1
Enero de 1571. Indias Occidentales.
Quince leguas al nordeste del Paso de Barlovento.
El Arion se había hecho a la mar desde Plymouth mientras tañían las campanas. Muchas bendiciones seguían su estela. Era lo más crudo del invierno y el navío pesaba sólo treinta toneladas, con una tripulación inferior a los cuarenta hombres. Pasado el canal, volvió la proa hacia las fieras y tempestuosas aguas del Atlántico. Una quincena después, las Canarias estaban a la vista; allí cargaron agua y provisiones frescas. Con el viento nordeste llenándole las velas, siguió rumbo al Sur.
El capitán era un caballero inglés llamado Geoffrey Christian, uno de los filibusteros más ilustres de Isabel Tudor. También iba a bordo su esposa, doña Magdalena Aurelia Rosalba de Cabrión y Montevares. El capitán del Arion había conocido a doña Magdalena siete años antes, al abordar y capturar el galeón español en el que ella y su familia viajaban a Madrid desde La Española, donde la familia Montevares poseía una plantación de caña azucarera.
Los Montevares viajaban a España para celebrar el nacimiento de un primer nieto varón. La hija mayor, Catalina, estaba casada desde hacía cinco años y por entonces vivía en Sevilla; había tenido tres bellas mujercitas, pero hasta el nacimiento del pequeño Francisco, don Pedro Enrique de Villasandro, yerno de Amparo y Rodrigo Montevares, no había tenido heredero para su apellido y sus títulos. Don Pedro era descendiente de una aristocrática familia andaluza; su casamiento con la hija de un colono colmaba las mayores expectativas de don Rodrigo, pues el hombre capitaneaba su propio barco, era un gran militar y contaba con la estima de todos. Para el suegro, la culminación de todos sus sueños sería ver cumplido su proyecto de casar a su otra hija, Magdalena, con un primo de don Pedro, viudo desde hacía poco, residente en Córdoba; entonces ya no debería esforzarse por salvar la plantación de azúcar, en otros tiempos próspera y ahora en decadencia debido a su mala administración. El posible novio, don Ignacio de Villasandro, tenía edad suficiente para ser padre de Magdalena, pero poseía una considerable fortuna e impecable respetabilidad. Sin embargo, la joven se mostraba muy poco complacida por los esfuerzos de su padre y no esperaba nada bueno de esas intenciones.
El María Concepción, barco en que la familia Montevares navegaba hacia España, era propiedad de don Pedro, que se había ofrecido amablemente a escoltarlos en persona hasta Sevilla y Córdoba. Al tercer día de viaje, tras sobrevivir a una súbita tormenta que los alejara de la flota, divisaron la cruz roja de San Jorge en el palo mayor de un barco que se les acercaba.
Don Pedro quedó momentáneamente aturdido por el atrevimiento del capitán inglés. ¿Qué locura era esa? El María Concepción era un galeón de quinientas toneladas, con sesenta cañones de bronce y más de doscientos marinos y soldados para defenderlo. Después de llamar a sus hombres a las armas se instaló en el castillo de proa, seguro de desarmar a la otra nave en cuestión de minutos. Fue, por lo tanto, con profunda incredulidad como vio volar la insignia española, junto con el palo mayor del María Concepción y gran parte de los aparejos.
El barco inglés pareció ponerse fuera de peligro casi por arte de magia; luego, con una maniobra de brujos (así lo juraría más tarde el capitán español), maniobró a barlovento del pesado galeón y castigó su cubierta con el cañón de largo alcance. El María Concepción, escorando peligrosamente y con los palos rotos, se rindió en cuanto el barco inglés se acercó, con la tripulación armada y lista para abordar.
La humillación de don Pedro Enrique de Villasandro apenas estaba en sus comienzos. Geoffrey Christian, al ver a los asustados pasajeros, insistió en que debían subir a bordo del Arion, advirtiéndoles, despreocupadamente, que el María Concepción bien podía hundirse antes de que el resto de la flota española viniera en su rescate. Con una sonrisa burlona, informó a los Montevares que no tendrían motivos de susto una vez que estuvieran a bordo de su nave, pues él les garantizaba personalmente un viaje seguro hasta Inglaterra, desde donde podrían continuar el trayecto a España.
Sin embargo, el María Concepción no quedó en tan grave peligro de hundirse, una vez aligeradas sus bodegas de los tesoros que llevaba, que pasaron al buque vencedor. Mientras el Arion se alejaba, el furioso don Pedro juró vengarse de ese descarado capitán inglés que le había provocado tal mortificación.
Los pensamientos de Geoffrey Christian olvidaron rápidamente al derrotado capitán español. Si este había perdido su barco en la batalla, el inglés acababa de perder su corazón. Doña Magdalena era una belleza de piel marfilina, ojos broncíneos y cabellera de un oscurísimo rojo veneciano. Si bien fue el atractivo de su rostro y su silueta lo que captó primero la mirada errabunda del capitán, su espíritu indomable acabó de cautivarlo. No sufrió desmayos ni se encerró a llorar en el camarote, como doña Amparo: con gracia excepcional, aceptó el desafío de estar a bordo de un barco bucanero. Pronto hasta el más reacio tripulante estaba enamorado de la riente señorita que, aun sin dominar el inglés, imitaba al capitán a la perfección cuando aullaba sus órdenes, para diversión de todos.
Christian hizo gala de una paciencia desacostumbrada y hasta festejó las bromas, pues se sabía dueño de la situación. Dedicado a cortejar a la castellana con la implacable decisión que caracterizara su carrera de corsario, Geoffrey conquistó el corazón de la hermosa Magdalena antes de que el Arion llegara a las costas de Inglaterra.
Don Rodrigo, con una iracunda indignación que lo puso purpúreo, rechazó la petición de su mano y, dando el desdichado asunto por terminado, reservó pasaje para sí, para su esposa y su desvergonzada hija, a bordo de un navío español que zarpaba hacia su patria. Pero la hija de don Rodrigo tenía voluntad propia; el embriagador recuerdo de ciertos besos y la desagradable perspectiva de encontrarse en Córdoba con don Ignacio la ayudaron a tomar la decisión más importante de su joven vida. Contra las vehementes objeciones de su padre y las lacrimosas protestas de doña Amparo, Magdalena se fugó con el apuesto y rubio enamorado. En una discreta ceremonia, a la que asistieron varios amigos de Christian, sin la bendición de su iglesia y contra los deseos de su familia, Magdalena prestó sus votos sagrados al hombre que amaba.
Los años pasaron con felicidad. Nunca debió lamentar su decisión de casarse con un hombre de otro credo y otra nacionalidad, aunque de ello resultara una dolorosa e inexorable ruptura con su familia.
Aunque Geoffrey Christian solía pasar mucho tiempo ausente, durante sus viajes, la vida de Magdalena en Highcross Court era muy feliz. Aquella casa de piedra gris pertenecía a la familia Christian desde hacía dos siglos; la rodeaban praderas donde pastaba el ganado, densos bosques poblados de faisanes y codornices, claros arroyos llenos de truchas y huertos de dulces cerezos. Era un refugio apropiadamente próximo a las riberas del río Eden, que serpenteaba al sudeste de Londres.
La culminación de aquella dicha fue el nacimiento de su primer vástago. Geoffrey, al conocer a su primogénita, declaró a todos que el bebé había nacido riendo; era una niñita alegre y saludable, que llenaba de júbilo a quienes la amaban. Lily Francisca había heredado el pelo veneciano de su madre, junto con su carácter animoso; de su padre, los ojos verdes y el amor por la aventura. Nunca se la encontraba donde debía estar. Una ventana abierta, una manzana en las ramas bajas, un pato que caminara hacia el estanque eran tentaciones que llevaban a percances, con los que su niñera envejecía rápidamente.
Acababan de cosechar los membrillos y de hacer con ellos jaleas y conservas cuando doña Magdalena, que pasaba su séptimo año en Highcross Court, recibió un mensaje de su padre, donde le decía que doña Amparo estaba moribunda. Era la primera vez que don Rodrigo quebraba el silencio tras la amarga separación.
El español no había podido seguir haciendo oídos sordos a las angustiosas súplicas de su esposa, que deseaba volver a ver a su hija menor. No estaba siquiera seguro de que Magdalena respondiera, después de los insultos con que la había expulsado siete años antes, pero preguntaba, con toda la humildad que su orgullo le permitía, si estaba de acuerdo en volver al hogar.
Por suerte, Geoffrey Christian estaba por entonces en Highcross Court. El Arion fue prontamente aprovisionado para un viaje a las Indias y, dos meses más tarde, divisaban las verdes colinas de San Salvador al nordeste del Paso de Barlovento, unas nubes de tormenta oscurecieron el cielo de mediodía, pero al atardecer la lluvia había pasado sin daños para el navío, que continuaba tranquilamente el viaje. Sobre la cubierta mojada, la negrura de la noche se tachonaba de estrellas.
—¿Cuántas estrellas hay en el cielo, padre?
—¡Caramba, niña, qué temprano te levantas! — exclamó Geoffrey Christian, que se había creído solo en la cubierta a esa hora, antes de que rayara el alba.
—¿Por lo menos cien? ¿Qué pasa con las estrellas cuando sale el sol? ¿Por qué desaparecen? ¿Adónde van? ¿Se caen al mar?
Geoffrey rió entre dientes con satisfacción; semejantes preguntas sólo podían provenir de una mente inquisitiva. Con orgullo paterno, se dijo que eran asombrosas en una criatura de seis años, mujer por añadidura. Sus dientes centellearon en el rostro bronceado, al sonreír.
—¡Qué demonio eres, mi dulce Lily! ¿No sabes que, si aturdes así a tu padre cuando está haciendo sus observaciones, podemos encallar en costas paganas?
Y su carcajada retumbó por la cubierta como un trueno. Tomó a la pequeña en brazos y la arrojó por los aires, haciéndola chillar de miedo y deleite.
—Bueno, pequeña, ¿quieres tocar las estrellas?
—¡Sí, padre, por favor! ¡Hazme tocarlas! — exclamó Lily, elevando una mirada ansiosa a las pocas joyas centelleantes que aún la llamaban desde el cielo, ya tocado por el primer resplandor del alba.
—¡Tómate de mi cuello con fuerza, Lily Francisca! Vamos a trepar hasta el cielo. Un beso de buena suerte.
—Tú no necesitas buena suerte, padre — le corrigió Lily—. Siempre dices que la buena suerte la hace cada uno y que sólo los tontos y los débiles esperan que la fortuna venga a buscarlos.
—¡Qué loro de niña! — comentó Geoffrey, riendo de buena gana—. ¿Nunca te olvidas de nada? Tendré que andarme con cuidado desde ahora en adelante. No vayas a dejarme rojo como un camarón por repetir mis comentarios más soeces como si citaras las Escrituras. ¡Bueno, vamos!
Sir Basil Whitelaw, caballero de desacostumbrada ecuanimidad, lo cual le había ganado el puesto de consejero de confianza junto a la Reina, acababa de salir a cubierta y estaba tomando nota del increíble color del cielo. Esos colores no eran naturales: un cielo rojo como ciruela, veteado de escarlata, cobre y aguamarina, que al borrarse dejarían el azul más brillante de todos sus recuerdos. Hasta las aguas eran extrañamente claras y cálidas, comparadas con los mares sombríos y hostiles que rodeaban a Inglaterra. "Ah, Inglaterra", suspiró, no por primera vez desde que abandonara las neblinosas costas de su patria.
Fue durante esas melancólicas nostalgias cuando un pequeño zapato de terciopelo golpeó a sir Basil en el hombro acompañado por un chillido agudo, causándole más sorpresa que dolor. Por un momento creyó que la nave estaba bajo el ataque de algún corsario español o francés.
—¡Qué demonios...!
Entonces notó que no había estruendo ni olor a pólvora. Sólo una risita chillona que recordó con mucha claridad. Mientras recogía el objeto ofensivo, levantó la vista hacia los aparejos, buscando algo, aunque incrédulo.
—¡Oh, oh! ¡Nos están espiando! — anunció Geoffrey Christian, con esa risa despreocupada que era tan familiar a sir Basil.
El caballero no podía creer lo que veía. Allá arriba, en un interminable entrecruzarse de sogas, estaba el capitán del Arion con su hijita, en camisón, prendida de su hombro como un mono.
Sir Basil sintió náuseas, cosa bastante habitual, pues no era buen marinero. Pero esta vez no era por el balanceo del barco; no se atrevía a pensar en las trágicas consecuencias que podían producirse si Geoffrey perdía pie. Era de esperar que la madre de Lily aún estuviera durmiendo tranquilamente.
—¡Ah, sir Basil, qué cara sombría para un día tan bonito! — exclamó Christian—. ¡Alégrese, hombre! Pronto tendrá tierra firme bajo los pies. La Española está a pocas leguas de distancia.
Si la costa próxima hubiera sido la de Inglaterra, sir Basil se habría regocijado, pero la isla anunciada prometía pocos placeres para él, que no tenía espíritu de aventura. En el futuro, cualesquiera que fuesen las sugerencias y amenazas de su reina, dejaría esas hazañas para la gente como Christian y su propio hermano, el querido Valentine, a quien parecían encantarle los peligros de la navegación.
—Ya sale el sol, sir Basil, y el señor Saunders debe de tener preparado un estupendo desayuno para la tesonera tripulación de esta nave.
Sir Basil inclinó la cabeza, agradeciendo el amable ofrecimiento del capitán. Hasta logró sonreír un poco, pues no carecía totalmente de humor; a pesar de sus distintos enfoques de la vida, Geoffrey y él eran buenos amigos desde hacía años. Él había sido testigo de su boda con doña Magdalena, que los había tomado a todos por sorpresa, pues habían llegado a convencerse de que el capitán permanecería soltero hasta su muerte. Su primo Hartwell Barclay, que habría heredado Highcross Court en ese caso, aún no podía perdonarle ese traicionero casamiento, para colmo con una papista española.
A pesar de semejante estigma, Magdalena se las había compuesto para ser favorita en la corte y en su amplio círculo de amistades. Con frecuencia acompañaba a sir Basil y a Elspeth, su esposa, para hospedarse en la casa de Londres mientras Geoffrey estaba en alta mar.
Al pensar en Londres, en la corte y la Reina, sir Basil volvió a suspirar, recordando de qué modo había terminado como pasajero del Arion, cuando estaba decidido a pasar las fiestas de Navidad y Año Nuevo en su hogar, junto a su esposa y a su joven hijo.
Por desgracia, había tenido la increíble mala suerte de estar junto a la Reina cuando Geoffrey Christian solicitó su permiso para viajar a las Indias con su esposa y su hija. Su Majestad y sir William Cecil, secretario de Estado, estudiaron cautelosamente esa petición y hasta llamaron a Francis Walsingham, un eficiente protegido de Cecil, que se encargaba de investigar las conspiraciones contra la Corona y que apoyaba los viajes de exploración al Territorio Español.
Sir Basil lamentaba profundamente no haberse retirado antes de que Walsingham hiciera su extraordinaria sugerencia: enviar a alguien de la mayor confianza junto con Geoffrey Christian para que transmitiera sus observaciones objetivas y cualquier información relativa a las flotas, la ubicación de las minas y todo lo que tuviera interés para la Corona.
—Creo que al cuñado de su esposa, don Pedro Enrique de Villasandro, se le ve con frecuencia en el Alcázar de Madrid murmuró Walsingham pensativo. Geoffrey Christian quedó asombrado ante ese conocimiento de su propia familia, pero no lo demostró—. Tal vez convenga saber qué se trae entre manos. Sir Basil, usted habla con fluidez varios idiomas, incluido el español, y es antiguo amigo del capitán. Sí, nos vendrá bien. Además, doña Magdalena es favorita de...
—Favorita mía, señor espía — tronó Isabel—. Ya sé lo que está pensando y no me gusta nada. ¡Basta ya de traiciones y engaños en mi propio palacio! Concedo a Geoffrey Christian permiso para viajar a las Indias porque no quiero tener la muerte de nadie en mi conciencia. Lo que pueda surgir adicionalmente de este viaje será accidental — proclamó—. Pero en el caso de que sir Basil quiera acompañar a su buen amigo, cosa muy elogiosa, bien puede llevar mis saludos personales a la familia de doña Magdalena. Y no haré oídos sordos, por cierto, a los informes que quiera presentarme cuando retorne.
Como todas las miradas se fijaron en él, sir Basil palideció, sobre todo al oír la sonora carcajada de Geoffrey Christian, que comprendía plenamente las tácticas de la Reina.
—No siempre podemos elegir cómo pasar el tiempo, sir Basil — dijo Isabel, en voz baja y severa, como si hablara con un niño—. Dios sabe cuánto me disgusta, pero con demasiada frecuencia debemos dejar a un lado nuestros deseos personales para cumplir con mejores propósitos. No dude que le estaré profundamente agradecida, pues la empresa que va a iniciar es por el bien de Inglaterra.
E Isabel le tendió la mano para que se la besara.
"Por el bien de Inglaterra", era lo que sir Basil se había repetido constantemente mientras cruzaban el Atlántico. En esos momentos se preguntó qué haría cuando llegaran a La Española. No era espía. Se sentía más capaz de traducir del latín y el griego que de descifrar cualquier carta española con la que tropezara por casualidad. Y por casualidad habría de ser, según las perspectivas.
—En una mañana tan bonita podría sonreír un poco, sir Basil.
—Es una mañana hermosa, por cierto, señora, y mucho más gracias a su presencia — saludó el caballero a doña Magdalena, que acababa de detenerse a su lado.
Ella sonrió irónicamente.
—Si no estuviéramos tan cerca de mi esposo, sospecharía que me está cortejando, sir Basil.
—Le doy mi palabra, doña Magdalena, de que no ha sido esa mi intención — se apresuró a decir el noble inglés.
—¿No me cree lo bastante hermosa como para cortejarme? — inquirió la dama, poniendo cara de ofendida.
—Por favor, señora, no me interprete mal... — Sir Basil estaba cada vez más preocupado. — Usted es una de las mujeres más hermosas que he conocido en mi vida.
—Sir Basil, no tenía idea de que usted sintiera eso por mi esposa — clamó Geoffrey, desde lo alto—. ¿Qué dirá lady Elspeth cuando se entere?
—No, de veras, no es así. Yo...
En eso, al oír la risa de la pareja, sir Basil comprendió que estaban bromeando.
—Mi querido Basil — exclamó doña Magdalena, con una sonrisa de sincero afecto—, ¿nunca va a perder esa seriedad? El caballero rió suavemente.
—Tal vez un poco, mientras esté a bordo del Arion.
—Ya ves, Magdalena — comentó el esposo, que iniciaba cuidadosamente el descenso por los cordajes con la niña—, te dije que lo cambiaríamos antes de que terminara el viaje. Ahora, si tuviera al otro hermano Whitelaw a bordo...
La frase inconclusa dejó pocas dudas en Basil sobre la influencia que tenía Geoffrey Christian sobre su aventurero hermano menor.
Por suerte, no había presenciado el modo en que muchos años de noble educación caían por la borda mientras éste enseñaba a Valentine los secretos de la carrera de corsario.
—Con que me ha traicionado para unirse a Drake, ¿eh, Basil? Ha preferido a ese lobo marino antes que a mí. No hay lealtad entre estos pilluelos — se quejó el capitán, de buen humor, pues había cenado con Drake la víspera de su partida.
—Fue una desilusión para él no acompañarnos, Geoffrey — aseguró Basil—, pero había dado su palabra a Drake.
—Y yo no hubiera aceptado a bordo a un hombre capaz de faltar a su palabra. Además, nos viene bien que esos cachorros de marinero anden navegando por estas aguas. Mantendrán distraídos a los españoles, que así no se ocuparán de nosotros.
Whitelaw frunció el entrecejo.
—¿Le parece que tendrán problemas?
Geoffrey Christian sonrió. Basil hubiera jurado que envidiaba al Swan por sus posibilidades de toparse con uno o dos galeones.
—No se preocupe por él. Navega con Drake y conoce bien su oficio. Un día será el mejor de todos; recuerde lo que le digo. Pronto será capitán de su propio barco.
Eso no tranquilizó en absoluto a Basil.
—Se preocupa demasiado por él — observó el capitán.
Pero doña Magdalena se mostró comprensiva con esa aflicción.
—Es poco lo que se puede hacer, sir Basil, cuando llevan el mar en la sangre. Siga teniendo fe, pues nadie tiene el destino comprado. Valentine podría vivir apaciblemente en la ciudad, como comerciante... — Se encogió de hombros. — Y un día morir atacado por la peste. Mientras él sea feliz, dese por contento. ¿No es ese el mejor modo de vivir la vida?
—Mamá, ¡mamá, mírame! ¡He tocado las estrellas! — gritó Lily, entusiasmada, mientras su madre contemplaba serenamente el descenso por los cordajes.
Sir Basil la observó atónito. No la había visto hacer un solo gesto de temor o de advertencia. Magdalena, sonriendo, preguntó:
—¿El zapatito es de ella?
—Sí; me cayó en el hombro. — El caballero agregó con auténtica curiosidad: ¿No se preocupa por ellos?
Doña Magdalena frunció el entrecejo, pero comprendió al ver que él seguía mirando, nervioso, al capitán que bajaba con su carga.
—Geoffrey no la habría llevado si hubiera creído que corría peligro. No es capaz de arriesgarnos. Tal vez sea descuidado consigo mismo, pero no con los demás, mucho menos con su propia hija. Y Lily se le parece: no tiene miedo a nada. Dudábamos si traerla o no, pero no soporté la idea de dejarla en Inglaterra. Además, quiero que mis padres la conozcan. Estoy muy orgullosa de ella y de mi esposo. Quiero demostrarles que soy muy feliz.
Sir Basil hizo una pausa.
—Ha de tener muchos deseos de volver a su casa, doña Magdalena.
—¿A mi casa? — La joven sacudió la cabeza. — Tengo muchos deseos de ver a mi madre. La echo mucho de menos, sir Basil; también a mi padre y a mi hermana. En otros tiempos éramos una familia unida y amante. Pero mi casa está ahora en Inglaterra, junto a mi esposo. La Española está llena de buenos recuerdos, pero extraño Highcross.
Basil Whitelaw, espía contra su voluntad y viajero con nostalgias del hogar, asintió calurosamente.