XXXVII
El nieto del príncipe Genji juntó las manos para rezar e hizo dos profundas reverencias hacia el pabellón de oro.
Sin embargo, no se dirigió hacia fuera, hacia los pórticos, sino que volvió por el lado derecho del monasterio.
Aun encontrando todo desierto, confiaba en hallar en su sitio al superior de la orden.
Se detuvo ante su residencia, allí donde una inscripción señalaba la entrada, se aclaró la garganta y llamó en voz baja.
Como no recibió respuesta, intentó abrir con suavidad la puerta corrediza.
Estaba abierta.
El nieto del príncipe Genji entró, se detuvo en la primera sala, la de espera o contención, y saludó en voz alta.
No obtuvo respuesta.
Reinaba un silencio absoluto por doquier.
De ningún modo quería marcharse sin que el superior de la orden se enterase de su presencia, de suerte que miró alrededor y decidió abrir la puerta más cercana. Aunque él no lo sabía, la puerta más cercana daba a la dependencia privada del superior, y cuando apretó el picaporte y comprobó que la puerta estaba abierta, entró inclinando la cabeza.
No había nadie en la habitación.
En un primer momento, sin haber mirado aún alrededor, pensó en buscar algún papel adecuado, tinta y pincel, y comunicar en unas cuantas líneas al superior que había estado allí y que lamentaba que no se hubiera producido el encuentro, en el que tantas esperanzas había depositado.
Sin embargo, se detuvo en el umbral.
Recorrió con la mirada ese caos, inapropiado para el lugar, de ropas amontonadas y platos y cubiertos y kimonos y dogi y geta y vasos y botellas de whisky, recorrió con la mirada los extraños objetos de la habitación, clavó la vista en el cartel de una película estadounidense colgado en la pared, en el televisor instalado frente a la cama, en el teléfono que yacía en el suelo y en el reloj de pulsera que a punto estuvo de pisar y, pasmado por encontrar un mundo así en un lugar tan poco idóneo para él, olvidó incluso la debida cortesía y respeto y se olvidó incluso de sí mismo, pues no salió en el acto, no lo dejó todo allí tal como estaba, no cerró tras de sí la puerta del territorio del superior de la orden, que es lo que debería haber hecho en cualquier circunstancia, sino que, asombrado, entró poco a poco como quien no se cree cuanto ven sus ojos y se dejó caer sobre la cama y, como en su distracción a punto estuvo de sentarse sobre el libro que habían dejado allí, lo cogió y, a la luz de la lámpara, echó un vistazo al título para acabar hojeándolo, extrañado.
No se oía ningún ruido, ningún rumor, desde ningún punto del edificio.
Ya había anochecido del todo en el exterior.
El nieto del príncipe Genji se quedó largo rato hojeando el libro, luego lo cerró con cuidado, marcando con un trozo de papel la página por la que había quedado abierto, y le buscó un sitio en la habitación.
Apartó unos cuantos objetos en uno de los estantes de la pared y allí guardó el libro.
Sabía exactamente que había cometido un acto tremendamente irreflexivo e irrespetuoso.
No buscó ni papel ni tinta ni pincel.
En su próxima visita sin duda debería reparar el daño.
Sin embargo, el nieto del príncipe Genji no pensaba en ello en este momento.
Con tristeza en la mirada, volvió a echar un vistazo a la habitación y luego salió a la sala de espera, se puso las geta, se dirigió a paso lento hacia la salida, cerró tras de sí la puerta y, después de atravesar a toda prisa el patio, abandonó el monasterio precipitadamente.
A lo lejos, cerca de las dos bibliotecas, el zorro rabioso empezaba a ser sacudido por las convulsiones bajo la espesa azalea.
El zorro agonizaba.
En esa mirada paralizante, inmóvil, confusa y roja ya no ardía ninguna locura.
En esos ojos se quebró la luz.