VI

Aún no se vislumbraba a lo lejos el tren de Keihan en el que viajaba el nieto del príncipe Genji pero faltaba menos de un minuto para su llegada. Nadie esperaba en el andén de la estación, el empleado de los ferrocarriles tampoco emergió de los despachos del edificio sino que permaneció dentro, observando el tablero electrónico que reflejaba el trayecto de los trenes en circulación y apuntando cuanto debía apuntar en su cuaderno de servicio, de tal modo que no había nadie en el andén, salvo una ligera brisa que se deslizaba de vez en cuando ante el edificio de la estación, empeñada en barrer hasta el último momento, en no dejar allí ni un pelo ni una brizna de tabaco, en despejar por completo el pavimento del andén, en limpiarlo ante los pies de aquel que se disponía a pisarlo, no había nadie, pues, salvo la brisa y las seductoras luces de dos enclenques máquinas expendedoras de bebida colocadas o, más bien, olvidadas, la una pegada a la otra en un rincón del edificio, en el lado derecho, concretamente, que hacían guiños para que se bebiera té verde caliente o helado, para que se bebiera chocolate caliente o helado, para que se bebiera sopa de algas caliente o miso helado y, a todo esto, los guiños rojos de una máquina significaban «caliente» y los guiños azules de la otra significaban «frío»: se podía elegir, pues, pulse usted y beba, decían estas luces centelleantes en los autómatas, aparte de las cuales no había nada, salvo la brisa suave, tibia y aterciopelada, empeñada en conseguir que realmente estuviera todo lo más limpio posible para cuando él se apeara.