16

Las tormentas de febrero se prolongaron hasta marzo. La estrecha senda que llevaba de Highcross a East Highford se tornó intransitable, como no fuera a pie o a caballo; las aguas del río amenazaban con desbordarse.

Con dedos fríos y rígidos, en la víspera de San Valentín, Lily escribió en un papelito el nombre de Valentine Whitelaw para guardarlo en su seno. Con las otras doncellas de la aldea, temblando, llevó una guirnalda de flores, hierbas perfumadas y cintas ante el ataúd de la hermana soltera del zapatero, convencida de que ella también estaba destinada a morir virgen. A lo largo de toda la cuaresma, los vientos siguieron trayendo las lluvias heladas del invierno.

Por fin llegó la primavera. Aquella tarde de abril había sido desacostumbradamente cálida; Lily había podido abrir la ventana de su alcoba por primera vez en varios meses. Se dejó acariciar por la brisa mientras llenaba la tina de madera con el agua humeante que Tillie traía desde la cocina. El vapor se elevó, embriagador y aromático, por todo el dormitorio.

Lily, que había comenzado a desvestirse, se detuvo un momento para escuchar el canto de un ruiseñor junto a la ventana.

Lily respiró profundamente. Aunque Hartwell Barclay acababa de comprar finas alfombras para la sala grande y para su saloncito privado, ella prefería la dulce fragancia silvestre de los juncos frescos que cubrían el piso de su cámara. Espliego y rosas secas perfumaban, en saquitos, las almohadas y los cubrecamas, aromatizando la ropa guardada en el arcón, a los pies de la cama. Había especias en un frasco perforado sobre la repisa. Un florero en el antepecho de la ventana sostenía un ramo de delicadas flores silvestres traídas de los bosques por Tristram. Y en una caja de marfil tallada, sobre la mesita de noche, se veían preciosas redomas de exóticos perfumes árabes, regalos de Valentine Whitelaw al retornar de un viaje por el Mediterráneo.

—¡Praaac! ¡Tengo el trasero helado! ¡Levanta la pierna, linda! ¡Praaac! — declaró Cisco, paseándose por su percha—. ¡Si ese pájaro no se calla lo hago al horno! ¡Praaac! — Imitaba a la perfección la voz de la cocinera. — ¡Me picó! ¡Porquería!

Lily lo miró sorprendida. A veces era una suerte que Cisco repitiera cuanto oía. Habría que vigilar a la cocinera para mantener intactas esas plumas verdes.

—¡Oh, señorita, usted se va a matar de un resfriado! — aseguró Tillie, entrando con otros dos cántaros de agua humeante—. ¿Está segura de que no hace mal con bañarse? Dicen cosas horribles. Yo lo he intentado dos veces y pasé días enteros estornudando. Se me escamó la piel.

—Si agregas una gota de aceite al agua eso no ocurre. ¿Por qué no aprovechas el agua perfumada cuando yo termine? Es una lástima tirarla. Debes de estar dolorida, Tillie; te has pasado el día de rodillas fregando.

Lily se quedó pensando que la muchacha parecía más ojerosa. Contrataría a otras dos criadas cuando se convirtiera en la señora de Highcross. Tillie sería su doncella.

—Humm, huele como una rosaleda — comentó la criada, mojándose la mejilla—. Pero es un poco hondo, señorita. En menos agua una se puede ahogar.

Lily se quitó el resto de la ropa y entró en la tina, sumergiéndose hasta los hombros.

—No te preocupes por mí.

—Sabe nadar, ¿verdad, señorita? Eso es raro. Voy a traer un poco de leña para encender el fuego.

Lily esquivó los cántaros que la muchacha hacia girar en la pértiga.

—¿El fuego? — preguntó, echando una mirada vacilante al hogar, que llevaba más de un año sin encenderse, desde que Quinta Whitelaw lo exigiera para calmar su estado febril.

—Oh, sí, señorita. El señor, al verme subir con los cántaros, dijo que aún hace demasiado frío para bañarse sin fuego. Que usted no debía enfriarse. Lo dijo con una gran sonrisa.

Lily entrecerró los ojos pensativa. Hartwell nunca se había preocupado porque ella se enfermara o no.

—¿Estará loco? — sugirió Tillie—. Lo que no sé es cómo se mantiene de pie. No lo he visto sin su tazón de vino en todo el día. Ya ha de estar como una cuba — murmuró la muchacha.

Antes de que llegara a la puerta, alguien la abrió un poquito.

—Oh, señorita Dulcie. No deje entrar el frío.

—Pasa, Dulcie — indicó Lily con una sonrisa tranquilizadora.

La puerta se abrió más y Rafael asomó junto con Dulcie. Había crecido otros treinta centímetros y pesaba el doble; al parecer, jamás dejaría de crecer. Sobre su lomo, vestido con su chaqueta y su gorro de terciopelo verde, iba Bufón.

—¡Qué par de pillos! — exclamó Tillie, con una gran sonrisa, pero dando un rodeo para no acercarse al perro.

La niña se acercó a la tina para agitar el agua.

—Dejaste tu bordado en el vestíbulo — le dijo Lily—. Vi que está casi terminado. Es muy bonito, Dulcie.

En realidad, la había sorprendido la belleza del trabajo. Dulcie se estaba convirtiendo en una gran bordadora, como su madre.

—Traté de trabajar despacio, pero no veía la hora de verlo terminado.

—Es muy original. Las flores se parecen a las de la isla.

—Me costó recordarlas, Lily. ¿Podríamos comprar más hilo de colores fuertes? El rojo se me acaba a cada momento. — Y la pequeña agregó, con una mirada tímida: — Estaba pensando en bordar un paño de seda como regalo para la Reina si nos invita a la Corte en Año Nuevo. ¿Te parece que le gustará?

—Le encantará — aseguró Lily, recordando la gracia casi infantil con que Isabel aceptaba tanto los presentes lujosos como los simples regalos de sus criados: un ramo de flores, un pastel recién sacado del horno—. Si Jane no tiene las sedas que necesitamos, las mandaremos pedir a Londres.

—¡Oh, gracias, Lily! — Dulcie bailó un poco por el cuarto. — Esta es la alcoba más linda de la casa. Me recuerda a la isla, Lily. Siempre tienes flores y hasta en invierno huele a primavera.

Tillie entró tambaleándose, con una brazada de ramitas secas y un par de leños. En poco tiempo, un fuego crepitante expandía su calor por todo el cuarto, remplazando la luz que se apagaba rápidamente más allá de las ventanas, Lily decidió aprovechar la oportunidad para lavarse la cabellera.

Cuando la muchacha salió de la tina envuelta en una manta y se acercó al hogar, Rafael se apartó un poco de su envidiable posición ante el fuego para dejar lugar a Dulcie, que se recostó contra él.

—Lily, ¿puedo cepillarte el pelo?

—Puedes — respondió la hermana, sonriendo al recordar cómo cepillaba ella el de su madre después de los baños en la laguna.

—¿Me dejarías dormir aquí esta noche?

Lily contempló la cabeza morena de la pequeña, que descansaba con total confianza sobre el pecho del mastín. No podía negarle eso. Aun, con Rafael como compañía, a Dulcie no le gustaba tener cuarto propio.

—Corre a buscar tu camisón — le dijo, pues ya estaba oscureciendo y pronto habría que encender las velas—. ¿Dónde está Tristram?

Dulcie y Rafael se detuvieron ante la puerta.

—Salió después de cenar, con Farley y Fairfax.

Lily arqueó una ceja. Eso no le gustaba. Dondequiera que estuviesen Farley y Fairfax, los problemas abundaban.

—¿Sabes adónde iban, Tillie?

La expresión culpable de la criada no sirvió para tranquilizarla.

—¿Yo, señorita Lily? Oh, qué puedo saber yo de esas cosas. Tengo que vaciar la tina.

—¿Por qué no dejas eso para mañana? Ya está muy oscuro — aconsejó Lily, que comenzaba a preocuparse por Tristram, sobre todo considerando que estaba con los hermanos Odell.

—No está bien dejarlo, señorita. Y tengo que ayudar a la señorita Dulcie a ponerse el camisón.

—Tillie — ordenó Lily suavemente.

—¿Sí, señorita?

—¿Por qué no te sientas a conversar conmigo mientras termino de secarme el pelo?

Los hombros de Tillie estaban cada vez más rígidos.

—Sí, señorita.

—Ahora dime donde han ido Farley y Fairfax con mi hermano.

Hubo algunos titubeos. Por fin, la criada admitió:

—Me parece que han ido a la aldea.

—¿Para qué? — se extrañó Lily—. Todo está cerrado, salvo la taberna. ¿A qué han ido?

Tillie comenzó a mordisquearse el labio inferior. Su señora suspiró, pues conocía demasiado bien a Farley y a Fairfax. Por fin, la muchacha tomó aliento y se enfrentó valerosamente a su mirada.

—Bueno, Farley dice que todo el mundo tiene algo por lo que se siente culpable. Que es hora de recordar al reverendo Buxby que él también es hombre, después de todo. Está cansado de que el cura los señale siempre con el dedo. Y tampoco le gustan las sospechas que está arrojando sobre su buen nombre, señorita Lily — reconoció Tillie, aún incómoda por el modo en que el reverendo hablaba de pecado y condenación sin quitar la vista de su señorita.

—¿Y cómo piensan lograr esos fines?

Los labios de la muchacha temblaron, sin que Lily supiera si era por miedo o por regocijo.

—El reverendo Buxby podría ver al espíritu de San Jorge vagando por el cementerio, esta noche y llamándolo por su nombre. Espectral, ¿verdad?, con la luna llena sobre las lápidas. Farley jura que hay un verdadero fantasma en ese lugar — agregó Tillie estremecida.

Pero su miedo no era nada, comparado con el terror de Lily.

—¿Y Tristram ha ido con ellos?

—Bueno, el señorito los oyó hablar y dijo que él tenía derecho a participar. Usted sabe que el señorito Tristram está muy preocupado por lo que dice el reverendo sobre... sobre...

—Sobre los hijos del pecado, que caen en los males de este mundo con más facilidad que los de padres temerosos de Dios — completó Lily. Súbitamente deseaba haber acompañado a los Odell para ver la cara del reverendo ante el fantasma—. ¿Tristram va a ser el fantasma?

—Sí. Han arreglado una cabeza de cerdo para que parezca de dragón. Los dos hermanos irán bajo una manta, agitando una antorcha como si fuera el aliento del dragón, y llevarán a Tristram sobre los hombros. Le pusieron parte de la armadura que está en el vestíbulo. Con el escudo y la espada, parecerá realmente San Jorge. Media aldea estará en la iglesia a estas horas, preparando el dragón para la procesión de pasado mañana.

De pronto, inesperadamente, Tillie lanzó un grito y corrió a la ventana.

—¿Qué te pasa?

—¿Lo oyó? ¡Oh, no! — gimió la muchacha, apretándose los brazos a la cintura, mientras se mecía sobre los talones—. ¡Es un cuclillo! ¡Y lo he oído por lo menos seis veces! Oh ¿qué voy a hacer? ¡Ahora no podré casarme en seis años! ¡Y para entonces será demasiado tarde!

—¡Calla, Tillie! — ordenó Lily, tratando de calmarla. Pero los gemidos de la criada eran cada vez más potentes—. ¡Por favor! ¿Quieres alborotar a todos los de la casa? Te digo que era un ruiseñor, no un cuclillo. Ven, deja que te seque las lágrimas.

Tillie sorbió el llanto.

—¿Segura de que no era un cuclillo?

—Por supuesto. Pero ¿por qué te has asustado así, Tillie? ¿Y qué es eso de que no te vas a casar? Todavía eres muy joven. Tienes tiempo de sobra.

—Es por la leyenda que me contaba Maire Lester. Ella lo oyó y no se casó nunca. Yo acabo de oírlo gritar seis veces. No me casaré en seis años, tal vez nunca. ¡Y es cierto, lo sé!

—Te casarás, pero aún así, ¿qué tiene eso de malo? No te faltará un hogar aquí, en Highcross. Además, te estás preocupando por nada. ¿No hablabais tú y Farley de casaros antes de que terminara el año?

Pero por la expresión de Tillie fue obvio que había dicho lo menos adecuado.

—Tal vez le pase algo esta noche. ¡Y nadie se casará conmigo ahora que me ha dejado embarazada! El señor me sacará de aquí a puntapiés. No tardará en saberlo, con esa cocinera que está siempre metiendo las narices en mis cosas. Me pregunta por qué me descompongo por la mañana. ¡Le dije que era por ver su cara fea en ayunas! Tal vez me pongan en el cepo, para que todos los aldeanos se burlen de mí y me arrojen cosas podridas. Oh, ¿qué voy a hacer, señorita Lily? Nací en el asilo. No tengo adónde ir.

Y la muchacha arrojó los brazos al cuello de la atónita Lily.

—¿Qué le pasa a Tillie? — inquirió Dulcie, que estaba entrando con Rafael—. Se la oye llorar desde el otro extremo del corredor. ¿Quieres un pedazo de tarta, Tillie? La tomé de la cocina. Sabía que no se había terminado, como dijo la cocinera.

Mientras el papagayo comenzaba a gritar incongruencias, la pequeña fue a sentarse junto al fuego, seguida por Rafael, que esperaba compartir la tarta, y pidió:

—¿Me cuentas un cuento, Lily? Quiero el de los caballos salvajes que derrotaron al brujo cuando llegaron a Inglaterra. Apuesto que también le gustaría a la Reina. ¿Cómo empieza? "En la isla de pinos y palmeras, donde las olas... ".

El fuego se había reducido ya a brasas cuando Lily oyó pasos junto a su puerta. Con un bostezo, abandonó su acurrucada posición junto al hogar y permaneció muy quieta, esperando volver a oír el ruido. Sólo había silencio.

Echó una mirada hacia la cama, pero sólo se oía una respiración tranquila. Por fin había logrado calmar a Tillie. No tuvo corazón para enviarla al estrecho camastro que ocupaba en el ala de los criados y la había hecho acostar junto a Dulcie, que dormía tranquilamente después de haber contado ella misma su leyenda favorita.

Lily, desvelada por la ausencia de Tristram, se había acurrucado junto al fuego, pensando en la conversación que mantuvo con Tillie y en la que debería mantener con Farley Odell, el padre de esa criatura, para obligarlo a casarse con ella.

Por fin encendió una vela en las brasas y salió del cuarto al oscuro corredor. Ya ante la puerta de Tristram, entró sin llamar.

El muchacho estaba sentado en el borde de la cama, con la cabeza inclinada y los dedos entrelazados.

—Bueno, ¿no me vas a decir buenas noches, después de tenerme tanto tiempo esperando despierta?

Tristram, sorprendido, levantó la cabeza sintiéndose totalmente culpable.

—¡Lily!

—Me alegro de verte entero. ¿Se puede decir lo mismo de los Odell, tus cómplices de aventura?

—¿Estás enterada? — suspiró Tristram, aunque parecía aliviado.

—¿Qué pasó en la aldea? — inquirió la joven, acercándose para sentarse a su lado.

—Oh, Lily, si hubieras estado allí — exclamó él, momentáneamente reanimado al recordar—. Farley frotó la manta con una cosa extraña, verde, centelleante y resbaladiza y los dos se metieron abajo. Fairfax tenía puesta la cabeza de cerdo, pero cualquiera hubiese dicho que era un dragón. Y yo tenía la armadura puesta, como San Jorge. Me subí a los hombros de Farley y corrimos por el cementerio. Fairfax agitaba la antorcha y yo movía la espada en el aire. Farley gemía, gritaba y rugía como un dragón. ¡Si hubieras visto a los aldeanos cuando salieron corriendo de la iglesia! — exclamó, doblándose en dos de risa — El reverendo Buxby tropezó con la señora Fordham. Ella debió de creer que la había atrapado el dragón, porque se apartó con un grito horrible y se apoderó de una pala, que estaba junto a las tumbas, para asestar un tremendo golpe en las posaderas al cura. Lo arrojó contra la lápida más cercana.

Lily trataba de mantener la seriedad, pero comenzaban a temblarle los hombros ante aquella escena de pesadilla.

—Fue entonces cuando todo comenzó a salir mal. Fairfax tropezó.

La manta se enganchó en una rama y quedamos al descubierto.

—Y los reconocieron.

—Creo que sí, Lily — confesó el niño desalentado—. Alguien gritó el nombre de Farley. Y Fairfax es el más grande de la aldea; no es difícil reconocerlo.

—Pero tú tenías el casco puesto. Seguramente no te reconocieron.

—Dejé caer el escudo, que tiene nuestro escudo de armas. Creo que me he metido en un buen lío. Ahora Hartwell tiene todas las justificaciones del mundo para enviarme a alguna escuela.

Lily le echó un brazo a los hombros consolándolo.

—Te das cuenta de que tú y los Odell actuasteis mal — le dijo, preguntándose cómo se las habrían arreglado Basil o su padre en esa situación—. No estoy disculpando a los aldeanos, que han sido injustos, pero eso no nos da el derecho de igualar los tantos.

—Papá no hubiera permitido que esos aldeanos dijeran cosas feas de ti y de Dulcie. Habría defendido nuestro honor, como yo, aunque tal vez de otro modo.

Mientras Lily tomaba aliento, buscando una parábola adecuada con que responderle, un aullido aterrorizante rompió el silencio, seguido de fuertes ladridos, gritos agudos y gritos:

—¡Me violan! ¡Socorro! ¡Lily!

Lily se levantó de un salto; estuvo a punto de arrojar el candelabro al suelo. Tristram ya estaba en la puerta y corriendo por el pasillo hacia el cuarto de su hermana mayor. Ella, que lo seguía a corta distancia, chocó contra él al entrar. Ambos quedaron petrificados en el umbral al ver la escena.

Tillie estaba de pie en la cama, apretando contra su pecho el camisón que Lily le había prestado, ahora desgarrado casi en dos partes. Sus aullidos, que surgían entre jadeos, llegaban poco menos que a apagar los chillidos de Cisco. El papagayo, después de volar por la habitación, fue a posarse en la cabecera de la cama, donde Bufón parloteaba sin cesar. Dulcie, acurrucada contra las almohadas, miraba fijamente a las piernas desnudas de Hartwell Barclay, que sobresalían de la tina. Rafael se ensañaba con una de las pantuflas caídas de sus pies.

—¡Me atacó! — gritó Tillie, señalando a Hartwell con un índice acusador—. ¡Salió de la oscuridad como si fuera un demonio! Saltó a la cama y me sujetó. Trató de... de... bueno, no puedo repetir semejante cosa delante de una inocente. ¡Me llenó de baba! Al principio creí que era Rafael, hasta que empezó a hablar.

Tillie siguió hablando sin perder de vista la tina.

—¡Oh, señorita Lily! Dijo cosas terribles, creyendo que yo era usted. Está borracho, señorita. Dijo que los Whitelaw no se iban a quedar con su dinero, que Simon Whitelaw no debía casarse con usted. Que a partir de esta noche usted no tendría más remedio que casarse con él si no quería vivir deshonrada. Dijo que prefería verla muerta y enterrada antes que casada con otro.

—Lily — balbuceó Tristram, mirando la tina—. ¿Estará muerto?

—¡Yo no lo maté! ¡No soy asesina! ¡Fue el perro! Saltó a la cama cuando la señorita Dulcie empezó a gritar. Parecía que iba a destrozar al señor. Entonces él también gritó y salió de la cama. Oí un ruido extraño, como un chapoteo, y algo que burbujeaba, y nada más.

Lily se acercó lentamente a la bañera para mirar por encima del borde.

—¡Oh, señorita! — gritaba Tillie—. ¿Se acuerda de la viuda Hubbs, que se ahogó en un charco? ¿Y Dan Barber, en una fuente de salsa? ¿Le parece que el señor se ha ahogado?

Lily miraba fijamente el rostro pálido de Barclay, que se bamboleaba en el agua.

—Está muerto, Lily. — La voz de Tristram la sobresaltó. Mañana por la mañana vendrá la policía. Tal vez esta misma noche. Por lo que pasó en la iglesia. Vendrá el alguacil con un grupo de aldeanos para someternos a juicio.

Tristram tomó del brazo a su hermana, tratando de apartarla de ese cadáver.

—Pero él trató de atacar a Tillie. Fue en defensa propia, Tristram — adujo Lily, como si se explicara ante las autoridades—. Estaba enloquecido por la bebida. Pudo haber matado a Tillie. O a mí, si hubiera estado en mi cama.

—¿Y te parece que nos van a creer? — puntualizó Tristram—. Dado lo de esta noche, no necesitarán muchas excusas para enviarme a la prisión. Oh, Lily, escúchame. Dirán que mataste a Hartwell porque era tu tutor. Te van a ahorcar, Lily. — El muchacho rogaba, siempre tirándole del brazo.—. Y a nosotros nos encarcelarán: a los Odell y a mí. ¿Qué vamos a hacer, Lily?

La joven seguía mirando el cuerpo de Hartwell.

—Diremos la verdad. Tristram. Tenemos amigos que nos van a ayudar.

—No hay nadie que pueda ayudarnos. Valentine Whitelaw está en el mar. Artemis se ha casado y vive en Cornwall: está esperando un bebé; no puede venir. Quinta escribió la semana pasada diciendo que iba a Escocia. Ni siquiera se enterará de que te han ahorcado hasta que ya sea demasiado tarde.

El muchachito hablaba a gritos, sacudiendo frenéticamente el brazo de su hermana.

—¡Que no ahorquen a Lily! ¡No pueden hacer eso! — gritaba Dulcie aferrada a Lily—. ¡No me dejes! ¡No me dejes nunca!

—¿Quién nos va a creer, Lily? ¿Quién nos va a prestar ayuda? Nadie, nadie.

—Oh, señorita Lily. Dirán que yo maté al señor. No creerán que él quiso atacarme. Y cuando vean que estoy embarazada pensarán que el niño es de él. Pensarán que lo maté porque no quería hacerse cargo. — Los ojos de Tillie recorrían la habitación, enloquecidos, como si buscara una vía de escape. — ¿Qué vamos a hacer, señorita Lily? ¿Qué vamos a hacer?