III

No encontró la puerta allá donde la había supuesto. Cuando tomó conciencia de haber entrado, ya llevaba un rato dentro. No podía saberse cómo se entraba. El hecho es, sin embargo, que de súbito se halló en el interior y que justo ante él se alzaba de repente, ya al otro lado del muro, el enorme edificio de entrada denominado Nan-Daimon: cuatro pares de gruesos y gigantescos pilares de ciprés de hinoki pulidos a la perfección encima de un pedestal elevado y, sobre ellos, un doble techo ligeramente arqueado en los bordes, dos techos superpuestos de tal manera que parecía haber existido un momento en el que dos inmensas hojas otoñales, un tanto quemadas en los bordes, se hubieran precipitado abajo una tras otra y solamente una hubiera llegado. Una había arribado, en efecto, a buen puerto y se había posado sobre la viguería que se asentaba sobre los pilares, mientras la otra continuaba camino abajo en la perfecta simetría del aire, que, como si actuase con una mínima e inefable fuerza de atracción, no la dejaba concluir su descenso ni depositarse sobre su compañera. Allí quedó, pues, en lo alto, cuando la otra ya se había colocado sobre la cabeza de los pilares. Eran, pues, dos techos instalados el uno sobre el otro con suma precisión, con la armonía impecable del complejo ensamblaje de las consolas, y abajo estaban los cuatro pares de gigantescos pilares pulidos a la perfección. Y todo ello se alzaba sin explicación alguna, porque, a decir verdad, ¿qué pórtico era ése que estaba circundado por un patio amplio y generoso, que parecía un edificio construido a propósito en medio de ese patio amplio y generoso? ¿Qué pórtico era ese que se levantaba solitario en una plaza limpia, silenciosa y rectangular? Teniendo en cuenta su forma, era un pórtico en todos los sentidos, pero resultaba sumamente enigmático si se consideraba su ubicación. No revelaba la identidad de aquello cuya puerta era, como si se hubiera producido un error, sea en la puerta, sea en los ojos que la miraban, aunque el pensamiento que en su día trabajara en su planificación parecía tan evidentemente disciplinado que bastaban ahora unos instantes para comprender que esta estructura monumental era un pórtico pero de otro tipo, un pórtico que recibe al recién llegado que viene de una dirección y lo conduce hacia otra dirección, una puerta que lleva de un sitio a otro, una puerta del todo solitaria en un patio pelado, con cuatro pares de gigantescos pilares y, entre ellos, condenados desde un principio a mantenerse casi eternamente cerrados, tres pares de batientes, y, sobre ellos, una inmensa doble cubierta, ligeramente arqueada hacia arriba en los bordes, un pórtico entre cuyos pilares había tres aberturas con tres pares de pesados batientes encajados allí para obturar las tres posibles vías de entrada, uno de los cuales, el de la derecha, estaba roto: una hoja medio arrancada pendía de la bisagra de bronce, colgaba, inclinada, doblada, muerta.