XLIV
El nieto del príncipe Genji era de una belleza extraordinaria. Inclinando apenas la cabeza, se hallaba ante el incensario de la ofrenda y pronunciaba unas palabras de despedida ante Buda. El pelo negro, sedoso y centelleante le caía sobre los hombros y enmarcaba suavemente su rostro, cuya extraordinaria belleza recordaba, en efecto, la de su abuelo. La frente lisa, sin arrugas, el color níveo de la cara, la misteriosa vellosidad de su cutis, lo conservaban joven. Sus cejas curvadas con delicadeza, sus ojos dibujados con trazo seguro y perfecto, su nariz, delgada, rectilínea, aunque ligeramente arqueada, sus labios exuberantes, ya habrían bastado para maravillar a cualquiera, pero, como si los dioses hubieran querido cumplir al menos un deseo del príncipe Genji, introdujeron en la mirada del nieto todo cuanto el antepasado mundialmente famoso en su día sabía sobre el contenido de la belleza radiante, cuya pérdida eterna, cuya destrucción y destino tantas veces había llorado.
La mirada del nieto del príncipe Genji impresionaba, en efecto, a quien podía verlo.
Era la confirmación en la realidad de que la sensibilidad humana, la solidaridad y la compasión, la discreción y la buena voluntad, el tacto y la humildad, la excelsitud y la vocación para grandes metas poseían un mundo en la tierra.
Las varillas humeantes de la ofrenda ya casi se habían quemado en el enorme incensario de bronce.
El fragante humo se volvió más y más delgado y sutil a medida que se alzaba, se arremolinaba y serpenteaba en dirección al pabellón de oro.