaba la mano. La seductora mirada que ella le echó dijo a Romney que ambos eran amantes. El caballero ya debía de haber olvidado a Lily Christian.
—Conque has vuelto sano y salvo, una vez más — dijo Cordelia Howard a Valentine, observándolo como si memorizara cada uno de sus rasgos—. No has tardado tanto, esta vez.
—Quiero estar en Cornwall cuando Artemis dé a luz — respondió él, cortésmente.
Pero sus ojos revisaban la multitud, impacientes, en busca de la muchacha que lo deslumbró.
—¿Ha sido un viaje provechoso?
—Menos que otros — respondió él, sonriéndole.
Cordelia lamentó, por primera vez, el gran error cometido al no casarse con él a la primera proposición. Rió ásperamente.
—Tú y tus malditos viajes. De no ser por ellos todavía estaríamos juntos.
—No creo que me echaras tanto de menos, Cordelia. Siempre me dijiste que te entretenías con otros en mi ausencia. Y ahora, según creo, corresponde felicitarte.
—Por tu tono se diría que no estás muy de acuerdo — sugirió ella, con la esperanza de que estuviera celoso.
—Nunca me ha gustado mucho Valchamps. Pero si tú eres feliz...
Ella fingió una mirada coqueta para ocultar su resentimiento.
—Pude haber sido muy feliz contigo. Aún no es demasiado tarde. Podríamos intentarlo otra vez — propuso, con un guiño travieso. Si él no aceptaba la propuesta, al menos salvaría el orgullo fingiendo haber hablado en broma—. No me caso hasta el mes próximo.
—No se puede volver atrás, Cordelia.
Esas palabras bastaron para convencerla de que había perdido definitivamente a Valentine Whitelaw.
—¿Piensas quedarte algún tiempo en Londres? — preguntó.
—Hasta que Quinta vuelva de Escocia. Dentro de unos quince días pondremos proa a Cornwall. Quiero visitar a Simon, mi sobrino, y a los niños de Highcross Court — respondió él, sonriendo al pensar en los regalos que traía para ellos.
Estaba decidido a hablar con Hartwell Barclay para llevarlos consigo a Cornwall por un tiempo.
—¡Cómo te ocupas de esos niños! Cualquiera diría que los engendraste — observó Cordelia, con una chispa en los ojos que puso a Valentine en guardia—. Tendré que conseguirte una esposa, querido, para que te llene la casa de hijos.
—Creo que puedo encargarme personalmente de eso, Cordelia.
—¡Oh, por supuesto! Allí está la adorable Honoria Penmorley. Será la esposa ideal.
—Ahora que lo mencionas, estoy convencido de que es muy capaz: sabe manejar una casa, es inteligente, tiene una conversación interesante y goza de muy buena salud. Sí, sus aptitudes son excelentes — comentó Valentine, observando la rigidez que habían tomado los labios de su interlocutora.
—Lo que has descrito, querido mío, es un ama de llaves. A menos que encuentres una dada a la lujuria y dispuesta a recibir paga adicional por calentarte la cama, ¿cómo piensas arreglarte? — Y agregó, tocándole la mejilla enjuta: — De todos modos, no creo que con Honoria te fuera mucho mejor. Es más fría que las piedras. Y tú exiges mucho de una mujer en el lecho.
Valentine inclinó levemente la cabeza.
—Comienzo a darme cuenta de que Valchamps se ha llevado un trofeo. ¿Me permites, Cordelia? Debo ver a varias personas antes de la cena.
—¡Oh, Dios mío, parece que te he tocado en el punto vulnerable! — murmuró ella irritada—. Disculpa, Valentine, no debí hablar mal de Honoria. Espero no haberte inspirado dudas. En verdad, estoy segura de que será una esposa muy... ejem... respetable.
Y su sonrisa convirtió la última palabra en un insulto final.
—Buenas tardes, Cordelia.
Valentine la saludó con una leve reverencia y se alejó de allí.
Lily Christian, sin que nadie la viera, había observado la escena por detrás de un puesto cercano. Sus labios temblaban al recordar su conversación con Quinta Whitelaw con respecto al posible compromiso entre Valentine y Cordelia. La risa burlona de esa mujer le recordó otra escena, en los jardines de Thomas Sandrick; Valentine había desdeñado entonces la posibilidad de que Lily Christian le resultara jamás atractiva.
Aquélla había sido una tarde muy parecida a la actual, pensó de pronto, al ver que sir Raymond Valchamps caminaba por la senda, acompañado por Thomas Sandrick y otro caballero. Lily se ocultó en la fresca penumbra de la carpa, pues la última persona con quien deseaba cruzarse era Raymond Valchamps.
Iba a salir nuevamente cuando alguien le tomó la mano. Con un grito de susto, giró en redondo.
—Ah, Lily Francisca, has venido a que la vieja María te lea la suerte — tartajeó la anciana, acariciando la carne joven con su palma marchita—. Tan linda, tan dulce, tan peligrosa — entonó—. Ven, pequeña; no tengas miedo. Deja que la vieja María te cuente lo que te depara el futuro. Ven, ven. No te haré daño.
Y tiró de Lily para llevarla al interior de la carpa, donde el ambiente se espesaba con el humo del incienso y las pociones.
—Cordelia, — amor mío — saludó sir Raymond a su prometida, besándole la mano—, por casualidad, ¿no era el bueno del capitán quien estaba conversando contigo, hace sólo cinco minutos?
—Pareces estar celoso, querido — rió ella—. Me estás lastimando la mano.
—¿De qué hablabas con él?
—Prefiero que lo adivines. — Pero su sonrisa provocativa se desvaneció al sentir los dedos de Raymond amoratándole el brazo. — Suelta, Raymond.
—No trates de ocultarme nada jamás, Cordelia, o lo lamentarás. ¿De qué hablabas con el buen capitán? La mujer se humedeció los labios.
—Apenas cambiamos unas frases. Llevaba prisa por irse. Hablamos de su retorno a Inglaterra. Si eso te tranquiliza, me dijo que sólo pasará quince días en Londres.
—¿Sí? ¿Y adónde irá luego?
—A Comwall. Su hermana espera un hijo. Por favor, suéltame. Él sonrió.
—Creo saber lo que hará antes de irse.
—No, Raymond, de veras. No nos hemos citado. Voy a casarme contigo, no con él, Valentine piensa visitar Whiteswood y viajar a Highcross para ver a esos malditos niños que rescató de la isla. ¿Raymond? ¿Me crees?
Por primera vez se sentía asustada ante un hombre.
—¿Cómo? Ah, sí, por supuesto — respondió él, soltándole la muñeca dolorida—. Sí, esos niños siempre han sido un problema, ¿no?
Cordelia lo miró, confundida. ¿Qué podían importarle aquellos niños?
—Pero no por mucho tiempo, creo — agregó él—. ¿No dijo Whitelaw para qué iba a Highcross? ¿Acaso se enteró de alguna desgracia?
En su voz había una nota de preocupación que sorprendió a Cordelia.
—No, no sabe nada de ellos y quiere visitarlos. Supongo que se siente responsable por ellos. ¿Por qué?
—Oh, nada querida. Sólo es un deseo egoísta de que permanezca lejos de Londres todo el tiempo posible. Si hay problemas allí, tal vez se demore.
La boca de Raymond se curvó en una de sus desagradables sonrisas. Al parecer, Valentine Whitelaw no sabía que los niños de Highcross estaban allí, bajo sus narices. Había estado a punto de desmayarse al verlo allí, con Cordelia, temiendo que estuviera enterado. Entonces todo habría estado perdido.
Pero no era así. "Todavía camino un paso delante de él", se dijo, con una risita silenciosa. Había acabado con el peligro más inmediato al incendiar el puesto de marionetas. Al menos eso ya no representaba una amenaza. Y ahora Valentine iba a abandonar la feria, sin saber que había estado muy cerca de la verdad.
Muy tarde descubriría su error. Para entonces, Lily Christian habría muerto.
—...las sombras de la muerte acechan cerca. Debes irte de la feria, Lily Francisca. He visto los presagios de la muerte caminando por mis sueños. Estás en peligro, niña. Cuídate del brujo. Vigila en la noche, buscando tu sangre, bella mía.
Lily hizo un esfuerzo por mantenerse quieta. No creía una palabra de aquellas ridículas predicciones, pero la mujer la ponía nerviosa con sus murmullos y sus gemidos. Parecía estar en el último aliento.
—Una oscura nube se cierne a nuestro alrededor — susurró la vieja. De pronto gritó, estremecida, como en un trance profundo—: Pero el peligro pasará. Tú tienes la clave, Lily Francisca. Debes huir de aquí. Debes regresar al comienzo. El fin será el comienzo. La respuesta yace sepultada allende el mar. ¡Huye! ¡Huye! Huye antes de que sea demasiado tarde para todos nosotros. Traes mala suerte. ¡Tienes el mal de ojo! ¡El mal está contigo! Él lleva la muerte dondequiera que va. Los colores. ¡No corresponden! ¡Los colores no se corresponden! ¡Malo!
—Por favor, tengo que irme — dijo Lily, frenética, tratando de liberar su mano de aquel fuerte apretón.
—Sí, ¡tienes que irte! ¡Más veloz que los vientos! En una cantarina nave, cruzando las aguas. ¡Sí, las aguas, niña! Témeles, pero no les temas. Tratarán de apoderarse de ti, pero tendrán que liberarte. Si sobrevives a las aguas la primera vez, te protegerán más tarde. No falles. El libro, hija mía. Busca el libro y todas las revelaciones se desplegarán como debieron hacerlo desde un principio. No te resistas a lo que debe ser, Lily Francisca. Lo que se cree perdido, no lo está. ¡Lo que debe ser, será! No podemos cambiar el futuro. ¡Tu destino está en otro! Tu destino lleva una senda distinta de la nuestra y de la de Romney Lee. No eres para Romney Lee, sino para otro. Eres del mar, como él. ¡Los colores! La claridad de un mar cálido y suave que se adentra en los bajíos. Ahora los colores son uno solo. Debes irte con él. Él te protegerá del mal. ¡Vete, hija, vete! Si no lo haces, tendremos tragedia. ¡Vete! ¡Esta misma noche! ¡No pases la noche aquí! ¡Esta noche la muerte camina por el campamento!
Lily sonrió levemente. Comprendía: la vieja María era, después de todo, la abuela de Navarre. Naturalmente, deseaba que la rival de su nieta abandonara el campamento para dejar libre a Romney Lee.
—¿María? — inquirió, mirando a la anciana con curiosidad. Pero la mujer estaba encorvada en su banco, cerrados los ojos. Apenas parecía respirar.
—¿María? — repitió Lily, asustada—. ¿Estás enferma? ¿Quieres que busque ayuda?
—Vete, hija, vete — susurró la anciana estremecida.
Y Lily estuvo a punto de creer que, esa vez, no fingía. Entre el par de ramilletes que quedaban en su cesto encontró una moneda y la dejó sobre la mesa.
Al retirar su mano de la garra de María el contacto se quebró. Pero los presentimientos la acompañaron a la luz del sol. La vieja sabía muy bien lo que estaba haciendo, pensó, ceñuda, al ver a Navarre cerca de la carpa.
A pesar de que había resuelto no tomar en serio esos murmullos y esos acertijos sin sentido, no pudo menos que estremecerse. Apretó el paso, aturdida por el incienso de la carpa. Pero aun al despejársele la cabeza dolorida siguió intrigada. ¿Cómo sabía la vieja sus pesadillas, esas en que creía ahogarse?
Preocupada por esos pensamientos, no vio la sombra larga que caía sobre su camino: tampoco al hombre que se le cruzaba delante, hasta que estuvo a punto de caer en sus brazos.
Al levantar la vista, sorprendida, se encontró frente a los ojos, azules como turquesas, de Valentine Whitelaw.